domingo, 18 de abril de 2021

Por qué no podría volver… al Novus Ordo

Les ofrecemos hoy un artículo del Dr. Peter Kwasniewski, siempre bienvenido en esta bitácora, que aborda una cuestión compleja y no siempre fácil de concretar. Respondiendo un artículo de un sacerdote jesuita sobre por qué no hay que volver a la Misa de siempre, el autor da sus razones para no regresar a la Misa reformada. El texto es interesante porque cuenta su propia experiencia y cómo, casi por azar, acabó descubriendo la Misa tradicional. Una vez llegada a ella, cuesta volver atrás hacia un rito hecha con manos humanas. En estos tiempos en que los gobiernos han impuestos severas medidas contra los actos de culto, donde oír Misa se ha transformado en una verdadera aventura y son pocos los sacerdotes que han hecho esfuerzos por permitir que la práctica sacramental de los fieles siga viva, las palabras de Kwasniewski nos sirven de aliento para perseverar en la asistencia a la Misa de siempre. 

El artículo fue publicado en OnePeterFive y ha sido traducido por la Redacción. Las dos primeras imágenes provienen del artículo original, mientras que la tercer ha sido tomada de Escofrade

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Por qué no podría volver… al Novus Ordo

Peter Kwasniewski 


El 18 de marzo de 2012 la revista jesuita America publicó un artículo del P. Peter Schineller con el título de “La Misa tridentina: por qué no podría volver a ella”. Me he dado cuenta, desde hace varios años, de que America paga para promover este artículo en búsquedas online, para que influya en la opinión pública (evidentemente, están preocupados por la dirección que está tomando la juventud). Esto fue lo que plantó en mí la semilla del presente artículo, que se propone ser la antítesis de aquél. P.A.K.

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Durante los primeros dieciocho años de mi vida asistí exclusivamente al Novus Ordo.

Crecí en una típica parroquia suburbana de la costa Este, donde se celebraba el rito “boomer” [1]. El presbiterio estaba cubierto de alfombras y de ministros extraordinarios. Me acuerdo de los sacerdotes, todos tipos más o menos simpáticos y más o menos herejes. Uno de ellos comenzó una vez la homilía de Miércoles de Cenizas limpiándose las cenizas de la frente y diciendo que Cristo había venido a abolir “este tipo de cuestiones”. Otro dejó el sacerdocio para casarse y trabajar como psiquiatra profesional. Queriendo participar más, me hice, sucesivamente, acólito, lector, y ministro extraordinario. Tenía una fe activa pero confusa (cuán confusa era, lo dejaré para otra ocasión).

Más tarde, en la educación secundaria, ingresé a un grupo carismático de oración que me introdujo al grupo de laicos católicos comprometidos, conservadores, que tenían el coraje de apoyar la Humanae Vitae. La música tuvo un papel importante en este cambio de dirección. Escribí entonces mi única canción para guitarra. Pero, de modo absolutamente casual, según pareció, descubrí también el canto gregoriano, que empezó a ejercer su fascinación en mí. Comencé a enterarme de San Agustín, Santo Tomás de Aquino y el Padre Pío. Un amigo, cargado de medallas, me introdujo a El secreto del Rosario, de San Luis de Montfort. Luego de un duro año en la Universidad de Georgetown, comencé de nuevo en el College Santo Tomás de Aquino, en el que, durante los cuatro años, los estudiantes podían disfrutar, y disfrutan todavía, de la compañía de aquel unicornio, el Novus Ordo celebrado reverentemente, en latín, con canto llano y polifonía.

Fue en ese College que descubrí la Misa tradicional, un poco en secreto, como los perseguidos católicos de la era isabelina. A comienzos de la década de 1990, se “permitía” esta Misa sólo un domingo al mes. Teníamos un capellán que celebraba en privado la Misa antigua cada vez que lograba salirse con la suya. Los alumnos de confianza se distribuían en susurros las funciones. Primero asistí a la Misa rezada. No mucho después, a la Misa con canto. Las preguntas nos asediaban a mis amigos y a mí: “¿Por qué fue abolida?”, “¿Quién nos quitó esta Misa?”. En la escuela de posgrado tuve la primera experiencia de una Misa solemne, y unos años después, de una Misa pontifical. Cada una de ellas fue una revelación más espléndida de la gloria del culto de la Iglesia católica romana. De pronto adquirieron sentido los elementos ascético-místicos de la fe, reunidos con su origen, llegando a puerto.

En mi primer trabajo, terminado el posgrado, como profesor asistente en Austria, teníamos Misa antigua todos los días durante un período, en el horario tan cruel como contemplativo de las 6 a.m. Cuando terminó ese feliz período, mi familia y yo decidimos manejar una buena distancia en auto los domingos, a Viena o a Linz, para asistir a la Misa tradicional. Cuando nos mudamos a Wyoming, la disponibilidad [de esa Misa] era tan irregular como la señal del teléfono, y ahora estábamos a cinco minutos de la Misa de la capellanía del colegio, pero a cuatro horas en automóvil de la parroquia más cercana con Misa tradicional. Durante los períodos escolares, teníamos la bendición de disponer de tres Misas tradicionales a la semana, pero en períodos de vacaciones, cuando el capellán se iba, no teníamos casi ninguna.

Durante todos estos períodos, durante 25 o más años, “aguanté” el Novus Ordo como director de música litúrgica y director de coro (aunque siempre con acceso a la Misa tradicional también; no habría resistido sin ella). Con el íntimo conocimiento que un director de música llega a tener, gradualmente me di cuenta de la profunda ruptura que es la liturgia reformada en todos los niveles, y la perversidad de la ruptura me irritó cada vez más la mente. Se trata de una liturgia artificial, tal como es artificial el esperanto, o el aspartamo como edulcorante.

Una de las razones por las que me fui de Wyoming en 2018, por mucho que quería ese lugar por muchas otras razones, fue la urgente necesidad de una parroquia enteramente tradicional, con Misa tridentina diaria. Me había llegado el momento de hacer un cambio decisivo. Después de haber vivido en aquel remanso por casi tres años, ya no podía, honestamente, volver asistir a ninguna otro tipo de Misa.

Desde hace 33 meses he asistido una sola vez a una Misa Novus Ordo, como un favor que hice a cierta persona. Habiéndome mantenido lejos de ella durante tanto tiempo, la experiencia fue mucho más adversa que lo que me habría imaginado. Fue como si me hubieran abierto los ojos totalmente a la magnitud de la contradicción, ya no sólo diferencia, entre los dos ritos. Y son dos ritos, aunque la conveniente ficción legal de dos “formas” fue considerada necesaria para medicinar una situación esquizofrénica. Adviértase que no me refiero a “abusos”. Desde un punto de vista jurídico, no hubo abusos en esa ejecución específica de la polimórfica máquina de rezar de Pablo VI. Se “hizo lo que estaba en rojo y se dijo lo que estaba en negro”, sin niñas acólitas, ni ministros extraordinarios, ni rasgueos de guitarras. Los fieles se arrodillaron para comulgar, y el sacerdote usó incluso una casulla “guitarra”. No: de lo que se trató fue del espíritu del acto, de su Gestalt o forma global. No me sentí herido por nada en particular, sino, sencillamente, por la cosa misma.

¿Qué hubo de malo en el Novus Ordo? 

Estática y árida debido al incesante flujo de palabras -del sacerdote, del lector, de la congregación-, la liturgia se deslizó sobre la superficie de lo sagrado como una piedra plana que se lanza hábilmente para que cruce la superficie de un lago. Se evaporó absolutamente el sentido del misterio o, más bien, jamás llegó a condensarse siquiera. Sólo algún cántico le confirió un toque de sacralidad, pero fue más como la “atmósfera” que proporciona la música ambiental que como una parte integral de la acción. El canto llano sonó más como una importación extraña al rito que como una parte orgánica de un único flujo total. Sobre todo, la Misa careció de unidad: no se desenvolvió sino que más bien dio pesados trancos entre una parte determinada y la siguiente, como una secuencia programada de ejercicios. La secuencia modular de textos genéricamente piadosos privó a mi oración de oxígeno, como si la liturgia estuviera escatimándome medios ordinarios y extraordinarios de sobrevivencia. No hubo pausas para respirar, reflexionar, saborear, ser arrebatados desde este mundo terrenal hasta los confines de la patria del cielo.

Posteriormente me puse a pensar: se comprende que la Iglesia esté enfermándose y muriendo. Es justo lo que San Pablo dice en la Primera Carta a los Corintios, sobre los que asisten al Santo Sacrificio sin discernir lo que hacen ni a quién están recibiendo en medio de ellos: “Por ello es que hay entre vosotros tantos enfermos y débiles, y tantos duermen” (1 Cor. 11, 30). De algún modo, esta Misa, de entre las miles de ellas a que he asistido, cristalizó para mí y me clarificó los motivos por los cuales he sacudido el polvo de mis pies. Ya no sería capaz de renunciar jamás al bendito silencio de la Misa rezada, contemplativa, ni a los emocionantes cantos que integran el flujo total de la Misa cantada, a cambio de la verbosidad vernacular y áspera de la nueva Misa. La comunión de oración, la hermandad con la Iglesia de la tierra, la del cielo y la del purgatorio…: no quiero que eso sea reducido a astillas por la oleada de verbosidad que ha de venir a continuación.

No me interesa que el sacerdote esté permanentemente tratando de “conectarse” con nosotros, en los bancos: él está allí por una única razón, para conectarnos con Dios, para conectarse a sí mismo con Dios. Cuando se para ahí de cara a nosotros, en ese instante muere la oración y Dios se va. No quiero su contacto ocular, sus bien preparadas sonrisas, su mejor imitación de un pastoral Mr. Rogers[2] o (en el peor de los escenarios) su distribución a diestra y siniestra de felicitaciones, con erupción de aplausos.

No quiero ver al sacerdote ceder a la tentación de la "opcionitis", como un bien intencionado alcohólico que se abandona a un bien aprovisionado licorero. No quiero experimentar el shock, casi fatal, de descubrir que, esta semana, el joven sacerdote que celebra “el reverente Novus Ordo” está enfermo o de viaje o de vacaciones, y de que la Misa será dicha por un sacerdote visitante llegado de un ashram de India, o de una casa de retiros jesuita, o de un hogar para iconoclastas jubilados.

Estoy harto, para siempre, de ver a lectores laicos, no revestidos, levantarse de los bancos y subir al presbiterio, como si la Palabra de Dios no fuera en nada diferente de leer una historia del diario, como si -contra los testimonios del Antiguo Israel y de su continuación y culminación, la Iglesia católica- no se necesitara, de parte de quien osa tocar el libro y pronunciar las palabras divinas con sus labios, ni un encargo especial ni consagración alguna ni vestidura sagrada.

Estoy harto de ver -y tengan la seguridad de que ello volverá, una vez que termine el COVID-19- el ejército de viejas señoras que se acerca marchando a hacerse cargo de la distribución de la Comunión, como si fueran absolutamente dueñas del lugar y tuvieran derecho a manipular el Cuerpo y la Sangre de Dios. Siempre me ha repugnado ver a esta casta pseudo-sacerdotal tomar, sin saber bien qué hace y como si se tratara de tarjetas de bingo, aquello que ha producido temor y temblor a todos los cristianos a lo largo de los siglos, cuando los hombres creían en el Santísimo.

No quiero tener nada que ver con una paz hobbesiana de todos contra todos (he ahí una maravilla del COVID-19: el darse la mano con bonhomía desapareció).

No renunciaría a la libertad de orar, de meditar, de dejarme llevar por Cristo, mi Señor, a cambio de un vergonzoso jamboree[3] de colectiva auto-celebración, con su modo estrictamente reglamentado de “participar activamente”. Nunca me enteré de lo que era participación hasta que descubrí la Misa tradicional. Ella me enseñó, en un nivel más profundo que el de la catequesis, lo que la Misa es realmente, y cómo puedo entrar en ella mediante la adoración, la contrición, la súplica y la acción de gracias.

Ahora que he pregustado el cielo y visto un instante el culto que dan los ángeles, ahora que me he conectado de nuevo con mis predecesores de siglos, puestos de rodillas y mirando hacia arriba, al altar, envuelto en el manto de mil años de ritual, no podría jamás nunca volver atrás.

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[1] Nota de la Redacción: Boomer es un término coloquial para nombrar a un “baby boomer”, una persona nacida durante el gran aumento de la natalidad ocurrido después de la Segunda Guerra Mundial. Esa generación incluye a todos los nacidos entre 1946 y 1965 y es aquella que vio el cambio de la Misa durante su adolescencia o que tiene de ella sus primeros recuerdos. 

[2] Nota de la Redacción: Mister Rogers hace alusión a Fred Rogers (1928-2003), un presentador de televisión estadounidense, escritor, productor y ministro presbiteriano célebre por ser el creador, anfitrión y conductor de una serie de televisión llamada “El vecindario de Mr. Rogers” (Mister Rogers' Neighborhood), que se transmitió entre 1968 y 2001.

[3] Nota de la Redacción: jamboree es un gran campamento festivo de niños scouts.

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