El Dr. Peter Kwasniewski, asiduo de esta bitácora, publicó en 2014 el libro intitulado Resurgent in the Midst of Crisis. Sacred Liturgy, the Traditional Latin Mass, and Renewall in the Church, donde recopila diversos artículos anteriores sobre la liturgia de siempre. La traducción al español de este libro fue hecha por el Prof. Augusto Merino Medina y ella se encuentra pronta a aparecer, patrocinada por nuestra Asociación.
Como anticipo, y contando con la autorización del autor, les ofrecemos el capítulo 14 de esta obra, donde se aborda la triple amnesia que sufrió la Iglesia después del Concilio Vaticano II, dejando de lado la sagrada liturgia, la doctrina social y el pensamiento de Santo Tomás de Aquino. Dado su extensión, hemos dividido este capítulo en dos entradas (véase aquí la segunda).
Como anticipo, y contando con la autorización del autor, les ofrecemos el capítulo 14 de esta obra, donde se aborda la triple amnesia que sufrió la Iglesia después del Concilio Vaticano II, dejando de lado la sagrada liturgia, la doctrina social y el pensamiento de Santo Tomás de Aquino. Dado su extensión, hemos dividido este capítulo en dos entradas (véase aquí la segunda).
El autor
(Imagen: The Cardinal Newman Society)
***
Capítulo
14
La
triple amnesia: sagrada liturgia, doctrina social y Santo Tomás
Desde hace bastante
tiempo he venido elaborando esta idea, que al comienzo me pareció fantasiosa,
pero que, a medida que fui ponderando las pruebas, ganó en plausibilidad. La
cuestión consiste en indagar cuál es el factor que, más que ningún otro, es
causa del desorden y parálisis que reina en la Iglesia católica. Mi conclusión
fue que, luego del Concilio, tuvo lugar una triple amnesia -para decirlo
suavemente- que le dio una forma bien
específica a la rebelión:
1. La
atenuación o negación de la liturgia tradicional.
2. El
descuido de la doctrina social considerada en su integridad.
3. El rechazo
de Santo Tomás de Aquino como Maestro Común.
No es en
absoluto evidente que estas tres cosas estén conectadas, por lo que el peso de
la prueba, o sea, el mostrar cómo se vinculan, recae sobre mí.
Si mi
análisis es correcto, él ha de conducir a una receta exacta para curar la
enfermedad. La amnesia se cura cuando uno vuelve a introducirse en la vida que tuvo
en el pasado, a fin de recobrar la memoria mediante una experiencia vital. O,
para cambiar de metáfora, cuando el problema es el hambre, no hay sustituto
alguno para la comida y bebida. Lo que argumentaré aquí es que la comida y la bebida
que necesitamos desesperadamente es la sagrada liturgia en toda su sacralidad,
la doctrina social de la Iglesia en toda su amplitud y audacia, y el magisterio
del Doctor Angélico en toda su extensión y profundidad. Una verdadera y cordial
adhesión a la Tradición se expresa en reverencia por los Padres y Doctores de
la Iglesia, epitomizados en Santo Tomás; en reverencia por la liturgia con que
ellos oraron y que nos dejaron como legado, y en reverencia por el tipo de
sociedad cristiana que ellos aspiraron a construir. Suprímase cualquiera de
estas tres, y desaparecen las demás.
Áreas de autodestrucción
Comenzaré
señalando tres áreas de simultánea autodestrucción.
Primero, el desmantelamiento del
patrimonio litúrgico latino. Se ignoró aquí las advertencias de Pío XII en sus
encíclicas Mediator Dei (1947) y Humani Generis (1950)[1]. Se ignoró también, en general, el noble canto de alabanza a la
cultura y la liturgia latinas del Papa Juan XXIII en Veterum Sapientia (1962)[2]. A continuación, el Papa Pablo VI permitió que el Consilium mutilara el rito romano y
causara estragos en la liturgia inmemorial de la Iglesia, que había alimentado
a todos sus santos y sus teólogos. Esto fue
un profundo golpe para los medios de santificación de los fieles y para la
fuente de inspiración de la teología. ¿Puede acaso sorprender, entonces, que en
ausencia de una liturgia capaz de moldear la mente y la imaginación, nos
encontremos enfrentados, en los niveles más altos de la intelectualidad
católica, ya sea a una estéril pedantería, ya sea a sistemas de pensamiento
salvajes y personalistas, que una sólida vida de devoción hubiera matado en el
huevo?
Exactamente en el mismo momento
en que tenía lugar esta revolución litúrgica, la verdad plena de la realeza del
Señor –enunciada claramente en Quas
Primas (1925) de Pío XI y en innumerables otros documentos de la Santa
Sede- era desplazada silenciosamente como, por ejemplo, cuando se suprimió varios
versos del himno Te Saeculorum Principem[3], o cuando el Vaticano presionó para que se alterara varias
Constituciones políticas nacionales y Concordatos, de modo que el catolicismo
ya no fuera la religión oficial de ciertos países y se pusiera por obra con
ello –así se dijo- las enseñanzas de Dignitatis
Humanae[4]. El Papa Juan Pablo II escribió una carta al episcopado francés
declarando que la separación de la Iglesia y del Estado en Francia no sólo no
era objetable, ¡sino que era parte de la enseñanza social católica! Y esto, en
una carta que conmemoraba la Ley de Separación de 1905, que Pío X juzgó fundada
en una tesis “absolutamente falsa, en un pernicioso error”[5]. Seamos francos, incluso si los francos no lo son: la realeza
soberana de Cristo, tanto sobre los individuos como sobre las naciones y en el
orden de la naturaleza no menos que en el de la gracia, es negada casi por
todos desde el Concilio, ya sea porque simplemente se la olvida, tal como se
podría olvidar la mecedora de la abuela en la buhardilla, ya sea porque se la
repudia como una reliquia excéntrica de una ignorante Edad Media. La realeza
del Señor resulta así acotada y espiritualizada hasta el punto de irrelevancia,
como si Jesucristo no hubiera venido para cambiar radicalmente nuestras vidas y
nuestro mundo.
Finalmente, despreciando las
instrucciones de Juan XXIII, de Pablo VI y del propio Concilio Vaticano II, se
ha olvidado casi del todo a Santo Tomás de Aquino o, más bien, se lo ha arrinconado
por ciertas escuelas cuyos profesores no podrían exhibir ni siquiera un átomo
de la sabiduría del Doctor Angélico, ni de sus conocimientos, ni de su
santidad. Lo que es peor, se ha permitido
el descarte de su doctrina. En la confusión posconciliar, el Vaticano no hizo
ningún esfuerzo serio para asegurarse de que los seminarios y otros institutos
de educación superior siguieran efectivamente las enérgicas recomendaciones de
la teología y filosofía tomistas contenidas en los decretos de todos los Papas
modernos y confirmadas por el Concilio. Y esto, a pesar de lo que Juan Pablo II
había declarado en 1980: "Las palabras del Concilio son claras: los Padres [conciliares] vieron que es fundamental, para la adecuada formación del clero y la juventud cristiana, que se preserve un contacto estrecho con el patrimonio cultural del pasado y, en particular, con el pensamiento de Santo Tomás, y que esto, a largo plazo, es una condición necesaria para la tan ansiada renovación de la Iglesia"[6].
Se ha puesto de moda decir que los Papas no tuvieron jamás la
intención de exaltar la doctrina tomista, sino sólo de mostrar a Santo Tomás como un
ejemplo de teólogo santo, que puso a Dios en primer lugar en su vida. Aparte de
ser esto una lectura absolutamente falsa de lo dicho por los Papas, su misma
superficialidad revela su falsedad: hay cantidad de santos que fueron teólogos
santos; a Santo Tomás se lo recomienda por razones totalmente diferentes de su
santidad.
En suma, los gobernantes terrenos
de la Iglesia latina repudiaron, o permitieron que fuera repudiado, mucho de lo
más sagrado, eficaz y sabio de la vida de la Iglesia: el rito romano clásico de
la Misa, con su rica ornamentación musical y ritual; la doctrina social
católica en su integridad, y también las estructuras que todavía la encarnaban
en algunas naciones católicas; y el teólogo más importante de la Iglesia y su
centenaria sabiduría. Estos tres bienes, tan fundamentales para la vida de la
Iglesia y para el cumplimiento de su misión de venerar a Cristo y predicar su
Evangelio –los bienes del culto y los sacramentos, de la conversión de la
cultura, y del conocimiento humano ordenado a la contemplación divina- fueron
traicionados. La Iglesia se dio la mano con el triunfante liberalismo
protestante, se prosternó delante del becerro de oro de la democracia, y quemó
incienso a los emperadores de la intelectualidad actual.
Esto es lo que los príncipes de
la Iglesia permitieron, sin
importarles lo que el Concilio dice.
El Concilio dice que la liturgia es,
en este mundo, el encuentro más elevado, más sagrado y más misterioso entre
Dios y el hombre. Lo que tenemos ahora, en cambio, gracias al nuevo misal y a
cuarenta años de fláccida descentralización, no es ni elevado ni sagrado ni
misterioso, sino todo lo contrario. El Concilio dice: que el laicado sea la levadura en la masa, la sal de la
tierra; es decir, que lo sea la política de los antiguos cristianos que crearon
el Sagrado Imperio Romano. Lo que tenemos ahora, gracias al dialoguismo de la
Congregaciones Romanas y a la tolerancia papal, es un “laicado empoderado” que
distribuye la Sagrada Comunión y vota por políticos pro-aborto. El Concilio dice: que los seminaristas sean educados
rigurosamente, tomando como guía a Santo Tomás. Lo que vemos ahora en general,
si tenemos la suerte de vivir en una diócesis donde todavía hay vocaciones, es una
cantidad de sacerdotes que no conocen ni siquiera el Catecismo y cuya sabiduría
pastoral puede resumirse en un “haz lo que te parezca correcto”. ¿Y hay todavía
algunos que hablan de una renovación, de una segunda primavera en la Iglesia?
Esto suena como si los judíos cautivos en Babilonia se hubieran dedicado a discutir
acerca del programa de sacrificios que habría de realizarse en el templo la semana
siguiente. Hubo un Año Jubilar en 2000, con tres años de preparación dedicados
al misterio de la Trinidad. ¡Cuán noble y bien programado! Pero tenemos una
Iglesia en que la gran mayoría sería incapaz de responder a la pregunta “¿Qué es la Trinidad?” sin relapsar en el más
crudo arrianismo, o modalismo, o en alguna versión, en estilo “dibujos animados”,
del gnosticismo (“la Trinidad es una familia llena de amor, según el modelo de
padre, madre e hijo”).
Benozzo Gozzoli, El triunfo sobre Averroes de Santo Tomás de Aquino, Doctor Communis, entre Aristóteles y Platón (detalle, 1471, Museo del Louvre)
(Imagen: Wikimedia Commons)
Muchos y
profundos vínculos
Tenemos que ver ahora las conexiones intrínsecas entre estos tres
bienes, liturgia, doctrina social y tomismo, porque los vínculos son muchos y
profundos.
La teología exige un contexto o
escenario litúrgico. Es decir, la reflexión sobre la fe exige una vida de fe
orante, inflamada, tanto intelectual como afectivamente, por los misterios de
la liturgia[7]. La liturgia tradicional posee la luz y el calor que se requiere
para inflamar un amor extático. Así pues, se puede concluir que la verdadera
teología –verdadera tanto en el sentido de ser doctrinalmente ortodoxa como en
el sentido de alimentar auténticamente, evangélicamente- sólo florece en una
atmósfera convenientemente litúrgica. La
sabiduría tomista y la liturgia tradicional se elevan -y caen- juntas: la
sabiduría profundamente afectiva que se encuentra en los escritos de un teólogo
preconciliar como Garrigou-Lagrange surge de –y adquiere sentido en relación
con- la vida de oración plena y fervorosa que han vivido tanto Santo Tomás como
el propio P. Garrigou-Lagrange y demás santos, hombres y mujeres, gracias al
inagotable tesoro de belleza y sabiduría que se conserva y comunica por la
liturgia tradicional de la Iglesia, por el Oficio Divino y la Misa.
Aunque la expresión “liturgia
tradicional” se refiere aquí, con propiedad, a la liturgia romana clásica, creo
importante no excluir del todo el rito romano moderno, celebrado de un modo
solemne, digno, bello y reverente[8]. Una comunidad que celebrara el nuevo Ordo Missae en latín, ad
orientem, con canto gregoriano, incienso y ornamentos apropiados, sería, a
pesar de todos los defectos de ese misal, una comunidad en que podría florecer
una auténtica teología, de la cual podría luego surgir una visión política y
una correcta forma de actividad social. No hay nada que se oponga más a la
mentalidad liberal de Occidente que el redescubrimiento de la sagrada liturgia
y la renovación del amor a ella. No sorprende encontrar, en las mismas
personas, una combinación de modernismo social[9] y de modernismo litúrgico, ni sorprende tampoco que el motu proprio
del Papa Benedicto XVI sobre las dos “formas” del rito romano haya sido tan
violentamente atacado por quienes son partidarios del “espíritu del Vaticano
II”.
Pero existe otra conexión más. Tanto la liturgia
como la teología son dos actos públicos, debido a lo cual son actos políticos,
que no existen en el aislamiento, sino en el contexto de una sociedad, de un Estado,
de una cultura. Quítesele al niño sus envolturas sociales, su pesebre cultural,
su establo político, y quedará desnudo, tiritando en el suelo, expuesto a los
rigores del invierno. Un niño en esas condiciones morirá. Del mismo modo, una
liturgia expuesta al frío y al oscuro secularismo de la modernidad será,
primero, invadida por ésta, volviéndose ella misma cada vez más fría y oscura,
y, luego de una lenta agonía, terminará por sucumbir a ella. Un mundo sin
gobiernos bien constituidos y sin gobernantes que procuren el bien común, es un
mundo que instintivamente, de mil
modos, sutiles o explícitos, socavará la liturgia o, más bien, el modo
litúrgico de vivir. Y junto con socavarlo, socavará también la ciencia de la sagrada
doctrina y el contemplativo saborear lo Divino, y el sufrimiento que lo Divino conlleva,
formadores ambos y guías de la teología. Destrúyase el Estado católico y la
cultura, y se destruirá la atmósfera litúrgica de la vida. Efectuado esto, se
marginalizará y paralizará los poderes de la liturgia, se destruirá eficazmente
el contexto más significativo en que puede florecer la teología, que se enraíza
profundamente en la tradición viva,
llena de una mística piedad abierta a la trascendencia del misterio de Dios. En
Santo Tomás y su escuela se encontrará, más que en ninguna otra parte, una
tendencia coherente y profunda hacia la total integración de estos elementos de tradición, ciencia y
piedad, junto con la convicción de que deben ser traducidos a esa realidad
indicada por el término “Cristiandad”, y encarnados en ella.
La teología, como disciplina,
tiene un carácter científico, si entendemos “ciencia” tal como lo hicieron los
antiguos y los medievales: conocimiento de principios objetivamente
cognoscibles y de las conclusiones que de ellos derivan, en su orden y
dependencia propios[10]. Esta ardua disciplina es el reflejo, en el ámbito del espíritu, de
la sociedad civil bien constituida, que es el orden más evidente y formativo
que pueden encontrar los seres humanos: un ordenamiento de ciudadanos en vistas
de su princeps (gobernante). La polis o comunidad política es, en esencia, la imagen de la Iglesia, no
su antagonista por naturaleza; es sólo en la medida en que el hombre es un ser
caído que la polis, neciamente, hace
la guerra a la Iglesia. La Tradición es el dominio de la liturgia en la medida
en que refleja el corazón de la
Iglesia: fidelidad, reverencia, gratitud, amorosa visión de su propio pasado.
Pero la Tradición sólo puede sobrevivir en una sociedad tradicional, en una
sociedad que respete su propio patrimonio. El Estado y la cultura son los
guardianes laicos de la Sagrada Tradición y de las virtudes naturales en que,
al menos en parte, se basa la vida institucional de la Iglesia. Si se puede
definir la teología como una ciencia tradicional enraizada en la experiencia
litúrgica y ordenada a una piadosa sabiduría, entonces el Estado y su cultura
pueden ser definidos como ese marco específico de condiciones naturales y de
virtudes en que esta ciencia y su forma interna, la sagrada liturgia, pueden florecer.
Se podría objetar a esta idea que la Fe misma, cuando se la vive con suficiente
intensidad, crea una cultura y una
sociedad católicas y, eventualmente, un Estado católico[11]. Pero cuando se la vive débilmente y se la expresa de modo
ambivalente, se la configura como una imagen servil de la cultura, de la
sociedad y del Estado en que reside, hasta que se funde con ellos para todos
los efectos prácticos.
La interconexión entre sagrada
liturgia, teología tomista y orden social católico no solamente no es accidental, sino que es
esencial. Los tres viven y mueren
juntos, y si bien no lo hacen siempre al mismo tiempo o del mismo modo, en
general, tarde o temprano sus profundas conexiones se hacen evidentes en su
mutuo florecimiento y su mutua decadencia. No sorprende que en la Alta Edad
Media, la liturgia, la teología y la cultura política, a pesar de las fallas
que jamás los hombres pecadores pueden evitar totalmente, hayan alcanzado
cumbres inimaginables de perfección. Piénsese solamente en la catedral de
Chartres, las procesiones del Corpus Christi, los autos sagrados y morales, la Summa Theologiae o la realeza de San
Luis IX. Ni debiera sorprendernos tampoco que en los tiempos modernos la
liturgia, la teología y la cultura política hayan caído, todas ellas, en una
banalidad sin precedentes, en la bancarrota, en la blasfemia.
En todas las escuelas católicas
con las que he tenido relación, he notado un hecho impactante: quien no adhiere
simultáneamente a estas tres cosas de modo fiel e integral, no puede, al cabo,
adherir ni siquiera a una sola de ellas. Cuando alguien trata de ser fiel a
Santo Tomás pero rechaza o descuida la doctrina social (que se resume en la
frase “la realeza de Cristo”) o la liturgia tradicional, comienza por
truncarse, o eventualmente corromperse, su tomismo. Esto se puede ver en los
muchos estadounidenses que adhieren a Santo Tomás y quieren ser fieles a su maestro,
pero que, al abrazar el liberalismo político, terminan simplemente abandonando
la visión tomista de la realidad social y, de modo más preocupante, toda la doctrina social de la Iglesia.
Se ha desarrollado una especie de gangrena, aunque puede pasar algún tiempo
antes de que ésta aflore con alguna opinión decididamente perversa. Del mismo
modo, quien quiere ser “tradicional” pero mira en menos o desprecia a Santo
Tomás, no podrá evitar contaminar y, quizá, socavar la filosofía y la teología
tradicionales, y una vez que faltan esos fundamentos, todo está perdido,
incluso la encarnación social de Cristo en la cultura y la sociedad cristianas.
Icono oriental representando a Cristo en su triple oficio de Rey, Profeta y Sumo Sacerdote
(Imagen: Wikimedia Commons)
[1] Mediator Dei está llena
de respuestas a los errores que recién comenzaban a surgir y que hoy se han
repartido por todas partes, por ejemplo, el uso extensivo del vernáculo (núm. 60), un “arqueologismo
exagerado y sin sentido” que aspiraba a reemplazar los altares por mesas, a excluir
el negro como color litúrgico, a retirar las estatuas y otras imágenes, o a
desechar la polifonía (núm. 61-64); una mala comprensión del sacerdocio de los
fieles (núm. 82-84), etcétera. Aún más evidente que el disenso con la Mediator Dei fue el disenso con la Humani Generis, con su enseñanza sobre
los orígenes de la raza humana, la verdadera distinción entre naturaleza y
gracia, etcétera, como también con sus aclaraciones sobre la inherente autoridad de
las encíclicas papales cuando el Papa quiere, con ellas, resolver una cuestión
disputada (cfr. núm. 20).
[2] La mayoría de la gente no ha oído siquiera hablar de esta
Constitución Apostólica, que fue promulgada en la víspera del Concilio Vaticano
II en una ceremonia de estudiada solemnidad, cuyo solo propósito fue reafirmar
la centralidad de la lengua latina en los oficios litúrgicos y en el sistema
educacional de la Iglesia católica. El documento hace una revisión de las
opiniones recientes en favor de descentralizar el latín, y las rechaza
inequívocamente. Aunque hay en el documento muchas cosas de orden disciplinario
y, por tanto, sujetas a cambios, él presenta, con todo, una argumentación
doctrinal en favor de la primacía del latín, especialmente en el culto y en la
instrucción teológica. La Constitución, en todo caso, no ha sido jamás
abrogada, aunque casi en ninguna parte se respetan sus prescripciones.
[3] Veáse Davies, M., The Second
Vatican Council and Religious Liberty (Long Prairie, MN, Neumann Press,
1992), pp. 243-251, especialmente pp. 246-248.
[4] Por cierto, algún tipo de separación es solicitada por León XIII y todos los Papas anteriores, es decir,
la Iglesia y el Estado tienen sus propios ámbitos que no deben confundirse.
Pero la contrapartida de esta enseñanza es que el ámbito y la autoridad de la
Iglesia tienen precedencia sobre los del Estado, y éste está obligado a
socorrer a la primera en cuanto lo permitan las circunstancias. Uno cosa sería
admitir que el Estado moderno no está en posición de cumplir con este noble
papel, pero es algo totalmente diferente decir que el Estado no tiene nada que
ver con la Iglesia, ni le debe nada: esta es una independencia que conduce, en
último término, a la exaltación de la soberanía secular y a la supresión de la
debida visibilidad y primacía de la Iglesia.
[7] Véase Berger, D., Thomas
Aquinas and the Liturgy, trad. de Christopher Grosz (Ypsilanti, MI: Sapientia Press, 2004).
[8] Me viene a la memoria un notable ejemplo: las Misas de la forma
ordinaria celebradas en conjunto con el Sacred Music Colloquium de la Church
Music Association of America.
[10] La ciencia, en este sentido antiguo del término, es deductiva en el
método, y procede desde principios aprehendidos por experiencia o recibidos de
una ciencia más elevada. No es ciencia en el sentido de un conjunto de
hipótesis puestas a prueba por experimentos ad-hoc.
[11] Para una exposición de esta verdad, véase mi “Conversion of
Culture”, Homiletic & Pastoral Review
107/9 (j2007): 26-31, 46-47.
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