lunes, 28 de septiembre de 2020

Domingo XVII después de Pentecostés

Miniatura de Evangeliario de Ada
(Imagen: Wikicommons)

El texto del Evangelio de hoy es el siguiente (Mt. 22, 34-36):

“En aquel tiempo: Llegáronse a Jesús los fariseos, y le preguntó uno de ellos que era doctor de la Ley, para tentarle: Maestro, ¿Cuál es el mandamiento más grande de la Ley? Jesús le dijo: Amarás al señor, tu Dios, de todo tu corazón, y de toda tu alma, y de todo tu entendimiento. Este es el mayor. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos pende toda la Ley y los Profetas. Y, reunidos los fariseos, preguntóles Jesús: ¿Qué pensáis del Cristo? ¿De quién es hijo? Dícenle: De David. Replicóles: Pues ¿cómo David, en espíritu, le llama Señor, diciendo: Dijo el Señor a mi Señor, siéntate a mi derecha, hasta que ponga tus enemigos por peana de tus pies? Pues, si David le llama Señor, ¿cómo puede ser hijo suyo? Y ninguno le pudo responder palabra, ni nadie desde aquel día se atrevió a hacerle más preguntas”.

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En el mundo contemporáneo, muchos tienen un claro desprecio por el Derecho, que se expresa, en parte, en las leyes dictadas por el Estado: “mentalidad jurídica, estrecha”, suele decirse. Para desacreditarlas, suele oponerse a estas leyes la idea de “justicia”, término amplio en sí mismo y usado de modo suficientemente vago como para hacerlo coincidir con aquellas cosas que a cada cual le gustan o le convienen. Es cosa de observar cualquiera de las muchas manifestaciones de protesta que hoy se llevan a cabo en las ciudades de todo el mundo: no importa que en muchas de ellas se violen leyes de protección a los derechos de los demás (su propiedad, su trabajo, su calidad de vida o su misma vida e integridad física) si todo ello se hace en nombre de la “justicia”. Es como si se dijera “viva la justicia, muera la ley”.

De manera análoga, muchos cristianos aspiran a sacudirse de encima las leyes de Dios, expresadas en los Mandamientos, invocando para ello el “amor de Dios”, concepto amplio, magnífico, que posee incluso un toque romántico. Y para ello se apoyan en lo que hoy nos dice el Señor: “De estos dos mandamientos pende toda la Ley”. Esto es interpretado por ellos en el sentido de que basta con que uno ame a Dios y al prójimo, sin tener que preocuparse por los demás Mandamientos ni por los preceptos morales concretos que derivan de ellos.

Evidentemente, para quien quiere vivir cómodamente, resulta mucho más fácil decir “amo a los demás”, que decir “no miento, no hurto, no deseo la mujer de mi vecino”. Pareciera que “amando al prójimo”, la mentira, el hurto y el adulterio dejan de ser importantes. Si cumplo con lo principal, estoy a salvo de que se me imputen cuestiones de importancia secundaria.

Ese “amor a los demás” es, sin embargo, de las cosas más sospechosamente fáciles de cumplir. Amar a los indígenas de la Amazonia, por ejemplo, y otros pueblos oprimidos, y “apoyar sus reivindicaciones”, suele ser, más que un deber, un verdadero placer o un motivo para salir a protestar alegremente a las calles. Por cierto: no se tiene a la vista ningún indígena amazónico real y concreto, de los cuales habrá muchos antipáticos o tan agresivos que, si nos tuvieran a su alcance, nos atravesarían con sus flechas. Y así se da la estupenda posibilidad de “amar” a un prójimo abstracto y lejano mientras se viola la ley que manda pagar imposiciones a la empleada doméstica, o las ordenanzas municipales que ordenan no atormentar a los vecinos de barrio con fiestas excesivamente ruidosas, o las normas legales que prohíben maltratar a la propia mujer o al propio marido.

(Imagen: El Catolicismo)

Es obvio que la Escritura hace imposible, a quien quiere escaparse del cumplimiento de las normas morales, realizar estas interpretaciones tan “consoladoras” del “amor a Dios y al prójimo”. Y lo hace dándole un contenido concreto a ese “amor a Dios”. Léase, por ejemplo, lo que escribe San Juan Apóstol -el “Apóstol del amor”, que ha dicho que “Dios es amor” (1 Jo., 4, 7)-: “Conocemos que amamos a los hijos de Dios en que amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos. Pues éste es el amor de Dios, que guardemos sus preceptos” (1 Jo., 5, 2-3). Y, ¿Cuáles son esos preceptos? Jesús, en su respuesta a alguien que se lo preguntó, menciona algunos de los Mandamientos de la Ley de Dios contenidos en el Decálogo: “No matarás, no adulterarás, no levantarás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre” (Mt. 19, 18-19).

La cuestión es, pues, suficientemente clara: no puede nadie evadir el cumplimiento de las normas morales bajo el pretexto de que cumple la primera y más importante de ellas, el “amor a Dios”.

Podría argumentar alguien: “Es que a Dios no le interesa el detalle, la minucia; El es muy grande y misericordioso”. Pero, no: sí le importa. Jesús ha dicho: “Muy bien, siervo bueno y fiel; has sido fiel en lo poco, te constituiré sobre lo mucho; entra en el gozo de tu Señor” (Mt. 25, 21). Es en el cuidado del detalle, por lo demás, donde se muestra el verdadero amor, el amor delicado, que cala hondo en la vida cotidiana. Sin estar atento al detalle, el amor se esfuma rápidamente, casi sin que uno se dé cuenta.               

domingo, 20 de septiembre de 2020

Domingo XVI después de Pentecostés

Miniatura de Evangeliario de Ada
(Imagen: Wikicommons)

 El texto del Evangelio de hoy es el siguiente (Lc. 14, 1-11):

“En aquel tiempo: Al entrar Jesús un sábado a comer en casa de uno de los principales fariseos, le estaban acechando. Y he aquí que un hombre hidrópico se puso delante de Él. Y Jesús, dirigiendo su palabra a los Doctores de la Ley y a los Fariseos, les dijo: ¿Es lícito curar en sábado? Mas ellos callaron. Entonces, tomando Jesús a aquel hombre de la mano, le sanó y le despidió. Dirigiéndose después a ellos, les dijo: ¿Quién de vosotros hay que, viendo su buey o su asno caído en un pozo, no le saque luego aun en día de sábado? Y a esto no le podían replicar. Observando también cómo los invitados escogían los primeros asientos en la mesa, les propuso una parábola, diciéndoles: Cuando fueres convidado a bodas, no te sientes en el primer lugar, no sea que haya allí otro convidado de más distinción que tú, y venga aquél que os convidó a entrambos, y dirigiéndose a ti te diga: Deja a éste el sitio; y entonces tengas que ocupar el último lugar con vergüenza tuya. Pues, cuando fueres llamado, ve y siéntate en el último puesto, para que, cuando venga el que te convidó, te diga: Amigo, sube más arriba. Entonces serás honrado delante de los demás comensales; porque todo el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado”.

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La situación que describe el evangelista en este pasaje, es una en que se podría haber esperado un grave enfrentamiento entre el Señor y sus enemigos. Los fariseos y doctores de la ley se han congregado en casa de uno de ellos porque éste ha convidado a Jesús a comer. Y, como dice el texto, fueron ahí a acecharlo. Jesús lo sabe porque lee sus corazones, y se da cuenta de que no está rodeado de afecto, sino de odio, y que en cualquier momento esos hombres engreídos y seguros de sí lo atacarán. 

Pero el Señor no da lugar a que brote la disputa. Con ello quiere, quizá, agradecer a su anfitrión que, aunque fariseo -Él ha venido a buscar no a justos sino a pecadores como éste-, lo ha invitado, ha preparado una cena y lo atiende. Y el Señor tiene la delicadeza de impedir que la cena se agríe y transforme en un fiasco.

Son varias las lecciones que podemos recoger de este Evangelio. Pero hay una que, en los terribles momentos de rivalidades, desunión, deslealtades y odios que vive la Iglesia, es especialmente importante.

En el milagro que realiza Jesús, la curación del enfermo es presentada por el Señor en tales términos que se revela como un modo absolutamente razonable de actuar, como algo que aparece tan lógico y prudente que evita que surja el altercado: cualquiera de esos fariseos, en día de sábado, correrá a impedir que se ahogue su buey o su asno. Aquí no hay lugar a complicaciones religiosas, no hay espacio para filigranas legales: es obvio que rescatar un animal de ahogarse es conveniente y prudente desde cualquier punto de vista que se lo mire. ¿Acaso podría Dios mandar en la Ley algo que tan irracional y absurdo como pedir que se deje al animal perecer a vista y paciencia de su dueño? Jesús, diestramente, transfiere este problema, que tiene muchas facetas, al terreno de lo obvio y lo evidente, y desarma así a quienes estaban listos a saltar sobre Él para acusarlo de violar el sábado.

En otras palabras, el Señor presenta aquí su enseñanza con tal mansedumbre, que deja a sus enemigos sin armas para atacar: y la enseñanza de Jesús es una que los doctores de la ley ciertamente conocían. Porque, en efecto, en el profeta Oseas se lee: “Pues prefiero la misericordia al sacrificio, y el conocimiento de Dios al holocausto” (Os. 6, 6). En otra oportunidad, diferente de esta cena que el Señor no quiere arruinar, Él no había dudado en enrostrarles ese texto: “Si entendierais qué significa 'Misericordia quiero, y no sacrificio'” (Mt. 12, 7). Pero no aquí.

Curación del hidrópico (mosaico de la Catedral de Monreale, Italia, siglo XII)
(Imagen: Pinterest)

Jesús -y ello apenas necesita ser recordado- tenía toda la razón de su parte. Pero expuso su doctrina de tal modo que, en vez de anotarse un triunfo dialéctico más y de aparecer victorioso en la disputa, en vez de humillar -muy merecidamente, por lo demás- a sus adversarios, busca atraerlos y convencerlos con una argumentación tan fácil como obvia.

Desgraciadamente, no siempre la verdadera doctrina es expuesta, en la Iglesia de nuestros tiempos, de este modo admirable. Es cierto que las opiniones heterodoxas que hoy menudean hasta en las más altas esferas son de tal calado que hacen surgir en los corazones católicos las reacciones más comprensibles y justicieras. Pero con demasiada frecuencia éstas van expuestas con una ira y una violencia que las hacen incapaces de persuadir a los equivocados y, más bien, generan en ellos una reacción igualmente iracunda y violenta que agrava el caso.

San Pedro, que seguramente ha de haber sido testigo de la escena que el Evangelio narra hoy y ha de haber quedado igualmente impresionado que nosotros, habrá de escribir posteriormente en su primera epístola, “estad siempre prontos para dar razón de vuestra esperanza a todo el que os la pidiere; pero con mansedumbre y respeto y en buena conciencia”( I Pe 3, 15-16).

viernes, 18 de septiembre de 2020

Soberbia y repetición en la liturgia

Les ofrecemos hoy un artículo del Prof. Augusto Merino Medina, conocido por nuestros lectores, donde se aborda el sentido que tenía la eliminación de reiteraciones en la liturgia romana. Deliberado o no, el resultado fue atenuar el carácter propiciatorio de la Misa, ocultando uno de sus fines a los fieles. Algo similar acabó pasando con los fines latréutico e impetratorio, quedando el Santo Sacrificio representado como una cena donde la comunidad se reúne para dar gracias a Dios, sin unirse real, verdadero y sustancialmente con su Muerte en el Calvario. Se trata de un texto que hace pensar si de verdad el resultado de la reforma litúrgica fue un provecho para los fieles. 

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Soberbia y repetición

Augusto Merino Medina

De las muchas calamidades que se infligió al rito romano de la Misa durante la supuesta “reforma” posconciliar (que fue, en realidad, su “destrucción” posconciliar), hay una que quisiéramos comentar aquí por las gravísimas consecuencias que tuvo.

En el texto de la Constitución sobre la Sagrada Liturgia se lee: “Los ritos deben resplandecer con una noble sencillez; deben ser claros en su brevedad, y eviten las repeticiones inútiles” (núm. 34).

¿Qué es una repetición inútil? Así como es clara la idea de repetición, no lo es la de su inutilidad, porque la vida misma está llena de repeticiones inútiles que nadie, en sus cabales, se atrevería a criticar, y mucho menos suprimir. Las veces que un enamorado dice “te quiero” a quien ama (o las veces que una madre se lo dice a su hijo), ¿alcanzará, después de cierto número de repeticiones, la calidad de “inútil”? Para juzgar esa calidad, ¿qué cantidad de repeticiones será suficiente? ¿Debiera estimarse que, en un determinado momento, la expresión de un sentimiento intenso ya no debiera ser repetida ni una sola vez más por “inútil”? En el cortejo, ¿será la mujer (que siempre se rinde por lo que oye) la que decidirá que la declaración ya está suficientemente clara y su repetición, no obstante las variaciones (infinitas) de tono, de voz, de intensidad, de halagüeñas comparaciones (rosa, perla, etcétera), es superflua y no le causa ya efecto alguno? O, para aclarar el punto, ¿deberemos -lo que estaría mucho más a tono con el ambiente en que la “reforma” se dio- echar mano de la segunda ley de la dialéctica materialista, que postula la transformación de los cambios cuantitativos en cualitativos y analizar la cuestión desde esta perspectiva?

Vamos, con todo, a un terreno más próximo. ¿Será porque se trata de “repeticiones inútiles” que se ha dejado de rezar el rosario, o que ya nadie usa y ni siquiera conoce las letanías lauretanas? Parece que no, porque cada vez hay más “espíritus libres” dispuestos a repetir “om” y otros “mantras” hasta la extenuación y el sueño (que es en lo que suelen terminar esas “meditaciones”, como comprobó el propio Heidegger, en una época en que se interesó en el budismo zen). Entonces, ¿qué?

(Imagen: Pinterest)

No faltará el avispado que diga que a Dios no es necesario repetirle nuestras peticiones, citando probablemente a Jesús, quien dice (Mt. 6, 7): “Y orando, no seáis habladores, como los gentiles, que piensan ser escuchados por su mucho hablar”. Pero lo que aquí nos enseña el Señor es a ser sobrios en el hablar, así sea con Dios, recogiendo la antigua sabiduría de Israel: “No abras inconsideradamente tu boca, ni sea ligero tu corazón en proferir palabras delante de Dios; porque Dios está en el cielo, y tú en la tierra; por eso, sean pocas tus palabras” (Eclesiastés 5, 1; trad. de Straubinger. La primera edición de la Biblia de Jerusalén, de 1956, traduce la última oración de este versículo del siguiente modo: “Donc sois sobre de discours”). Es improbable (no imposible) que haya alguien tan osado o tan necio como para sugerir que la liturgia de la Iglesia romana, antes de su destrucción postconciliar, carecía de sobriedad, especialmente cuando se la compara no ya con las liturgias paganas, sino incluso con las demás liturgias cristianas.

Por otra parte, es también probable que alguien traiga, desubicadamente, a colación aquello que agrega Jesús en el mismo pasaje: “No os asemejéis, pues, a ellos [los paganos], porque vuestro Padre conoce las cosas de que tenéis necesidad antes de que se las pidáis” (Mt. 6, 8). Al respecto, C.S. Lewis, en su artículo “Trabajo y oración”, escribe lo siguiente:

“El argumento contra la oración […] dice lo siguiente: lo que uno pide, o bien es bueno para uno y para el mundo en general, o bien no lo es. Si es bueno, un Dios bueno y sabio lo hará de todos modos. Si no lo es, entonces Él no lo hará. En cualquier caso, la oración es superflua. Pero si resulta que este argumento es correcto, será un buen argumento no sólo contra la oración, sino también contra toda forma de acción. En cada acción, tal como en cada oración, uno trata de alcanzar ciertos resultados, que pueden ser buenos o malos. ¿Por qué, entonces, no argumentar, tal como hacen los opositores a la oración, que si el resultado es bueno, Dios hará que ocurra sin necesidad de nuestra participación, y que, si es malo, Dios lo impedirá, hagamos lo que hagamos? ¿Para qué lavarse las manos? Si Dios quiere que estén limpias, lo estarán sin necesidad de que nos las lavemos. Y si Él no lo quiere, permanecerán sucias (como lo descubrió Lady Macbeth) aunque usemos muchísimo jabón. ¿Para qué pedir que nos pasen la sal? ¿Para qué ponerse los zapatos? ¿Para qué hacer cualquier cosa?”.

Pero, despejado este punto y el de la supuesta falta de sobriedad de la liturgia romana, acerquémonos todavía un poco más a lo nuestro. ¿Cuál, de todas las repeticiones de gestos y palabras que figuraban en el rito milenario de la Misa, es la que parece ser el blanco más importante de esta impía poda practicada con las “repeticiones inútiles”? Se fueron las repeticiones tri-partitas del “Kyrie/Christe eleyson” (quizá por su excesivo carácter trinitario, poco amable con la sensibilidad arriana de muchos de los “expertos” litúrgicos). Partieron también las señales de la cruz hechas por cada uno sobre sí mismo (final del Gloria, del Credo, del Sanctus), o por el sacerdote sobre las especies eucarísticas. Partieron las muchas genuflexiones. Partieron también los muchos besos al altar. Pero, en rigor, a pesar de todo esto, todavía podría haberse conservado indemne la esencia misma de la Misa. ¿Cuál fue, entonces, el verdadero blanco al que se apuntó? Fue el ofertorio en su conjunto. Y ¿por qué?

Algunos explicarán su supresión por el deseo confeso de los “reformadores litúrgicos” de depurar la Misa de las “excrecencias” medievales que se le fueron añadiendo a lo largo de los siglos de la Alta Edad Media, entre las cuales la más importante fue, precisamente el Ofertorio. Pero no se trata de una “simple” excrecencia más, como podría considerarse que son las oraciones al pie del altar, o la recitación del Ultimo Evangelio. Si se examina someramente las oraciones que lo componen, se advertirá que prácticamente todas ellas rezuman la idea de “sacrificio”: “Recibe, oh Padre Santo […] esta hostia inmaculada que […] ofrezco a Ti, que eres mi Dios vivo y verdadero, por mis innumerables pecados, ofensas y negligencias, y por todos los presentes y también por todos los fieles cristianos vivos y difuntos; a fin de que a mí y a ellos nos aproveche para la salvación y la vida eterna”; “Ofrecémoste, Señor, el cáliz de la salud […] por nuestra salvación y por todo el mundo entero”; “Recibe, Trinidad Santa, esta oblación […] para que […] a nosotros nos aproveche para la salvación”. 

En realidad, toda las preciosas oraciones del Ofertorio están empapadas de la idea de sacrificio. Pero no sólo eso: se alude en ellas -y este es el quid del asunto- a un sacrificio “propiciatorio”, que es el concepto que constituye la verdadera piedra de toque del rechazo protestante a la concepción de la Misa como sacrificio. Cranmer, el gran reformador protestante inglés, decía, respondiendo a un oponente: “Me interpreta mal [al decir] que yo niego el sacrificio de la Misa […] La controversia no se refiere a si la sagrada comunión es o no un sacrificio (porque en esto el Dr. Smith y yo estamos de acuerdo con el citado Concilio de Éfeso), sino a si se trata o no de un sacrificio propiciatorio […]” (Works, Cambridge, Parker Society, 1844, t. 1, p. 363, apud Cekada, A., Work of Human Hands, West Chester, Ohio, SGG Resources, 2015, 2a ed., p. 109).

El asunto queda, pues, perfectamente claro. El hecho de que el Ofertorio es como un primer ofrecimiento de la Sagrada Víctima, que se repite después en el Canon, fue presentado como una duplicación previa e innecesaria de algo que se hace posteriormente en el Canon, por lo que aquel pasaje de la Sacrosanctum Concilium sobre las “repeticiones inútiles” (que parece haber sido puesto allí -como una bomba de tiempo- con la sola intención de justificar luego la supresión del Ofertorio con todas sus consecuencias teológicas) se invocó aquí y, de un golpe, se acabó con la molesta proclamación de la Misa como “sacrificio propiciatorio”, que la programada supresión del Canon romano (salvado a último momento por Pablo VI) habría hecho desaparecer sin dejarse huella alguna. Pero aunque esa supresión fue un objetivo de los “reformadores litúrgicos” que no pudo cumplirse tan limpiamente como era su propósito, se logró de todos modos oblicuamente por la desaparición en la práctica del Canon romano, reemplazado casi universalmente por la “Plegaria Eucarística II”, en la cual se evita cuidadosamente el concepto de “sacrificio propiciatorio”.

(Foto: Pinterest)

Cabe preguntarse: si el Ofertorio no ofreciera una parte de la Misa de contenido teológico tan fundamental, los “reformadores litúrgicos” ¿hubieran emprendido la impía tarea de podar las “inútiles repeticiones” que encontramos en la Misa? Muy probablemente no, porque si se suprimió la reiteración del Kyrie y otros elementos, todo se hizo a fin de poder justificar con ello también la supresión del Ofertorio, como una repetición o una “excrecencia” más.

Cuando se mira este aspecto de la “reforma litúrgica” se encoge el corazón ante el espectáculo de la soberbia que llevó a la supresión, en el Novus Ordo de la Misa, de tantos elementos de gran belleza, cargados de sentido y de significación. No se puede menos que ver en todo esto otra manifestación de la soberbia diabólica que dirigió la impía destrucción del rito más sagrado de la fe, del “misterio de la fe”. Pretender que lo que se repite en el rito romano es “inútil” o carente de significado es incurrir en la necedad de que hablamos al comienzo de estas líneas. Y ello es, precisamente, soberbia. Quienes tienen espíritu de niños, tan esencial para entrar al reino de los cielos (“si no os volviereis como niños, no entraréis en el reino de los cielos”, Mt. 18, 3), se encantan con las repeticiones: ¿no piden acaso los niños que se les lea una y otra y otra vez el mismo cuento favorito antes de dormirse? 

Escribe Chesterton en el capítulo “La ética de Elfland” de Ortodoxia

“Porque los niños abundan en vitalidad, porque son de espíritu valiente y libre, quieren que las cosas se repitan y permanezcan siempre iguales. Los niños siempre dicen: “¡Otra vez!”, y los mayores las repiten una y otra vez hasta casi morir de cansancio. Los mayores no son lo suficientemente fuertes como para exultar en la monotonía. Pero quizá Dios sí es lo suficientemente fuerte como para exultar en la monotonía. Es posible que Dios, cada mañana, le diga al sol “¡Hazlo otra vez!, y cada atardecer le diga a la luna “¡Hazlo otra vez!”. Puede que no sea una necesidad automática lo que hace que todas las margaritas sean iguales; puede ser que Dios haga cada margarita por separado, sin haberse cansado nunca de hacerlas. Puede que Dios tenga el apetito eterno de la infancia, porque nosotros hemos pecado y hemos envejecido, pero nuestro Padre es más joven que nosotros”.

domingo, 13 de septiembre de 2020

Domingo XV después de Pentecostés

 

Miniatura de Evangeliario de Ada
(Imagen: Wikicommons)

El texto del Evangelio de hoy es el siguiente (Lc. 7, 11-16):

“En aquel tiempo: Iba Jesús a una ciudad llamada Naín, e iban con Él sus discípulos y una gran muchedumbre. Y cuando llegó cerca de la puerta de la ciudad, he aquí que sacaban a un difunto, hijo único de su madre, la cual era viuda, e iba con ella gran acompañamiento de gente de la ciudad. Luego que la vio el Señor, movido de compasión por ella, le dijo: No llores. Y acercóse y tocó el féretro. Y los que lo llevaban se detuvieron. Dijo entonces: Mancebo, a ti te digo, levántate. Y se sentó el que había estado muerto, y comenzó a hablar. Y lo entregó a su madre. Con esto sobrecogióles a todos gran miedo, y glorificaban a Dios, diciendo: ¡Un gran profeta ha surgido entre nosotros, y Dios ha visitado a su pueblo!”

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Casi todos los milagros que realizó, el Señor los hizo en respuesta a una petición llena de fe, como el de la mujer cananea que, ante la negativa de Jesús a darle lo que pedía, se atrevió incluso a discutir con Él, hasta que su fe logró convencerlo (Mt. 21-28). Y los hizo con tal mansedumbre, delicadeza y bondad que, lejos de atribuírselos a su propio poder, los atribuía a la fe quien se los había suplicado. Pero en el episodio que el Evangelio nos presenta hoy, nadie pide nada, nadie le suplica con fe: es Él quien se conmueve, espontáneamente, con el trágico cuadro con que se encuentra. 

“Movido de compasión por ella”: la conmoción del corazón humano de Jesús ante el dolor de esa pobre madre nos revela la conmoción del corazón de Dios mismo ante la suerte del hombre; corazón que tanto amó “al mundo que le dio su unigénito Hijo” (Jo. 3, 16), y que permitió que el odio y la maldad lo torturaran y destrozaran hasta dejarlo irreconocible (“tan desfigurado estaba su aspecto que no parecía ser de hombre”: Is. 52, 14), a fin de que “todo el que crea en Él no perezca” y para que, aun si hubiere perecido, resucite, si cree.

Como todas las acciones del Señor, la que hoy nos presenta este texto es tan rica en preciosas enseñanzas que podría hablarse de ellas sin agotar nunca su contenido. Pero nos parece que, más que la resurrección misma del muerto, suficiente por sí sola para maravillarnos, lo que constituye el centro de la escena es ese Señor profundamente apenado que se ve movido y conmovido por la compasión a hacer algo que nadie le ha pedido, pero que le brota espontáneamente del alma. El centro es ese corazón infinitamente misericordioso de Dios, que se conmueve por el llanto de una mujer, y que se nos lanza al rostro como un verdadero desafío a nuestra fe y a nuestra confianza. ¡Quién podrá dejar de creer en el infinito amor de un Dios que así se nos muestra! ¡Qué pecador podrá imaginarse que el espectáculo de sus pecados más atroces hará retroceder un solo paso, o siquiera vacilar un solo instante, al amor de un Dios dispuesto a resucitarlo de esa muerte en vida que padece sin, quizá, darse cuenta!

Lo que el Evangelio de hoy nos dice es que no hay mal que no se diluya en el mar infinito del amor de Dios ni pecado que su infinito amor no perdone: nada puede hacer el hombre de inmenso que supere la inmensidad del amor de Dios.

La resurrección del hijo de la viuda de Naín

Con una sola excepción.

Porque, para nuestra sorpresa y horror, después de lo que hemos dicho del amor de Dios, hay que agregar que existe un pecado que el Señor no perdonará jamás, ni en esta vida ni en la otra, y es un pecado tan atroz que el Señor lo llama “blasfemia”: la “blasfemia contra el Espíritu Santo” (Mt. 12, 31-32). Los Santos Padres, también asombrados y espantados como nosotros, se han detenido a hablar de este pecado que Dios no perdona. Nosotros, aquí, nos limitaremos a mostrarlo a la luz del episodio del Evangelio de hoy: no se le perdonará al hombre el cerrar sus ojos y su corazón a las obras claras e impactantes que el amor de Dios nos ha demostrado en la persona de Jesús. Y es un pecado que no perdona Dios no porque no quiera perdonarlo (Él quiere que todos se salven, como se enseña en I Tim. 2, 4), sino porque el hombre mismo hace imposible que se le perdone: al negar esos testimonios que el Espíritu Santo nos da del amor de Dios, el hombre rechaza las supremas muestras de amor que Dios le ofrece y, con ello, se pone él mismo fuera del alcance de la salvación, se niega a sí mismo la posibilidad de ser perdonado. Cree incapaz al mar de disolver su mísera gota de agua.

Decir “No tengo perdón de Dios” equivale a negar el infinito amor de Dios y, con ello, a ponerse fuera del alcance de ese amor. Se condena por no creer en el amor de Dios.

Pero la Iglesia nos advierte hoy, en el texto de la Epístola, que el hombre también puede condenarse por abusar del amor de Dios, pensando que, como Dios todo lo perdona, “puedo hacer lo que yo quiera”: Dios no perdona si no hay auténtico arrepentimiento. Por eso, la Epístola nos dice: “de Dios nadie se burla” (Gal. 6, 7). 

sábado, 12 de septiembre de 2020

Ordenaciones en el Instituto del Buen Pastor con un nuevo sacerdote chileno

El pasado sábado 4 de julio de 2020, en medio de la pandemia de COVID-19 que afecta  a todo el mundo, S.E.R. Czesław Kozon, obispo de Copenhague (Dinamarca), ordenó dos diáconos y seis nuevos sacerdotes del Instituto del Buen Pastor. Los clérigos que recibieron la ordenación provienen de Francia, Chile, Colombia y Brasil (véase aquí la lista de los ordenados). La Misa tuvo lugar en la magnífica Iglesia de San Santiago de Illiers-Combray, distrito de Chartes, Francia, y fue posible gracias a la generosidad del párroco, el Rvdo. Olivier Monnier. Como curiosidad, cumple recordar que dicho pueblo, originalmente llamado Illiers, cambió en 1971 su nombre a Illiers-Combray en homenaje a la obra En busca del tiempo perdido de Marcel Proust (1871-1922), cuya acción se desarrolla en el pueblo ficticio de Combray, fuertemente inspirado en Illiers.

Es una gran alegría que el sacerdote chileno que recibió la ordenación sea D. Juan Pablo Donoso Martín, licenciado en Derecho por la Pontificia Universidad Católica de Chile y abogado, quien por años sirvió como maestro de ceremonias en las Misas que organiza cada domingo y fiesta de precepto la Asociación de Artes Cristianas y Litúrgicas Magnificat. Con su ordenación, el Instituto del Buen Pastor cuenta con dos sacerdotes chilenos. El otro es el Rvdo. Adolfo Hormazábal, que se encuentra incardinado en el Distrito de Colombia y de cuya ordenación dimos cuenta en una entrada anterior. Nuestra enhorabuena al misacantano y a su familia. Encomendamos su trabajo pastoral y su fidelidad a la Iglesia de Cristo y a la Tradición. 

Les ofrecemos a continuación algunas imágenes de esa ceremonia. 











También hay un registro de video, que compartimos con nuestros lectores. 

Al día siguiente, los nuevos sacerdotes celebraron sus primeras Misas en el oratorio del Seminario San Vicente de Paúl, que el Instituto tiene en la localidad de Courtalain, Francia. Dejamos aquí las fotos de la primera Misa del Rvdo. Juan Pablo Donoso. 







La primera Misa solemne pública del misacantano fue celebrada en la Iglesia del Salvador, en Toledo, España, para la fiesta de Santiago Apóstol (25 de julio), patrono de dicho reino. 
























Un registro de esa Misa se puede visionar en el siguiente video. 

El Rvdo. Juan Pablo Donoso celebró también una Misa solemne en la Iglesia de San Eugenio y Santa Cecilia, en París, el 15 de agosto con ocasión de fiesta de la Asunción de Nuestra Señora. 

Dicha Misa se puede ver integra en este registro. 

Nota de la Redacción: La información de esta nota proviene de Riposte Catholique. Las imágenes corresponden a aquellas que acompañan las noticias publicadas en el sitio del Instituto del Buen Pastor respecto de las ordenaciones y de las primeras Misas. Las fotos de la primera Misa solemne fueron publicados en el sitio de la Iglesia del Salvador de Toledo. Finalmente, la foto de la Misa de la Asunción está tomada la página de Facebook de la Schola Sainte Cécile