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martes, 9 de febrero de 2021

Domingo de Sexagésima

Miniatura de Evangeliario de Ada
(Imagen: Wikicommons) 

El texto del Evangelio de hoy es el siguiente (Lc 8, 4-15):

“En aquel tiempo, habiéndose reunido grandísimo concurso de gente de las ciudades, y acudiendo solícitos a Jesús, les dijo esta parábola: Un hombre salió a sembrar su simiente, y al esparcirla, una parte cayó a lo largo del camino, donde fue pisoteada, y la comieron las aves del cielo. Y otra cayó sobre un pedregal, y luego que hubo nacido, se secó por falta de humedad. Otra cayó entre espinas, y las espinas que con ella nacieron la sofocaron. Otra finalmente cayó en buena tierra, y nació y dio fruto a ciento por uno. Dicho esto, comenzó a decir en alta voz: Quien tenga oídos para escuchar, atienda. Mas sus discípulos le preguntaron qué sentido tenía esta parábola. Él les dijo: A vosotros es dado conocer el misterio del reino de Dios, pero a los demás, sólo en parábolas, para que viendo no vean, y oyendo no entiendan. He aquí, pues, la explicación de la parábola: La semilla es la palabra de Dios, y los granos sembrados junto al camino, son aquéllos que la oyen; mas luego viene el diablo y arranca la palabra de su corazón para que no se salven creyendo. Lo sembrado sobre piedra, son los que reciben con gozo la palabra cuando la oyen, pero no echa raíces; los que por un tiempo creen, y en el tiempo de la tentación retroceden. La semilla que cayó entre espinas, son los que oyeron la divina palabra; pero después queda sofocada por los cuidados y riquezas y deleites de esta vida, y no llega a dar fruto. Mas la que cayó en buena tierra, son los que, oyendo la palabra con corazón bueno y óptimo, la conservan y producen fruto por la paciencia”.

 ***

Para salvarse, es necesario dar fruto de buenas obras. Aquí no hay acorte alguno para llegar al cielo. Pero para dar fruto hace falta la paciencia, como dice el Señor en este texto.

En otros textos similares, en que la misma idea se repite (y son varios los textos que hablan de esto, con lo que se indica por el Señor la importancia que ello tiene), algunos traductores dicen “perseverancia”, para traducir el latín “patientia”. Por eso se habla de la “gracia de la perseverancia final” que debemos pedir a Dios, es decir, la gracia de perseverar hasta el último instante de nuestra existencia. Y se agrega que ésta es la más importante de todas las gracias que el Señor puede conceder, y la concede a todos quienes se la piden.

Es claro que el paciente es perseverante. Pero el concepto de paciencia es mucho más fértil y sugerente en éste y otros pasajes del Evangelio. En la traducción de Nácar y Colunga, se dice “Con la paciencia compraréis (la salvación) de vuestras almas” (Lc 21, 19), dando un enérgico giro al latín de la Vulgata que dice: “In patientia vestra possidebitis animas vestras”.

Uno de los maestros más fascinantes de la vida espiritual, San Francisco de Sales, enseña que debemos tener paciencia con nosotros mismos. Lo cual no es más que una inmediata consecuencia del amor a sí mismo que debe tener cada uno de nosotros, es decir, del amor ordenado de sí. Y en la vida espiritual es fundamental esa paciencia consigo mismo: un saber esperar, un no impacientarse con los múltiples pecados que cometemos (la Escritura habla de que hasta el justo peca siete veces cada día), saber darse tiempo, no exigirse inmoderadamente -es decir, no irrealistamente-, conociendo que en las cosas del alma, los tiempos de crecimiento (y todos los tiempos, en verdad) siguen el ritmo lento pero seguro de la naturaleza. Nadie crece en estatura física de un día para otro, ni lo hace por mucha fuerza que se haga. Así también en el alma: del mismo modo que los vicios se van solidificando por la lenta y cotidiana repetición de actos malos, en el caso de las virtudes ocurre lo mismo. Y si un día se nos va sin haber adelantado en alguna de ellas que nos habíamos propuesto cultivar, o sin realizar las buenas obras que habíamos esperado hacer, lo que corresponde no es inflamarse en indignación contra sí mismo, sino pedir perdón al Señor, levantarse y, con paciencia, comenzar de nuevo al otro día.

No hay otra forma de llegar a poseer la propia alma, a ser dueño de sí, que es en lo que consiste la perfección humana -y también la sobrenatural, que nunca la contradice-. A patadas no nos levantaremos a nosotros mismos. Nos levantaremos con la insistencia de un niño que, si no puede hacer algo a la primera, insiste una y otra vez, y no se desalienta con sus reiterados fracasos.

La paciencia es la enemiga del desaliento, que no es sino nuestra soberbia herida que rehúsa intentar de nuevo. El humilde comienza una y otra vez. No es santo quien no peca, sino quien se levanta de nuevo. Y se es más santo cuanto más rápidamente se levanta uno y, como resultado, cuanto menos peca.

Ah, si fuera sólo San Francisco de Sales quien lo dice podría quizá alguno prestarle poca atención. Pero no: es el propio Señor, Maestro de maestros de vida espiritual. Es con la paciencia que salvaremos nuestras almas, porque con la paciencia daremos el fruto sin el cual no se entra al reino de los cielos.

Antes de terminar: paciencia consigo mismo no significa indulgencia consigo mismo, de ésa que nos hace “dejar para mañana lo que podemos hacer hoy”, porque nadie sabe si habrá para él un mañana. La paciencia no es relajación, sino un suave y pausado pero vigoroso ponerse nuevamente de pie. En el fondo, la paciencia es posible cuando sabemos que todo nuestro esfuerzo es hecho posible por la bondad infinita de Dios. Sólo se es paciente cuando se está consciente de ello y, por consecuencia, se está en la paz de Dios. La impaciencia e irritación y rabia contra sí no son de Dios, sino del diablo. “Ve despacio, que me urge”, decían los antiguos.

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