Les ofrecemos hoy un nuevo artículo del Dr. Peter Kwasniewski, que trata sobre el sentido de unidad que proporciona la Misa tradicional. A propósito de los conflictos raciales que han vuelto a aparecer en Estados Unidos, propagándose por todo el mundo, el autor insiste en la función homogeneizante que tiene la antigua liturgia, siempre la misma para todos. Por lo demás, es algo que resulta ostensible ahí donde se asista a ella: en la Misa caben todos, sin distinciones ni particularidades, pues se trata de la oración comunitaria de la Iglesia, del Pueblo de Dios que se renue en torno al Sacrificio del Altar para celebrarlo conforme a unas ritos inmemoriales.
El artículo fue publicado en New Liturgical Movement y ha sido traducido por la Redacción. Las fotografías son las que acompañan la versión original y son cortesía de Allison Girone.
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Cómo la liturgia tradicional contribuye a la
integración racial y étnica
Peter Kwasniewski
La Pax en la Misa pontifical: la fuente de nuestra paz
Las alteraciones del orden en los Estados Unidos
durante las últimas semanas han movido a muchos a la autorreflexión, aunque
todavía no está claro cuánto ha calado ella en los círculos católicos. Un buen
punto de partida, desde la perspectiva de la enseñanza social católica, es el
artículo de Kevin Well en OnePeterFive, “George Floyd and How the Church Abandoned the Inner Cities” [“George Floyd y cómo la Iglesia
abandonó el interior de las ciudades”].
He leído recientemente una
observación –“dado que los Estados Unidos no fueron nunca un país católico, han
carecido, a lo largo de la historia, de la plenitud de medios de que los países
católicos han dispuesto para unir a las diferentes razas”- que me ha hecho
reflexionar sobre los recursos litúrgicos que, con vistas a la unidad, la
Iglesia ha tenido históricamente a su disposición, y sobre cómo los gobernantes
postconciliares han dilapidado esos recursos debido a un equivocado movimiento
de modernización, cuyo mínimo común denominador es la localización y una
inculturación estrechamente concebida.
La antigua liturgia latina unió
naciones, clanes, tribus, razas: todos tenían, más o menos, el mismo tipo de
liturgia, que se celebraba con gran solemnidad, en una lengua que ya no era el
vernáculo de nadie, y que se celebraba tal cual, de un modo claramente
distintivo, debido a que provenía de muchos siglos e influencias diferentes. En
un artículo publicado por Southern
Nebraska Register, el P. Justin Wylie escribe lo siguiente:
“Sólo una lengua que no pertenece a
nadie en particular puede pertenecer universalmente a todos. En verdad, el
latín ha hecho católica (es decir, universal) nuestra fe, tanto en el tiempo
como en el espacio. La maldición de Babel de la segmentación lingüística fue
remediada por el milagro de Pentecostés de una Iglesia que evangeliza a todas
las naciones con una sola lengua, unánimemente comprendida. Los paganos de la
Grecia y Roma antiguas, de las tribus bárbaras de Europa, y las heterogéneas
poblaciones del Nuevo Mundo fueron todos evangelizados por el común denominador
de nuestra liturgia en latín”.
Incluso ya entrados los tiempos
modernos, se podía ver a diversos grupos de fieles reunidos en la misma iglesia
para una misma Misa en latín, participando en ella de diversos modos según sus
necesidades y capacidades: empleados y patrones, ricos y pobres, trabajadores
manuales y de cuello y corbata, cultos e incultos, devotos de la Misa diaria y
recalcitrantes asistentes sólo a la Misa dominical obligatoria. Incluso si las
parroquias estaban delimitadas según criterios étnicos, existía, más allá de
ello, un robusto sentido de pertenencia a una sola Iglesia católica, gran
rasero igualitario.
Algo más grande que la comunidad tiene que atraernos a la iglesia
En Phoenix from the Ashes, el historiador Henry Sire hace algunos mordaces
comentarios sobre los resultados sociológicos de la reforma de la década de
1960:
“Al separar la vida de la Iglesia de
la tradición inmemorial, los modernistas la han sumergido en el escenario
social de la actualidad. Esta obsesión es particularmente visible en
Alemania, donde el radicalismo de los
reformadores ha producido una Misa de un ridículo estilo burgués; pero tal es
el tono de la liturgia en todos los países occidentales. En una Misa común de
hoy, no se tiene la sensación de que se esté ofreciendo un sacrificio eterno,
sino la de asistir a una conferencia dictada por un sacerdote y por dos o tres
mujeres tipo bibliotecarias, a quien se confía las lecturas y otras
responsabilidades. La verbosidad y carácter de sermón que adquiere toda la
liturgia es, en sí mismo, algo típicamente de clase media, con lo que muchos
feligreses comunes no sienten ninguna conexión, y la alienación de los fieles
de clase trabajadora, hasta un extremo que nunca se conoció en la Misa antigua
de las parroquias pobres, se ha transformado en uno de los rasgos propios de la
reforma litúrgica”.
La crítica formulada por Sire fue empíricamente comprobada
por la investigación de Anthony Archer en su estudio de 1984 The Two Catholic Churches, muy bien compendiado por Joseph Shaw en un par de artículos, “A sociologist on the Latin Mass” y “The Old Mass and the Workers”[1].
En resumen, la reforma litúrgica homogeneizó y restringió el alcance de la
lituriga católica, en particular separando a todas aquellas personas (que son,
y siempre serán, muy numerosas) a quienes no atrae un tipo de participación
consistente en la comprensión verbal y racional de un discurso en vernáculo
dirigido al pueblo, que debe emitir obligatoriamente ciertas respuestas - forma
de participar que, en el peor de los casos, se transforma en un obstáculo para
una participación devota-.
La imposición de la lengua
vernácula, la falta de disciplina ritual y la inobservancia de las rúbricas nos
ha separado en pequeños enclaves. Se termina teniendo Misas para golfistas de
clase alta, Misas tipo Gospel afro-americano, Misas para hispánicos, Misas para
vietnamitas, etcétera, etcétera. ¿Cómo podría la Iglesia “unir a diferentes razas” si no
puede reunirnos ni siquiera en una misma forma de culto de rasgos claramente
católicos?
Por eso, el citado P. Wylie, que
creció e Sudáfrica, comenta con tristeza:
“El Apartheid hizo menos para dividir
a los católicos de razas diferentes en Sudáfrica que la introducción del
vernáculo en la liturgia, porque mientras que antes las diversas razas
celebraban el culto fácilmente en latín, desde que éste se perdió, se
encuentran profundamente divididas en celebraciones diocesanas”.
Las prácticas tradicionales apelan a un sentido universal de reverencia ante Dios
Mi experiencia con las comunidades
tradicionalistas en todo el mundo ha sido dramáticamente distinta. Casi en
cualquier parte donde voy, pero especialmente en las parroquias urbanas, veo
diferentes razas y etnias codo a codo en los bancos de la iglesia: asiáticos,
afromericanos, africanos, blancos de todas las partes de Europa[2].
La comunidad de culto, profundamente respetuoso, nos une a todos. La liturgia
tradicional, celebrada por el sacerdote y el coro en la iglesia, es la
misma y común para todos, acercándonos como un “patrón oro” estable,
confiable, externo: es un centro de gravedad que nos atrae a todos hacia Cristo
y, por lo tanto, nos une entre nosotros. La oración tiene lugar al interior del
antiguo latín cantado en voz alta y en sus intervalos, en tanto que el
vernáculo moderno está silenciosamente a disposición; una oración que brota del
corazón de los fieles y que trasciende todas las diferencias lingüísticas[3].
En su obra maestra, La democracia en
América, publicada entre 1835 y 1840, Alexis de Tocqueville describe una
Iglesia católica que parece no existir ya:
“En materias doctrinales, la fe
católica pone todas las capacidades humanas al mismo nivel: somete a los mismos
puntos del mismo credo tanto al sabio como al ignorante, al hombre de genio
como a la muchedumbre vulgar; impone las mismas obligaciones al rico y al
necesitado, las mismas austeridades al fuerte y al débil; no condesciende con
el hombre mortal, sino que, reduciendo a toda la raza humana a un mismo
estándar, confunde todas las distinciones sociales a los pies del mismo altar,
tal como están confundidas a los ojos de Dios. Si el catolicismo predispone a
los fieles a la obediencia, ciertamente no los prepara para desigualdades, en
tanto que del protestantismo se puede decir lo contrario, porque en general
tiende a hacer a los hombres independientes más que a hacerlos iguales. El
catolicismo es como una monarquía absoluta: si se suprime al soberano, todas
las clases de la socieedad resultan más iguales que en las repúblicas”.
Los hombres de Iglesia, después del
Concilio, neciamente abandonaron este notable poder de reunir a gentes de
diferentes razas, etnias, lenguas, clases, orígenes y vocaciones, que tienen un
único Credo, reconocido y enseñado como tal; una única práctica dotada de
verdadero asceticismo, y sobre todo, un cuerpo común de liturgia en latín. Se
puede verdaderamente decir que la práctica de la liturgia tradicional ha sido,
y puede volver a serlo, el “arma secreta” de la Iglesia católica para unir a
los fieles en la amplitud y gran diversidad demográfica del rito latino. La
Colecta del Martes de Pascua encarna esta aspiración, que se refleja en las
exterioridades mismas del rito romano tradicional:
“Oh Dios, que haces que todas las
naciones, a pesar de su diversidad, sean una sola familia en la alabanza de tu
Nombre, concede a todos quienes han renacido en la fuente del bautismo vivir
siempre en la unidad de la fe y en la santidad de las obras”.
El mundo, hoy más que nunca,
necesita genuinas señales y fuentes de unidad, no farsas como la de los blancos
que proclaman “renunciar a su blancura” (o, análogamente, como los católicos
que renuncian a su gran tradición propia). Necesitamos encontrar nuestra unidad
y salvación, no en campañas de justicia social o de reformas de la policía,
aunque ambas cosas sean muy valiosas en sí mismas, sino en la gracia y la
verdad de un Salvador de la humanidad y en su única Iglesia, vívidamente
simbolizada en Occidente por una herencia litúrgica común, todavía encarnada -y en feliz recuperación-
en el usus antiquior.
El atuendo icónico del servidor: blanco y negro juntos
Una herencia común del canto sagrado: su armonía se convierte en la nuestra
[1] Un extracto del segundo artículo: “La crítica que hace Archer a
los cambios posteriores al Concilio Vaticano II se basa en el hecho de que se barrió con
algunos aspectos de la Iglesia que atraían mucho a la clase trabajadora, y lo
que se introdujo resultó atrayente sólo para los cultos y para una cómoda clase
media. Se fue la Misa en latín en que cada uno podía participar a su nivel,
llegó la Misa en vernáculo, en que se supone que la participación está estrictamente
controlada: qué significado tienen exactamente ciertas frases banales, qué
respuestas hay que repetir, cuándo hay que mostrarse amistoso con el vecino,
etcétera. Se fueron las devociones populares, llegaron los grupitos de amigos
exclusivos en Misas a domicilio, o en reuniones carismáticas o en concejos
parroquiales. Se fue la Iglesia como signo de contradicción, un refugio
excéntrico y exótico ante la sociedad, único lugar en que se podía encontrar
verdad y autoridad, y llegó la Iglesia en que los obispos hablan y asisten a
funciones oficiales igual que obispos anglicanos. Se fue la espiritualidad de
la perseverancia en la adversidad. Llegó la vía de “encontrar a Jesús” para
escapar a problemas de clase media como la soledad y la depresión -y simplemente
la hipocondría-. La inspiración para los cambios, después de todo, no provino
de ningún intento por saber qué quería la mayoría de los católicos, sino de
teólogos que deseaban ser respetados por sus colegas protestantes”.
[2] No quiero decir, por cierto, que ninguna comunidad Novus Ordo
posee semejante diversidad, como tampoco que ninguna comunidad Vetus Ordo
pudiera ser demográficamente homogénea. Simplemente, quiero mencionar ciertas
tendencias generales que he observado personalmente y que otros han confirmado.
[3] Cuando digo que el vernáculo moderno “está silenciosamente a
disposición” me refiero a las traducciones que traen los misales individuales o
los folletos, que son una ayuda para la comprensión, una escalera para subir,
unas rueditas de soporte para aprender a andar en bicicleta, cosas todas que dichas
traducciones fueron para mí durante muchos años. Los tradicionalistas no somos esnobs en estas cosas, sino pragmáticos. Lo que ayuda, sirve. Las traducciones
al vernáculo tienden una mano amiga a quienes no están familiarizados con los
textos litúrgicos, y les ayudan a considerar su significado. Pero, en todo
caso, tales traducciones jamás tienen que ser “traducciones oficiales”, cuyas
formulaciones y estilo son motivos de perpetuos conflictos en los comités, con
resultados que no agradan a nadie. No tienen que ser lastradas con todo esto.
El texto latino soporta todo el peso ritual y teológico, en tanto que se puede
libremente leer el vernáculo -o ignorarlo-. Desde este punto de vista, las comunidades
Vetus Ordo ofrecen posibilidades mucho más realistas para grupos
multilingüísticos de fieles, puesto que su tipo de misal/leccionario ya ha sido
convenientemente traducidos a muchas lenguas importantes. En una congregación
urbana no es raro encontrar misales individuales en media docena de idiomas,
que se usan para la misma liturgia, verdaderamente una misma liturgia.
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