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domingo, 23 de enero de 2022

La Iglesia del “ucase” papal

Les ofrecemos hoy un artículo escrito por John Monaco sobre un fenómeno que se viene discutiendo bastante en los sitios católicos ligados al mundo tradicional. Se trata del correcto sentido que tiene el primado del Romano Pontífice y la potestad suprema, plena, inmediata y universal que posee sobre la Iglesia, que puede siempre ejercer libremente. Dicha potestad, considerando su ministerio, está concedida al Papa en cuanto Vicario de Cristo y Pastor de la Iglesia universal en la tierra, lo que significa que tiene como límites la Revelación y el bien común sobrenatural. Sin embargo, esta verdad acaba eclipsada por la comprensión que se ha impuesto desde el Concilio Vaticano I, que ha exacerbado las tendencias ultramontanas que siempre han estado presentes en la Iglesia. 

John Monaco es estudiante de doctorado en teología en la Universidad Duquesne (Pittsburgh, EE.UU.) e investigador visitante del Veritas Center for Ethics in Public Life de la Universidad Franciscana de Steubenville.

El artículo fue publicado originalmente en Crisis Magazine el pasado 20 enero y ha sido traducido por la Redacción. 

Quien desee profundizar en este tema, puede leer este artículo de "Un padre de familia" y esta reseña sobre un libro de Roberto De Mattei, ambas publicadas en esta bitácora. También recomendamos esta entrada publicada por Caminante Wanderer

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La Iglesia del “ucase” papal*

John Monaco 

En la locura mediática que rodeó la visita del papa Francisco a los Estados Unidos en 2015, un detalle menor se transformó en un tema mayor de comentarios: el minúsculo automóvil del Papa. El Santo Padre fue alabado por su humildad al elegir ser transportado en un Fiat 500L gris oscuro, y hubo hasta alguien que sugirió que esta elección de automóvil era un mensaje medioambientalista.

Sin embargo, en los últimos años, las opiniones del Papa sobre los modelos de automóviles no tiene nada que ver con la preocupación que ha surgido de que la Iglesia católica está siendo reducida a un mero “fiat” papal. Lo que se teme es que, hoy, la Iglesia de Cristo sea la expresión de la voluntad del Santo Padre, moldeada como arcilla por el Papa ceramista, y basada sólo en la persona del Papa. Y luego de las últimas restricciones del rito romano tradicional, el temor no carece de fundamento, ni tampoco de antecedentes.

(Foto: artículo original)

Hay muchos que saben que el Primer Concilio Vaticano (1869-1870) fue el Concilio en que la Iglesia definió la infalibilidad papal, como se dice en la Constitución Pastor Aeternus. Los católicos que han recibido una catequesis básica saben que, según el Concilio Vaticano I, el Papa posee el carisma de la infalibilidad cuando, hablando ex cathedra (“desde la cátedra”), define una doctrina de fe o de moral que debe ser definitivamente creída por toda la Iglesia. El Concilio afirmó, también, que el Papa posee jurisdicción “plena, inmediata y universal” sobre la Iglesia, confirmando que la Iglesia no es una democracia y que los obispos -individual o colectivamente- no tienen poder sobre el Papa.

El Concilio fue un ejercitarse los músculos papales frente a un mundo cada vez más secularizado, y muchas de las afirmaciones del Vaticano I constituyeron una reacción contra los movimientos que desafiaban la autoridad católica y papal.

Hoy, igual que durante el Primer Concilio Vaticano, existe una variedad de opiniones católicas sobre el papado. Existen los hiper-papalistas maximalistas, que creen que el Papa no puede errar jamás, incluso en su magisterio ordinario. La distinción entre la infalibilidad papal y la autoridad papal es materia de confusión hasta el punto de que se dice que cada palabra, entrevista aérea o audiencia de los miércoles, goza de la divina protección del Espíritu Santo.

Estos hiper-papalistas maximalistas son los hijos espirituales de los laicos ultramontanos del siglo XIX, como Louis Veuillot y William G. Ward, de los cuales este último creía que la infalibilidad papal se extiende no sólo a las definiciones doctrinales, concretas, formales, sino a todos los documentos papales, a las instrucciones disciplinares, y a los decretos de las Congregaciones Romanas que lleven la firma del Papa o hayan sido aprobadas por él. Seguramente el cardenal Henry Edward Manning, un converso del anglicanismo, fue uno de los ultramontanos más influyentes en el Concilio. Aunque con más matices que Veuillot o Ward, Manning creía, sin embargo, que se requería una definición en lo concerniente a las “verdades de la ciencia, de la historia, o a hechos dogmáticos [por ejemplo, canonizaciones] y censuras menores”, a las cuales la infalibilidad se aplicaba también.

Hoy existen asimismo, aunque en menor número, los minimalistas papales. Hasta el presente papado, estos teólogos normalmente oponían resistencia al magisterio papal, y preferían insistir en una errónea comprensión de “el sentir de los fieles”. La vociferante reacción contra la Humanae Vitae de Pablo VI es un excelente ejemplo de esto (irónicamente, los que cuestionaban la autoridad docente en tiempos de Juan Pablo II y de Benedicto XVI se han vuelto decididamente menos minimalistas con el papa Francisco).

En el Vaticano I, los minimalistas papales, que se oponían a la definición de la infalibilidad papal por motivos doctrinales o pastorales, constituyeron una posición minoritaria. Johann Joseph Ignaz von Döllinger, profesor alemán de historia de la Universidad de Múnich, fue uno de los miembros más locuaces de este grupo minoritario. Originario de un grupo ultramontano, luego de una visita a Roma y de una entrevista con el Papa en 1857, abandonó el ultramontanismo al darse cuenta de que Pío IX se consideraba a sí mismo como suprema autoridad en todas las cosas. Como historiador, Döllinger sabía muy bien que en la Iglesia primitiva el Papa ciertamente tenía la primacía, pero no se lo consideraba padre hasta el punto de que todos los demás patriarcas y obispos fueran sus hijos.

El obispo Edward Fitzgerald, de Little Rock, Arkansas, fue uno de los únicos dos que votaron contra Pastor Aeternus. Fitzgerald creía en la primacía papal, pero pensaba que la definición iba a ser un tropiezo para la conversión de los protestantes estadounidenses a la fe católica. En los tiempos actuales, el más notable de los minimalistas papales fue el recientemente fallecido teólogo suizo Hans Küng, quien rechazaba por principio la infalibilidad papal, y creía que las declaraciones de la Iglesia sobre la fe podían de hecho contener errores. Aunque su caso es extremo, las ideas de Küng han encontrado tierra fértil en círculos protestantes e incluso ortodoxos.

(Imagen: Infovaticana)

Así pues, ¿dónde encontrar la verdadera enseñanza sobre el papado? En realidad, ni entre los maximalistas papales ni entre los minimalistas. Si echamos mano del justo medio de Aristóteles como instrumento, podemos decir que la virtud está entre los dos extremos y que, por tanto, ahí está la verdad. El Papa tiene una primacía que no es puramente honorífica, sino que tiene, en verdad, responsabilidades jurisdiccionales y magisteriales.

Constituye un crimen contra la sana teología tratar al Papa como un “super obispo” que sería el único miembro necesario de la Iglesia militante. El Papa no es un mero obispo entre los demás obispos; es verdaderamente el sucesor de San Pedro y el principal custodio a quien está confiada la Iglesia. Pero, una vez afirmado esto, la debida relación entre el Papa y los demás obispos es ser el hermano mayor que media en las disputas, no el padre que mira a los demás obispos como sus hijos. 

El papado no es objeto de la fe de la Iglesia pero, de algún modo, se puede hablar de “verdadera devoción a la Cátedra de San Pedro” sin incurrir en papolatría. Como incluso algunos estudiosos ortodoxos lo admiten, existe una auténtica necesidad de primacía como la que encontramos en la Iglesia católica, e incluso la infaliblidad “no es ofensiva” cuando se la entiende correctamente. El papado es un elemento esencial para la Iglesia, fue divinamente instituido y no puede ser eliminado como un mero accidente histórico. Los maximalistas papales se equivocan cuando exaltan el papado hasta alturas idolátricas, y los minimalistas papales yerran cuando disminuyen la significación del oficio petrino.

El papado de Francisco está, en muchas maneras, caracterizado por las contradicciones. Se ha hablado mucho de la “sinodalidad” y de la “descentralización” de la Iglesia, y mucho se ha hecho para centralizar el poder del Vaticano sobre los obispos locales. Francisco ha hecho llamados en pro de una Iglesia más “universal” y más global, pero en la Basílica de San Pedro se ha puesto en general fuera de la ley el latín en la liturgia (tanto en el usus antiquior como en el usus recentior), suprimiendo todo sentido a una lengua “universal” en la Iglesia más icónica del catolicismo. 

Francisco clama por una “Iglesia pobre para los pobres”, pero continúa con la moda de viajes papales multimillonarios, cuyo costo cae en gran parte sobre las diócesis que visita, cualesquiera sean ellas. Incluso llega hasta el punto de predicar sobre lo malo que es juzgar a los demás, pero se queja en sus encíclicas de los “neopelagianos prometeicos centrados en sí mismos”; lamenta la basa tasa de nacimientos en Italia y Europa en general, pero critica a las mujeres que tienen ocho hijos o más

Y, por cierto, la contradicción mayor del pontificado de Francisco es la siguiente: el Papa que se ha hecho famoso por hablar de la necesidad de “misericordia” y de “acompañamiento”, no muestra ninguna de ambas cosas a los católicos que adhieren a la Misa tradicional. El mismo Papa que es conocido por llamar a la Iglesia “hospital de campaña”, apoya la “ghettoización” de los católicos que asisten a dicha Misa, y los excluye incluso de la familia parroquial. Y éstas son sólo unas pocas de las contradicciones.  

El papa Francisco ha revisado el Catecismo para cambiar la enseñanza de la Iglesia sobre la pena capital, y las únicas notas al pie que se agregó provienen de sus propios escritos. El papa Francisco revisó también la enseñanza de la Iglesia para que los adúlteros públicos puedan recibir la Comunión, y no obstante conflictos en las interpretaciones de Amoris Laetitia, el Santo Padre declaró “correcta” la interpretación hecha por los obispos de Buenos Aires, incluyéndola en las Acta Apostolicae Sedis. También declaró que vacunarse contra el COVID-19 es “un acto de amor” y sugirió que es “una obligación moral”. Por tanto, las universidades católicas no dan a los estudiantes católicos una eximición religiosa de la vacunación, porque el Papa mismo se vacunó y promueve hacerlo. El papa Francisco apoya las uniones civiles de parejas del mismo sexo, a pesar de que la Congregación para la Doctrina de la Fe, en carta de 2003, rechazó la idea. Y la lista continúa.

Para el ojo poco acostumbrado, pareciera que la Iglesia católica no es más que un “fiat” papal: lo que el Papa manda, es ley, y a medida que habla, el Papa crea la verdad. Esto, por cierto, es un error; pero en una Iglesia centrada en el Papa, en que cada palabra suya es difundida a billones de personas cada día, la eclesiología padece de distorsiones. La imagen del papa Francisco está en los sitios web de todas las parroquias, muchos de los cuales ni siquiera mencionan al obispo local. No es para sorprenderse, pues, que la Iglesia que considera al Papa como un oráculo divino abandone, de un día para otro, todo lo que en la Iglesia tuvo lugar con anterioridad al Papa en ejercicio, si éste lo desea así. Basta con que éste diga “hágase”, para que los funcionarios burocráticos de la Iglesia se encarguen de que así sea.

Sesión inaugural del Concilio Vaticano Primero (8 de diciembre de 1869) 
(Imagen: Wikicommons)

La “Iglesia del ucase papal” es un fraude y una falsa Iglesia. Una que gira en torno a una noción enferma y destructiva del Papa y de su misión. ¿Cuál es la respuesta correcta a un papado controversial? Me imagino que se podría simplemente ignorar al Papa, aunque semejante cosa sería mucho más fácil en un mundo no globalizado, no digital. Se podría dedicar un proyecto completo a defender cada palabra pronunciada por el Papa, desde entrevistas aéreas a encíclicas, pero, sin contar con que ello sería agotador, plantearía sus propios problemas. Por ejemplo, ¿qué ocurrirá si un futuro papa contradice a Francisco? ¿Hasta dónde se puede estirar la “hermenéutica de la continuidad” antes de que se corte? Con todo, otra respuesta podría ser la disminución del papado y de su importancia en la vida de la Iglesia, como lo tienden a hacer los ortodoxos y los protestantes.

Pero el problema en la Iglesia no es el papado en sí mismo, sino los graves errores que inciden en la comprensión popular del mismo. No es necesario que los católicos abandonen el papado a fin de lograr paz en la actual crisis pontifical. Todo lo que se requiere es una “conversión del papado”, que abandone la concepción idolátrica del mismo y se aproxime a la comprensión del papa como un servidor de la tradición, y no su creador.

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* Nota de la Redacción: Un ucase (en ruso, указ, ukaz, a veces transliterado como ukaz, ukás o ukase) en la Rusia imperial era una proclamación del zar, del gobierno o de un líder religioso (patriarca) que tenía fuerza de ley. En la terminología de derecho romano, ucase equivaldría a un "edicto o decreto" del emperador (fuente: Wikipedia).

jueves, 20 de enero de 2022

La Misa de siempre: baluarte de la ortodoxia

Les ofrecemos la traducción de un artículo publicado en Corrispondenza Romana que aborda el sentido que tiene la defensa de la Misa tradicional frente al asedio que sufre para que deje de existir. No se trata sólo de defender unas formas litúrgicas por el deseo de preservar algo histórico, sino de salvaguardar el baluarte de la fe católica. La tarea que tenemos por delante nos debe hacer comprender que el fundamento de la Iglesia residente en Cristo y su Revelación: es a Él a quien se ha de seguir y obedecer, porque es el Camino, la Verdad y la Vida. 

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La Misa de siempre: baluarte de la ortodoxia

Cristiana de Magistris 

El motu proprio Traditionis Custodesde 16 de julio de 2021, y la respuesta a las recientes dubia (formuladas por no se sabe quién), de fecha 18 de diciembre, han desencadenado una seria resistencia, sobre todo desde el punto de vista jurídico, ya que ambos documentos presentan anomalías canónicas que no son en absoluto despreciables.

Pero, cuando debe interpretarse un texto legislativo, la regla de oro es recurrir a la mens legislatoris, el espíritu del legislador. Ahora bien, leídos ambos documentos objetivamente, la mente del legislador queda clarísima: la Misa reformada de Pablo VI es la única expresión del rito romano, y la llamada Misa “tradicional” debe desaparecer, lenta pero inexorablemente.

Por doloroso que sea, esto no representa ninguna sorpresa, ya que es perfectamente coherente con otras intervenciones magisteriales de este pontificado y, en parte, con los anteriores.

La liturgia es el dogma rezado. En otros términos, es la ortodoxia de la fe católica expresada en la oración oficial de la Iglesia. Cuando San Pío V restauró (no reformó) el Misal Romano de 1570, quiso no solamente recuperar la unidad litúrgica fragmentada por muchas indebidas novedades, sino erigirlo en baluarte de la fe católica frente a la desenfrenada herejía protestante, puesto que la Misa romana tradicional contenía aquellos elementos propios del dogma católico que los protestantes consideraban intolerables. En otras palabras, San Pío V sabía que, participando en aquella Misa, el pueblo habría de conservar la fe católica.

Misa de Navidad celebrada a la intemperie en Saint-Germain en Laye, en la diócesis francesa de Versalles, por la prohibición de usar la iglesia 

A partir del Concilio Vaticano II, pero con una enorme aceleración en este pontificado, hemos asistido a un desmantelamiento sistemático del dogma católico. Pensamos -entre otros documentos y acontecimientos más recientes- en Amoris laetitia, que abre la comunión a los divorciados vueltos a casar, atentando evidentemente contra tres sacramentos: Matrimonio Confesión, Eucaristía. Pensamos en la introducción de la Pachamama en el Vaticano, con el que se socava el Primer Mandamiento. Pensamos en la desenfrenada mentalidad homosexual, promovida lamentablemente desde el vértice mismo de los hombres de Iglesia, violando el más elemental derecho natural. Pensamos en las declaraciones ecuménicas e interreligiosas que desde hace 50 años equiparan todas las religiones, con evidente insulto a Dios y consiguiente confusión de los fieles…

¿Cuál es la finalidad de esto? Lo señalaba en el siglo pasado aquel gran hijo de Santo Domingo y defensor de la fe que fue el padre Roger-Thomas Calmelcuando escribía: “Descaminados por la quimera de querer descubrir los medios practicables e infalibles de realizar finalmente la unidad religiosa del género humano, algunos prelados que ocupan algunos de los cargos más importantes trabajan en inventar una Iglesia sin fronteras, en la que todos los hombres, dispensados por anticipado de renunciar al mundo y a Satanás, no tardarían en encontrarse en libertad y fraternidad. Dogmas, ritos, jerarquía, incluso ascesis (si cupiera), todo lo de la Iglesia anterior subsistiría, pero todo desprovisto de la debida protección querida por el Señor y proporcionada por la Tradición y, por lo mismo, todo privado de la linfa católica, es decir, de la gracia y de la santidad”.

Aquí podríamos preguntarnos: ¿no bastaba con desmantelar el dogma para alcanzar el quimérico objetivo de una “unidad religiosa del género humano” y una “Iglesia sin fronteras”? La respuesta es NO. No basta con desmantelar el dogma a golpe de documentos, mensajes, gestos, sugerencias y entrevistas. Todo eso no bastará mientras no se destruya la liturgia, porque es la liturgia la que custodia el dogma. Lutero lo comprendió muy bien, y por eso alimentaba contra la Misa papista un odio implacable, debido a que -decía- “es sobre la Misa, como sobre una roca, que se eleva todo el sistema papal, con sus monasterios, sus obispados, sus iglesias, sus altares, sus ministros, su doctrina, y todo lo demás. Todo eso caerá en ruinas una vez que sea destruida la sacrílega y abominable Misa (católica)”.

La reforma litúrgica de Pablo VI, como lo han explicado ilustres estudiosos, ha debilitado enormemente, si no demolido, el baluarte puesto por la liturgia para la defensa del dogma. Desde entonces los errores y los horrores han entrado en el recinto de la Iglesia. Pero la Misa tradicional ha continuado siempre, y así se ha conservado la fe, aunque sea en unos pocos.

Es evidente, pues, que para conseguir un total desmantelamiento del dogma, era necesario abatir el último y más importante baluarte: la Misa católica de siempre. De ahí los dos recientes y confusos documentos que se unen para convertir en rito romano una liturgia inventada a la carrera hace 50 años, que podrá en el futuro, verosímilmente, ser cancelada de un plumazo, como las liturgias con menos de 200 años eliminadas por San Pío V. 

En relación con esto, hay que advertir también que el célebre liturgista Klaus Gamber, a la pregunta de si un Papa puede modificar un rito, responde negativamente, porque el Papa es custodio y garante de la liturgia (como también del dogma), no su dueño. “Ningún documento de la Iglesia -escribe-, ni siquiera el Código de Derecho Canónico, dice expresamente que el Papa, en cuanto Supremo Pastor de la Iglesia, tiene el derecho de abolir el rito tradicional. La plena et suprema potestas del Papa tiene, claramente, límites […] Más de un autor (Gaetano, Suárez) expresa la opinión que no está entre los poderes del Papa la abolición del rito tradicional […] Ciertamente no es competencia de la Sede Apostólica destruir un rito de Tradición apostólica, sino que su deber es mantenerlo y transmitirlo”. Gamber afirma, también, que el Novus Ordo no puede de ningún modo ser definido como rito romano, sino, a lo más, como ritus modernus: “Nosotros hablamos, más bien, de ritus romanus y lo contraponemos al ritus modernus”.

Fray Roger-Thomas Calmel O.P.

Frente a la última batalla modernista contra la liturgia de siempre, el padre Calmel, con su luminosa inteligencia, nos advierte: “El modernismo no ataca abiertamente, sino sutil y disimuladamente, introduciendo el equívoco por doquier. Por eso confesar la Fe frente a una autoridad modernista significa rechazar todo equívoco, sea en los ritos, sea en la doctrina. Significa atenerse a la Tradición porque ella, tanto en las definiciones dogmáticas como en el ordenamiento ritual, es precisa, leal e irreprensible”. Y como visión profética de lo que habría de venir y que hoy está ante nuestros ojos, escribe: “Frente a las autoridades que quieren imponer la mentira en su peor versión -la versión modernista- y en medio de un pueblo cristiano desconcertado por esta impostura sin precedente, nos damos súbitamente cuenta de que confesar plenamente la fe en la Iglesia, custodio de la verdadera Misa, significa, ante todo, continuar celebrando la Misa de siempre. Si es cierto que ello no ocurre sin sufrimientos, no es menos cierto que la Iglesia, cuya verdadera Misa celebramos, nos da, precisamente a causa de ello, la fuerza para soportar esta pena con coraje y activamente”.  

Es propio de la celebración de la Misa tradicional -a la que se quiere hacer morir- que los sacerdotes saquen de ella el coraje y la fuerza para resistir las leyes injustas y verosímilmente inválidas. Y podemos estar ciertos de que, mientras quede una sola Misa tradicional celebrada en un remoto rincón de la tierra, el dogma católico será preservado, será conservada la fe, aunque con inmenso dolor, como la Virgen santa que, en el Calvario, único altar del mundo, custodió la fe de toda la Iglesia.

martes, 18 de enero de 2022

La comunión en la mano: ¿consagración de la desobediencia?

Los defensores del motu proprio Traditionis Custodes plantean, actualmente, que la actitud que corresponde a los fieles de la Iglesia es la de obedecer lo dispuesto por el Romano Pontífice. Que los partidarios de dicho motu proprio apelen hoy a la obediencia a los mandatos del Papa no deja de ser, al menos, paradójico, y es, en todo caso, incoherente con la actitud que, en otras destacadas ocasiones, han asumido frente a normas litúrgicas dispuestas por el Sumo Pontífice. La actitud que revelan dichos partidarios es la siguiente: obedezco cuando estoy de acuerdo con lo mandado y, cuando no, no. En consecuencia, difícilmente están en condiciones de exigir obediencia a quienes no están de acuerdo con lo dispuesto en el mencionado motu proprio, que se opone al derecho y deber de los fieles de dar a Dios culto en espíritu y verdad. La carta núm. 843 (17 de enero de 2022) de Paix Liturgique, que traducimos aquí, aborda este tema.

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La comunión en la mano: ¿consagración de la desobediencia?

El presente comentario es a propósito de lo que monseñor Nicola Bux escribe con ocasión del primer aniversario de la muerte de monseñor Juan Rodolfo Laise, el único obispo argentino que obedeció lo mandado por Pablo VI en orden a mantener la prohibición de dar la comunión en la mano.

Poniéndolos a la claridad de la luz, monseñor Bux aborda ciertos temas que están vinculados a la historia reciente del modo de distribuir la comunión. Esos temas son, en general, mal conocidos o interpretados equivocadamente, a veces en oposición, incluso, a la verdad de los hechos.

En efecto, a menudo se oye decir que la comunión en la mano habría “sido autorizada por Pablo VI, en 1969, mediante la instrucción Memoriale Domini, y que este uso habría sido confirmado por Juan Pablo II y aceptado luego, sin problema alguno, por el papa Benedicto XVI, como una de las dos maneras normales de recibir la comunión”. Existirían actualmente, por tanto, dos posibilidades ofrecidas por la Iglesia para la recepción del sacramento: en la lengua o en la mano, tal como hay dos posturas corporales igualmente posibles: de rodillas o de pie.

Sin embargo, monseñor Bux, apoyándose en dos obras monográficas publicadas sobre este tema -el libro del obispo argentino Juan Rodolfo Laise y la tesis doctoral del sacerdote italiano don Federico Bortoli-, muestra cómo Pablo VI, lejos de autorizar, y mucho menos de introducir, el uso de la comunión en la mano, confirmó formalmente su prohibición, exhortando a los obispos, sacerdotes y fieles a “someterse escrupulosamente a esta ley, de nuevo confirmada”.

El papa Pablo VI distribuye la comunión durante la Misa de consagración episcopal celebrada en la Basílica de San Pedro el 29 de junio de 1973 con ocasión del décimo aniversario de su pontificado 

Con todo -y nos enfrentamos aquí a uno de los puntos de mayor confusión, de los mencionados antes-, previendo que determinados sectores no estaban dispuestos a obedecer esta ley, Pablo VI estableció un mecanismo jurídico que habría de permitir a los obispos, cuyas diócesis se enfrentaran a una resistencia masiva e inflexible a la prohibición papal, de otorgar -si así lo consideraban según su conciencia y su prudencia- un indulto a los desobedientes. Esta posibilidad -dentro de límites claramente fijados en el texto de Memoriale Domini- fue otorgada por el Papa no sin grandes reticencias y aprehensiones, ya que temía que recibir la comunión en la mano contribuyese a debilitar la fe de los fieles en la Presencia Real.

Algunos años más tarde, hacia el final de su vida, la confirmación de este temor llevó a Pablo VI a tratar de poner término al uso abusivo que se estaba dando al indulto, y ordenó que se pusieran en vigor medidas para suspender el otorgamiento de nuevos indultos, añadiendo incluso que, en aquellos lugares donde ya se lo había concedido, se debía desalentar la comunión en la mano. Sin embargo, esta orden no fue en absoluto obedecida por las autoridades de la Curia que tenían la obligación de hacerla aplicar.

Algunos meses más tarde, el Papa recientemente elegido, Juan Pablo II, confirmó la decisión de su predecesor, ordenando que no se autorizara más el uso de la comunión en la mano en ningún país; suspensión que duró largo tiempo y que le valió numerosas presiones e incluso algunas expresiones sumamente impertinentes de parte de ciertos obispos.

En fin, el papa Benedicto XVI dispuso que, en las Misas que él celebrara, los fieles no recibieran la comunión sino en la lengua. Acto seguido explicó el porqué de esta decisión: “Al mandar que la comunión fuera recibida de rodillas y en la lengua, he querido dar una señal de profundo respeto y de agregar un signo de exclamación al tema de la Presencia Real. […] He querido dar una señal fuerte, que debía ser claramente afirmada: ¡se trata aquí de algo especial!”.

Monseñor Bux cita una cantidad de textos importantes de los colaboradores que fueron testigos de la posición del papa Benedicto, a los cuales deberíamos añadir aquellos del mismo autor de esta exposición, monseñor Bux. Este, en efecto, ha mantenido una larga relación personal con el cardenal Ratzinger, a quien le debe el haber sido nombrado consultor de la Congregación para la Doctrina de la Fe y experto para los trabajos preparatorios del Sínodo mundial de obispos sobre la Eucaristía. Al comienzo de éste, ya convertido en Papa, Benedicto XVI lo nombró adiutor secretarii specialis de dicho Sínodo. Posteriormente, lo nombró consultor de la Oficina de las Celebraciones Litúrgicas del Sumo Pontífice y de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos. Esta prolongada colaboración pone a monseñor Bux entre los testigos más privilegiados del pensamiento litúrgico de Benedicto XVI.

Todos estos elementos, presentados en el texto que comentamos, no hacen más que confirmar, en su conjunto, la conclusión a que llega monseñor Laise en su libro: “Por todas estas razones, podemos afirmar que la introducción y la difusión en todo el mundo de la práctica de la comunión en la mano constituye la más grave desobediencia de los últimos tiempos a la autoridad papal”.

En conclusión, permítasenos subrayar que es asombroso, por lo menos, que este uso, alentado por una actitud de clara desobediencia y de frontal desafío al mandato pontifical en la década de 1960 -actitud que es muy similar a la que tienen hoy los obispos alemanes ante el documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre la bendición de las parejas homosexuales- pretenda ser ahora impuesto a los fieles que, desde hace más de cincuenta años, han cumplido fielmente con los deseos y las órdenes de Pablo VI, de Juan Pablo II y de Benedicto XVI, cuya confirmación fue reiterada por el prefecto del Culto Divino que el papa Francisco nombró a poco de asumir sus funciones, el cardenal Sarah, jubilado hace poco por haber alcanzado la edad límite.

El papa Pablo VI distribuye la comunión a los fieles durante la Misa celebrada en la Parroquia romana de Todos los Santos el 7 de marzo de 1965
(Foto: Rorate Coeli)

No es una paradoja menor que esos fieles sean hoy acusados nada menos que de desobedecer precisamente por no querer adoptar un uso que no sólo ha sido desaconsejado permanentemente por los papas, sino que sólo es tolerado en virtud de un indulto otorgado a quienes han abiertamente desobedecido la autoridad papal. La actual actitud pareciera indicar que ha triunfado, finalmente, la desobediencia. Sin embargo, confirmar este triunfo con medidas draconianas tomadas en contra de quienes no han desobedecido, los transforma, de pronto, en “desobedientes”, lo cual es el colmo de la paradoja y contiene un mensaje implícito y muy peligroso: la desobediencia es el camino que hay que tomar, a condición de que ella sea inflexible.

Para quien le interese, el texto completo del artículo de monseñor Nicola Bux puede ser leído aquí (en francés).