Les ofrecemos hoy un nuevo artículo del Dr. Peter Kwasniewski, conocido de nuestros lectores, donde se hace cargo de una interpretación que se ha comenzado a difundir acerca de la facultad que el Código de Derecho Canónico entrega a los obispos para modificar el modo en que se distribuye la comunión debido a las medidas sanitarias impuestas por la pandemia de COVID-19. Contra ella, el autor replica que el bien común de la Iglesia reside en Cristo, quien es Camino, Verdad y Vida, y que la forma tradicional de distribuir la Eucaristía es el modo más conveniente para evitar el contacto entre el sacerdote y el fiel.
El artículo fue publicado en New Liturgical Movement y ha sido traducido por la Redacción. Las imágenes son las que acompañan el artículo original.
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Recepción de la comunión en la lengua: negligencia episcopal, bien común y útiles
lecciones de la Tradición
Peter Kwasniewski
Algunas personas han estado promoviendo,
en Internet, la idea de que el canon 223 del Código de Derecho Canónico de 1983
confiere a los obispos la potestad de negar a los fieles católicos la comunión
en la lengua y exigir que quienes comulgan la reciban en la mano.
Examinemos dicho canon:
§ 1. En el ejercicio de sus derechos,
tanto individualmente como unidos en asociaciones, los fieles han de tener en
cuenta el bien común de la Iglesia, así como también los derechos ajenos y sus
deberes respecto a otros.
§ 2.Compete a la autoridad eclesiástica regular, en
atención al bien común, el ejercicio de los derechos propios de los fieles.
Como escribí en mi artículo “Desprecio por lacomunión y mecanización de la Misa”, la noción de “bien común” puede ser
invocada demasiado frívolamente para cubrir una multitud de pecados.
Lo primero que hay que considerar es un hecho
teológico que tiene más autoridad que cualquier ley canónica o que la
interpretación de la misma: como enseña Santo Tomás de Aquino[1],
el bien común de todo el universo se encuentra en Cristo, y Cristo está
realmente presente en la Eucaristía, como lo expresa el mismo santo, de un modo
memorable, en la antífona del Magníficat de las Vísperas de Corpus Christi:
“O sacrum convivium, in quo Christus sumitur, recolitur
memoria passionis eius, mens impletur gratia el futurae gloriae nobis pignus
datur, Alleluia” (“Oh sagrado banquete, en que se recibe a Cristo, se renueva la
memoria de su pasión, se llena la mente de gracia y se nos da la prenda de la
futura gloria, Aleluya”).
Esto significa que la Eucaristía ES el bien común
de todo el universo. Por tanto, cuando consideramos cómo debería distribuirse
la Comunión, la primera y la última consideración debe ser qué debemos a Dios si
lo amamos por sobre todas las cosas: le debemos una condigna reverencia en todo
lo que hacemos y decimos. El Santísimo Sacramento no es simplemente “una cosa
más” que cae bajo el control del obispo, aun si existe un sentido restringido
de acuerdo con el cual puede establecer para su diócesis normas que no
contradigan las normas universales (a menos que se le permita expresamente
hacerlo, e incluso entonces debemos recordar lo que dice el Apóstol: “todo me
es lícito, pero no todo me conviene”, 1 Cor 6, 12).
Si tomamos en serio la verdad que Santo Tomás de
Aquino nos recuerda, advertiremos que el canon 223, § 1 CIC, nos obliga a “tener
en cuenta el bien común de la Iglesia” -que es, sobre todo, Cristo mismo en la
Eucaristía- y, a la luz de ello, “los derechos ajenos y sus deberes respecto a
otros”. Los fieles tienen derecho a ver que la Eucaristía es tratada
apropiadamente por todos, y nuestros deberes incluyen la construcción en santidad del Cuerpo de Cristo, lo cual es incompatible con cualquier tipo de
irreverencia o de indigna experimentación, al estilo de los métodos alemanes de
“coronacomunión” ilustrados en mi citado artículo.
Aquí surge, inevitablemente, la pregunta: ¿qué es
reverente y qué no lo es? Me parece muy peligroso sostener que los obispos, por
sí mismos, deciden cuál es la respuesta a esta pregunta, en un vacuum positivista. Tal cosa es un
nominalismo anti-tradicional que los católicos no debieran aceptar. Entre
tanto, está claro que la situación actual ha de evidenciar qué obispos poseen
una perspectiva sobrenatural y qué obispos tienen una perspectiva meramente
natural.
Más interesante resulta el §2 del canon 223 CIC:
“Compete a la autoridad eclesiástica regular, en atención al bien común, el
ejercicio de los derechos propios de los fieles”. Este canon sufre más que lo
normal debido a la vaguedad que constituye un necesario defecto (por decirlo
así) de todo código legal, pero está claro que hay que interpretarlo a la luz
de las normas generales del Derecho. Así, por ejemplo, el canon 135, § 2 CIC dice, en
parte: “tampoco puede el legislador inferior dar válidamente una ley contraria
al derecho de rango superior”. Dado que no existe autorización para desconocer
las normas litúrgicas vigentes -las cuales son extremadamente claras y muchas
veces reiteradas, como tanto otros autores y yo mismo hemos demostrado
(especialmente en este artículo reciente)-, todo intento episcopal de
negar el derecho de recibir la Comunión en la lengua es evidentemente ilegal[2].
Además de esta consideración más bien teorética,
debemos advertir -como lo han hecho ya innumerables blogueros en Internet- que la Conferencia Episcopal de los Estados
Unidos ha prácticamente adoptado un conjunto de lineamientos del Thomistic Institute que declaran que “[c]reemos que, con las
precauciones mencionadas anteriormente, es posible distribuir en la lengua sin
correr riesgos poco razonables”[3].
Aunque no estoy de acuerdo con muchas de las precauciones del Thomistic Institute (por los motivos que
di en mi mencionado artículo), ellas reconocen, al menos, igual que lo han
hecho varias diócesis (de las cuales la de Portland es la
mejor conocida), que no se corre ningún riesgo poco razonable cuando se utiliza
un método que sigue siendo la ley universal de la Iglesia.
El arzobispo Chaput dando la Santa Común: obsérvese la relación óptima de altura
Problemas prácticos de la comunión en la boca
Pero aquí hay que decir las cosas tal como son y hacerse
entender en este galimatías. Ya es hora de que la jerarquía de la Iglesia
reconozca que han sido los propios obispos quienes han causado el problema
sanitario de la comunión en la lengua precisamente al abolir (o, al menos, desalentar
durante décadas) la forma tradicional de comulgar, es decir, arrodillarse todos,
unos junto a otros, en la reja del comulgatorio, con un acólito que sostiene
una patena por debajo de la barbilla de cada uno[4].
Además de demostrar mucho mayor respeto[5], esta forma es sumamente práctica por las
razones siguientes:
Primero, se la lleva a cabo sólo por el sacerdote,
que ha adquirido en esto una experiencia cotidiana, en contraste con los turnos
rotativos de los ministros extraordinarios de la Comunión que puede que sepan o
no sepan cómo depositar correctamente la hostia en la lengua y que, a veces, se
muestran dubitativos, confusos, perplejos o molestos por tener que hacerlo así.
Segundo, al desplazarse a lo largo del
comulgatorio el sacerdote está a la altura ideal para depositar la hostia en la
lengua de quien comulga. Es muchísimo más complicado tratar de dar la comunión
en la lengua a una persona que está de pie frente de uno, especialmente si es
más alta que uno. El método tradicional hace mucho más probable que el sacerdote
no tenga contacto físico con el fiel, en comparación con el dar la comunión en
la mano, en que tocará a muchas, muchas manos llenas de gérmenes -a menos que
deje caer la hostia en la mano, como quien está descargando algo, lo que
conlleva otros problemas-.
Tercero, porque los fieles, al acercarse a
comulgar en filas, tienen la oportunidad de arrodillarse en el comulgatorio y
adoptar una posición estable, y luego esperar calmadamente que el sacerdote se
acerque a ellos. Cuando llega ese momento, quien comulga puede echar hacia
atrás la cabeza y prepararse. No hay aquí ninguna prisa indecorosa (en la forma
tradicional de distribuir la comunión el sacerdote dice la oración “Corpus
Domini nostri…” y concluye con el “Amen”; el que comulga no tiene que mover los
labios, con el riesgo consiguiente de salpicar algo de saliva o de tocar
accidentalmente la mano del sacerdote. En otras palabras, es perfecto para
tiempos de epidemia).
El obispo Ronald Gainer distribuye la comunión según la manera tradicional
Todos los católicos deben tener conciencia de que
si quieren comulgar en la lengua, tienen que arrodillarse, independientemente
de la forma de Misa a que asistan o de quién es el que les da la comunión.
Deben arrodillarse, primero, porque se trata del Señor Dios delante del cual
los ángeles se postran sobre su rostro y, segundo, porque, al arrodillarse,
echar la cabeza hacia atrás y sacar la lengua, hacen que sea más fácil que se
deposite la hostia sobre ella.
Un experimentado sacerdote, que celebra ambas
formas de la Misa, el Rvdo. Allan J. McDonald, comparte algunos excelentes pensamientos
en su bitácora Southern Orders[6]:
Sé, porque celebro ambas formas del rito romano,
que arrodillarse para comulgar me hace más fácil evitar tocar la lengua de
quien comulga en la forma extraordinaria de la Misa, si quien comulga hace lo que a mí me
enseñaron en segunda preparatoria que había que hacer para comulgar: inclinar
la cabeza un poco hacia atrás, sacar la lengua de un modo natural, no
exagerado, y esperar a que el sacerdote retire su mano antes de entrar la
lengua y volver la cabeza a su postura normal.
En la forma extraordinaria de la Misa es el sacerdote quien
responde “Amen” por quien comulga, evitando que éste pulverice en el aire cualquier
partícula de saliva que pueda adherirse a los dedos del sacerdote mientras los
tiene cerca de la boca del comulgante.
Otros aspectos de la forma extraordinaria de la
Misa, que cuidan la salud temporal de los fieles, y que la forma ordinaria ha comenzado
a recuperar en bien de la salud física de los laicos y del sacerdote:
1. Ad
orientem, las palabras del sacerdote que producen salpicamiento van hacia
la pared, y no hacia los fieles.
2. Hoy los libros de cantos son considerados un
objeto mortal si se les pega el coronavirus y se los retira de los bancos. Así,
es el coro o el conductor quien canta a la entrada, ojalá el Introito, y los
laicos participan meditando en lo que se canta, en vez de ponerse al alcance
del aire donde flotan los virus.
3. Nadie toca las ofrendas del ofertorio, al modo
como se hace en la forma extraordinaria de la Misa, en que sólo el sacerdote toca los vasos
sagrados -excepto que se proceda en ella con poco respeto-, en tanto que en la
forma ordinaria se evitará tocarlos por miedo al contagio de los virus en los vasos que
transportan los laicos.
4. Arrodillarse para comulgar va ser, finalmente,
reconocido por los obispos como el único modo higiénico de recibir la comunión,
sin contacto de mano con mano o de mano con lengua, y no, desgraciadamente, como
la forma más respetuosa de recibirla, tal como se hace en la form extraordinaria.
5. El cáliz comunitario no va a volver a provocar
en los fieles el gran temor de que el coronavirus sobreviva en él y en la
Preciosa Sangre infectada con grandes cantidades de saliva de numerosos
comulgantes.
6. Los sacerdotes ya no darán la mano
desaprehensivamente a los fieles antes y después de la Misa. Aunque sea
improbable, ello redundará en que los sacerdotes oren privadamente a Dios antes
y después de ella, como es la costumbre en la forma extraordinaria.
7. Para evitar que el hablar pulverice el
coronavirus con el salpicamiento de la saliva, se exigirá silencio en la
iglesia antes y después de la Misa, y se exigirá también el distanciamiento
durante ese silencio, no debido a que el Santísimo está presente y pide
silenciosa adoración, sino debido a preocupación por la salud física.
8. Por supuesto, desaparecerá el “beso/saludo de
mano” de la paz por temor a infringir la ley civil del distanciamiento social,
y no porque es una horrible distracción durante el rito de la comunión.
El obispo Joseph Perry da la Santa Comunión en St. John Cantius
Como dice frecuentemente el Rvdo. Allan J. McDonald en su
bitácora, en realidad la forma extraordinaria de la Misa observa mejores usos en todo lo que se
refiere al Santísimo Sacramento: su preparación, su consagración, su
distribución, su reserva. Muchos de ellos terminarán siendo adoptados
nuevamente en esta época de coronavirus, no (ay) porque los católicos estén
tomando conciencia de la Presencia Real y de lo que conviene más al
aproximarnos al Señor, sino por miedo a contaminarse o enfermar. Es triste:
este motivo es menos noble que la contrición imperfecta -temor al infierno-
como razón para ir a confesarse. Aquella es, al menos, preocupación por el
destino inmortal de cada uno después de esta vida, y no un apego a esta vida
pasajera que algún día todos tendremos que abandonar, ya sea por un virus, ya
sea por mil otras causas naturales o violentas que amenazan a los pobres y
exiliados hijos de Eva.
Conviene que nos preguntemos cómo podemos
disminuir los riesgos, pero no con la mentalidad secular de los utilitaristas
agnósticos que no recuerdan ni reverencian con el corazón al Señor, con quien
nos encontramos en el Santísimo Sacramento. Es irónico que sea la tradición
católica, y no la práctica postconciliar, la que contiene un conjunto de
prescripciones útiles en tiempos de epidemia. Estas sólo requieren ser puestas por obra, si es que hay tanta preocupación por el bien común del universo
entero y por nuestra participación sacramental en él.
[1] Véase Super I ad Cor, cap. 12, lec. 3.
[2] Nota al margen: puesto que sabemos que, a veces, el derecho canónico
puede ser formulado deficientemente -los canonistas han prodigado críticas a
ciertos puntos de los Códigos de 1917 y de 1983-, aprovecharé esta ocasión para
expresar que es preocupante la formulación del Canon 223, § 2. ¿Hasta donde se lo
puede extender? “Regular, en atención al bien común, el ejercicio de los
derechos propios de los fieles”. ¿Todos esos derechos? Por ejemplo, ¿podría un
obispo decir “le ordeno no contraeer matrimonio” o “le ordeno entrar a la vida
religiosa”? Después de todo, estos son derechos de los fieles… Es difícil
precisar cuándo tales regulaciones serían legítimas, en ausencia de una grave
falta pública cometida por un laico.
[3] El Thomistic Institute dice: “Existen varias opiniones sobre este punto
en la comunidad médica y científica: algunos creen que la comunión en la lengua
conlleva, considerando las circunstancias, un alto y poco razonable riesgo;
otros no están de acuerdo con esto. Si se ordena dar la comunión en la lengua,
podría considerarse la posibilidad de usar un sanitizador después de cada
comunión en la lengua”. Esto último es una propuesta deplorable, merecidamenteridiculizada por el Rvdo. John Zuhlsdorf.
[4] Como se demuestra en “Por qué debiera conservarse -o reintroducirse- el uso de una patena de comunión”, esta práctica está exigida incluso en la
Instrucción General del Misal Romano que regula a la forma ordinaria.
[5] Véase el artículo “'Eat That Which I Will Give You': Why We Receive Communion in the Mouth” (“Comed lo que Yo os daré: por qué recibimos la comunión
en la boca”).
[6] He editado ligeramente el texto.