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viernes, 29 de mayo de 2020

Recepción de la comunión en la lengua: negligencia episcopal, bien común y útiles lecciones de la Tradición

Les ofrecemos hoy un nuevo artículo del Dr. Peter Kwasniewski, conocido de nuestros lectores, donde se hace cargo de una interpretación que se ha comenzado a difundir acerca de la facultad que el Código de Derecho Canónico entrega a los obispos para modificar el modo en que se distribuye la comunión debido a las medidas sanitarias impuestas por la pandemia de COVID-19. Contra ella, el autor replica que el bien común de la Iglesia reside en Cristo, quien es Camino, Verdad y Vida, y que la forma tradicional de distribuir la Eucaristía es el modo más conveniente para evitar el contacto entre el sacerdote y el fiel. 

El artículo fue publicado en New Liturgical Movement y ha sido traducido por la Redacción. Las imágenes son las que acompañan el artículo original. 

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Recepción de la comunión en la lengua: negligencia episcopal, bien común y útiles lecciones de la Tradición

Peter Kwasniewski

Algunas personas han estado promoviendo, en Internet, la idea de que el canon 223 del Código de Derecho Canónico de 1983 confiere a los obispos la potestad de negar a los fieles católicos la comunión en la lengua y exigir que quienes comulgan la reciban en la mano.

Examinemos dicho canon:

§ 1. En el ejercicio de sus derechos, tanto individualmente como unidos en asociaciones, los fieles han de tener en cuenta el bien común de la Iglesia, así como también los derechos ajenos y sus deberes respecto a otros.

§ 2.Compete a la autoridad eclesiástica regular, en atención al bien común, el ejercicio de los derechos propios de los fieles.


Como escribí en mi artículo “Desprecio por lacomunión y mecanización de la Misa”, la noción de “bien común” puede ser invocada demasiado frívolamente para cubrir una multitud de pecados.

Lo primero que hay que considerar es un hecho teológico que tiene más autoridad que cualquier ley canónica o que la interpretación de la misma: como enseña Santo Tomás de Aquino[1], el bien común de todo el universo se encuentra en Cristo, y Cristo está realmente presente en la Eucaristía, como lo expresa el mismo santo, de un modo memorable, en la antífona del Magníficat de las Vísperas de Corpus Christi:

O sacrum convivium, in quo Christus sumitur, recolitur memoria passionis eius, mens impletur gratia el futurae gloriae nobis pignus datur, Alleluia” (Oh sagrado banquete, en que se recibe a Cristo, se renueva la memoria de su pasión, se llena la mente de gracia y se nos da la prenda de la futura gloria, Aleluya).



Esto significa que la Eucaristía ES el bien común de todo el universo. Por tanto, cuando consideramos cómo debería distribuirse la Comunión, la primera y la última consideración debe ser qué debemos a Dios si lo amamos por sobre todas las cosas: le debemos una condigna reverencia en todo lo que hacemos y decimos. El Santísimo Sacramento no es simplemente “una cosa más” que cae bajo el control del obispo, aun si existe un sentido restringido de acuerdo con el cual puede establecer para su diócesis normas que no contradigan las normas universales (a menos que se le permita expresamente hacerlo, e incluso entonces debemos recordar lo que dice el Apóstol: “todo me es lícito, pero no todo me conviene”, 1 Cor 6, 12).

Si tomamos en serio la verdad que Santo Tomás de Aquino nos recuerda, advertiremos que el canon 223, § 1 CIC, nos obliga a “tener en cuenta el bien común de la Iglesia” -que es, sobre todo, Cristo mismo en la Eucaristía- y, a la luz de ello, “los derechos ajenos y sus deberes respecto a otros”. Los fieles tienen derecho a ver que la Eucaristía es tratada apropiadamente por todos, y nuestros deberes incluyen la construcción en santidad del Cuerpo de Cristo, lo cual es incompatible con cualquier tipo de irreverencia o de indigna experimentación, al estilo de los métodos alemanes de “coronacomunión” ilustrados en mi citado artículo.

Aquí surge, inevitablemente, la pregunta: ¿qué es reverente y qué no lo es? Me parece muy peligroso sostener que los obispos, por sí mismos, deciden cuál es la respuesta a esta pregunta, en un vacuum positivista. Tal cosa es un nominalismo anti-tradicional que los católicos no debieran aceptar. Entre tanto, está claro que la situación actual ha de evidenciar qué obispos poseen una perspectiva sobrenatural y qué obispos tienen una perspectiva meramente natural.

Más interesante resulta el §2 del canon 223 CIC: “Compete a la autoridad eclesiástica regular, en atención al bien común, el ejercicio de los derechos propios de los fieles”. Este canon sufre más que lo normal debido a la vaguedad que constituye un necesario defecto (por decirlo así) de todo código legal, pero está claro que hay que interpretarlo a la luz de las normas generales del Derecho. Así, por ejemplo, el canon 135, § 2 CIC dice, en parte: “tampoco puede el legislador inferior dar válidamente una ley contraria al derecho de rango superior”. Dado que no existe autorización para desconocer las normas litúrgicas vigentes -las cuales son extremadamente claras y muchas veces reiteradas, como tanto otros autores y yo mismo hemos demostrado (especialmente en este artículo reciente)-, todo intento episcopal de negar el derecho de recibir la Comunión en la lengua es evidentemente ilegal[2].

Además de esta consideración más bien teorética, debemos advertir -como lo han hecho ya innumerables blogueros en Internet- que la Conferencia Episcopal de los Estados Unidos ha prácticamente adoptado un conjunto de lineamientos del Thomistic Institute que declaran que “[c]reemos que, con las precauciones mencionadas anteriormente, es posible distribuir en la lengua sin correr riesgos poco razonables”[3]. Aunque no estoy de acuerdo con muchas de las precauciones del Thomistic Institute (por los motivos que di en mi mencionado artículo), ellas reconocen, al menos, igual que lo han hecho varias diócesis (de las cuales la de Portland es la mejor conocida), que no se corre ningún riesgo poco razonable cuando se utiliza un método que sigue siendo la ley universal de la Iglesia.

El arzobispo Chaput dando la Santa Común: obsérvese la relación óptima de altura

Problemas prácticos de la comunión en la boca

Pero aquí hay que decir las cosas tal como son y hacerse entender en este galimatías. Ya es hora de que la jerarquía de la Iglesia reconozca que han sido los propios obispos quienes han causado el problema sanitario de la comunión en la lengua precisamente al abolir (o, al menos, desalentar durante décadas) la forma tradicional de comulgar, es decir, arrodillarse todos, unos junto a otros, en la reja del comulgatorio, con un acólito que sostiene una patena por debajo de la barbilla de cada uno[4]. Además de demostrar mucho mayor respeto[5],  esta forma es sumamente práctica por las razones siguientes:

Primero, se la lleva a cabo sólo por el sacerdote, que ha adquirido en esto una experiencia cotidiana, en contraste con los turnos rotativos de los ministros extraordinarios de la Comunión que puede que sepan o no sepan cómo depositar correctamente la hostia en la lengua y que, a veces, se muestran dubitativos, confusos, perplejos o molestos por tener que hacerlo así.

Segundo, al desplazarse a lo largo del comulgatorio el sacerdote está a la altura ideal para depositar la hostia en la lengua de quien comulga. Es muchísimo más complicado tratar de dar la comunión en la lengua a una persona que está de pie frente de uno, especialmente si es más alta que uno. El método tradicional hace mucho más probable que el sacerdote no tenga contacto físico con el fiel, en comparación con el dar la comunión en la mano, en que tocará a muchas, muchas manos llenas de gérmenes -a menos que deje caer la hostia en la mano, como quien está descargando algo, lo que conlleva otros problemas-.

Tercero, porque los fieles, al acercarse a comulgar en filas, tienen la oportunidad de arrodillarse en el comulgatorio y adoptar una posición estable, y luego esperar calmadamente que el sacerdote se acerque a ellos. Cuando llega ese momento, quien comulga puede echar hacia atrás la cabeza y prepararse. No hay aquí ninguna prisa indecorosa (en la forma tradicional de distribuir la comunión el sacerdote dice la oración “Corpus Domini nostri…” y concluye con el “Amen”; el que comulga no tiene que mover los labios, con el riesgo consiguiente de salpicar algo de saliva o de tocar accidentalmente la mano del sacerdote. En otras palabras, es perfecto para tiempos de epidemia).

El obispo Ronald Gainer distribuye la comunión según la manera tradicional

Todos los católicos deben tener conciencia de que si quieren comulgar en la lengua, tienen que arrodillarse, independientemente de la forma de Misa a que asistan o de quién es el que les da la comunión. Deben arrodillarse, primero, porque se trata del Señor Dios delante del cual los ángeles se postran sobre su rostro y, segundo, porque, al arrodillarse, echar la cabeza hacia atrás y sacar la lengua, hacen que sea más fácil que se deposite la hostia sobre ella.

Un experimentado sacerdote, que celebra ambas formas de la Misa, el Rvdo. Allan J. McDonald, comparte algunos excelentes pensamientos en su bitácora Southern Orders[6]:

Sé, porque celebro ambas formas del rito romano, que arrodillarse para comulgar me hace más fácil evitar tocar la lengua de quien comulga en la forma extraordinaria de la Misa, si quien comulga hace lo que a mí me enseñaron en segunda preparatoria que había que hacer para comulgar: inclinar la cabeza un poco hacia atrás, sacar la lengua de un modo natural, no exagerado, y esperar a que el sacerdote retire su mano antes de entrar la lengua y volver la cabeza a su postura normal.

En la forma extraordinaria de la Misa es el sacerdote quien responde “Amen” por quien comulga, evitando que éste pulverice en el aire cualquier partícula de saliva que pueda adherirse a los dedos del sacerdote mientras los tiene cerca de la boca del comulgante.

Otros aspectos de la forma extraordinaria de la Misa, que cuidan la salud temporal de los fieles, y que la forma ordinaria ha comenzado a recuperar en bien de la salud física de los laicos y del sacerdote:

1. Ad orientem, las palabras del sacerdote que producen salpicamiento van hacia la pared, y no hacia los fieles.

2. Hoy los libros de cantos son considerados un objeto mortal si se les pega el coronavirus y se los retira de los bancos. Así, es el coro o el conductor quien canta a la entrada, ojalá el Introito, y los laicos participan meditando en lo que se canta, en vez de ponerse al alcance del aire donde flotan los virus.

3. Nadie toca las ofrendas del ofertorio, al modo como se hace en la forma extraordinaria de la Misa, en que sólo el sacerdote toca los vasos sagrados -excepto que se proceda en ella con poco respeto-, en tanto que en la forma ordinaria se evitará tocarlos por miedo al contagio de los virus en los vasos que transportan los laicos.

4. Arrodillarse para comulgar va ser, finalmente, reconocido por los obispos como el único modo higiénico de recibir la comunión, sin contacto de mano con mano o de mano con lengua, y no, desgraciadamente, como la forma más respetuosa de recibirla, tal como se hace en la form extraordinaria.

5. El cáliz comunitario no va a volver a provocar en los fieles el gran temor de que el coronavirus sobreviva en él y en la Preciosa Sangre infectada con grandes cantidades de saliva de numerosos comulgantes.

6. Los sacerdotes ya no darán la mano desaprehensivamente a los fieles antes y después de la Misa. Aunque sea improbable, ello redundará en que los sacerdotes oren privadamente a Dios antes y después de ella, como es la costumbre en la forma extraordinaria.

7. Para evitar que el hablar pulverice el coronavirus con el salpicamiento de la saliva, se exigirá silencio en la iglesia antes y después de la Misa, y se exigirá también el distanciamiento durante ese silencio, no debido a que el Santísimo está presente y pide silenciosa adoración, sino debido a preocupación por la salud física.

8. Por supuesto, desaparecerá el “beso/saludo de mano” de la paz por temor a infringir la ley civil del distanciamiento social, y no porque es una horrible distracción durante el rito de la comunión.


El obispo Joseph Perry da la Santa Comunión en St. John Cantius

Como dice frecuentemente el Rvdo. Allan J. McDonald en su bitácora, en realidad la forma extraordinaria de la Misa observa mejores usos en todo lo que se refiere al Santísimo Sacramento: su preparación, su consagración, su distribución, su reserva. Muchos de ellos terminarán siendo adoptados nuevamente en esta época de coronavirus, no (ay) porque los católicos estén tomando conciencia de la Presencia Real y de lo que conviene más al aproximarnos al Señor, sino por miedo a contaminarse o enfermar. Es triste: este motivo es menos noble que la contrición imperfecta -temor al infierno- como razón para ir a confesarse. Aquella es, al menos, preocupación por el destino inmortal de cada uno después de esta vida, y no un apego a esta vida pasajera que algún día todos tendremos que abandonar, ya sea por un virus, ya sea por mil otras causas naturales o violentas que amenazan a los pobres y exiliados hijos de Eva.

Conviene que nos preguntemos cómo podemos disminuir los riesgos, pero no con la mentalidad secular de los utilitaristas agnósticos que no recuerdan ni reverencian con el corazón al Señor, con quien nos encontramos en el Santísimo Sacramento. Es irónico que sea la tradición católica, y no la práctica postconciliar, la que contiene un conjunto de prescripciones útiles en tiempos de epidemia. Estas sólo requieren ser puestas por obra, si es que hay tanta preocupación por el bien común del universo entero y por nuestra participación sacramental en él.





[1] Véase Super I ad Cor, cap. 12, lec. 3.

[2] Nota al margen: puesto que sabemos que, a veces, el derecho canónico puede ser formulado deficientemente -los canonistas han prodigado críticas a ciertos puntos de los Códigos de 1917 y de 1983-, aprovecharé esta ocasión para expresar que es preocupante la formulación del Canon 223, § 2. ¿Hasta donde se lo puede extender? “Regular, en atención al bien común, el ejercicio de los derechos propios de los fieles”. ¿Todos esos derechos? Por ejemplo, ¿podría un obispo decir “le ordeno no contraeer matrimonio” o “le ordeno entrar a la vida religiosa”? Después de todo, estos son derechos de los fieles… Es difícil precisar cuándo tales regulaciones serían legítimas, en ausencia de una grave falta pública cometida por un laico.

[3] El Thomistic Institute dice: “Existen varias opiniones sobre este punto en la comunidad médica y científica: algunos creen que la comunión en la lengua conlleva, considerando las circunstancias, un alto y poco razonable riesgo; otros no están de acuerdo con esto. Si se ordena dar la comunión en la lengua, podría considerarse la posibilidad de usar un sanitizador después de cada comunión en la lengua”. Esto último es una propuesta deplorable, merecidamenteridiculizada por el Rvdo. John Zuhlsdorf.

[4] Como se demuestra en “Por qué debiera conservarse -o reintroducirse- el uso de una patena de comunión”, esta práctica está exigida incluso en la Instrucción General del Misal Romano que regula a la forma ordinaria.

[5] Véase el artículo “'Eat That Which I Will Give You': Why We Receive Communion in the Mouth (“Comed lo que Yo os daré: por qué recibimos la comunión en la boca”).

[6] He editado ligeramente el texto.

sábado, 23 de mayo de 2020

Nota de la Penitenciaría Apostólica sobre la confesión en tiempos de COVID-19

Varios lectores han escrito a la Redacción preguntado si son válidas las confesiones a través de medios de comunicación a distancia (teléfono, FaceTime, Whatsapp, Skype, Zoom, u otros similares) debido a la situación de confinamiento que se vive producto de las medidas sanitarias adoptadas por el avance de la pandemia de COVID-19, puesto que circulan varios mensajes que aseguran que está permitido dado el carácter de excepción en que vivimos. 

Hemos creído pertinente recordar lo que establece la Iglesia respecto de la validez de este sacramento y compartir el texto de una nota de la Penitenciería Apostólica publicado el pasado 19 de marzo, fiesta de San José, donde se aclara estos puntos frente a la actual pandemia y se recuerda que las normas generales sobre el sacramento de la confesión permanecen en vigor y no sufren alteración (hemos destacado algunas frases para facilitar la lectura). Cumple recordar que, en razón de lo dispuesto en el artículo 27 de la Instrucción Universae Ecclesia (2011), el cual establece que las normas disciplinarias relativas a la celebración tanto de la forma ordinaria como extraordinaria del rito romano son aquellas del Código de Derecho Canónico de 1983, estas disposiciones deben ser observadas también en la celebración de la liturgia de siempre, guardando la debida compatibilidad (cfr. artículo 28 de la misma instrucción). 


Giuseppe Maria Crespi, San Juan Nepomuceno confesando a la Reina de Bohemia (1743), Galleria Sabauda (Turín, Italia)
(Imagen: Britannica)

La regla general es que sólo la confesión individual e íntegra y la absolución constituyen el el modo ordinario a través del cual un fiel consciente de que está en pecado grave se reconcilia con Dios y con la Iglesia (canon 960 CIC). De manera excepcional, la Iglesia admite dos supuestos extraordinarios para obtener el perdón de lo pecados. El primero de ellos es que la imposibilidad física o moral excusa de esa confesión, en cuyo caso la reconciliación se puede tener también por otros medio (canon 960 CIC), como a través de un acto de contrición perfecta acompañada de la promesa de confesarse tan pronto sea posible. El segundo caso es la absolución colectiva a varios penitentes, que no puede darse si no cuando (i) amenace un peligro de muerte y el o los sacerdotes no tengan tiempo de oír las confesiones individualmente, o (ii) cuando haya una necesidad grave que impida esas confesiones (canon 961 CIC). Las absoluciones colectivas obligan al fiel que las recibe a acercarse a la confesión individual lo antes posible (canon 963 CIC). Es un mandamiento de la Iglesia que todo fiel que haya llegado al uso de razón, está obligado a confesar sus pecados graves al menos una vez al año (canon 989 CIC).

Ahora bien, en materia sacramental se distingue entre requisitos de validez y de licitud. Los primeros son aquellos que atañen a la materia, forma, ministro e intención de cada sacramento, y cuya omisión acarrea la invalidez de su celebración. Los segundos se refieren a ciertos aspectos relativos al sacramento que no afectan su validez, pero que hacen que al celebrarlo no se observen cabalmente las disposiciones del derecho canónico. Esto es lo que sucede, por ejemplo, con algún defecto sobre la sede para oír confesiones (canon 964 CIC).  

La materia del sacramento de la penitencia se distingue en remota y próxima. La materia remota son los pecados graves cometidos después del bautismo y aún no perdonados directamente por la potestad de las llaves de la Iglesia ni acusados en confesión individual, de los cuales cada fiel tenga conciencia después de un examen diligente, aunque se recomienda confesar también los pecados veniales (canon 988 CIC). Por su parte, la materia próxima son los actos del propio penitente, a saber: la contrición, la acusación y la satisfacción (canon 959 CIC). Conviene recordar que la absolución de los pecados perdona la culpa (ofensa a Dios), y la pena eterna; pero no borra la pena temporal por los pecados cometidos. Ella se satisface parcial o totalmente con la penitencia que impone el sacerdote. 

Para que la materia exista es imprescidible la presencia física del penitente ante el confesor, de suerte que la confesión por cualquier otro medio es inválida y, a la vez, sacrílega (Denzinger/Schonmetzer, núm. 1994). Por cierto, esto no impide que el fiel pueda confesarse mediante intérprete, quedando este último obligado igualmente al sigilo  sacramental (cánones 983 y 990 CIC). El fiel y el sacerdote deben estar física y personalmente presentes el uno junto al otro. 


Juan García Martínez, La penitente (1884), Museo del Prado
(Imagen: Pixabay)

La forma del sacramento de la penitencia es la fórmula por la cual el sacerdote absuelve al peniente. En su esencia, ella debe decir: "Yo te absuelvo de tus pecados, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo". 

El ministro del sacramento es el sacerdote con licencia para recibir confesiones (cánones 965 y 966 CIC). Puede ser incluso de un rito distinto al del penitente (canon 990 CIC).

Finalmente, el fiel ha de acercarse al sacramento con la intención de hacer lo que la Iglesia hace a través del mismo. Esto significa que se debe encontrar debidamente dispuesto, rechazando los pecados cometidos y teniendo propósito de enmienda de convertirse a Dios (cánones 959 y 987 CIC). Una buena confesión tiene que ser clara (decir concretamente cuáles son los pecados cometidos y en qué número), concisa (centrarse en los pecados, prescindiendo de todo aquello que no incida sobre ellos), completa (referir todo lo que diga relación con el pecado y con las circunstancias de su comisión) y contrita (decir los pecados sin excusas, con dolor de haberlos cometido). 

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Nota de la Penitenciaría Apostólica sobre el Sacramento de la Reconciliación en la actual situación de pandemia

“Yo estoy con vosotros todos los días”(Mt 28,20)



La gravedad de las circunstancias actuales exige una reflexión sobre la urgencia y la centralidad del Sacramento de la Reconciliación, junto con algunas aclaraciones necesarias, tanto para los fieles laicos como para los ministros llamados a celebrar el Sacramento.

También en la época de COVID-19, el Sacramento de la Reconciliación se administra de acuerdo con el derecho canónico universal y según lo dispuesto en el Ordo Paenitentiae.

La confesión individual representa el modo ordinario de celebrar este sacramento (cf. canon 960 del Código de Derecho Canónico), mientras que la absolución colectiva, sin la confesión individual previa, no puede impartirse sino en caso de peligro inminente de muerte, por falta de tiempo para oír las confesiones de los penitentes individuales (cf. canon 961, § 1 del Código de Derecho Canónico) o por grave necesidad (cf. canon 961, § 1, 2 del Código de Derecho Canónico), cuya consideración corresponde al obispo diocesano, teniendo en cuenta los criterios acordados con los demás miembros de la Conferencia Episcopal (cf. canon 455, § 2 CIC), y sin perjuicio de la necesidad, para la válida absolución, del votum sacramenti por parte del penitente individual, es decir, del propósito de confesar a su debido tiempo los pecados graves que en su momento no pudieron ser confesados (cf. canon 962, § 1 CIC).

Esta Penitenciaría Apostólica cree que, sobre todo en los lugares más afectados por el contagio de la pandemia y hasta que el fenómeno no remita, se producirán los casos de grave necesidad citados en el canon 961, § 2 CIC arriba mencionado.

Cualquier otra especificación se delega según el derecho a los obispos diocesanos, teniendo siempre en cuenta el bien supremo de la salvación de las almas (cf. canon 1752 CIC).

En caso de que surja la necesidad repentina de impartir la absolución sacramental a varios fieles juntos, el sacerdote está obligado a avisar, en la medida de lo posible, al obispo diocesano o, si no puede, a informarle cuanto antes (cf. Ordo Paenitentiae, núm. 32).

En la presente emergencia pandémica, corresponde por tanto al obispo diocesano indicar a los sacerdotes y penitentes las prudentes atenciones que deben adoptarse en la celebración individual de la reconciliación sacramental, tales como la celebración en un lugar ventilado fuera del confesionario, la adopción de una distancia adecuada, el uso de mascarillas protectoras, sin perjuicio de la absoluta atención a la salvaguardia del sigilo sacramental y la necesaria discreción.

Además, corresponde siempre al obispo diocesano determinar, en el territorio de su propia circunscripción eclesiástica y en relación con el nivel de contagio pandémico, los casos de grave necesidad en los que es lícito impartir la absolución colectiva: por ejemplo, a la entrada de las salas de hospital, donde estén ingresados los fieles contagiados en peligro de muerte, utilizando en lo posible y con las debidas precauciones los medios de amplificación de la voz para que se pueda oír la absolución.

Hay que considerar la necesidad y la conveniencia de establecer, cuando sea necesario, de acuerdo con las autoridades sanitarias, grupos de "capellanes extraordinarios de hospitales", también con carácter voluntario y en cumplimiento de las normas de protección contra el contagio, para garantizar la necesaria asistencia espiritual a los enfermos y moribundos.

Cuando el fiel se encuentre en la dolorosa imposibilidad de recibir la absolución sacramental, debe recordarse que la contrición perfecta, procedente del amor del Dios amado sobre todas las cosas, expresada por una sincera petición de perdón (la que el penitente pueda expresar en ese momento) y acompañada de votum confessionis, es decir, del firme propósito de recurrir cuanto antes a la confesión sacramental, obtiene el perdón de los pecados, incluso mortales (cf. Catecismo, núm. 1452).

Nunca como en este tiempo la Iglesia experimenta el poder de la comunión de los santos, eleva a su Señor Crucificado y Resucitado votos y oraciones, en particular el Sacrificio de la Santa Misa, celebrada diariamente, incluso sin el pueblo, por los sacerdotes.

Como buena madre, la Iglesia implora al Señor que la humanidad sea liberada de tal flagelo, invocando la intercesión de la Santísima Virgen María, Madre de la Misericordia y Salud de los Enfermos, y de su esposo San José, bajo cuyo patrocinio la Iglesia camina siempre por el mundo.

Que María Santísima y San José nos obtengan abundantes gracias de reconciliación y salvación, en la escucha atenta de la Palabra del Señor, que hoy repite a la humanidad: "Basta ya; sabed que yo soy Dios" (Sal 46, 11), "Yo estoy con vosotros todos los días" (Mt 28, 20).

Dado en Roma, desde la sede de la Penitenciaría Apostólica, el 19 de marzo de 2020,

Solemnidad de San José, Esposo de la Santísima Virgen María, Patrono de la Iglesia Universal.

+ Mauro. Card.Piacenza
Penitenciario Mayor

Krzysztof Nykiel
Regente

viernes, 15 de mayo de 2020

“Porque no te besaré como Judas”

Les ofrecemos un nuevo artículo del Dr. Peter Kwasniewski que aborda un gesto que puede pasar muchas desapercibido para los fieles que asisten a la Misa tradicional. Se trata del gran número de besos que el sacerdote da al altar, como símbolo de Cristo, durante toda la Misa. Ellos son la expresión de una actitud interior de oración y de amor por parte del celebrante, que previamente ha reconocido que es indigno de presentarse al altar y que sólo pone su confianza en Dios, la alegría de su juventud. Frente a esos besos, también hay otros, como aquel con el Judas señaló a Cristo la noche de su captura. 

El artículo fue publicado el Lunes Santo (6 de abril) de este año en New Liturgical Movement y ha sido traducido por la Redacción. Las imágenes son las que acompañan el artículo original. 

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“Porque no te besaré como Judas”: Besos sagrados y profanos

Peter Kwasniewski

La liturgia romana era, hace ya tiempo, llena de castos besos y abrazos, gestos de un amor que se apega al Señor con pureza y reverencia. “Es bueno adherirme al Señor” (Ps 72, 28). Como dice Michael Fiedrowicz en su libro The Traditional Mass: History, Form, andTheology of the Classical Roman Rite (recién publicado en Angelico Press):

“Con un intercambio de saludos (Dominus vobiscum Et cum spiritu tuo), seguido de un Oremus, concluyen las oraciones al pie del altar, luego de lo cual el sacerdote reza en silencio el resto de las oraciones mientras sube al altar y lo besa. En la primera de estas oraciones (Aufer a nobis) el sacerdote ora para que se le permita una vez más acercarse al altar sagrado con un corazón puro (ut ad Sancta sanctorum puris mereamur mentibus introire). Ya en el altar, el sacerdote reza una última oración de perdón mientras pone las manos sobre el altar e invoca la intercesión de los santos (Oramus te, Domine per merita sanctorum tuorum… ut indulgere digneris omnia peccata mea). El beso que da al altar junto con esto es signo de veneración de este lugar, que es símbolo de Cristo, y asegura al sacerdote y a los fieles el auxilio especialmente de aquellos santos cuyas reliquias están encerradas en el altar (quorum reliquiae hic sunt). Durante la celebración de la Misa, el sacerdote besa el altar ocho veces.



Ocho veces, como eco de las ocho bienaventuranzas por las que ascendemos al cielo, y de las ocho notas de la octava por la que ascendemos a la unidad, el octavo día de la gloria eterna.

En el libro In Sinu Jesu: When Heart Speaks to Heart - The Journal of a Priest at Prayer [In Sinu Jesu: cuando el corazón habla al corazón. Diario de un sacerdote que ora], el Señor pronuncia estas palabras, referidas al sacerdote en la Misa: 

Al besar el altar, se hace vulnerable a mi amor que todo lo traspasa. Al besar el altar, se abre sin reservas a todo lo que puedo darle y a todo lo que los designios de mi Corazón le tienen destinado en su vida. Besar el altar es total abandono a la santidad sacerdotal que yo quiero, y al cumplimiento de mis deseos para el alma de mi sacerdote. La santidad a la que llamo a mi sacerdote, a la que te llamo a ti, consiste en su total configuración conmigo tal como estoy delante de mi Padre en el santuario celestial, más allá del velo. Todo sacerdote mío debe ser, junto conmigo, sacerdote y víctima en la presencia de mi Padre. Todo sacerdote está llamado a comparecer ante el altar con los pies y manos traspasados, con el costado abierto y con la cabeza coronada, tal como lo estuvo mi cabeza en mi Pasión. No debes temer configurarte conmigo, porque te traerá sólo paz del corazón y gozo en la presencia de mi Padre, y esa intimidad única conmigo que, desde la noche antes de padecer, reservé para mis sacerdotes, mis escogidos, los amigos de mi corazón”.

En la reforma litúrgica hiper racionalista se suprimió casi todos estos besos. Sólo quedaron en su lugar el beso al comienzo y el beso al final.



En el Diario del Concilio Vaticano II de Henri de Lubac, se lee que el obispo Jenny, de Cambrai, que había sido miembro de la comisión litúrgica preparatoria y sería posteriormente importante miembro del Consilium, pronunció en el aula un discurso en el que pedía el acortamiento de las oraciones al pie del altar (demasiado largas, hay que avanzar, demasiadas preparaciones y arrepentimientos y demás), “menos oscula altaris, signa crucis, etc.” (besos del altar, signos de la cruz), así como también recitación audible de la secreta y del Canon, la abreviación de la fórmula para dar la comunión, del final de la Misa y de la despedida (por ejemplo, abolición del Ultimo Evangelio) y una simplificación general de la Misa pontifical[1]. He aquí un obispo que pensaba que había que había que proceder sumariamente con la fiesta de bodas a fin de poder enfrentar cosas más importantes, como el pago de las respectivas cuentas.

El obispo Zauner, de Linz, pronunció en el Concilio un discurso en que hace una glosa de Exodo 3, 5, “quítate las sandalias”, interpretando el texto como “desembarázate de oropeles”, y procede a aplicar esto a las costumbres y prácticas de la liturgia[2]. Así es como esta gente veía la Tradición… En otro discurso, un obispo de Vietnam dijo: “eliminemos el manípulo y el amito: inútiles”[3]. Como he mostrado en otro artículo, hubo muchos obispos que se opusieron con fuerza a tales recomendaciones y presentaron una vigorosa defensa de la Tradición y de la estabilidad litúrgica; pero sus voces quedaron ahogadas por los innovadores, que habían liderado la comisión preparatoria y que terminaron liderando el trabajo de Consilium. 

Es inevitable recordar los comentarios de Alice von Hildebrand, quien, cuando se le preguntó cómo era posible que los mismos clérigos que habían celebrado la Misa tradicional la hubieran descartado, respondió:

“El problema que nos llevó a la crisis actual no fue la Misa tradicional. El problema fue que los sacerdotes que la celebraban ya habían perdido el sentido de lo sobrenatural y de lo trascendente: volaban sobre las oraciones, las mascullaban, no las pronunciaban. Lo cual es un indicador de que habían introducido en la Misa su creciente secularismo. La antigua Misa no acepta faltas de respeto, y tal es la razón por la que tantos sacerdotes se pusieron felices cuando desapareció”.

¿Sería posible traducir todo esto al lenguaje del amor? Sólo por falta de amor al Señor en su manifestación litúrgica pudieron esos hombres permitirse el desmantelamiento y reconstrucción de ritos por los que mostramos tan íntimamente nuestro amor y reverencia hacia Él. Seguramente lo habrán hecho sin una vida interior profunda, alimentada en la liturgia y la lectio divina. Resplandece aquí ese ultimátum del Señor: no podéis servir a dos señores; escoged la Misa o el mundo; escoged una fidelidad siempre más profunda o el imposible proyecto de aggiornamento[4].



Tal como la naturaleza tiene horror al vacío, así ocurre también con lo sobrenatural. Si quitamos el amor sagrado, el amor profano o pervertido se apresurará a llenar el vacío que queda. En la mente de los reformadores, la gran aula de la Iglesia fue barrida y quedó limpia de los “desechos” de siglos, y a este espacio vacío se precipitaron siete demonios peores que cualquier mal que lo hubiera llenado anteriormente (cf. Lc 11, 26; Mt 12, 45). Los siete pecados capitales hicieron ahí su morada: el orgullo de las autoridades que hacían trizas de la Tradición; la vanidad del clero que se enseñoreaba de sus mesas-altar “a lo Cranmer”; la envidia que se tenía del mundo secular y el esfuerzo por vestirse y hablar como él; la codicia de los bienes mundanos y la gula en su consumo desmedido; la lujuria de actos obscenos, incluso contra natura, que llamaban a la venganza de Dios; la ira hacia todos los creyentes que osaran poner en duda la marcha forzada del Progreso. 

Un discípulo de Dom Columba Marmion, Dom Pius de Hemptinne, escribía en su diario el 23 de febrero de 1902: 

“Un beso puro es la gran muestra de amor. Se puede dar un beso por diferentes motivos, tal como hay diferentes clases de amor, pero siempre es señal de perfecta unión, de complacencia mutua y total […] Un beso verdadero, sincero y fiel es un acto noble, pero un beso falso es una infidelidad y, casi siempre, una traición. Esta señal de afecto debiera darse sólo entre personas unidas por la sangre o por el matrimonio. Entre amigos, debiera tener el significado sólo de una unión de almas, y no debiera tener en tal caso motivaciones sensuales. El beso de amistad es un signo tan grande y noble que se lo da alrededor del altar. He aquí el beso cristiano y, con estas condiciones, es tan puro y sublime como el amor mismo. Pero, ¿quién conoce el valor de un beso? Por todas partes se profana este signo, igual que el mismo amor”[5].

No hay territorio neutral en la Iglesia: en este mundo todos van convirtiéndose o en ovejas o en cabritos, en trigo o en cizaña, y así van llegando a su destino final. Existe el reino de Cristo, a quien besamos en el altar y a quien abrazamos en el estilizado abrazo de la Pax; y existe el reino de Judas que traiciona con un beso, remedado por todos los Judas posteriores, papales, episcopales, clericales, religiosos o laicos.

No estoy sosteniendo aquí que no existieron clérigos inmorales antes de la reforma litúrgica, porque, de otro modo, san Pedro Damián no hubiera escrito su tratado El libro de Gomorra[6]; ni sostengo tampoco que no existen clérigos santos y mortificados que apoyan y llevan a cabo el proyecto litúrgico post conciliar. Pero los actos por los que Pablo VI temerariamente dilapidó la tradición de la Iglesia y aprobó y realizó la supresión de cientos de gestos de fe, devoción, adoración y casto amor en la liturgia -incluidas las tres cuartas partes de los besos sagrados en el santo sacrificio de la Misa-, produjeron y seguirán produciendo frutos podridos con los que nos estamos sofocando. “Por la muchedumbre de tus iniquidades, en la injusticia de tu comercio, profanaste tus santuarios, y yo haré salir de en medio de ti un fuego devorador y te reduciré a cenizas sobre la tierra a los ojos de cuantos te miran” (Ez 28, 18).

“Te reduciré a cenizas sobre la tierra”. Esta semana [la Semana Santa de 2020] recordamos al inocente Cordero que llevó sobre sus hombros la muchedumbre de nuestras iniquidades, la injusticia de nuestro comercio, la profanación de nuestros santuarios. Él ha encendido un fuego en medio de nosotros que nos destruirá a nosotros o a nuestros pecados, según que nos adhiramos a nuestra maldad o la repudiemos arrepentidos. ¿Qué beso vamos a dar: el redoblado beso del amigo casto, o el beso traidor del vil mercader?




[1] De Lubac, H., Vatican Council Notebooks (trad. de Andrew Stefanelli y Anne Englund Nash, San Francisco, Ignatius Press, 2015), t. 1, p. 236.

[2] De Lubac, Vatican Council Notebooks, cit., t. 1, p. 242.

[3] De Lubac, Vatican Council Notebooks, cit., t. 1, p. 277.

[4] Es imposible porque, como dice Newman, es un proyecto sin un término natural, y no existe modo de saber si se encamina en la dirección correcta o no, o si ha ido demasiado lejos. “Se han hecho esfuerzos para alterar la liturgia. Queridos hermanos, les ruego que consideren conmigo si no debieran oponerse a la alteración de una sola coma o iota de ella… Una vez que se comienza a alterarla, no hay razón ni justificación para detenerse, hasta que las críticas de todos los sectores hayan sido satisfechas. Y así, ¿no quedará la liturgia en la desgraciada situación que describe la historia, bien conocida, de la pintura que el artista deja abierta a las sugerencias de los transeúntes? [...] Pero esto no es todo. Crece en el espíritu el gusto de criticar. Cuando comenzamos a analizar y desmontar, nuestro juicio se muestra perplejo y nuestros sentimientos se inquietan. […] Pero, en lo que se refiere a nosotros, el clero, ¿cuál será en nosotros el efecto de este espíritu de innovación? Nosotros tenemos el poder de producir cambios en la liturgia. ¿Vamos a dejar de ejercerlo? ¿Tenemos alguna seguridad de que, si comenzamos, vamos a terminar jamás? ¿Pasaremos de las cosas no esenciales a las esenciales? Y luego, mirando retrospectivamente, una vez que el daño está hecho, ¿cómo podremos excusarnos por haber alentado el comienzo de estas actividades? (Newman, J. H., On Worship, Reverence, and Ritual [ed. de Peter Kwasniewski, Os Justi Press, 2019, pp. 1-2).

[5] A Disciple of Dom Marmion, Dom Pius de Hemptinne: Letters and Spiritual Writings, trad. Benedictines of Teignmouth (Londres, Sands & Co., 1935), carta del 23 de febrero de 1902, p. 140.

[6] Véase The Book of Gomorrah and St. Peter Damian's Struggle Against Ecclesiastical Corruption, trad. de Matthew Hoffman (s. l., Ite ad Thomam Books and Media, 2015).

sábado, 9 de mayo de 2020

Desprecio por la comunión y mecanización de la Misa

Les ofrecemos un artículo publicado ayer por el Dr. Peter Kwasniewski, donde aborda el desprecio hacia el Santísimo Sacramento que traen consigo las prácticas puestas en marcha con la reapertura de las iglesias y la reanudación del culto público en medio de la pandemia de COVID-19.  Esto es especialmente grave con la imposición que se quiere hacer de la comunión en la mano, práctica que es contraria al derecho canónico. Según el código de 1983, una ley eclesiástica no puede prevalecer contra una costumbre centenaria (canon 26). Pues bien, la propia Sede Apostólica ha reconocido que la comunión recibida en la boca es la manera tradicional de recibirla en la Iglesia latina (por ejemplo, Congregación para el Culto Divino, Notificación sobre la comunión en la mano, Prot. núm. 720/85, de 3 de abril de 1985), de suerte que otras formas de distribuirla son sólo toleradas y no pueden ser impuestas. 

El artículo fue publicado en New Liturgical Movement y ha sido traducido por la Redacción. Las imágenes son las que acompañan el artículo original. 

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Desprecio por la comunión y mecanización de la Misa

Peter Kwasniewski

Rube Goldberg, Professor Butts and the Self-Operating Napkin (1931)


El 6 de mayo pasado publiqué en OnePeterFive un artículo con el título Bishops Cannot Mandate Communion on the Hand or Forbid Communion on the Tongue [“Los obispos no pueden mandar que se reciba la comunión en la mano ni prohibir la comunión en la lengua”]. Aprovechando y aumentando el material publicado primeramente en New Liturgical Movement el 29 de febrero y el 2 de marzo pasados, mi propósito fue compilar en un solo lugar los testimonios sobre la norma universal de la Iglesia sobre el derecho que tienen los fieles -rectamente dispuestos- a recibir la sagrada comunión en la lengua, cosa que es y sigue siendo la norma.

Algunos han contestado este artículo diciendo: “Todo eso está muy bien, pero con toda seguridad los obispos seguirán haciendo lo que han hecho hasta aquí, tengan o no autoridad para ello”. De hecho, y en contra de la política del Thomistic Institut recomendada por la Conferencia Episcopal estadounidense, muchas diócesis han hecho públicas estas ilegales decisiones que se quiere imponer al clero y fieles apelando a la “obediencia” (la situación actual nos hace volver a pensar, cada vez con mayor claridad, la total ausencia de un pensamiento claro y sano sobre qué es la virtud de la obediencia y qué no es. Recomiendo, al respecto, este estupendo artículo sobre el tema, como también este otro, más corto).

Mi respuesta aquí es que resulta positivamente un beneficio saber que ciertas decisiones son ilegales: como ha enseñado siempre la Iglesia, una ley injusta no obliga a la conciencia. No es una novedad que demasiados obispos se han acostumbrado a modos ilegales de actuar, sin que les importe lo que el Vaticano (ni siquiera el Código de Derecho Canónico) puedan decir. Los católicos que aman la tradición han tenido que enfrentarse con esto por más de medio siglo, especialmente después de 1984 (Quattuor ab hinc annos), 1988 (Ecclesia Dei Adflicta), 2007 (Summorum Pontificum y Con Grande Fiducia), y 2011 (Universae Ecclesiae).


Ha estado circulando un video en que un joven abogado canonista trata de convencernos de que los obispos tienen derecho, en situaciones de emergencia, de suspender una norma universal. Es típico que tales justificaciones invocan, con toda frescura, “el bien común” para arrasar con cualquier cosa que les estorbe el paso. Es precisamente este tipo de comportamiento el que ha hecho que la expresión “bien común” adquiera un aire fascista, como si fuéramos hormigas en un hormiguero, haciendo fila a la espera de ser sacrificadas por el bien común de éste. El P. Zuhlsdorf ha refutado limpiamente al canonista y se ha hecho cargo, a continuación, de cuestiones más importantes.

No me sorprendió oír, de una amiga alemana, que los obispos de Alemania han llegado ya a prohibir la comunión en la lengua en varias diócesis de ese país, y especula mi amiga que, si no es posible para los fieles comulgar en la lengua en Misas tradicionales, se irán en grandes números a la FSSPX, si en ésta el tema se aborda de un modo diferente. Y me envió unas impresionantes fotos de diferentes “métodos seguros” que se ha propuesto para distribuir la comunión, todos los cuales evidencian una inmensa falta de respeto por el Señor y por su Pueblo, una pérdida absoluta del sentido de lo sagrado, ninguna conciencia de lo que resulta apropiado, una total falta de sentido común y de fe sobrenatural.

 El método "detrás del polimetilmetacrilato"

El método "detenerse y dejar caer" 

 El método "estirar y atrapar"

El método de las pinzas

Al ver esas fotos, nos vienen a la memoria algunos comentarios recientes del Cardenal Sarah a propósito de una propuesta en Italia “de que las hostias sean puestas en bolsas de plástico para ser consagradas por el sacerdote y dejadas luego en un estante para que la gente las tome”. El Cardenal Sarah ha dicho que las soluciones no pueden implicar “la desecración de la Eucaristía”. 

Ello es absolutamente imposible: Dios merece respeto, no se lo puede meter en una bolsa plástica. Ignoro a quién se le habrá ocurrido este absurdo, pero aunque es verdad que la privación de la Eucaristía es ciertamente algo doloroso, no se puede negociar sobre el modo de recibirla. Debemos comulgar de un modo solemne, digno de Dios que viene a nosotros. Hay que tratar la Eucaristía con fe, no como un objeto trivial, no estamos en un supermercado. Esto es una locura.

Se tiene la misma sensación con las fotos que llegan desde Alemania. Sería muchísimo mejor no distribuir al Señor en la comunión que someter el Santísimo Sacramento a soluciones tan humillantes. Nunca había quedado tan claro que al Novus Ordo se lo concibe como una “máquina sacramental de distribución”: los fieles tienen que acercarse y retirar su parte, o quizá podrían usar el delivery que ofrece Amazon Prime (sería preferible quedarse en casa y rezar Prima).

Mecanización (1982), de Kestutis

Como dice el P. Zuhlsdorf, hoy, más que nunca, los católicos debieran recuperar la conciencia de que el Santo Sacrificio de la Misa es el acto más alto, más noble, más solemne y más tremendo de la Iglesia, que Cristo ofrece al Padre y que ofrecemos nosotros, unidos a Él, a la Santísima Trinidad. Su valor es intrínseco. Pero esta verdad sólo se hace visible en la forma tridentina de la Misa; de otro modo, se arrasa con ella.

Mi corresponsal alemana escribe a continuación:

“Si éstas son las únicas formas posibles en la Corona-época, mejor es limitarse a la comunión espiritual. Pero existen también católicos tradicionalistas o conservadores muy astutos que dicen: “De acuerdo con los decretos episcopales, la  prohibición de la comunión oral se refiere sólo a DURANTE la Santa Misa”. Así que durante la Misa hacen una comunión espiritual mientras el sacerdote comulga en el altar y luego, cinco minutos después de la bendición final, los fieles se acercan al altar a recibir la comunión en la lengua. Y esto es lo que yo recomendaría al clero cuyas conciencias pudieran estar inquietas (seguiría recomendando también lo que digo en mi artículo Restoring Liturgical Tradition after the Pandemic [“Restauración de la tradición litúrgica después de la pandemia”]).

Otro amigo mío me escribió esta lamentabilísima historia:

“¿Qué hemos de hacer los laicos frente a un sacerdote “que obedece a su obispo” y que rehúsa a entregar a Jesús en la lengua? Me ocurrió esto esta mañana y quedé devastado: un sacerdote visitante rehusó darme a Jesús en la lengua. Le dije que no podía recibirlo en la mano (cosa que es anatema para mí). Me contestó, “okay”, y me incorporé y me fui. Volví a mi oficina y lloré. Nunca antes me habían rehusado la comunión, y esto me hirió profundamente. Entiendo que él piensa que obedece al obispo, y así estamos: dos personas atrapadas entre dos paredes, y Jesús  rehén en el Sacramento. ¿Qué vamos a hacer?”

Admiro la integridad de este católico. Si estamos convencidos en conciencia de que recibir la comunión en la mano es indigno del Señor por la normal pérdida de fragmentos (como se demuestra en este artículo) y por el daño acumulativo que causa el pasar por alto la diferencia entre clero y laicos, no tomaremos parte, por razón alguna, en alentar la práctica de la comunión en la mano, porque seríamos culpables de consecuencialismo, vale decir, buscar un fin bueno mediante un medio malo. Hemos de recibir más gracias del Señor por la práctica de un celo desinteresado por su honor divino que si entramos en un compromiso por el deseo egoísta de obtener un sacramento.

Flannery O’Connor relata un incidente que ocurrió durante el curso de una conversación:

“Bueno, hacia la mañana la conversación se volcó hacia la Eucaristía, que, por ser católica, yo tenía obviamente que defender. La Sra. Broadwater dijo que, cuando era niña había comulgado y había pensado que era el Espíritu Santo, ya que es la Persona más transportable de la Santísima Trinidad. Pero ahora pensaba que se trataba de un símbolo, y dejó entender que lo consideraba uno muy bueno. Entonces dije, con una voz muy temblorosa: bien, si se trata de un símbolo, ¡al diablo con él!”

Podríamos convertir lo anterior en una formulación positiva: “Si se trata de más que de un símbolo -si se trata del Señor mismo- ¡al cielo con Él!”. Rodeemos al Sanctissimum de gloria, alabanza y honor. Tratémoslo con el mismo afecto con el que la Virgen trató al Señor en su Natividad, con el mismo tierno amor de las mujeres que lavaron sus pies y limpiaron su cara ensangrentada, con la misma humilde adoración con que Santo Tomás lo recibió después de su Resurrección, con el mismo honor que dan al Rey innumerables ejércitos de ángeles y de santos en su eterna corte del cielo. Ningún bien finito, ningún mal finito debiera servir de excusa para una liturgia necia, irrespetuosa, sacrílega.

Con todo, para responder a la pregunta de mi corresponsal, hay varias cosas que podemos hacer.

1. Podemos ofrecer al Señor nuestro sufrimiento de vernos privados de nuestro derecho canónico como fieles, y tratar de hacer fervientes comuniones espirituales hasta que se alcen esas medidas tan poco razonables.

2. Entre tanto, podemos escribir cartas respetuosas a nuestro obispo y a la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, explicando, todo lo brevemente que se pueda, por qué queremos ejercer nuestro derecho a comulgar en la lengua. Vale la pena hacer presente que no existe absolutamente ninguna prueba de que, administrada como corresponde (o sea, a fieles arrodillados, cuyas bocas están a una altura conveniente), la comunión en la lengua es en nada menos higiénica que la comunión en la mano; al contrario, existen buenas razones para pensar que lo opuesto es lo verdadero. No hace falta hacer largos discursos sobre los innumerables males que causa la comunión en la mano.

3. Podemos asistir a una liturgia en otra parte, en alguna parroquia donde se distribuye la comunión reverentemente. Las liturgias orientales son una buena opción, dependiendo de qué decidan hacer, ya que son independientes de la jerarquía católica.

4. Como queda dicho, podemos llegar a un acuerdo con buenos clérigos que estén dispuestos a darnos la comunión fuera de la Misa en la forma tradicional.

Paciencia, perseverancia y cortesía habrán de ser nuestras tres armas para abrirnos paso en estos tiempos tremendamente desafiantes. Habrá retrocesos, pero no debemos ceder jamás en cuanto al digno tratamiento que se debe dar al Señor Jesucristo en el Santísimo Sacramento del Altar. Como escribía la Madre Mectilde del Santísimo Sacramento (1614-1698) en su libro El misterio del amor incomprensible:

“¿Puede haber algo más grande [que la Sagrada Eucaristía]? ¿Acaso Nuestro Señor no ha llevado su amor hasta el exceso? ¡Ah!, si tuviéramos la fe para creerlo, y si pensáramos en cómo recibimos al Dios de infinita majestad, que lo es verdaderamente, ¿no nos abrumaría el respeto?”.

Dejemos que estas dos preguntas calen en nosotros.