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sábado, 29 de septiembre de 2018

Una Pascua en el Monte Athos

Les ofrecemos hoy una crónica escrita por el filósofo alemán Robert Spaemann, de quien ya hemos tratado antes en esta bitácora (véase aquí, aquí y aquí), sobre la Pascua que pasó en el año 1981 en el Monte Athos, un Estado monástico que goza de autonomía y agrupa a veinte monasterios ortodoxos (griegos, rumanos, rusos, búlgaros, serbios y georgianos) bajo soberanía griega, cuyo nombre evoca un aura de misterio.  

***

Una Pascua en el Monte Athos

Robert Spaemann

Pascua de 1981 en el Monte Athos. Éramos unas diez personas, asistentes y estudiantes de mi Instituto, mi hijo, un joven griego y un amigo bizantino. Semanas antes ya habíamos obtenido un visado para la “república de los monjes” gracias a las oportunas cartas de recomendación, pues no era nada fácil conseguirlo.

El Athos es una península de 45 km de longitud habitada por monjes, y que sólo puede ser visitado por varones y con visado. Se cuenta que una vez una emperatriz bizantina trató de llegar allí y le salió al encuentro la Madre de Dios con estas palabras: “soy la única mujer aquí”. En Athos solamente se nace para la vida del cielo, no para la vida terrena. Ahí no hay animales hembras, excepto los salvajes, que pertenecen a otro mundo. Tampoco hay automóviles ni electricidad. De monasterio a monasterio se va a pie. Caminábamos bajo un maravilloso sol de primavera, acompañados del canto de los pájaros. Íbamos visitando un monasterio tras otro. En todas partes nos acogían, nos dieron de comer y posada para la noche.


Monte Athos
(Foto: GreekReporter)

La hospitalidad variaba según los distintos monasterios; en unos había más cordialidad y educación que en otros. Me pareció que era llamativamente mayor allí donde la observancia ortodoxa era más exigente y estricta y, en consecuencia, donde no se nos permitía participar en la liturgia.

Un monje nos preguntó ante la puerta de la iglesia si éramos ortodoxos. Cuando nos dimos a conocer como católicos, el monje nos espetó: “Habéis saqueado y quemado los tesoros de Constantinopla”. De nada sirvió que le manifestara mi pesar por aquello, y que en cualquier caso nosotros no habíamos tomado parte en aquel lamentable incidente, que el Papa de entonces lo deplorara derramando lágrimas al conocer la noticia, y que ningún católico aprueba aquella aberración de los caballeros cruzados, que al fin y al cabo ya antes querían haber acudido en ayuda del emperador de Constantinopla. Pues bien, aquel monje era algo ingenuo, y seguramente en cada una de las tres jerarquías se encontraba en el nivel inferior.

Al hablar de las tres jerarquías expreso de esa manera algo que observé. La primera la oficial e institucional. Es la autoridad del Higoumenos, algo parecido al abad en un monasterio occidental. Todos los monjes le besan la mano, pero cuando lo hace un monje más anciano, entonces el abad corresponde ese gesto besándole también la mano al más viejo.

Hay una jerarquía de la edad, que me recordaba la entronización del Papa Juan Pablo II, en la que los cardenales le mostraban sumisión besándole la mano. Cuando le llegó el turno de hacerlo a Stefan Wyvszynski, cardenal primado de Polonia, este le manifestó su reverencia al Papa, que a su vez besó inmediatamente la mano del anciano arzobispo de Varsovia.


San Juan Pablo II besa la mano del Cardenal Stefan Wyvszynski (1901-1981), quien fue encarcelado durante la persecución comunista en Polonia

El tercer nivel jerárquico en los monasterios del Athos nos resulta en principio algo extraño a los latinos. Allí, en los monasterios suele haber uno o dos monjes vestidos con capotes negros que llevan cosidos con hilo rojo los instrumentos de la Pasión de Jesús: son los llamados Megiston Schima. El portador de esa prenda es un monje que por su especial piedad, humildad, discreción y bondad ostenta una autoridad más allá de todo cargo institucional. Ordinariamente se trata de un monje sencillo que presta servicios modestos en el huerto o en los oficios domésticos.

Pero entonces, ¿quién otorga esa distinción que parece poner fuertemente a prueba la humildad del monje?, Hice esta pregunta y la respuesta fue: En cada caso es otro monje que ya lleva los Megiston Schima.  Detrás de esto está el convencimiento de que sólo el hombre espiritual posee la mirada que reconoce a un hermano en el espíritu: ¿Quién reconoce el espíritu mismo? [Quis cognoscit spiritum nisi ipse spiritus?]. Me parece que esta triple jerarquía se corresponde mejor con la identidad del monacato que una pura jerarquía, unidimensional, de cargos.

Por lo demás, en el Athos pueden encontrarse todo tipo de formas de vida monástica: ermitaños que habitan en grutas y a quienes apenas puede uno ver; poblados de eremitas en los que cada monje habita su propia choza, y que se reúnen en una pequeña iglesia para el oficio divino; monasterios idiorrítmicos, donde cada monje tiene una pequeña vivienda en el monasterio y lleva su propia vida, eventualmente incluso con pertenencias propias; y finalmente los cenobitas, que san Benito señalaba como la raza “fuerte” de monjes, y que llevan una vida monástica comunitaria parecida a la de nuestros monasterios benedictinos o cistercienses. Aquí, por cierto, los monasterios idiorrítmicos han renunciado a su modo de vida a favor del de los cenobitas.


Mapa de la península donde se encuentra el Monte Athos publicado en 1980
(Imagen: Athosmaplibrary)

En aquel momento estábamos en Semana Santa, es decir, en el tiempo del ayuno estricto. En el Monte Athos no se come carne, pero en la época de ayuno tampoco ningún otro producto animal, ni pescado ni tampoco aceite. Con todo, a los huéspedes se les exige menos.

El Viernes Santo celebramos la liturgia con los rusos. Pasando por el monasterio Simonos Petras, situado sobre un monte rocoso, llegamos en la tarde del Sábado Santo al monasterio Gregoriou, un antiguo lawra situado al borde del mar.

Cenando al aire libre coincidimos con un grupo de estudiantes de Atenas que, como nosotros, habían acudido como peregrinos a celebrar la Pascua. Se irritaron mucho cuando oyeron que éramos católicos. Un estudiante de Derecho, delegado del Comité de Estudiantes de la Universidad de Atenas, inmediatamente me quiso implicar en una discusión teológica y me preguntó cuál era mi opinión sobre la diferencia entre la Iglesia ortodoxa y la católica. Le contesté que en el fondo sólo se trata de la posición del Obispo de Roma, es decir, la cuestión es si le correspondería el título de sucesor de san Pedro, y como tal no sólo poseería un puesto preeminente, pero meramente honorífico entre los Patriarcas, sino un oficio eclesial específico, el ministerio de la más alta autoridad.


El Monasterio de Simonos Petra

Mi interlocutor replicó que eso era una diferencia de carácter secundario. El antagonismo era más profundo. A mi pregunta pidiendo que aclarara más este aspecto –donde residía la diferencia principal- tomó una hoja de papel y dibujó ante mí un círculo con la observación “Este es el universo, el mundo”. Después marcó el centro del círculo y dijo “Y este es Dios. Tal es la fe ortodoxa. Para vosotros ese punto central es el hombre. Ahí está la diferencia”.

Sólo pude responder a eso: “Querido amigo, si tuviera usted razón, esta misma noche ingresaría a la Iglesia ortodoxa. Pero las cosas no son tan sencillas”.

Esta visión de las cosas la encontré muchas veces en el Athos. A la Iglesia latina la acusaban de antropocentrismo. Un joven monje mencionó la Capilla Sixtina que, a diferencia del arte del icono, representa una apoteosis del hombre. A este monje sólo pude responder que el humanismo renacentista en gran parte se debía a la sabiduría griega que penetró en Occidente en el siglo XV.


Fiesta de la Teofanía (Epifanía) al interior del monasterio Vatopedi (Monte Athos).

Se hizo de noche y ya solo queríamos asistir a la Vigilia Pascual. La liturgia comienza a las ocho de la tarde y se prolonga hasta las seis de la mañana. Ante la puerta de la iglesia un monje nos preguntó si éramos ortodoxos, y cuando lo negué nos dijo que lamentablemente no podríamos participar en la liturgia. Naturalmente, no me di por satisfecho, sino que di al monje una carta de recomendación del obispo griego de Viena, con el ruego de entregarla al abad.

El monje contestó que en ese momento el abad estaba escuchando confesiones de los peregrinos. Esto podría prolongarse hasta las diez y tendríamos que esperar pacientemente todo ese tiempo. Esperamos todos con la excepción de mi amigo austríaco, el bizantino, que a causa de su aspecto meridional y de su barba no fue interrogado, sino que simplemente se metió a la iglesia, besó los iconos y encendió las velas. Le confundieron con un ortodoxo.

Esperamos dos horas mientras la liturgia comenzaba con la lectura completa de los Hechos de los Apóstoles. Hacia las diez vino el joven monje y me dijo que el abad me rogaba que pasara a verle. Acompañado de un monje que hacía de interprete entre el griego y el francés, y también en compañía de Reinhard Löw, que entonces era mi asistente en la Universidad, el abad nos recibió en un pequeño despacho, me ofreció asiento, me dio una crucecita de madera como obsequio en calidad de huésped y me preguntó la razón por la que habíamos venido.


Los monjes salmodian "Christos anesti" ("Cristo ha resucitado") durante la Vigilia Pascual, que pone fin a siete semanas de ayuno solemne

Repuse: “Para celebrar la Pascua con ustedes; entre nosotros los latinos, este año la Fiesta coincide con la de los griegos en la misma fecha”.

A continuación, el abad: “Ya le han dicho desgraciadamente esto no es posible. La comunidad en la oración presupone la comunidad en la fe”. (La carta de recomendación del obispo griego de Viena no sirvió para nada. Ante los monjes de Athos, los obispos no poseen mucha autoridad).

Yo: “Ciertamente, también somos de esa opinión. Pero donde la mayor parte de la fe es común, también podría ser común la mayor parte de la oración. No pensamos comulgar con ustedes. Sabemos que eso lo reprueban, y por supuesto lo rechaza también la Iglesia católica, es decir, admitir a la comunión a los herejes. Y a sus ojos nosotros somos herejes”.

El abad: “No nos corresponde juzgar si las diferencias son grandes o pequeñas. Dios puede superar abismos profundos y saltar sobre altos muros. Pero a nosotros no nos está permitido hacer grandes gestos”.

A continuación le indiqué al abad que en las iglesias ortodoxas de Occidente siempre se admite también no sólo otros creyentes cristianos, sino incluso personas de otras religiones.

El abad replicó: “Eso puede que sea así en Occidente, pero en el Athos tenemos otras costumbres”.

Mi observación sobre la praxis de admisión en otros monasterios del Athos no me ayudó nada. También hay diferencias en el Athos, y el monasterio Gregoriou se cuenta entre los de observancia más estricta.


El monasterio de Gregoriou (Monte Athos)
(Foto: Dreamstime)

No me rendí tan rápidamente. Le expresé al abad mi respeto por la solidez de la ortodoxia, tal como aquí la encontraba, y le dije: “La Iglesia occidental hoy está severamente amenazada desde el interior y ciertamente por un liberalismo y un relativismo que han traspasado los límites de la herejía desde hace mucho tiempo. Incluso el arrianismo era un juego de niños en comparación con las doctrinas que hoy se extienden ampliamente en la teología occidental. En esta situación, para nosotros resulta vital que la Iglesia- como decía el Papa- vuelva a respirar con sus dos pulmones, y que la Iglesia de Oriente venga en ayuda de la de occidente con su firmeza, con su solidez en la fe”.

Al abad le gustó esto. El principal temor de los ortodoxos siempre es el de ser dominados por Roma. Su rigidez es frecuentemente consecuencia de un complejo de inferioridad respecto al catolicismo. En ese sentido, naturalmente resulta agradable para un abad griego escuchar que Occidente necesita la ortodoxia, la reunificación con Occidente.

Por su lado, el monje interprete me dijo más tarde que le había tocado el corazón al abad en el momento en que expliqué que no teníamos en absoluto el propósito de comulgar con ellos. “Si usted hubiera dicho: somos todos cristianos, déjenos celebrar conjuntamente la Eucaristía, entonces el abad le hubiera expulsado de inmediato”.

Al terminar esta fase de la discusión, cuando le pedí nuevamente al abad que nos dejara participar en su iglesia en consideración a la Santa Fiesta de la Pascua, el abad dijo “Mire, si le dejo entrar, algunos de los monjes más ancianos abandonarán la liturgia”.


El abad de un monasterio besa las manos de su padre espiritual

A esto respondí: “Eso cambia las cosas. En ningún caso queremos perturbar su paz pascual. Si las cosas son así, por favor pídale al monje portero que nos abra la puerta y esta misma noche iremos al monasterio Simonos Petras, donde con seguridad seremos admitidos”.

En ese momento palideció el abad y replicó: “No pueden hacer eso, está oscuro, la luna no da la luz y el camino hacia Simonos Petras es demasiado peligroso en esas circunstancias: tendrán que atravesar un arroyo y subir por un camino rocoso. Alguien podría morir en el intento”.

Entonces dije: “Por favor, déjenos ir. Conocemos un poco el camino, ya que hoy hemos transitado por allí. Además tenemos una linterna, y, por otro lado, el riesgo adicional lo asumimos puesto que esta noche también es nuestra Pascua, y nos gustaría, si es posible, participar en la Liturgia pascual”.

El abad se levantó y nos pidió que esperáramos un momento, al tiempo que abandonaba el lugar. Como más tarde supe, entró en la iglesia con la liturgia ya comenzada y en medio del culto divino sacó a los más ancianos de entre los monjes para improvisar un pequeño consejo. Les expuso el caso y dijo “¿Podemos responsabilizarnos de dejar marchar a esta gente, si les ocurriera algo? Si se trata de un mandato divino, hemos de obedecerlo, y la responsabilidad por las consecuencias de esa obediencia nos corresponde. Ahora bien, si es cosa de mera observancia eclesiástico-monacal, que varia entre las propias iglesias ortodoxas, nos encontramos ante un caso de los que denominamos oikonomía, que en Occidente se llama epikeia, esto es, se trata de una situación excepcional en que la regla general puede dejarse sin efecto”.

El consejo general decidió unánimemente que en esas circunstancias podía dejarnos participar en la celebración de la Liturgia, presuponiendo siempre que no exigiéramos participar en la comunión. Después de un rato vino el joven monje interprete a transmitirnos la feliz noticia, con la que quedo compensada mi tenacidad.

La Liturgia fue imponente. A la llamada del diacono Christos anesti –Cristo ha resucitado-, un monje puso en movimiento la gigantesca lámpara de bronce encendida que colgaba del techo. “Poner en danza las relaciones”, preconizaba Karl Marx. La Resurrección de Cristo, de hecho, lo recoloca todo, y en aquel momento eso se podía experimentar sensible, casi voluptuosamente bajo la agitación de la lámpara de araña que blandía el aire. Cristos anesti, “Cristo ha resucitado. Por su muerte ha vencido a la muerte y ha dado nueva vida a los que están en las sepulturas”; esto cantaban monjes y peregrinos esa noche con tal insistencia que lo olvidaré hasta el final de mis días.


El monje disfruta de la comunión con sus hermanos a la hora de comer, siempre en silencio, como en el ornado refectorio bizantino del monasterio de Xenofontos.

La Santa Liturgia se prolongó hasta las seis de la mañana. Después todos fuimos a la “trapeza”, el refectorio de los monjes, donde a cada monje y a cada huésped esperaba un plato con un gran pescado asado. Antes de tomarlo, el abad aun dio una prédica que no estaba incluida en las diez horas de la Liturgia, y en la que no se privó de lanzar indirectas contra las iglesias orientales unidas a Roma.

Debo hacer notas aún que al día siguiente el abad me trató con exquisita amabilidad, me sentó junto a él en la mesa, así como en una tertulia que tuvimos tras la comida, en la que se encontraron cánticos griegos.

La cordialidad del abad fue llamativa. Del mismo modo que se me asombraba y respetaba su fortaleza intransigente en las cuestiones de fe, él también sabía valorar en mi caso esa mezcla de respeto y tenacidad.

Cristos anesti: este fue el saludo cotidiano durante todo el día y la semana de Pascua. A continuación seguía la respuesta: Alithos anesti, en verdad ha resucitado. En ningún momento era posible ignorar que era Pascua, pues la atmósfera estaba invadida por el tronar de los troncos huecos sobre los que se golpeaba, sustituyendo así el repique de campanas.

En Pascua a los monjes novicios se les permitía golpear los troncos cuantas veces quisieran.


El solitario padre Seraphim recorre a pie los kilómetros que separan su ermita de esta cabaña, donde trabaja envasando la miel de un colmenar cercano.

Nota de la Redacción: El texto está tomado, con mínimas adaptaciones y correcciones, de Spaemann, R., Sobre Dios y el mundo. Una autobriografía dialogada, trad. de José María Barrio Mestre y Ricardo Barrio Moreno, Madrid, Ediciones Palabra,  2014, pp. 345-354. Los pie de foto de aquellas provenientes del reportaje sobre el Monte Athos publicado por National Greographic están tomados de ahí, con algunas correcciones de estilo. 

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Actualización [1° de mayo de 2019]: New Liturgical Movement da noticia de un hermoso documental sobre los monasterios del Monte Athos, que recuerda a aquel rodado en la Gran Cartuja (El gran silencio, 2005). 

martes, 25 de septiembre de 2018

La liturgia como templo


Les ofrecemos un nuevo artículo del Prof. Peter Kwasniewski, ya conocido de nuestros lectores, donde aborda el sentido que tiene la liturgia como verdadero templo del cristiano. De esta manera, la crisis que atraviesa la Iglesia constituye una oportunidad para darse cuenta de la gracia que hemos recibido al haberse preservado la Misa tradicional, la cual, lenta pero perceptiblemente, comienza a mostrar frutos de recuperación de la verdadera piedad cristiana. 

El artículo fue publicado originalmente en OnePeterFive, y existe una traducción previa de Adelante la fe. La versión que ahora publicamos ha sido preparada por la Redacción. 

 (Imagen: OnePeterFive)

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La liturgia como templo:
¿obra de Dios u obra del hombre?

Peter Kwasniewski

Acercándose el fin de sus días en la tierra, Nuestro Señor caminaba una vez por el templo de Jerusalén, vasta estructura de noble diseño, construida por manos humanas, moldeada por judíos que osaban soñar que ésta era la “casa de Dios”, tal como el palacio de Herodes era la casa de Herodes. El hecho de que el primer templo, construido por Salomón, hubiera sido arrasado hasta sus cimientos por el ejército babilonio, no parece haber convencido a los judíos de que su sueño estaba destinado al fracaso.

Mientras caminaba por el templo, uno de sus discípulos le dijo: “Maestro, observa estas piedras y estos edificios”. Y Jesús, respondiendo, le dijo: “¿Ves estos grandes edificios? Todos serán destruidos y no quedará de ellos piedra sobre piedra” (Mc. 13, 1-2).

Aquel templo siempre tuvo el propósito de ser sólo una señal provisoria de la inhabitación de Dios en Israel, unión destinada a realizarse en el Verbo hecho carne, templo no hecho por manos humanas, en que Dios y el hombre son uno, indisolublemente y para siempre. El cuerpo de Cristo es el tabernáculo del Altísimo, el lugar donde mora su gloria. Y así, según el plan de la Divina Providencia, los romanos destruyeron el año 70 d.C. el templo que era obra del hombre, despejando la vía para el templo universal del Cuerpo Místico de Cristo.

Esto no significa que la religión cristiana sea una religión desencarnada, como lo han proclamado ciertas tendencias espiritualistas en la Cristiandad, de fuerte impulso iconoclasta, especialmente en los siglos VIII, XVI y XX. Por el contrario, tenemos un templo nuevo y mejor, el Cuerpo de Cristo, que -o más bien, Quien- está real, verdadera y sustancialmente presente en cada tabernáculo existente en cualquier parte del mundo.


La capilla de Nôtre Dame du Haut, en Ronchamp (Francia), obra arquitectónica realizada por Le Corbusier entre 1950-1955
(Imagen: Arquiscopio)

Cada iglesia católica es el lugar en que “la plenitud de la divinidad reside corporalmente” (Col 2, 9), lo que hace de la más humilde capilla algo más valioso y más glorioso que el primer templo de Salomón o el segundo templo de Herodes. Lo que el Señor dice de los lirios del campo puede aplicarse a las iglesias católicas: “Os digo que ni Salomón, en toda su gloria, se vistió como uno de éstos” (Mt 6, 29),  porque “he aquí alguien mayor que Salomón” (Mt 12, 42).

Es conveniente, pues -y en realidad es más que conveniente: es algo exigido por la virtud de la religión- que nuestras iglesias sean diseñadas y ornamentadas de tal forma que proclamen, de modo no ambiguo, claro, el templo que es Jesucristo, el Verbo hecho carne, y el templo que es su Cuerpo Místico, la Iglesia católica. De esta manera, cada iglesia imita y continúa la misión del Precursor que gritó: “¡He aquí al Cordero de Dios! ¡He aquí al que quita los pecados del mundo!”

También la sagrada liturgia debiera mostrar a Cristo y proclamarlo. Como opus Dei, o sea, como obra de Dios, como primariamente un acto de Dios y para Dios, ella debiera participar ya de los propios atributos de Dios, tal como Él nos los ha revelado en la historia de la salvación, y hacérnoslos presentes para que los internalicemos. La liturgia debiera presentársenos como lo mismo que Él es: antigua, estable, indestructible, permanente, fuerte, santa, trascendente, misteriosa y, a veces, desconcertante. Sobre todo, no debe parecernos “obra de manos humanas”, o sea, hecha en un plano meramente humano, temporal, intramundano, secular, porque, de otro modo, la estimaríamos con toda razón como algo despreciable y estaría destinada a sufrir el mismo destino que los templos de Salomón y de Herodes. Por el contrario, deberíamos poder poner en labios de la liturgia, realidad viva moldeada por manos divinas en el seno de la Iglesia, las palabras del salmista: “Tú formaste mis entrañas, tú me tejiste en el seno de mi madre… No se te ocultaban mis huesos cuando fui modelado en secreto y bordado en las profundidades de la tierra. Todavía informe, ya me veían tus ojos, pues todo está escrito en tu libro. Mis días estaban todos contados, antes de que ninguno existiera” (Sal 138, 13, 15-16).

¡Cuán diferente de esto -cuán escandalosamente diferente- es el Novus Ordo (Seclorum, dan ganas de decir), en que la liturgia es, y se presenta a sí misma, como obra de manos humanas, refaccionada según las ideas modernas, sometida a manipulaciones humanas, en medio de una cacofonía de lenguas vulgares, dando lugar a siempre nuevos compuestos culturales, como un elemento inestable!

“Y al ver que algunos decían del templo que estaba adornado con preciosas piedras y donativos, les dijo: Llegará el día en que todo esto que veis será demolido y no quedará piedra sobre piedra” (Lc 21, 5-6).

Al leer estas ominosas palabras, ¿cómo podría uno no recordar los ritos reformados, construidos por comités, por expertos ataviados con las filacterias de la erudición, que adornaron la liturgia (así pensaban ellos) con “preciosas piedras y donativos” concebidos especialmente para el Hombre Moderno? Estos “grandes edificios”, todos ellos, serán demolidos, porque no son un templo formado con el paso de los tiempos por el Espíritu Santo en el seno de la Santa Madre Iglesia, en el cual los ritos litúrgicos tradicionales, con toda su maravillosa extravagancia, fueron tejidos y bordados y formados en secreto.

“Una casa dividida contra sí misma no puede subsistir” (Mt 12, 25). La nueva liturgia es una casa dividida contra sí misma; ya no es el tradicional rito romano tal como se desarrolló orgánicamente a lo largo de los siglos, sino una nueva manufactura hechas de retazos y pedazos antiguos y modernos. Es como la visión interpretada por el profeta Daniel: “Tú, oh rey, estabas mirando y apareció una gran estatua: esta estatua, de gran tamaño y altura, estaba frente a ti, y su vista era terrible. La cabeza de la estatua era de oro fino, pero el pecho y los brazos eran de plata, y el vientre y los muslos, de bronce, y las piernas de hierro, y los pies, en parte de hierro y en parte de barro” (Dan 2, 31-33).

 Ilustración del sueño de Nabucodonosor (Francia, s. XV)

Semejante a esto es la nueva liturgia, una imponente obra de manos humanas que está fatalmente dañada por su falta de unidad, integridad, coherencia y cohesión. Ella no es el único rito romano de todos los tiempos, sino un producto voluntarístico de centenares de “expertos” que trabajaron paralelamente en pequeños comités, matando para viviseccionar. La única “unidad” de que goza su producto es la aprobación positivística de Pablo VI, que es incapaz de fundir la estatua en una sola sustancia y de infundirle un soplo de vida. Por esta razón es que algunos hablan de la “Misa Frankenstein”.

En la Vida de los Padres del desierto, leemos lo siguiente de Juan el Ermitaño: “Su único alimento era la comunión que el sacerdote le traía los domingos. Su norma de vida no le permitía otra cosa. Pero he aquí que un día Satán tomó la forma del sacerdote y llegó donde Juan, haciendo como que le traía la comunión. El bienaventurado Juan, dándose cuenta de quién era realmente, le dijo: 'Oh, padre de todas las sutilezas y maldades, enemigo de la rectitud, ¿no sólo no cesarás jamás de engañar el alma de los cristianos sino que osas atacar los Misterios mismos?'”[1].

Esto es lo que, a gran escala, el padre de todas las sutilezas y maldades, enemigo de toda rectitud, se ha atrevido a hacer en nuestros tiempos: ha atacado, en su raíz y en todas sus ramas, los Misterios de nuestra salvación. Y lo ha hecho induciendo a algunos hombres a corromper los ritos litúrgicos de todos los sacramentos y sacramentales, y el Oficio Divino, y a adherir a éstos como si fueran mejores que la imagen visible del Dios invisible que habíamos recibido de nuestros antepasados. Ha sembrado dudas, errores y confusión en el dogma y la moral, encontrando para esto muchos cómplices bien dispuestos que alardean orgullosamente de la superioridad de los tiempos modernos y de los modos modernos de pensar y obrar.

Sabemos lo que le ocurrió a la gran estatua del sueño de Nabucodonosor: “Seguías mirando, hasta que una piedra se desprendió de una montaña sin intervención de mano alguna, y vino a golpear la estatua en los pies que estaban hechos de hierro y barro, y los hizo añicos. Y a continuación se quebraron el hierro y el barro y el bronce y la plata y el oro, y fueron como el tamo en una era de verano, y el viento se los llevó y desaparecieron sin dejar rastro alguno; pero la piedra que golpeó a la estatua se transformó en una gran montaña, que llenó toda la tierra” (Dan 2, 34-35).

Como todas las visiones simbólicas, ésta admite múltiples realizaciones y aplicaciones. Daniel la interpretó como una sucesión de reinos que culminaba en uno que no será jamás destruido, pero ¿puede decirnos algo a nosotros hoy día?

La piedra que golpea la gran manufactura del ingenio humano “se desprendió de una montaña sin intervención de mano alguna”. El monolito gigante y aterrador que se nos impone, producto de febriles escuadrones de trabajadores, queda reducido a añicos por una pequeña piedra que debe su existencia a un escultor sobrenatural; piedra que crece hasta transformarse en una gran montaña que cubre toda la tierra.

¿Acaso no nos recuerda esto al movimiento católico tradicionalista? Este comenzó pequeño, pero está creciendo, y su crecimiento, producido por el Espíritu Santo, no puede ser detenido, y ama, defiende y promueve no la “banal fabricación prêt-à-porter” producida por comités, sino el tesoro acumulado y heredado desde hace siglos, vaso valiosísimo del Verbo Encarnado, testigo que canta en silencio la gloria de Dios. Este movimiento se transformará en una gran montaña que llenará toda la tierra, al tiempo que el monumental experimento de greda se desmorona, década tras década.


(Foto: Regina)
           
Adaptando un antiguo texto litúrgico, podríamos exclamar: “¡O culpa feliz, que nos preservó tan gran liturgia!”. El radicalizado Movimiento Litúrgico de mediados del siglo XX se encarnizó en sus intrusiones en la liturgia romana, desnaturalizándola lentamente y desintegrándola, especialmente desde 1948 en adelante. Por paradojal que suene, ¿no deberíamos agradecer que los partidarios de los cambios llegaran hasta donde lo hicieron? La escandalosa magnitud de la revolución litúrgica fue permitida por la Divina Providencia a fin de hacer posible el regreso a la plenitud de la tradición, gracias a que el clero y el laicado fiel vieron con el paso del tiempo la corrupción y la repudiaron totalmente, incluyendo en ello las simplificaciones, propias de anticuarios, y las desfiguraciones introducidas en la década de 1950 por Pío XII, que fue un Pablo VI en cámara lenta. El movimiento tradicional en todo el mundo está, por fin, tomando conciencia de la magnitud del daño producido, y viendo, cada vez con mayor claridad, la única salida: una adhesión total al rito romano en su forma tridentina, anterior a las arrogantes intrusiones de expertos miopes.

El santo sacrificio de la Misa en toda su poderosa pureza y la liturgia tradicional, en general, exorcizan de la Iglesia el espíritu del modernismo. No hay nada más urgente que este exorcismo, que ya está comenzando a ocurrir dondequiera que la Tradición ha tendido un puente hacia el territorio enemigo.
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[1] Traducción de Norman Russell (Kalamazoo, Cistercian Publications, 1981), p. 93.