Como primicia en castellano, les ofrecemos hoy la traducción de un controvertido artículo de Aldo Maria Valli, periodista y ensayista italiano, autor de diversos libros relacionados con el catolicismo, vaticanista de Tg3 e incansable acompañante de Juan Pablo II en sus viajes, sobre la ausencia del Papa en la vida de la Iglesia. El texto ha provocado gran discusión por la dureza de su argumento e invita a reflexionar y profundizar en el sentido teológico que tiene el primado de Pedro, instituido por Cristo como cabeza de su Iglesia.
Por ejemplo, el historiador y periodista Andrea Cionci ha reproducido el texto en Il Libero Quotidiano precedido de la siguiente pregunta: "¿Cómo es posible que una parte muy importante de los más relevantes y estimados vaticanistas del panorama periodístico italiano se hayan convertido con el tiempo, unos antes, otros después, en fuertes críticos (por usar un eufemismo) del papa Francisco? Sandro Magister, Marco Tosatti, Antonio Socci, incluso el venerable Vittorio Messori, no se han ahorrado dardos contra Bergoglio".
Cabe advertir que el autor no hace una llamada al sedevacantismo ni desconoce el hecho indiscutible de que el papa Francisco es el obispo de Roma y, por tanto, el Sumo Pontífice de la Iglesia católica. Su ensayo apunta a la imagen que se proyecta desde la Sede de Pedro al mundo, afectando la comprensión su función teológica y eclesiológica que tiene el primado pretrino. De ahí que convenga tener presente cuál es la función del Santo Padre para un católico. Muy recomendable resulta para este fin la lectura del libro de Roberto de Mattei que reseñamos en esta entrada, o el este ensayo de El padre de familia también publicado en esta bitácora. El ensayo de Valli, aunque duro y provocador desde el título, hay que mirarlo como el esfuerzo de un hijo fiel que, perplejo, intenta racionalizar la crisis por la que atraviesa la Iglesia.
La traducción ha sido hecha desde la versión en inglés publicada en OnePeterFive. El original en italiano puede verse aquí.
Roma está sin Papa
Aldo Maria Valli
Roma está sin Papa. La tesis que aspiro a demostrar se puede resumir en estas cuatro palabras. Cuando digo Roma, no me refiero sólo a la ciudad de la que el Papa es obispo. Cuando digo Roma, me refiero al mundo, me refiero a la realidad actual. El Papa, aunque físicamente presente, realmente no está allí, porque no hace lo que el Papa hace. Está allí, pero no cumple sus deberes como sucesor de Pedro y Vicario de Cristo. Quien está allí es Jorge Mario Bergoglio. No está Pedro.
¿Quién es el Papa? Las definiciones pueden ser diferentes, según se quiera enfatizar el aspecto histórico, o el teológico, o el pastoral. Pero, en esencia, el Papa es el sucesor de Pedro. ¿Y cuáles son las tareas que Jesús encargó al apóstol Pedro? Por un lado, “apacienta mis ovejas” (Jn 21, 17); por otro, “lo que ates sobre la tierra, quedará atado en el cielo, y lo que desates sobre la tierra, quedará desatado en el cielo” (Mt 16, 19).
Esto es lo que un Papa debe hacer. Pero hoy no hay nadie que cumpla estas tareas. “Y tú, cuando te conviertas, confirma a tus hermanos” (Lc 22, 32). Esto se lo dice Jesús a Pedro. Pero hoy Pedro no pastorea sus ovejas y no las confirma en la fe. ¿Por qué? Alguno responderá: porque Bergoglio no habla de Dios, sólo de migrantes, ecología, economía y cuestiones sociales. Pero ello no es así. Bergoglio en realidad habla de Dios, pero lo que emerge de toda tu predicación es un Dios que no es el Dios de la Biblia, sino un Dios adulterado, un Dios, diría, debilitado o, mejor todavía, adaptado. ¿Adaptado a qué? Al hombre y sus exigencias de ser justificado viviendo como si el pecado no existiera.
Ciertamente Bergoglio ha puesto los temas sociales en el centro de su enseñanza y, con esporádicas excepciones, parece ser presa de las mismas obsesiones de la cultura dominante sobre lo que es políticamente correcto; pero pienso que no es ésta la razón por la que Roma está sin Papa. Si se pone el acento en temas sociales, es posible hacerlo desde una perspectiva auténticamente cristiana y católica. El problema con Bergoglio es otro: el problema es que su perspectiva teológica está desviada. Y esto ocurre por una razón bien específica: porque el Dios de que habla Bergoglio no es un Dios que perdona, sino uno que suprime todo reproche.
En Amoris laetitia leemos: “La Iglesia debe acompañar con atención y cuidado a los más frágiles de sus hijos” (cap. 8, núm. 291). Lo siento, pero ello no es así. La Iglesia debe convertir a los pecadores.
De nuevo leemos en Amoris Laetitia que “la Iglesia no desecha los elementos constructivos que hay en aquellas situaciones que no corresponden todavía, o que ya no corresponden, a su enseñanza sobre el matrimonio” (núm. 314). Lo lamento, pero estas palabras son ambiguas. En las situaciones que no corresponden a su enseñanza podrá haber también “elementos constructivos” (¿en qué sentido?); sin embargo, la misión de la Iglesia no es dar validez a esos elementos sino convertir las almas al amor divino, al cual se adhiere uno por el cumplimiento de los mandamientos.
Leemos también en Amoris Laetitia: “Pero esa conciencia puede reconocer no sólo que una situación no responde objetivamente a la propuesta general del Evangelio. También puede reconocer con sinceridad y honestidad aquello que, por ahora, es la respuesta generosa que se puede ofrecer a Dios, y descubrir con cierta seguridad moral que esa es la entrega que Dios mismo está reclamando en medio de la complejidad concreta de los límites de cada uno, aunque todavía no sea plenamente el ideal objetivo” (núm. 303). También aquí hay ambigüedad. Primero: no existe una “propuesta general” del Evangelio a la que uno pueda adherir más o menos. Todo lo que hay es, simplemente, el Evangelio y sus contenidos bien específicos: hay mandamientos claros. Segundo: Dios nunca -repito, nunca- puede pedir a alguien que viva en pecado. Tercero: nadie puede alegar tener “cierta seguridad moral” sobre lo que “Dios mismo está reclamando en medio de la complejidad concreta de los límites de cada uno”. Estas enredadas expresiones significan sólo una cosa: legitimación del relativismo moral y jugar con los mandamientos divinos.
Este Dios, comprometido más que nada con eximir al hombre de reproche, este Dios que busca circunstancias atenuantes, este Dios que se abstiene de condenar y prefiere comprender, este Dios que “nos es tan cercano como una madre que canta una canción de cuna”, este Dios que no es un juez sino que es “cercanía”, este Dios que habla de “fragilidad” humana y no de pecado, este Dios que se inclina por la lógica del “acompañamiento pastoral”, es una caricatura del Dios de la Biblia. Porque Dios, el Dios de la Biblia, es muy paciente, pero no descuidado; es amante, pero no permisivo; es considerado, pero no acomodaticio. En una palabra: es Padre en el sentido más pleno y auténtico de la palabra.
La perspectiva que adopta Bergoglio parece ser, en cambio, la del mundo, que a menudo no rechaza enteramente la idea de Dios, pero sí rechaza los rasgos de Dios que sintonizan menos con una rampante permisividad. El mundo que no quiere un verdadero padre, amante en la misma medida en que también juzga, sino que quiere un camarada; o mejor, todavía: un compañero de ruta que deja pasar las cosas y que dice “¿quién soy yo para juzgar?”.
En otras ocasiones he escrito que, con Bergoglio, triunfa una visión que destruye la verdadera: es la visión que nos dice que Dios no tiene derechos, sólo deberes: no tiene derecho a recibir un culto digno de Él, ni a que nadie se burle de Él, pero sí tiene el deber de perdonar. Según esta visión, sucede con el hombre todo lo contrario: éste no tiene deberes, sólo derechos; tiene derecho a ser perdonado, pero no el deber de convertirse. Es como si pudiera existir para Dios un deber de perdonar y un derecho del hombre de ser perdonado.
Esta es la razón por la que Bergoglio, caracterizado como el Papa de la misericordia, es, me parece, el Papa menos misericordioso que se pueda imaginar. En realidad, Bergoglio descuida la primera y más fundamental forma de misericordia que le corresponde y le corresponde sólo a él: predicar la ley divina y, al hacerlo, señalar a la creatura humana, desde lo alto de su autoridad suprema, el camino que lleva a la salvación y a la vida eterna.
Si Bergoglio ha inventado un “dios” de este tipo -al que me refiero, intencionalmente, con una “d” minúscula porque no es el Dios Uno y Trino que adoramos- es porque para Bergoglio no existe falta -ni personal ni colectiva, ni original ni actual- por la que el hombre deba pedir perdón. Pero si no hay falta, entonces no hay Redención, y sin la necesidad de Redención la Encarnación carece de sentido, y mucho más la tarea salvífica del Arca de salvación que es la Santa Iglesia. Uno se pregunta si ese “dios” no es, más bien, el simia Dei -la imitación de Dios-, Satán, que nos empuja hacia la condenación precisamente en el momento en que niega que los pecados y vicios con que nos tienta pueden matar nuestra alma y condenarnos a la eterna pérdida del Bien Supremo.
Así pues, Roma está sin Papa. Pero en tanto que en la distópica novela de Guido Morselli Roma senza Papa ello era así desde el punto de vista físico, ya que el Papa de la ficción se había ido a vivir en Zagarolo, hoy Roma está sin Papa en un sentido mucho más profundo y radical.
Me parece ya oír la objeción: ¿Pero cómo puede decir que Roma está sin Papa cuando Francisco está en todas partes? Está en la TV y en los periódicos. Ha estado en la portada de Time, Newsweek, Rolling Stone e incluso en Forbes y Vanity Fair. Está en sitios web y en incontables libros. Ha sido entrevistado por todo el mundo, incluso por la Gazzetta dello Sport [nota del traductor al inglés: el periódico italiano de deportes que es el periódico de cualquier tipo más leído en Italia]. Quizá nunca antes un Papa ha estado tan presente y ha sido tan popular. Respondo: todo ello es cierto, pero se trata de Bergoglio, no de Pedro.
Ciertamente no le está prohibido al Vicario de Cristo preocuparse de las cosas del mundo. Al contrario. La fe cristiana es una fe encarnada, y el Dios de los cristianos es un Dios que se ha hecho hombre, que se ha hecho historia; así se aparta el cristianismo del exceso de espiritualismo. Pero una cosa es estar en el mundo, y otra totalmente distinta llegar a parecerse al mundo. Al hablar como el mundo y razonar como razona el mundo, Bergoglio ha dejado que Pedro se evapore, y se ha puesto él en la primera línea.
Lo repito: el mundo, este mundo nacido de la revolución de 1968, no quiere un verdadero padre. Prefiere un camarada. La enseñanza de un padre, si es verdaderamente padre, es laboriosa, porque muestra el camino de la libertad con responsabilidad. Es mucho más conveniente tener simplemente al lado alguien que a uno lo acompaña, sin señalar nada. Y esto es precisamente lo que hace Bergoglio: muestra un “dios” que no es un padre, sino un camarada. No es una coincidencia que la “Iglesia en salida” de Bergoglio ame el verbo “acompañar”, igual que hace el modernismo. Se trata de una Iglesia que es un compañero de ruta, que lo justifica todo (mediante un distorsionado concepto de discernimiento) y, al cabo, lo relativiza todo.
Jesús es completamente claro en este punto. “Ay de vosotros cuando los hombres hablen bien de vosotros”(Lc 6, 26). “Bienaventurados seréis cuando os odien y os expulsen y os injurien o proscriban vuestro nombre como maldito por causa del Hijo del Hombre” (Lc 6, 22).
De vez en cuando circulan rumores de que Bergoglio está también pensando en renunciar, como Benedicto XVI. Creo que no piensa en absoluto en ello, y que el problema es otro: el problema es que Bergoglio se ha transformado en el protagonista de facto de un proceso de renuncia de los deberes de Pedro.
He dicho ya en algún lugar que Bergoglio se ha convertido en el capellán de las Naciones Unidas, y creo que esta decisión tiene una insólita gravedad. Sin embargo, más grave aún que su adhesión a la agenda de las ONU y a lo políticamente correcto es que ha dejado de hablarnos del Dios de la Biblia y de que el Dios que está en el centro de su predicación es un Dios que hace desaparecer la culpa de los hombres, no un Dios que perdona.
La crisis de la figura paterna y la crisis del papado van de la mano. Tal como el padre, rechazado y desmantelado, se transformó en un compañero genérico sin ningún derecho a indicar el camino, así también el Papa ha dejado de ser el portador e intérprete de la ley divina objetiva y ha preferido transformarse en un simple camarada.
De este modo, Pedro se ha evaporado justo cuando más necesitábamos que nos mostrara a Dios como un Padre que nos abraza, un Padre amoroso no porque es neutral, sino porque juzga; un Padre misericordioso no porque es permisivo sino porque está decidido a mostrar el camino al verdadero bien; un Padre compasivo no porque es relativista sino porque desea vivamente mostrar el camino a la salvación.
Advierto que el protagonismo a que se abandona Bergoglio no es una novedad, sino que tiene su raíz, en gran medida, en la nueva formulación conciliar antropocéntrica, de acuerdo con la cual los Papas, obispos y clérigos se anteponen a su sagrado ministerio, anteponen su voluntad a la de la Iglesia y sus opiniones a la ortodoxia católica, y sus particulares extravagancias litúrgicas a la sacralidad del rito.
Esta personalización del papado se ha hecho presente desde que el Vicario de Cristo, queriendo presentarse “como uno de nosotros”, renunció al uso de este plural humilitatis con el que mostraba que hablaba no a título personal sino en unión con todos sus predecesores y con el mismo Espíritu Santo. Piénsese en ello: ese sagrado “Nos” que hizo a Pío IX temblar al proclamar el dogma de la Inmaculada Concepción, igual que tembló San Pío X al condenar el modernismo, no podría jamás haberse usado para apoyar el idolátrico culto de la Pachamama, ni para formular la ambigüedad de Amoris Laetitia o de Fratelli Tutti.
Sobre el proceso de personalización del Papado (al cual el arribo y desarrollo de los mass media hicieron una importante contribución), debemos recordar que hubo un tiempo en que, al menos hasta Pío XII (incluido éste), a los fieles no les importaba mucho quién era el Papa, porque en todo caso sabían que, fuere quien fuere, enseñaría siempre la misma doctrina y condenaría los mismos errores. Al aplaudir al Papa se aplaudía no tanto a quien estaba en el trono sagrado en ese momento sino al papado, la realeza sagrada del Vicario de Cristo, la Voz del Pastor Supremo, Jesucristo.
Bergoglio, a quien no le gusta presentarse a sí mismo como sucesor del Príncipe de los Apóstoles, y que ha relegado el título de “Vicario de Cristo” a las ultimas páginas del Annuario Pontificio, se separa implícitamente de la autoridad que Nuestro Señor confirió a Pedro y a sus sucesores. Y esto no es un punto meramente canónico, sino una realidad cuyas consecuencias son muy serias para el papado.
¿Cuándo volverá Pedro? ¿Por cuánto tiempo estará Roma sin Papa? No vale la pena preguntar. Los designios de Dios son misteriosos. Sólo podemos orar al Padre Celestial diciendo: “Que se haga tu voluntad, no la nuestra. Ten misericordia de nosotros, pecadores”.