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domingo, 21 de junio de 2020

Cómo la liturgia tradicional contribuye a la integración racial y étnica

Les ofrecemos hoy un nuevo artículo del Dr. Peter Kwasniewski, que trata sobre el sentido de unidad que proporciona la Misa tradicional. A propósito de los conflictos raciales que han vuelto a aparecer en Estados Unidos, propagándose por todo el mundo, el autor insiste en la función homogeneizante que tiene la antigua liturgia, siempre la misma para todos. Por lo demás, es algo que resulta ostensible ahí donde se asista a ella: en la Misa caben todos, sin distinciones ni particularidades, pues se trata de la oración comunitaria de la Iglesia, del Pueblo de Dios que se renue en torno al Sacrificio del Altar para celebrarlo conforme a unas ritos inmemoriales. 

El artículo fue publicado en New Liturgical Movement y ha sido traducido por la Redacción. Las fotografías son las que acompañan la versión original y son cortesía de Allison Girone.

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Cómo la liturgia tradicional contribuye a la integración racial y étnica

Peter Kwasniewski

La Pax en la Misa pontifical: la fuente de nuestra paz

Las alteraciones del orden en los Estados Unidos durante las últimas semanas han movido a muchos a la autorreflexión, aunque todavía no está claro cuánto ha calado ella en los círculos católicos. Un buen punto de partida, desde la perspectiva de la enseñanza social católica, es el artículo de Kevin Well en OnePeterFiveGeorge Floyd and How the Church Abandoned the Inner Cities” [“George Floyd y cómo la Iglesia abandonó el interior de las ciudades”].

He leído recientemente una observación –“dado que los Estados Unidos no fueron nunca un país católico, han carecido, a lo largo de la historia, de la plenitud de medios de que los países católicos han dispuesto para unir a las diferentes razas”- que me ha hecho reflexionar sobre los recursos litúrgicos que, con vistas a la unidad, la Iglesia ha tenido históricamente a su disposición, y sobre cómo los gobernantes postconciliares han dilapidado esos recursos debido a un equivocado movimiento de modernización, cuyo mínimo común denominador es la localización y una inculturación estrechamente concebida.

La antigua liturgia latina unió naciones, clanes, tribus, razas: todos tenían, más o menos, el mismo tipo de liturgia, que se celebraba con gran solemnidad, en una lengua que ya no era el vernáculo de nadie, y que se celebraba tal cual, de un modo claramente distintivo, debido a que provenía de muchos siglos e influencias diferentes. En un artículo publicado por Southern Nebraska Register, el P. Justin Wylie escribe lo siguiente:

“Sólo una lengua que no pertenece a nadie en particular puede pertenecer universalmente a todos. En verdad, el latín ha hecho católica (es decir, universal) nuestra fe, tanto en el tiempo como en el espacio. La maldición de Babel de la segmentación lingüística fue remediada por el milagro de Pentecostés de una Iglesia que evangeliza a todas las naciones con una sola lengua, unánimemente comprendida. Los paganos de la Grecia y Roma antiguas, de las tribus bárbaras de Europa, y las heterogéneas poblaciones del Nuevo Mundo fueron todos evangelizados por el común denominador de nuestra liturgia en latín.

Incluso ya entrados los tiempos modernos, se podía ver a diversos grupos de fieles reunidos en la misma iglesia para una misma Misa en latín, participando en ella de diversos modos según sus necesidades y capacidades: empleados y patrones, ricos y pobres, trabajadores manuales y de cuello y corbata, cultos e incultos, devotos de la Misa diaria y recalcitrantes asistentes sólo a la Misa dominical obligatoria. Incluso si las parroquias estaban delimitadas según criterios étnicos, existía, más allá de ello, un robusto sentido de pertenencia a una sola Iglesia católica, gran rasero igualitario.

Algo más grande que la comunidad tiene que atraernos a la iglesia

En Phoenix from the Ashes, el historiador Henry Sire hace algunos mordaces comentarios sobre los resultados sociológicos de la reforma de la década de 1960:

“Al separar la vida de la Iglesia de la tradición inmemorial, los modernistas la han sumergido en el escenario social de la actualidad. Esta obsesión es particularmente visible en Alemania,  donde el radicalismo de los reformadores ha producido una Misa de un ridículo estilo burgués; pero tal es el tono de la liturgia en todos los países occidentales. En una Misa común de hoy, no se tiene la sensación de que se esté ofreciendo un sacrificio eterno, sino la de asistir a una conferencia dictada por un sacerdote y por dos o tres mujeres tipo bibliotecarias, a quien se confía las lecturas y otras responsabilidades. La verbosidad y carácter de sermón que adquiere toda la liturgia es, en sí mismo, algo típicamente de clase media, con lo que muchos feligreses comunes no sienten ninguna conexión, y la alienación de los fieles de clase trabajadora, hasta un extremo que nunca se conoció en la Misa antigua de las parroquias pobres, se ha transformado en uno de los rasgos propios de la reforma litúrgica

La crítica formulada por Sire fue empíricamente comprobada por la investigación de Anthony Archer en su estudio de 1984 The Two Catholic Churches, muy bien compendiado por Joseph Shaw en un par de artículos, A sociologist on the Latin Mass” y “The Old Mass and the Workers[1]. En resumen, la reforma litúrgica homogeneizó y restringió el alcance de la lituriga católica, en particular separando a todas aquellas personas (que son, y siempre serán, muy numerosas) a quienes no atrae un tipo de participación consistente en la comprensión verbal y racional de un discurso en vernáculo dirigido al pueblo, que debe emitir obligatoriamente ciertas respuestas - forma de participar que, en el peor de los casos, se transforma en un obstáculo para una participación devota-.

La imposición de la lengua vernácula, la falta de disciplina ritual y la inobservancia de las rúbricas nos ha separado en pequeños enclaves. Se termina teniendo Misas para golfistas de clase alta, Misas tipo Gospel afro-americano, Misas para hispánicos, Misas para vietnamitas, etcétera, etcétera. ¿Cómo podría la Iglesia “unir a diferentes razas” si no puede reunirnos ni siquiera en una misma forma de culto de rasgos claramente católicos?

Por eso, el citado P. Wylie, que creció e Sudáfrica, comenta con tristeza:

“El Apartheid hizo menos para dividir a los católicos de razas diferentes en Sudáfrica que la introducción del vernáculo en la liturgia, porque mientras que antes las diversas razas celebraban el culto fácilmente en latín, desde que éste se perdió, se encuentran profundamente divididas en celebraciones diocesanas”.

 Las prácticas tradicionales apelan a un sentido universal de reverencia ante Dios


Mi experiencia con las comunidades tradicionalistas en todo el mundo ha sido dramáticamente distinta. Casi en cualquier parte donde voy, pero especialmente en las parroquias urbanas, veo diferentes razas y etnias codo a codo en los bancos de la iglesia: asiáticos, afromericanos, africanos, blancos de todas las partes de Europa[2]. La comunidad de culto, profundamente respetuoso, nos une a todos. La liturgia tradicional, celebrada por el sacerdote y el coro en la iglesia, es la misma y común para todos, acercándonos como un “patrón oro” estable, confiable, externo: es un centro de gravedad que nos atrae a todos hacia Cristo y, por lo tanto, nos une entre nosotros. La oración tiene lugar al interior del antiguo latín cantado en voz alta y en sus intervalos, en tanto que el vernáculo moderno está silenciosamente a disposición; una oración que brota del corazón de los fieles y que trasciende todas las diferencias lingüísticas[3].

En su obra maestra, La democracia en América, publicada entre 1835 y 1840, Alexis de Tocqueville describe una Iglesia católica que parece no existir ya:

“En materias doctrinales, la fe católica pone todas las capacidades humanas al mismo nivel: somete a los mismos puntos del mismo credo tanto al sabio como al ignorante, al hombre de genio como a la muchedumbre vulgar; impone las mismas obligaciones al rico y al necesitado, las mismas austeridades al fuerte y al débil; no condesciende con el hombre mortal, sino que, reduciendo a toda la raza humana a un mismo estándar, confunde todas las distinciones sociales a los pies del mismo altar, tal como están confundidas a los ojos de Dios. Si el catolicismo predispone a los fieles a la obediencia, ciertamente no los prepara para desigualdades, en tanto que del protestantismo se puede decir lo contrario, porque en general tiende a hacer a los hombres independientes más que a hacerlos iguales. El catolicismo es como una monarquía absoluta: si se suprime al soberano, todas las clases de la socieedad resultan más iguales que en las repúblicas”.

Los hombres de Iglesia, después del Concilio, neciamente abandonaron este notable poder de reunir a gentes de diferentes razas, etnias, lenguas, clases, orígenes y vocaciones, que tienen un único Credo, reconocido y enseñado como tal; una única práctica dotada de verdadero asceticismo, y sobre todo, un cuerpo común de liturgia en latín. Se puede verdaderamente decir que la práctica de la liturgia tradicional ha sido, y puede volver a serlo, el “arma secreta” de la Iglesia católica para unir a los fieles en la amplitud y gran diversidad demográfica del rito latino. La Colecta del Martes de Pascua encarna esta aspiración, que se refleja en las exterioridades mismas del rito romano tradicional:

“Oh Dios, que haces que todas las naciones, a pesar de su diversidad, sean una sola familia en la alabanza de tu Nombre, concede a todos quienes han renacido en la fuente del bautismo vivir siempre en la unidad de la fe y en la santidad de las obras”.

El mundo, hoy más que nunca, necesita genuinas señales y fuentes de unidad, no farsas como la de los blancos que proclaman “renunciar a su blancura” (o, análogamente, como los católicos que renuncian a su gran tradición propia). Necesitamos encontrar nuestra unidad y salvación, no en campañas de justicia social o de reformas de la policía, aunque ambas cosas sean muy valiosas en sí mismas, sino en la gracia y la verdad de un Salvador de la humanidad y en su única Iglesia, vívidamente simbolizada en Occidente por una herencia litúrgica  común, todavía encarnada -y en feliz recuperación- en el usus antiquior.

 El atuendo icónico del servidor: blanco y negro juntos

Una herencia común del canto sagrado: su armonía se convierte en la nuestra
             



[1] Un extracto del segundo artículo: “La crítica que hace Archer a los cambios posteriores al Concilio Vaticano II se basa en el hecho de que se barrió con algunos aspectos de la Iglesia que atraían mucho a la clase trabajadora, y lo que se introdujo resultó atrayente sólo para los cultos y para una cómoda clase media. Se fue la Misa en latín en que cada uno podía participar a su nivel, llegó la Misa en vernáculo, en que se supone que la participación está estrictamente controlada: qué significado tienen exactamente ciertas frases banales, qué respuestas hay que repetir, cuándo hay que mostrarse amistoso con el vecino, etcétera. Se fueron las devociones populares, llegaron los grupitos de amigos exclusivos en Misas a domicilio, o en reuniones carismáticas o en concejos parroquiales. Se fue la Iglesia como signo de contradicción, un refugio excéntrico y exótico ante la sociedad, único lugar en que se podía encontrar verdad y autoridad, y llegó la Iglesia en que los obispos hablan y asisten a funciones oficiales igual que obispos anglicanos. Se fue la espiritualidad de la perseverancia en la adversidad. Llegó la vía de “encontrar a Jesús” para escapar a problemas de clase media como la soledad y la depresión -y simplemente la hipocondría-. La inspiración para los cambios, después de todo, no provino de ningún intento por saber qué quería la mayoría de los católicos, sino de teólogos que deseaban ser respetados por sus colegas protestantes”.

[2] No quiero decir, por cierto, que ninguna comunidad Novus Ordo posee semejante diversidad, como tampoco que ninguna comunidad Vetus Ordo pudiera ser demográficamente homogénea. Simplemente, quiero mencionar ciertas tendencias generales que he observado personalmente y que otros han confirmado.

[3] Cuando digo que el vernáculo moderno “está silenciosamente a disposición” me refiero a las traducciones que traen los misales individuales o los folletos, que son una ayuda para la comprensión, una escalera para subir, unas rueditas de soporte para aprender a andar en bicicleta, cosas todas que dichas traducciones fueron para mí durante muchos años. Los tradicionalistas no somos esnobs en estas cosas, sino pragmáticos. Lo que ayuda, sirve. Las traducciones al vernáculo tienden una mano amiga a quienes no están familiarizados con los textos litúrgicos, y les ayudan a considerar su significado. Pero, en todo caso, tales traducciones jamás tienen que ser “traducciones oficiales”, cuyas formulaciones y estilo son motivos de perpetuos conflictos en los comités, con resultados que no agradan a nadie. No tienen que ser lastradas con todo esto. El texto latino soporta todo el peso ritual y teológico, en tanto que se puede libremente leer el vernáculo -o ignorarlo-. Desde este punto de vista, las comunidades Vetus Ordo ofrecen posibilidades mucho más realistas para grupos multilingüísticos de fieles, puesto que su tipo de misal/leccionario ya ha sido convenientemente traducidos a muchas lenguas importantes. En una congregación urbana no es raro encontrar misales individuales en media docena de idiomas, que se usan para la misma liturgia, verdaderamente una misma liturgia.


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