Miniatura de Evangeliario de Ada
(Imagen: Wikicommons)
El texto del Evangelio de hoy es el siguiente (Mt. 9, 1-18):
“En aquel tiempo: Entrando Jesús en una barca, pasó
a la otra ribera, y fue a su ciudad [Cafarnaúm], cuando he aquí que le
presentaron un paralítico postrado en su camilla. Y, viendo Jesús la fe de
ellos, dijo al paralítico: Hijo, ten
confianza, que perdonados te son tus pecados. Y luego algunos de los
escribas interiormente se dijeron: Este hombre blasfema. Y, conociendo Jesús
sus pensamientos, les dijo: ¿Por qué pensáis mal en vuestros corazones? ¿Qué es
más fácil decir: “Perdonados te son tus pecados”, o bien: “Levántate y anda”?
Pues, para que sepáis que el Hijo del hombre tiene poder en la tierra de
perdonar los pecados, dijo entonces al paralítico: ¡Levántate, toma tu lecho, y
vete a tu casa! Y se levantó y fue a su casa. Al ver esto las gentes, temieron,
y alabaron a Dios, que dio tal poder a los hombres”.
***
Dicen los Santos Padres que no sólo las palabras
del Verbo son verbo para nosotros, sino que también nos hablan sus gestos y sus
acciones. Y puesto que el Señor viene a redimirnos de la soberbia, el primero y
principal de nuestros pecados, y la raíz de todos ellos, todas sus acciones nos
muestran el ejemplo de su humildad, que no se nos muestra sólo en su someterse
a las molestias de la vida, sino que aun busca ser humillado, incluso
máximamente, como cuando en su pasión recibe la corona, no de oro, como le
correspondía, sino de espinas, de manos de esa soldadesca corrupta e infame
(¡nunca estuvimos tan bien representados como por ésta!).
El texto de hoy nos dice que el Señor “entró en
una barca” para cruzar el lago. ¡Él, que abrió en dos el Mar Rojo para que
cruzaran los israelitas, que hizo caminar a Pedro sobre el agua, que sometió a
las olas embravecidas con un solo gesto! ¡Él se somete a los modos de cualquier
ser humano, rebajándose hasta nuestro nivel lleno de necesidades y miserias!
¡Pudiendo haber cruzado el lago en un instante sin necesidad de embarcación
alguna ni de las molestias del viaje!
Con acciones como éstas el Señor nos enseña la
humildad. Y sólo por la humildad la Iglesia podrá cumplir su misión de “ir y
predicar a todos los hombres el Evangelio, bautizándolos”.
Pero la humildad no consiste en el apocamiento: la
humildad no es pusilánime (que
significa ser “de ánimo pequeño”). Por el contrario, la humildad es reconocer
la verdad, la verdad de nuestra condición, con sus altos y sus bajos. Bajos que
surgen de nuestra realidad pecadora, altos que recibimos misericordiosamente de
lo alto. Así definía la gran Santa Teresa de Ávila la humildad: “caminar en la
verdad”. Quien se niega a ver lo bueno que hay en él, que ha recibido de Dios,
“camina en la mentira”.
Por eso la Iglesia, aun desde la más profunda
humildad, debe proclamar con longanimidad
(es decir, “con ánimo grande”) la Verdad que ha recibido de lo alto. “Vexilla Regis prodeunt”: así dice el
precioso himno que usa la liturgia para exaltar la Cruz, el más humillante de
los suplicios de la antigüedad. Sí: avanzan las banderas flameantes del Rey,
con toda la gloria y el esplendor de que podemos rodearlas. No son humildes,
sino enemigos de la Verdad, quienes critican el esplendor del culto que la
Iglesia rinde a Dios, que es la Verdad, y la magnificencia de las ceremonias, y
el brillo de los ornamentos, y la riqueza de los templos adornados en honor del
Rey. No son humildes; son, más bien, hipócritas.
¡Cuán a menudo se oye decir, como acusación de
soberbia: “Se creen dueños de la Verdad”! Pues, sí: no es que “nos creamos”
dueños de la Verdad, sino que la poseemos
efectivamente, pero no porque la hayamos conquistado o descubierto, sino porque
nos ha sido dada de lo alto. Y nuestro deber no es ser apocados, dejándonosla
para nosotros mismos, sino salir a proclamarla y a convencer al mundo incrédulo
de que la tenemos, con ánimo grande, con longanimidad.
Nuestra humildad consiste en reconocer que lo
tenemos todo, pero que todo nos ha sido dado por el Señor misericordioso, que
lo hemos recibido todo como un don magnífico, glorioso. Lo llevamos en vasos de
barro; pero es un don glorioso. Nuestra humildad, pues, ha de consistir en
reconocer nuestra verdad: somos dueños de la Verdad que nos ha sido dada de lo
alto.
La oración colecta de este domingo, que es una joya
literaria magnífica como pocas en su riqueza, elocuencia y concisión, dice lo
siguiente: “Dírigat corda nostra,
quaesumus, Dómine, tuae miserationis operatio: quia tibi sine te placére non
possumus” (“Que la acción de tu misericordia, te rogamos, Señor, dirija
nuestros corazones, porque sin Ti no podemos agradarte”).
Orando de este modo, decimos la verdad, somos
humildes.
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