Dorothy Day (1897-1980) fue una periodista, activista social y oblata benedictina. Si bien es conocida gracias a sus campañas por la justicia social y en defensa de los pobres en los Estados Unidos, no siempre se menciona que era una fiel y devota católica de profunda vida interior, cuya acción en el mundo estuvo siempre inspirada por la Doctrina social de la Iglesia reflejada en la enseñanza de las Sagradas Escrituras y el Magisterio. Fue este ímpetu el que la llevó a fundar, junto con Peter Maurin (1877-1949), el Movimiento del Trabajador Católico en 1933, que todavía existe y está basado en los principios del distribucionismo. Así lo recordó el papa Francisco en su discurso pronunciado ante el Congreso de los Estados Unidos el 24 de septiembre de 2015: "Su activismo social, su pasión por la justicia y la causa de los oprimidos estaban inspirados en el Evangelio, en su fe y en el ejemplo de los santos”. La vida de Dorothy Day sirve de recordatorio que la verdadera transformación del mundo según la ley del amor requiere previamente una conversión personal y una profunda vida sacramental y de oración. La acción de los laicos en medio del mundo debe estar inspirada por la gracia que actúa en sus almas, recordando que Cristo pidió al Padre no que quitase a sus discipulos del mundo, sino que los perservase del mal que ahí campea (Jn 17, 15). Sólo de este modo resulta posible trabajar con eficacia por un orden social cristiano. El 16 de marzo de 2000, el papa Juan Pablo II autorizó al Arquidiócesis de Nueva York para iniciar el proceso de promover su causa para la canonización. Desde entonces, Dorothy Day es sierva de Dios.
Su vida es un buen ejemplo de la transformación radical que provoca la conversión de un alma que se vuelve a Cristo. Dorothy Day fue una mujer divorciada que abortó por miedo a ser abandonada por su amante. Trabajó como periodista de la izquierda estadounidense, defendiendo con ardor los derechos de las mujeres, el amor libre y el aborto. Pero estos pecados no le impidieron lograr una sincera conversión, la cual fue un estímulo para tratar de contagiar el Evangelio en la sociedad y así ser ejemplo de santidad en medio de lo cotidiano. Conocida es su respuesta a un periodista: "No me llame santa. No quiero que me despache tan fácilmente", recordando que la santidad no es un estado permanente, sino un camino largo y estrecho donde el alma debe identificarse con la voluntad de Dios, venciéndose a sí misma. Por eso, en una catequesis sobre la conversión hacia el final de su pontificado, Benedicto XVI elogiaba su "capacidad de oponerse a las lisonjas ideológicas de su tiempo para elegir la búsqueda de la verdad y abrirse al descubrimiento de la fe".
Dorothy Day dejó escrito el testimonio de su vida en dos libros: el primero de ellos se intitula Mi conversión. De Union Square a Roma y fue publicado en 1938 como una suerte de diálogo a su hermano menor, seducido por las ideas del marxismo, a quien está dedicado; el segundo es el más conocido, lleva por título La larga soledad y fue publicado en 1952. Ambos han sido traducidos a diversos idiomas, entre ellos el castellano.
En el relato de su conversión, Day deja claro cómo la liturgia fue influyendo de manera paulatina en su encuentro definitivo con Dios. Como recuerdan Mark y Louise Zwick, "el catolicismo era para Dorothy el centro de su existencia. Su nervio vital [...] Participaba en la Misa diaria, visitaba al Santísimo Sacramento diariamente, rezaba la liturgia de las horas, rezaba el rosario y se confesaba semanalmente". Para llegar a esa vida de piedad, donde tampoco faltaba la lectura espiritual, primero tuvo que sortear diversos obstáculos y ser dócil a la gracia.
Pero dejemos que sea la propia Dorothy Day quien cuente la influencia que tuvieron los ritos de la Iglesia católica en su camino hacia ella:
Tal vez te sorprenda saber que, muchas mañanas, después de pasar la noche sentada en una taberna o al volver de bailar en Webster Hall, entaba en St. Joseph para oír la primera Misa. La iglesia estaba a la vuelta de la esquina de mi casa y me llamba la atención ver entrar a la gente a primera hora para la Misa diaria. ¿Qué encontraban allí? Era como si palpara la fe de quienes me rodeaban y tuviera ansias de ella. Por eso, solía entrar y quedarme arrodillada en el último banco de St. Joseph y es posible que incluso suplicara: "Oh Dios, ten compasión de mí, que soy un pecador".
Se trabajaba mucho [en el hospital], pero la alegría y el entusiasmo de la señorita Adams resultaban contagiosos. Era católica y durante el año siguiente llegamos a mantener una relación tan estrecha que acabé admirándola mucho, y atribuía su bondad natural y su competencia a la fe que profesaba. Sólo asistía a Misa una vez a la semana y nunca hablaba de religión. En su habitación no había libros católicos, a excepción de un devocionario, que utilizaba en contadas ocasiones. Pertenecía a esa clase de católicos cuya fe forma parte de su vida de un modo tan sólido que no necesitaba hablar de ella. Yo percibía la salud de su alma. La notaba fuerte y vigorosa, pero la señorita Adams no hablaba de ello porque más de lo que lo hacía de su salud física. Empecé a acompañarla a Misa los domingos por la mañana, aunque eso significara privarse de una pocas horas de descanso muy necesario. La Misa se celebraba a las cinco o cinco y media. Nosotras trabajábamos de siete de la mañana a siete de la tarde y librábamos medio día de domingo y otro medio día entre semana. Se suponía que por las tardes teníamos dos horas libres, pero en realidad las dedicábamos a las clases.
[En Nueva Orleans] Vivíamos en St. Peter Street, enfrente del Cabildo y de la Catedral. Yo encontré trabajo en un periódico matutino, The Item, y ese invierno me dediqué exclusivamente al periodismo, escribiendo entrevistas y reportajes de interés humano. Muchas tardes tenía trabajo que hacer, pero, cuando no era así y oía las campanas de la catedral llamando a algún acto vespertino [Nota de la Redacción: las Misas vespertinas sólo fueron autorizadas por el papa Pío XII en 1957], solía entrar en el templo. Fue la primera vez que asistí a una Bendición y me causó una profunda impresión. Solamente la devoción que reflejaba la postura corporal de quienes estaban allí me hacía me hacía inclinar la cabeza. ¿Percibía tal vez una presencia? No lo sé. Pero sí recordaba estas palabras de la Imitación [de Cristo] [del que en otra parte del libro dice: "es un libro que me ha acompañado toda la vida"]: "¿Quién, llegando humildemente a la fuente de la suavidad, no vuelve con algo de dulzura? ¿O quién está cerca de algún gran fuego, que no reciba algún calor?" (Libro IV, Capítulo IV).
Quería saber qué decían los himnos de la Bendición y compré un librito de oraciones en una tienda de objetos religiosos de esa misma calle, un poco más abajo. Leía la Misa. Por las mañanas tenía que estar en el trabajo en torno a las siete y los domingos estaba demasiado cansada para levantarme temprano. Pero ese librito me enseñó muchas cosas. No conocía a ningún católico en Nueva Orleans. Si alguno de mis conocidos lo era, siquiera de nombre, no me lo dijo. Nadie me habló de ese tema. Pero mi pieda era sincera y continué haciendo "visitas".
Ahora voy a Misa todos los domingos por la mañana [Nota de la Redacción: se refiere al período en que vivía en la Isla Staten, en el estado de Nueva York, sin haber sido todavía recibida formalmente en la Iglesia católica].
Mi hija [Teresa] nació en marzo [de 1926], al final de un crudo invierno. En diciembre tuve que dejar el campo y alquilar un pequeño departamento en la ciudad [de Nueva York]. Se estaba bien allí, cerca de los amigos, cerca de una iglesia en la que poder detenerme a rezar. Leía mucho la Imitación de Cristo. Sabía que iba a bautizar a mi hija en la Iglesia católica, por alto que fuera el precio. Sabía que no la iba a dejar dando tumbos durante años, como me había ocurrido a mí, entre dudas y vacilaciones, sin disciplina y sin moral. Creía que era lo mejor que me podía hacer por un hijo. En cuanto a mí, pedí el don de la fe. Estaba y no estaba segura. Y posponía mi decisión.
Finalmente, llegó el gran día y pasó. [En julio de 1927] Teresa recibió el bautismo y se convirtió en miembro del Cuerpo Místico de Cristo. Yo no sabía nada del Cuerpo Místico: de otro modo, tal vez me habría inquietado separarme de ella.
Por fin, precipitadamente y llena de dudas derivadas de esa prisa indecorosa, tomé la decisión de acabar con mis titubeos y me bauticé.
Fue un día tristísimo de diciembre de 1927 [el 28 de ese mes, fiesta de los Santos Inocentes, que hoy también sirve para conmemorar a los niños abortados], y el viaje desde la ciudad hasta Tottenville, en Staten Island, se me hizo largo. Mientras cruzaba la brumosa bahía en el ferry, no me abandonó la lúgubre idea de que estaba actuando con demasiada precipitación. No me sentía en paz, ni alegre, ni siquiera convencida de que estaba en lo correcto. Simplemente, era algo que tenía que hacer, una tarea que cumplir. Cuando me permitía pensar, dudaba de mí misma. Me odiaba por ser débil e indecisa. Me consumía la inquietud y no hacía más que caminar de aquí para allá en la cubierta del ferry; mi angustiado espíritu casi me hacía gemir. Quizá el demonio estuviera en el barco.
Allí me estaba esperando la hermana Aloysa [que pertenecía a las Hermanas de la Caridad] para actuar de madrina. Ni siquiera sé si hubo padrino. El padre Hyland, amablemente y con discreción, sin expresar ninguna emoción, me oyó en confesión y me bautizó.
Por fin era católica, aunque nunca he sentido menos la paz, la alegría y el consuelo que posteriores experiencias me han demostrado que la religión es capaz de aportar.
Al año, celebré llena de gozó mi confirmación y nunca pasa Pentecostés sin un renovado sentimiento de felicidad y agradecimiento por mi parte. Fue entonces cuando me abandonó la incertidumbre para -¡gracias a Dios!- no regresar jamás.
A comienzo de la década de 1940, Dorothy Day comenzó a participar de la espiritualidad benedictina. En 1955 profesó como oblata de la Abadía de San Procopio, de Lisle, Illinois. Los cambios litúrgicos que trajo consigo el Concilio Vaticano II no fueron indiferentes para Dorothy Day. En una columna publicada en The Catholic Worker en de marzo de 1966 escribió: "Me temo que soy un tradicionalista, porque no me gusta ver la Misa ofrecida con una gran taza de café como cáliz". También es conocida la reconvención que hizo al R.P. Daniel Berrigan, S.J., cuando éste iba a decir la Santa Misa en una de las granjas de trabajadores católicos que había en Nueva York. Berrigan estaba a punto de salir de la sacristía revestido sólo con la estola, como empezó a ser costumbre por aquellos años. Day lo detuvo y le insistió en que se pusiera las vestimentas adecuadas antes de comenzar la Misa. Cuando Berrigan se quejó de estos escrúpulos respecto del vestuario litúrgico que contrariaban los signos de los tiempos, ella le respondió: "En esta granja obedecemos las leyes de la Iglesia". El sacerdote volvió atrás, se revistió correctamente y volvió a salir para rezar la Santa Misa con los ornamentos que manda la Iglesia.
Sin embargo, no todos los cambios de aquellos años le desagradaban, puesto que consideraba que la nueva liturgia ayudaba a acercar a los fieles al misterio. También le gustaban los cantos de los salmos según las composiciones del R.P. Joseph Gellineau, S.J. Siguió asistiendo devotamente a Misa todos los días, pues señalaba que necesitaba del alimento espiritual tanto como del corporal.
Dorothy Day concluye su libro La larga soledad casi de la misma manera como acaba la Divina Comedia de Dante: "La palabra final es amor. […] No podemos amar a Dios, si no nos amamos unos a otros, y para amar tenemos que conocernos unos a otros. A Él le conocemos en el acto de partir el pan, y unos a otros nos conocemos en el acto de partir el pan y ya nunca estamos solos. El cielo es un banquete y la vida es también un banquete, aun con un mendrugo de pan, allí donde hay comunidad. Todos hemos conocido la larga soledad y todos hemos aprendido que la única solución es el amor y que el amor llega con la comunidad". Todo converge hacia el Amor, aquel que mueve el sol y todas las demás estrellas, aquel en que en el otoño de nuestras vidas seremos juzgados, aquel que es constitutivo formal de Dios, aquel que es el contenido del libro que el Ángel entrega al profeta en el Apocalipsis. Ese Amor es "el corazón de la fe cristiana", porque refleja "la imagen cristiana de Dios y también la consiguiente imagen del hombre y de su camino", como enseña el papa Benedicto XVI en su encíclica Deus caritas est (2005).
El amor de Cristo por el mundo, al cual amó hasta el extremo, Dorothy Day lo veía reflejado sobre todo en el Santísimo Sacramento de la Eucaristía, hoy tan menospreciado:
La pregunta es: ¿por qué instituyó Cristo este sacramento de su Cuerpo y su Sangre? La respuesta es muy sencilla: porque nos amaba y deseaba estar con nosotros. "Mis delicias son estar con los hijos de los hombres". Él nos ha creado y nos ama. Su presencia en el Santísimo Sacramento es la gran prueba de ese amor.
En su ejemplar del libro Piedad litúrgica, de su contemporáneo el R.P. Louis Bouyer, C.O., Dorothy Day había subrayado un pasaje sobre el sentido que tiene el tomar la propia cruz para el cristiano. Bouyer decía en ese texto que uno “no puede evitar sobrellevar la carga de su dolor sobre sí mismo. Pero este hecho e también es lo que permite que el cristiano ame al mundo con el amor de Aquel que 'tanto amó al mundo que dio Su Hijo Unigénito'". El amor cristiano nace del sacrificio de Cristo en la cruz, el cual se renueva diariamente sobre el altar en la Santa Misa. Se comprueba así cuán cierta es esa triple amnesia que sufrió la Iglesia después del Concilio Vaticano II y que denunciaba el Dr. Peter Kwasniewski, consistente en haber dejado de lado la sagrada liturgia, la doctrina social y el pensamiento de Santo Tomás de Aquino como tres elementos que deben estar unidos (véase aquí y aquí el capítulo 14 de su libro Resurgimiento en medio de la crisis: Sagrada liturgia, Misa tradicional y renovación en la Iglesia).
Nota de la Redacción: Las referencias sobre la importancia de la liturgia en su conversión y sobre el significado de la presencia de Jesús bajo las especies eucarísticas están tomadas de Day, D., Mi conversión. De Union Square a Roma (trad. de Gloria Esteban, Madrid, Rialp, 2014), pp. 93-94, 98, 110-111, 123, 128, 137, 140-141 y 158. La cita de La larga soledad procede del artículo de Jaime Nubiola publicado en Omnes. Las anécdotas relativas a la Misa reformada provienen de un artículo publicado en The ISM Yale Review y de Wikipedia. Para los datos biografías de Dorothy Day se ha acudido a Wikipedia (en castellano y en inglés), Aciprensa y Encuentra, además del prólogo y el epílogo del libro Mi conversión (pp. 11-14 y 169-174, respectivamente). Los créditos de las fotografías se indican al pie de cada una de ellas.