sábado, 21 de febrero de 2015

Robert Spaemann sobre los fundamentos de la cultura y el "nihilismo banal"

Les ofrecemos a continuación un interesante texto del gran filósofo alemán contemporáneo Robert Spaemann (Berlín, 1927), donde nos presenta sus profundas reflexiones acerca de los fundamentos necesarios de la cultura occidental, que hunde sus raíces en el cristianismo, contraponiéndola a lo que llama "el nihilismo banal". El Profesor Spaemann se detiene especialmente en el papel que le cabe desempeñar a la Iglesia Católica en la tarea de redescubrir y revitalizar los fundamentos de la cultura europea, con importantes repercusiones para la liturgia y el culto público de la Iglesia.




La cultura europea y el nihilismo banal, o La unidad de mithos, culto y ethos*

 

por Robert Spaemann



La naturaleza del hombre, su humanidad, no se hace de por sí, «naturalmente», los hombres no pueden, como decimos en alemán, «conducir su vida». Para ser hombres, tienen que dar forma a su vida. Esto sólo se logra cuando la vida tiene un contenido que va más allá de la pura conservación y reproducción de la especie. Un contenido que trasciende al hombre. El hombre es el ser de la auto trascendencia. Necesita algo por lo que merezca la pena vivir. El cor curvatum in se ipsum, del que habla San Agustín, el corazón que sólo mira hacia sí mismo, ya no es humano en sentido propio. Lo que llamamos cultura es la marca de la vida de una comunidad por aquellos contenidos que estructuran la vida y le dan un sentido.

Todos estos contenidos son relativos en última instancia. Al único objeto adecuado de la autotrascendencia humana lo llamamos Dios. Friedrich Nietzsche consideraba la idea cristiana del amor de Dios como la más elevada idea que había producido hasta la fecha la Humanidad, porque enseña a los hombres a dirigirse a algo que es más grande que el hombre y porque de este modo el hombre aprende a crecer más allá de sí mismo. Sólo así el hombre se hace humano en el verdadero sentido del término. En este sentido escribía Andréi Siniavski, en medio de la más profunda postración, en el gulag siberiano: «Ya hemos pensado demasiado en los hombres. Es hora de pensar en Dios».

Nietzsche consideraba muerto a Dios y, para llenar ese hueco, inventó el superhombre, como equivalente funcional de la idea de Dios. La utopía del superhombre fue, como todas las utopías de la edad moderna, un sustitutivo de la religión. Como decían Feuerbach y Marx, las utopías debían llevar al mundo futuro lo que hasta entonces los hombres habían proyectado en el cielo. El sentido de la acción humana debía en última instancia obtenerse del futuro terrenal de la humanidad. El hombre «tal y como lo vemos» no es digno de veneración para Marx, sino sólo el hombre del futuro. Pero ¿por qué va a ser mejor este hombre sólo porque le vaya mejor? El futuro se convirtió en el opio del pueblo. Las utopías proyectaban sin duda tan sólo un débil brillo de lo que para el creyente es actualidad viva hacia un indeterminado futuro en la tierra. Dios es actualidad viva. Y en los tiempos cristianos, el mundo futuro de Dios lanzaba su brillo de mil maneras sobre la vida cotidiana de los hombres, no sólo en Navidad y en Semana Santa, ni sólo los domingos, aunque sí especialmente en esos días. 

Este brillo penetraba la a menudo penosa vida real de los hombres y los arrancaba de la banalidad. Convertía también la pobreza en «noble pobreza», como decía Juan XXIII refiriéndose a su infancia. La presencia del mundo divino en lo humano significa también que el trabajo, que todo lo que se hace bien y es hermoso, no sólo se ve justificado por su posterior utilidad, sino que tiene su sentido aquí y ahora, porque, como se dice en la Biblia, «está hecho en Dios». Esto hace tanto de las fiestas como del trabajo elementos de la cultura humana, teniendo las fiestas prioridad. Ellas actualizan una y otra vez el sentido presente del absoluto.

La utopía moderna sustituyó la esperanza de la vida divina inmortal por aquella que se extiende a través de la perspectiva de las mejores condiciones de vida terrena de los hombres que vivirán después. Para eso se necesitaba la transformación de la sociedad en una organización racional de objetivos que debía llevar a cabo tales mejoras. Entonces, la vida actual, incluso bien y correctamente vivida, deja de tener un sentido de eternidad en sí misma. En realidad, la cultura ya no existe, debe ser el futuro resultado del trabajo presente. Tampoco hay realmente nada que celebrar. El lugar de la fiesta lo ocupa el tiempo libre. En todo caso, la utopía no permite ver cómo la mejora de la vida de las futuras generaciones podría arrancar esa vida de las garras de la banalidad. 

Entretanto, la utopía ha muerto. Más muerta de lo que Dios estuvo nunca. Se ha demostrado que la organización de la sociedad al servicio de la utopía más bien impedía que fomentaba las mejoras materiales. Pero ¿qué queda cuando el sustituto de la religión ha resultado ser una ilusión? Naturalmente, lo más fácil es el retorno del sustitutivo al original. Pero el retorno a Dios no sucede nunca de forma automática. Es siempre la consecuencia del despuntar de cada persona. Para este despuntar siempre hay una alternativa. ¿Cuál es la alternativa hoy? El lugar de la utopía como sustituto de la religión lo ocupa hoy una antiutopía radical, que rechaza totalmente la idea de la trascendencia del hombre. Un prestigioso filósofo estadounidense de la actualidad, Richard Rorty, ha desarrollado no hace mucho esa antiutopía. Se trata de la imagen de los deseos de una sociedad liberal en la que las exigencias cognitivas, éticas y religiosas de absoluto han desaparecido y en la que «nada se considera real salvo el placer y el dolor». Todo lo que importa a los hombres, todo lo que es serio para ellos, es ilusión. Ya no debemos tomarnos nada en serio. El resultado máximo de la educación es la ironía. Por lo demás queremos sentirnos bien, eso es todo. El lugar del nihilismo heroico lo ocupa lo que yo llamaría «nihilismo banal».


Clarividentemente, Nietzsche caracterizó este nihilismo banal con cien años de antelación. Hablaba en relación con esto del «último hombre». «"¿Qué es amor? ¿Qué es creación? ¿Qué es nostalgia? ¿Qué es estrella?", pregunta el último hombre, y parpadea. Entonces, la tierra se hace diminuta, y sobre ella bailotea el ultimo hombre, que todo lo empequeñece... "Hemos inventado la felicidad", dicen los últimos hombres, y parpadean. Han dejado las tierras en las que vivir era duro; porque se necesita calor. Se ama al vecino y se roza uno con él; porque se necesita calor... Un poco de veneno aquí y allá: eso produce sueños agradables. Y mucho veneno al final, para una cómoda muerte. Se trabaja aún, porque el trabajo es un entretenimiento. Pero se cuida de que el entretenimiento no asalte. Ya no se es pobre ni rico; ambas cosas son demasiado gravosas. Nada de pastor ni rebaño. Todo el mundo quiere lo mismo, todo el mundo es igual. El que piensa otra cosa va voluntariamente al manicomio... Hay placeres para el día y placeres para la noche: pero se venera la salud. "Hemos inventado la felicidad", dicen los últimos hombres, y parpadean." [Nota de la Redacción: la cita está tomada de Así habló Zaratustra, 5].

El último hombre de Nietzsche es la encarnación del nihilismo banal. Hoy, se llama a sí mismo «liberalismo» y tiene listo el vocablo intimidatorio «fundamentalismo» para todo lo que no se le suma. Un fundamentalista es en este sentido todo aquel que se toma en serio algo que no está a su disposición. Para el liberalismo banal, libertad significa multiplicación de las posibilidades de elegir. Pero no permite que se abra paso ninguna opción por la que merezca la pena renunciar a todas las demás. De una opción así habla el Evangelio, del tesoro en el campo y la valiosa perla por el que el que la encuentra lo vende todo.



Fue este tesoro el que dio a la cultura europea su centro vital. Aquellos que por ese tesoro realmente lo vendieron todo fueron los santos. La Europa cristiana no estuvo formada predominantemente por santos. Al contrario. Pero existió en tanto no puso en duda que los santos habían elegido la mejor parte. Fueron ellos los que representaron la escala de valores válida en última instancia. Cuando Europa pierde este tesoro, solamente le queda el nihilismo banal, es decir, el fin de toda cultura digna de tal nombre.

Por eso, si en el plan de Dios estuviera volver a convertir a la Iglesia en Europa en una fuerza culturalmente significativa, ello sólo será posible si se hace visible como la patria de aquellos que están hartos de banalidad, es decir, como lo verdaderamente distinto, como verdadera alternativa a la civilización de la banalidad, y eso significa: como Iglesia de los santos. La renovación cristiana de Europa no partirá de simposios y congresos, ni de oficinas de planificación, academias católicas ni facultades de Teología, ni tampoco de instituciones eclesiásticas de tipo sociopedagógico, que hace ya mucho tiempo que no tienen cristianos lo suficientemente creyentes como para trabajar desde un espíritu auténticamente cristiano. En el futuro, una iglesia adaptada al espíritu de los tiempos interesará cada vez menos. Los grandes estallidos cristianos siempre fueron precedidos por épocas de retraimiento, de toma de distancia y de introversión. Sin la retirada de San Benito a la soledad de Subiaco, este santo no se hubiera convertido en Patrón de Europa. Y la renouveau catholique, la dedicación de grandes grupos de intelectuales y artistas a la iglesia a principios del siglo XX no fue un fruto del catolicismo ilustrado del siglo XVIII, sino que le precedió la llamada a la lucha del «Syllabus» de Pío IX contra el liberalismo religioso del siglo XIX, que envió a la Iglesia durante un tiempo a una especie de gueto. Como posición de partida para la misión cristiana, el destierro temporal al llamado gueto es a todas luces más favorable que la adaptación al espíritu de los tiempos, que hace que poco a poco la sal se vuelva sosa.


Si la presencia de lo divino en la sociedad es el núcleo de toda auténtica cultura, la fuerza cultural de la Iglesia para Europa consiste ante todo y sobre todo en representar esa presencia. Por tanto, si la Iglesia ha de tener una importancia decisiva para la cultura de Europa dependerá de si es enteramente ella misma, de si conserva o recupera su identidad en doctrina, culto y ethos. Esta presencia tiene una doble figura, una cognitiva y una práctica, mithos y ethos. El centro del que ambos proceden, el sacrum commercium, el sagrado intercambio del mundo divino y el humano es el culto, el sacrificio del culto. 

Por mithos entiendo una interpretación de la realidad que se distingue por principio de la interpretación científica. La ciencia siempre antepone el mundo como un todo, y establece regularidades y leyes dentro del mundo. Allá donde las ciencias naturales narran, en vez de esto, historias singulares —como la historia de la evolución del universo material—, se trata de reconstrucciones hipotéticas basadas en unos datos de partida dados y unas leyes naturales conocidas. En cambio, el mithos es una historia transmitida, previa a toda teoría. Se refiere al mundo como un todo, como un suceso único, a su origen, su destino, a la causa de su insatisfactoria organización y al camino para superarla. La auténtica cultura siempre antepone una narración así, que interpreta el mundo como un todo. El mito del cristianismo comienza con la creación del mundo. En el centro está la aparición de Dios en el mundo en la figura de Jesús de Nazaret, su nacimiento de una virgen, su muerte bajo Poncio Pilatos y su resurrección física. Al mismo tiempo, al contrario que el mithos de los héroes, el cristianismo entiende su mithos como realidad histórica. Es decir, como algo que se articula en tales frases, es decir, en dogmas. Por la verdad se libraron en Europa guerras asesinas entre hermanos, hasta que se impuso el principio de la resignación, que Thomas Hobbes formulaba así: «non ventas sed auctoritas facit legem».  

La Iglesia ha aprendido entre tanto a comprender la verdad a ella confiada como una verdad tal que por su esencia sólo puede ser aprehendida a través del libre consentimiento, y cuya predicación no puede, por tanto, poner en peligro la paz pública. Pero eso no cambia nada en la exigencia de absoluto de ese mensaje. El liberalismo religioso sólo puede seguir viendo a la Iglesia como adversario, tal como John Henry Newman [Nota de la Redacción: a cuyo pensamiento litúrgico hemos dedicado previamente una entrada] lo veía a él. Sólo bajo estos presupuestos puede el cristianismo seguir siendo el fermento de la cultura europea o volver a serlo. Porque el relativismo y el escepticismo son no sólo la muerte espiritual del alma, sino también la muerte de toda cultura vital. Pero sobre todo de la europea, porque Europa no puede relativizar su mithos como particularidad regional sin renunciar a Él por completo. O Cristo nació realmente de una virgen y resucitó de entre los muertos o no lo hizo. Tertium non datur. Como está referida a la verdad, la cultura cristiana de Europa es esencialmente universalista, y por tanto, misionera en lo que respecta al núcleo de su fe. La cultura europea moriría del cor corvatum in se ipsum de un eurocentrismo que se relativiza a sí mismo. 

La actualización del mithos no ocurre a través de medios anónimos, sino, en primer lugar, mediante la narración boca a boca de personas reales; pero, en segundo lugar, sobre todo a través del culto. Lex orandi lex credendi. El sacrum commercium de la realidad divina y humana tiene lugar en la celebración ritual. «Por el misterio de esta agua y este vino, déjanos tomar parte en la divinidad de Aquel que se rebajó para adoptar nuestra humana naturaleza», reza diariamente la Iglesia católica en su antigua liturgia romana de la Misa (Es incomprensible que precisamente este texto fuera eliminado por la reforma litúrgica).

El culto cristiano es la actualización de un sacrificio. El sacrificio es la negación real y violenta de la autoafirmación de lo finito frente a Dios. «No se haga mi voluntad, sino la tuya», dice Cristo al comienzo de su pasión. La víctima del Gólgota es por tanto el fin de todos los altares de sacrificio de la Historia, porque es el cumplimiento de la intención de todos esos altares. En el centro del sacrificio cúltico de la Iglesia está la transubstanciación, el paradigma de todo el arte de Europa que era más que mero entretenimiento. Durante más de un milenio, la celebración de este culto fue el núcleo de la cultura artística y del continente, una fuente incesante de inspiración para las artes plásticas, la poesía y la música hasta mediados de nuestro siglo. Hay que permitirse meditar por qué desde los años sesenta ha dejado de serlo repentina y completamente.


Entre las autorrenovaciones de la Iglesia relevantes para la cultura, está en primer término el restablecimiento de una celebración de la Misa en la que el carácter mistérico, el carácter sacrificial y el carácter de oración destacan de forma inconfundible. Esto incluye que haya que apartar de esta celebración muchas discrecionalidades. Una gran obra de arte no tolera discrecionalidad alguna. Corresponde además que se elimine la posibilidad de confundir la celebración de la Misa con un acto de pedagogía popular. Esto puede hacerse, sobre todo, restableciendo una orientación común de la oración del sacerdote y el pueblo. El establecimiento general de los llamados altares populares borra la diferencia entre altar y púlpito. Y si se añade el micrófono en el altar, se produce casi inevitablemente la impresión sensorial de que el sacerdote fuera un animador, que nos quiere llevar a rezar, a través de algo distinto a que él mismo rece.

Por lo demás, para la Europa central y occidental la lengua latina, que el Concilio Vaticano II exigía como verdadera lengua litúrgica, es una contribución esencial a la unidad de la Iglesia europea y nuestra cultura. En mi ciudad, sólo allá donde se celebra una Misa en latín se reúnen como católicos los domingos alemanes, franceses, polacos, rumanos e italianos, mientras que en todos los demás lugares las nacionalidades se separan para la celebración de la liturgia. Menciono solamente algunos detalles para llamar la atención sobre el hecho de que las cosas no pueden seguir como están si la celebración del misterio de nuestra salvación ha de volver a ser el centro de la vida cultural de Europa. 

El culto ritual es en el cristianismo símbolo de la vida ética del cristiano como «culto interior», y la transubstanciación, el punto de partida más íntimo de la trascendencia y humanización de la naturaleza. Pero sobre esto se apoya toda cultura. El sacrum commercium del mundo divino y el humano tiene su analogía en el sacrum commercium de espíritu y naturaleza en el hombre mismo. La moderna civilización científica enfrenta, siguiendo a Descartes, res cogitans y res extensa. Por una parte, hay un sujeto abstracto, llamado «la ciencia», y por otra, todo el mundo natural, que es rebajado a mero objeto de esa ciencia. Pero donde el espíritu no tiene una dimensión natural y la naturaleza no tiene una dimensión espiritual, ya no se puede hablar de cultura. Cultura significa originariamente cultivo, es decir, ennoblecimiento de la naturaleza. La civilización científica tiene una tendencia tanto al espiritualismo como al materialismo, hostiles ambos a la cultura. 

La lucha de la Iglesia Católica por una concepción espiritual de la naturaleza humana y una concepción natural de la personalidad humana combate esta descomposición, y es la más importante contribución práctica del cristianismo a la conservación de una cultura humana. Esta resistencia se expresa tanto en la lucha contra el aborto como contra la eutanasia, la contraconcepción y la fertilización in vitro. La unidad de naturaleza y personalidad en un hombre viviente tiene su comienzo en la unidad de la unión sexual y la concepción. La resistencia contra la separación artificial de ambos, la resistencia contra la fabricación de personas en una probeta se fundamenta en el genitum non factum, que ha de regir para cada persona. Por desgracia, en esta resistencia la Iglesia tiene que renunciar en gran medida a la ayuda de aquellos que están llamados a dar sentido y a interpretar esta resistencia. Las academias católicas de mi país, pagadas por los creyentes, pero mantenidas por los obispos, ponen su aparato al servicio de la propaganda contra la doctrina de la Iglesia a este respecto. Si los obispos callan ante esto, es algo que habrá de ser naturalmente interpretado por los creyentes según la regla: qui tacet consentire videtur. 

Lo que hoy parece a mucha gente un estúpido aferrarse de la Iglesia a modelos tradicionales de comportamiento ha de ser visto bajo una nueva luz: como resistencia contra lo que C. S. Lewis ha llamado «la abolición del hombre» («abolition of man»). La civilización científica, con su tendencia al espiritualismo y materialismo, a la descomposición de la naturaleza humana, es la tendencia a esta abolición. Si Europa no vuelve a encontrar la perla más preciosa que era su centro, se convertirá en el lugar del que partirá la abolición del hombre de este planeta.



* Título original: Die europäische Kultur und der banale Nihilismus oder: Die Einheit von Mythos, Kult und Ethos. El texto fue leído por el Profesor Spaemann como discurso en noviembre de 1991 en Roma, con ocasión del simposio presinodal sobre cristianismo y cultura, publicándose posteriormente en la revista Umkehr (febrero de 1993). La traducción corresponde, con correcciones menores de la Redacción, a la publicada en AA.VV., Cristianismo y Cultura en Europa, Rialp, Madrid, 1992, pp. 31 y ss. (© Rialp, 1992). El texto original alemán puede consultarse aquí.

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