miércoles, 8 de agosto de 2018

¿Cambia, todo cambia?

Nos vuelve a escribir un padre de familia, esta vez con algunas reflexiones acerca del papado y de su naturaleza, las que pueden servirnos para una correcta comprensión de éste en los turbulentos tiempos eclesiales que nos ha tocado vivir, donde algunos pretenden hacer del Papa un autócrata de potestades omnímodas que, mediante un acto de mera voluntad, podría hacer que lo que hasta hace un instante era blanco se transforme en negro y viceversa.


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¿Cambia, todo cambia?

Un padre de familia

Cambia lo superficial
Cambia también lo profundo
Cambia el modo de pensar
Cambia todo en este mundo
(Mercedes Sosa)

La popular canción de Mercedes Soza (1935-2009) sirve para abrir las reflexiones que hoy quiero compartir con ustedes, gracias a la generosidad de esta bitácora que se digna publicar los desvaríos de este diletante. Estas líneas versan sobre el significado del pontificado romano y la función de su ministerio de servicio y unidad. 

Una de las confesiones más desconcertantes que ofrece el Nuevo Testamento es aquella de Simón Pedro, cuando proclama a Jesús como el Mesías tanto tiempo esperado. Había llegado Éste con sus discípulos a la región de Cesarea de Filipo y decidió preguntarles qué es lo que la gente decía sobre el Hijo del hombre. La escena es maravillosa: situado a los pies del monte Hermón, Cesarea de Filipo es el lugar donde nace uno de los más grandes manantiales que alimenta al río Jordán, por lo que el área ha sido siempre bastante fértil. Ahí decide Jesús descansar después de unos días de dura predicación que lo han enfrentado una vez con los fariseos y su espíritu casuista. Ante esa pregunta, los discípulos respondieron lo que habían escuchado se decía por ahí: que el Hijo del hombre era Juan el Bautista, Elías, Jeremías o alguno de los profetas. Vino entonces la pregunta dirigida directamente a ellos, a quienes había tomado como opción de vida el seguir los pasos de este curioso rabí que hablaba con palabras de Vida Eterna como ningún otro. "Y vosotros, les preguntó, ¿quién decís que soy?" (Mt 16, 15). Adelantándose del grupo Pedro, un maduro pescador del lago Tiberíades hijo de Jonás, pronunció la profesión de fe más tremenda que recuerda la historia, situada en las antípodas del satánico non serviam: "Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo" (Mt 16, 16). Porque una cosa es proclamar la Divinidad de Cristo después de su muerte redentora y de resurrección gloriosa, como hacemos hoy cuando rezamos el Credo, o el propio Pedro cuando entró en la cripta y vio la mortaja flotando, y otra muy distinta es decir que el Hombre que se tiene al frente, que "come y bebe con publicanos y pecadores" (Mc 2, 16) y "no tiene donde recostar la cabeza" (Mt 8, 20), es el Mesías esperado por el pueblo judío y anunciado por los profetas. Más todavía, que es el Hijo del proprio Dios. Porque los judíos esperaban la venida de un Mesías triunfante, que viniese a reinar y a restaurar la gloria de Israel, el pueblo elegido por Dios para sellar su alianza. Pero como los planes divinos son insondables, lo que ocurrió fue muy distinto: en una joven doncella desposada con un carpintero, el Verbo se encarnó y vino a nacer en un pesebre a las afueras de la ciudad de Belén, cuando su familia cumplía con el trámite de registrase en el censo ordenado por la autoridad romana. Nada de parafernalia wagneriana, simplemente la consumación de la voluntad divina en la humildad de una sencilla cueva con funciones de abrevadero. Frente al mundo, un recién nacido manifestaba el más grande milagro: la encarnación, la unión hipostática entre Dios y el hombre. Que el Verbo asumiese la impura materia, es lo que ha repugnado a Satanás desde el origen de los tiempos. Por eso, odia profundamente  al hombre y, más si cabe, a los niños, en inversa proporción a su edad. 

Ciertamente, Simón Pedro no entendía muy bien lo que estaba diciendo cuando pronunció esas palabras. Los Evangelios nos muestran como una y otra vez éste hace declaraciones categóricas que luego no tienen correlato en los hechos, como que siempre defendería a Jesús para después negarlo tres veces cuando el apresamiento se había consumado. De hecho, si creemos a la tradición, ni siquiera cuando ya estaba en Roma tenía conciencia cabal de que la principal enseñanza de Cristo es que la caridad no reconoce otro límite que la propia muerte, entregada en sacrifico por Dios o por el próximo. Cuenta el relato que, enterado de la persecución contra los cristianos ordenada por Nerón, Pedro había optado por huir de la ciudad, quizá dejándose llevar por alguna disquisición interna de que la conservación de la propia vida garantiza la fecundidad del ministerio o algo semejante. De razonamientos oportunistas esta llena la historia de la Iglesia, como puede atestiguar, entre otros, Santo Tomás Moro y San Juan Fisher. Mientras Pedro caminaba raudo por la Via Apia se encontró con Cristo, que venía en sentido contrario. Contrariado, Pedro le preguntó qué hacia dónde se dirigía, seguramente teniendo el humano pensamiento de que Jesús no sabía lo que estaba ocurriendo en la Ciudad Eterna. La respuesta de Cristo volvió a desconcertar a su Vicario, pues le dijo que iba a ser crucificado de nuevo. Pedro, avergonzado, volvió atrás y murió martirizado sobre la Colina Vaticana, en testimonio de su fe. Se non è vero, è ben trovato.

Annibale Carracci, Domine, quo vadis? (1601-1062), National Gallery de Londres
(Imagen: Wikipedia)

Todo esto nos muestra que el único hombre que ha sido elegido directamente por Dios para ser Papa tenía una serie de defectos y carencias, lo que no impedía que pudiese desempeñar el ministerio de servicio hacia la comunidad cristiana para el que fue elegido o que, llegado el momento, diese testimonio de la Fe con su vida. Lamentablemente, y debido a una serie de consecuencias sociológicas que derivan de la falsa comprensión por hipertrofia de la declaración dogmática sobre la infalibilidad del Concilio Vaticano I (1869-1870) y de la difusión mediática de la imagen del Papa desde las histriónicas apariciones de un gesticulante Pío XII (1939-1958), quien dio su opinión sobre casi todos los temas inimaginables (el que no me crea, que le de un vistazo a sus discursos: casi no hay materia sin tratar), acabó por formarse la imagen colectiva de que el Papa es un santón que no puede equivocarse y que un católico debe doblegar su juicio frente a sus opiniones, incluso las más banales, sin importar el tema de que se trate ni las circunstancias bajo las cuales las emite. Los sucesivos procesos de canonización de los papas posconciliares no ha hecho más que confirmar esta percepción: el Papa es un santo y lo que dice es verdad inspirada, sin importar que hable del tiempo como en esa anécdota romana que narraba Castellani. Por cierto, a veces se llega a más y se sostiene que el Papa es elegido por intervención directa del Espíritu Santo, como si la blanca paloma, irrespetuosa del extra omnes que da paso al cónclave, se colara por algún vericueto en la Capilla Sixtina y se posara sobre un elegido para darle su unción celestial. Una aparición semejante, casi sacada de vodevil, es imposible porque entraña una negación de la libertad humana: la gracia nunca niega la libertad del hombre, sino que, desde ella, la perfecciona para guiarla hacia su fin último. Es la enseñanza que condensa San Agustín en esa conocida frase "Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti". De ahí que el plan salvífico de Dios se concrete merced al asentimiento mariano: hágase en mí según tu palabra. Sin voluntad humana, la gracia no puede operar. 

Cuando escucho esta clase de tonterías, que lamentablemente hoy pululan por doquier, incluso entre gente instruida, es obligado el recuerdo de esa frase dicha por el entonces Cardenal Ratzinger en una entrevista concedida en 1997“hay muchos Papas que el Espíritu Santo probablemente no habría elegido”. Y la lista es larga. Si la elección del Romano Pontífice dependiera de fuerzas sobrenaturales, habría que esperar al menos que el elegido fuese alguien con una perfección y santidad semejante a Aquél del cual es vicario, pero la historia demuestra que las cosas han ocurrido de una manera muy diversa. En todo caso, la autoridad de la Iglesia no se ve disminuida por las acciones de los pecadores a los que llama al arrepentimiento, incluso cuando ellos son los propios pastores de la grey. La Iglesia es constitutivamente santa, pero debe bregar con hombres que, por muchos esfuerzos que hagan, tiene en ellos las consecuencias del pecado original. Otro tanto ocurre con el llamado "incidente de Antioquía" (Ga. 2, 11-14): San Pablo acude ante San Pedro a explicarle que está equivocado y que la enseñanza hacia los gentiles no exige gravarlos con requisitos innecesarios (Hc. 15, 7-11 y 13-20). Y de ahí en adelante las cosas se hicieron como decía el primero, y no como postulaba el Papa nombrado por Cristo. 

Con estas consideraciones quiero llegar a que como católicos debemos poner al Papa en el lugar que le corresponde, que es el de servir de principio y fundamento perpetuo y visible de unidad de la Iglesia, tanto de los obispos como de la muchedumbre de los fieles. De ahí que posea, como Vicario de Cristo y Pastor de toda la Iglesia, la potestad plena, suprema y universal, que puede ejercer siempre con entera libertad dentro de los límites propios de la Revelación que ha recibido y debe transmitir inalterada, puesto que su ministerio es de servicio hacia ella. Ni más ni menos. Porque los católicos seguimos a Cristo, quien es Camino, Verdad y Vida, y no tal o cual predicador o profeta iluminado, ni tampoco el frío texto de un libro. Lo nuestro es una persona concreta, Dios y hombre verdadero, que se quedó con nosotros real, verdadera y sustancialmente bajo las apariencias del Pan y el Vino consagrados, cuyas palabras reconfortan nuestros espíritu. De ahí que lo que Él ha querido transmitirnos no sólo se encuentra en las Sagradas Escrituras, sino también en la Tradición, siendo cometido de la Iglesia explicar qué significa dicha Revelación. En suma, el mensaje es simple: el Papa, hoy y siempre, ha sido elegido por un grupo de hombres, revestidos de la dignidad cardenalicia, que se encierran para evitar presiones externas, y cuyo nombre proviene de las propias convicciones sobre la persona concreta o sobre la misión de la Iglesia. Cuestión distinta es que, para el cumplimiento de su tarea de transmisión de la Palabra de Dios a toda la Iglesia, el Santo Padre tenga una asistencia especial del Espíritu Santo, que implica también, en ciertos casos y bajo ciertas circunstancias muy determinadas, la prerrogativa de la infalibilidad, vale decir, de que existe absoluta certeza sobre que aquello que afirma es cierto y ha de ser creído con fe católica. Esto está suficientemente explicado por la Congregación para la Doctrina de la Fe en el documento El primado del Sucesor de Pedro en el misterio de la Iglesia (1998), por lo que no es necesario ahondar más en ello.


Pietro Perugino, Entrega de las llaves a San Pedro (1481-1482), Capilla Sixtina
(Imagen: Wikipedia)

La semana pasada, el Santo Padre decidió sustituir la redacción del parágrafo del Catecismo de la Iglesia Católica que trata de la pena de muerte (núm. 2267). El nuevo texto dice que ella resulta inadmisible. Una lectura de buena fe de la enseñanza que ahora profesa el Catecismo podría llevar a pensar que dice lo mismo que ya había señalado San Juan Pablo II, vale decir, que la pena de muerte es una de las excepciones que se reconoce al deber grave de conservar la vida propia y de otros (no se olvide que el homicidio voluntario es uno de los pecados que claman al cielo) y que es legítimo al Estado, siguiendo un debido proceso, aplicar como castigo de un delito de importancia. Cuestión aparte es que, en la actualidad, por "las posibilidades que tiene el Estado para reprimir eficazmente el crimen, haciendo inofensivo a aquél que lo ha cometido sin quitarle definitivamente la posibilidad de redimirse" (antigua redacción del núm. 2267 del Catecismo), ella en realidad no se aplique por existir otros medios punitivos con una finalidad equivalente. En Chile, por ejemplo, la pena de muerte fue sustituida en el derecho penal común por la de presidio perpetuo calificado, que implica privación de libertad efectiva por cuarenta años. 

Sin embargo, la lectura recién señalada no resulta sostenible y aun peca de voluntarista si se leen a la vez la carta dirigida por el cardenal Ladaria a los obispos para justificar el cambio y el discurso del propio Papa citado como nota en el Catecismo, que explicitan la intención que hay detrás de la nueva redacción. El fundamento por el cual la pena de muerte resulta inadmisible es "porque [ella] atenta contra la inviolabilidad y la dignidad de la persona" (nuevo párrafo tercero del mentado núm. 2267). Aquí está el problema. Un principio lógico elemental indica que algo no puede ser y no ser al mismo tiempo y respecto de las mismas circunstancias, porque entonces existe una contradicción insalvable: o algo es de una forma o es de otra, pero no puede tener una configuración binaria. Esto es precisamente lo que hay detrás de esta enseñanza pontificia. Si la pena de muerte es contraria a la inviolabilidad y dignidad del ser humano, eso significa que ella lo ha sido igualmente en todo tiempo y lugar, precisamente porque la naturaleza humana no puede cambiar (CCE 1954). De ahí que sea necesario un cambio en la enseñanza, el cual proviene de que se produzca un "desarrollo armónico de la doctrina [... que] requiere que se deje de sostener afirmaciones en favor de argumentos que ahora son vistos como definitivamente contrarios a la nueva comprensión de la verdad cristiana" (discurso del papa Francisco con motivo del 25° aniversario del Catecismo). ¿Y como se salva la contradicción? El Cardenal Ladaria lo hace diciendo que "las enseñanzas anteriores del Magisterio [...] pueden ser explicados [sic] a la luz de la responsabilidad primaria de la autoridad pública de tutelar el bien común, en un contexto social en el cual las sanciones penales se entendían de manera diferente y acontecían en un ambiente en el cual era más difícil garantizar que el criminal no pudiera reiterar su crimen" (núm. 8 de la carta a los obispos que explica el cambio de redacción del Catecismo). En otras palabras, el argumento para el cambio de criterio es que lo que antes era legítimo, con el respaldo de todos los padres y de casi la unanimidad de los teólogos, ahora ya no lo es más porque nuestra conciencia está madura y nos hemos dado cuenta de que privar de su vida al reo resulta contrario a la inviolabilidad y dignidad del ser humano. Gracias al progreso indefinido, el ser humano se ha dado cuenta de que la pena de muerte es algo muy malo, pero no así el aborto, la eutanasia y un largo etcétera. Por lo demás, meter a alguien a la cárcel resulta igualmente contrario a la inviolabilidad y la dignidad de la persona, sobre todo en países subdesarrollados que las prisiones carecen de condiciones adecuadas y padecen un grave hacinamiento. Queda en suspenso, entonces, el hecho de si resulta lícito al Estado encarcelar a alguien por haber sido condenado a alguien de un delito, porque esa es la pregunta que subyace en la excepción que comporta la pena de muerte respecto del precepto primario de respetar la vida. 

Por lo demás, algo similar había ocurrido previamente con la comunión de los divorciados vueltos a casar. Todo comenzó con la nota 351 de la exhortación post-sinodal Amoris Laeticia (2016). En el cuerpo de dicho documento se dice: "A causa de los condicionamientos o factores atenuantes, es posible que, en medio de una situación objetiva de pecado —que no sea subjetivamente culpable o que no lo sea de modo pleno— se pueda vivir en gracia de Dios, se pueda amar, y también se pueda crecer en la vida de la gracia y la caridad, recibiendo para ello la ayuda de la Iglesia" (núm. 305). El complemento es lo que abre la discordia, pues en la nota 351 se señala: "En ciertos casos, podría ser también la ayuda de los sacramentos", incluidos la confesión y la eucaristía. Claro está, en tiempos de turbulencia doctrinal, ante una afirmación semejante cada cual la interpreta como quiere. Por ejemplo, los obispos de la Provincia de Buenos Aires lo entendieron como una posibilidad de acceso a los sacramentos para los divorciados, y el papa Francisco los felicitó por su esfuerzo hermenéutico tan fiel al sentido del texto. En sus palabras, publicadas de manera oficial y pública por el Vaticano, "[e]l escrito es muy bueno y explícita cabalmente el sentido del capitulo VIII de Amoris laetitia. No hay otras interpretaciones. Y estoy seguro de que hará mucho bien. Que el Señor les retribuya este esfuerzo de caridad pastoral". 

Esto significa que una persona que se encuentra objetivamente en una situación de pecado, puede comulgar tranquilamente sin reparos de conciencia porque está en proceso de discernimiento (¿sobre lo que es bueno y malo?). Porque la enseñanza de la Iglesia es que entre bautizados no hay otro matrimonio que el sacramental, de suerte que toda unión sexual fuera de la forma canónica atenta contra la dignidad de ese sacramento, instituido por Cristo para santificar el amor humano abierto a los hijos. Por cierto, no estoy diciendo que un matrimonio no pueda llegar a fracasar por un sinnúmero de razones. En esto simplemente cabe suspender el juicio, porque el mundo y la carne son, junto con el demonio, los tres grandes enemigos del alma. Las rupturas matrimoniales sin duda pueden ocurrir, porque la vida no admite ser encasillada en moldes preconcebidos. Lo que ocurre es que el mandamiento de Dios es a vivir la castidad según el propio estado, vale decir, cambian las circunstancias, pero no el contenido del deber. De que esto cuesta tampoco hay duda, pues los placeres son de por sí deleitables. Por eso, Lewis representa la tentación bajo la figura de unas apetitosas delicias turcas cuando la Bruja Blanca engaña a Edmund para capturarlo. Ante las tentaciones contra la pureza, no todos tenemos la misma fortaleza que hizo a San Francisco de Asís revolcarse en la nieve, a San Benito arrojarse a un zarzal, o a San Bernardo zambullirse en un estanque helado, ni la suerte de que, como a Santo Tomás de Aquino, un ángel nos ciña un cinturón de castidad espiritual. La mayoría siente ese aguijón en la carne del que hablaba San Pablo. Pero de ahí a decir que uno está (no sé a ciencia cierta si objetiva o subjetivamente) en estado de gracia a pesar de una unión sexual que atenta contra el sacramento del matrimonio por su propia existencia hay un paso lógico muy grande, fuera de una irresponsabilidad pastoral tremenda. Distinto es que esas personas vivan como hermana y hermana, pudiendo, previa confesión y contrición, recuperar la gracia y acceder a la Eucaristía. Lo demás implica minusvalorar la teología sacramental en su conjunto y las condiciones para que Cristo inhabite en una persona. La predicación de la Iglesia y toda su pastoral se debe enderezar a salvar almas y no a congraciarse con el espíritu del tiempo. Por algo los propios discípulos, ante la predicación del Maestro, decían "duras son estas palabras, ¿quién las puede oír?" (Jn 6, 60). El mensaje debe predicarse a todos, lo que no implica que todos lo reciban o, menos, que se salven. El propio Cristo explicó esto mediante la parábola del sembrador. 


Es verdad que estos cambios en la doctrina pueden no tener consecuencias inmediatamente perceptibles. La pena de muerte se ha dejado de aplicar en muchos países, sea porque ha sido derogada, sea porque no se ha utilizado en un largo espacio de tiempo (veinte años es el parámetro que usan los organismos internacionales en sus estadísticas), con lo cual el llamado a eliminarla parece estar dirigido a los países musulmanes, muy entusiastas de ella bajo formas harto cruentas, como la lapidación o la decapitación. Ahora, no sé cuán fértil sea en ellos la recepción  de las enseñanzas papales... Probablemente, la decisión pontificia será mirada como una muestra más de la decadencia del Occidente infiel, que sirve de aliento a la conquista final. En cuanto a la comunión por parte de los divorciados, es cosa de ir a cualquier iglesia y ver que comulga casi todo el mundo (todavía queda gente que prefiere quedarse en su puesto, aunque uno no sabe si por comodidad o por escrúpulos...). A Dios gracias, esto parece demostrar que la primavera de la Iglesia ha traído consigo una transmutación angélica de los fieles, que ya no necesitan de la confesión para recuperar la gracia perdida (véase aquí, por ejemplo, la estadística italiana), o bien la propia derrota del pecado en medio de un mundo cada vez más mundano y sensual. En suma, diga lo que diga el Papa (éste o cualquiera), las cosas se siguen haciendo como de hecho ya era práctica habitual respecto de ellas: la pena de muerte se aplicaba ya muy restringidamente (en Chile, por ejemplo, entre 1875 y 2001, año de su eliminación del Código Penal, sólo 58 personas fueron condenadas a ella) y en la Iglesia comulga cualquiera, sin que importen ni la religión ni menos las disposición interiores.   

Siendo así, las consecuencias de estos cambios doctrinales dicen relación más bien con la comprensión sociológica de la Iglesia. A la gente le queda la impresión de que las cosas pueden cambiar simplemente porque lo dice el Papa, el cual parece dotado de un aura de poder ilimitado. Esto significa que la Revelación no es algo recibido por la Iglesia con el fin de conservar su depósito y extraer nuevos desarrollos desde un núcleo inmutable, sino simplemente una declaración de poder. En otras palabras, no importa la autoridad divina que reside en la Revelación como la voluntad papal de ordenar algo. Todo esto pasa porque los propios católicos hemos deformado el concepto de papado, atribuyéndole una función de oráculo que nunca ha tenido y, con ello, acercándonos a las sátiras habituales de los protestantes. La promesa de Cristo es muy clara: Pedro es el cimiento donde converge la unidad de la Iglesia y sobre ella no prevalecerá el poder de Satanás (Mt. 16, 18). Pero esta promesa está hecha en clave escatólogica, pues significa que, al final de los tiempos, siempre triunfará Dios, cuyo Hijo volverá en gloria y majestad a juzgar a vivos y muertos, como rezamos en el Credo. En el tiempo intermedio, que son los que nos toca vivir, la Barca de la Iglesia será azotada por una feroz tempestad y aparecerán "falsos mesías y falsos profetas que harán milagros y prodigios asombrosos, capaces de engañar, si fuera posible, a los mismos elegidos" (Mt. 24, 24).  De ahí que sea sano y muy recomendable en medio de estos tiempos turbulentos seguir el consejo del Cardenal Newman y brindar siempre primero por la propia conciencia (CCE 1782), acompañando el brindis con el rezo del Veni, Sancte Spiritus. Y que, llegado el día, ese que no sabemos ni cuándo ni cómo llegara, Dios nos pille confesados. 

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Actualización [11 de agosto de 2019]: Adelante la fe ha publicado la traducción de un artículo de Steve Skojec aparecido originalmente en OnePeterFive, donde se explica por qué el cambio de criterio sobre la pena de muerte no es una cuestión carente de trascendencia. Por el contrario, constituye un verdadero caballo de Troya que permite introducir subrepticiamente otros cambios de mucho mayor envergadura, con consecuencias insospechadas. 

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