jueves, 31 de diciembre de 2015

Liturgia del pandemónium

En una ocasión, el filósofo francés Alain Finkielkraut presentó a Fabrice Hadjadj con estas palabras: "De orígenes judíos, de nombre árabe, por elección católico". Nacido en Nanterre, en 1971, en el seno de una familia judía de raíces tunecinas, cuenta que se quedó «fulgurado delante de un crucifijo de la iglesia de Saint-Séverin, en el centro de París». Se bautizó a los 30 años. Este joven intelectual poliédrico (filósofo, dramaturgo y ensayista) es profesor en un Liceo de la provincia de Toulon. 

Fabrice Hadjadj 

En España, la editorial Nuevo Inicio, de Granada, ha publicado algunos de sus libros. Uno de ellos, aparecido en 2009, se intitula La fe de los demonios (o el ateísmo superado), donde postula que el diablo no quiere un mundo sin cristianismo, sino un cristianismo sin Dios, en un mundo sin Dios, con hombres que se crean autosuficientes. El escritor Juan Manuel de Prada ha calificado dicha obra como "el mejor libro de teología divulgativa que se ha escrito en décadas". 

Para animar a nuestros lectores a su lectura, queremos ofrecerles un fragmento de ese libro que nos parece particularmente sugerente, referido a la liturgia del pandemónium, para recordar que el cambio de año siempre es una oportunidad propicia para volver sobre los Novísimos y reanudar la lucha espiritual.  


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 Francisco de Goya, El aquelarre o El gran Cabrón (1823)


Liturgia del pandemónium
 
Para hacernos percibir mejor el peligro que se cierne sobre nosotros y que se vuelve tanto más terrible cuanto más  salvo nos creemos, nos recuerda Santo Tomás que “el pecado del ángel no supone la ignorancia, sino sólo la ausencia de consideración de lo que se debe, es decir, del orden requerido por la voluntad divina”, y lo compara con “alguien que decide rezar y lo hace sin observar las normas litúrgicas instituidas por la Iglesia”[1]. Este ejemplo siempre me ha asustado.  Nos confirma rigurosamente que lo demoníaco no es tanto querer el mal como querer hacer el bien sin obedecer  a la fuente de todo bien, querer hacer el bien según la propia regla, como un don que pretende no recibir nada, en una especie de generosidad que coincide con el más fino orgullo. No hay en ello una ignorancia especulativa, sino una ignorancia práctica, activa, que se esfuerza en no considerar las mediaciones queridas por el Altísimo para nuestra comunión, para nuestra dependencia de los unos respecto de los otros.  Es oír hablar de reglas litúrgicas, de derecho canónico, de magisterio y el demonio empieza a cocear: lo hace un nombre de su tradicionalismo, más viejo que la tradición, o de su progresismo, más up to date que el mundo futuro. En todo caso, lo hemos visto más arriba, él reza con ardiente fervor: ¡Te conjuro POR DIOS no me atormentes! (Mc 5, 7). Siempre que sea con un misal confeccionado ad hoc, para su uso personal, o para su secta del momento, en una espiritualidad que oscila entre lo masturbatorio y lo orgiástico.

La liturgia del pandemónium no posee la unidad viviente de la de la Iglesia. Cuando pretende ser una se bloquea. Cuando pretende ser viva hormiguea. Como la fe de los demonios no tiene su fuente en la visión de Cristo, sino en la inteligencia natural de cada uno, no se puede hablar con propiedad entre ellos de una sola fe (Ef 4, 16), dependiente del don único de Dios, sino de un conocimiento dividido, que uno puede reivindicar contra otro como fruto de sus propios esfuerzos. Sus creencias son individualistas. Dividualistas incluso. Esta división mutua se complica, en efecto, con una división individual: habiendo desviado el pecado el impulso primordial hacia Dios de su naturaleza, su libre albedrío se vuelve contra su vocación esencial, su voluntad ut voluntas se opone a su voluntad ut natura, porque “el alma del perverso está desgarrada en facciones”[2]. El demonio no puede recogerse. Entonces se divierte. 

 Francisco de Goya, Vuelo de brujas (1798)

¿Cuál es el solo principio unificador de este reino desmigajado, el punto de encuentro litúrgico en el país de Legión? El odio al mismo Enemigo. La filosofía política de Carl Schmitt se le aplica bastante bien al pandemónium. El acuerdo del demonio consigo mismo y con los demás no se realiza más que en razón de ese odio. Sólo remienda su ser por medio de su rabiosa pasión por deshacer la obra del Altísimo. Para ese menester, los diablos entienden como ladrones en feria, con vistas a una rapiña que exige, aunque sólo sea por mor de la eficacia, obrar en conserva. Pero esta asociación de malhechores se disloca en cuanto trata de repartir el botón. La feria se convierte en agarrada. 

Jean-Joseph Surin nos informa, en efecto, de que el infierno se encuentra en una confusión continua”: en un PDG (Professional Development Group) como ése, obsesionado por la productividad, el príncipe esclaviza a los demonios subalternos, especialmente “cuando no consiguen hacer todo el mal que él quisiera”; y éstos, que golpean a su vez a sus propios inferiores, “sólo lo obedecen a su pesar, y en lo que es conforme a su pasión, que es el odio a Dios”[3]. El genio violento de Santa Teresita prolonga la experiencia del gran exorcista (Surin fue el que luchó contra el ejército demoníaco que había tomado posesión de las religiosas de Loudun). En una “pieza piadosa”, El triunfo de la humildad, muestra ella las querellas litúrgicas que desgarran al pandemónium. Beelzebul grita a su príncipe Lucifer:  “Non serviam!... ¿Eres tú quien me ha dado esta divisa y crees que te obedeceré después de haberme negado a abajarme ante Dios?... ¡No! ¡Jamás, jamás!... Aquí cada uno es su propio dueño; por eso tenemos una unión tan grande, nuestras legiones están tan admirablemente entrenadas, por eso nuestros adoradores no cesan de disputar sobre los particulares de nuestros ritos sagrados…Tú sabes mejor que nadie, vieja serpiente astuta, que la discordia es la marca de tu realeza… Nuestro único punto de acuerdo es el odio implacable que profesamos a los mortales. Es verdad que eso no nos impide llamarlos muy queridos amigos nuestros…”[4].

Francisco de Goya, El aquelarre (1798)

La ejemplaridad de Lucifer se vuelve contra él, pues se fundamenta en la desobediencia. Diciendo a su vez: No serviré, se le sirve tanto como se le perjudica. Cada uno es su esclavo en la medida en que cree ser el único dueño. Cuando se desobedece a Dios se le obedece a él. Cuando se le desobedece a él, se sigue también su ejemplo, aun cuando sea “para condenación suya”, literalmente. Obtiene un mal de ello para sí mismo, pero se satisface contra Dios. De todas formas, lo que le produce placer no puede, por otro lado, más que causarle sufrimiento. Tiene razón el padre Bonino cuando escribe: “Prefirió seguir siendo el primero en un orden inferior que llegar a ser uno entre tantos en un orden superior”[5]. El hombre que peca, como decía San Bernardo, se hace súbdito suyo: al perder esa gracia que lo eleva por encima de su naturaleza cae por debajo de la naturaleza angélica, incluso de la viciada. Pero decir sólo eso sería perder de vista lo que constituye la fascinación del mal, es decir, ese “bien negativo” que el pecado proporciona a quien sea. Porque si yo lo elijo resueltamente no es porque quiera ser súbdito de Satán. Tras ese sometimiento hay otra cosa, como una especie de democracia, digamos de liberación, aunque fuera una caída en la vida: “Aquí cada uno es su propio dueño”, dice Beelzebul.

Para entender esta situación hay que pensar el pecado de manera metafísica. Dios es Causa primera del ser. Toda obra buena, es decir, abierta a la plenitud del ser, la realizamos, pues, con él, bajo su impulso último. Por el contrario, a la obra mala, es decir desviada por una carencia de ser, el Creador le confiere su parte de positividad, pero su parte de negatividad, propiamente pecaminosa, no procede más que de mí, criatura sacada de la nada y capaz de aniquilar en mí el influjo del ser. Por ejemplo, la fuerza de mis brazos se basa en última instancia en la bondad del Creador que quiere que me sirva de ellos para ayudar el pobre; pero, si yo los empleo para degollarlo, desvío el impulso de dicha fuerza, arruino su plenitud en la comunión (con Dios así como con el prójimo), es decir, en una existencia más dilatada. Y esa desviación se debe sólo a mí mismo. Tal es la delectación que procura el mal: yo no puedo ser causa primera del ser, pero puedo ser causa primera de la nada. En lugar de ser hijo en este universo, a la vez el más trágico y el más gozoso, prefiero reinar sólo en un mundo virtual. Así ocurre cuando me siento lesionado, acuso a los demás y me niego a reconciliarme con ellos: sufro y no alcanzo a más que a hurgar en mi herida, pero disfruto viéndome en un pequeño mundo ilusorio donde me alzo como juez supremo. Ello implica, sin duda, en alguna parte de mi naturaleza, cierta enfeudación al diablo. Pero aun cuando este último me haya tentado, sólo yo soy formalmente responsable de la culpa (si la culpa no procediera de mi voluntad, yo no sería culpable) y él no puede retirarme el mezquino placer de reinar sobre mis quimeras. 

 John Martin, Pandemónium (1841)

Así, pues, en el infierno, reza cada uno por su cuenta, por sí solo, con una oración que pretende saber exactamente lo que a él le hace falta. Y cuando se reza por los demás (¿por qué no?) es porque uno los representa y para obtenerles un bien que se ha decidido por y para ellos —por ejemplo, alojarse en unos puercos…—. Pero, en ocasiones, también rezan todos juntos si es para rechazar una ofensiva del Santo. La liturgia demoníaca es unas veces masiva y otras dispersa. Cuando se trata de oponerse al Verbo hecho judío, es una fascinante ceremonia de Núremberg. Cuando la cosa es codiciar el bien propio, es una formidable cacofonía. Pulverización libertaria en el amor propio, solidificación totalitaria en el odio a Dios. Orgía impersonal en funcionamiento, competencia feroz entre individuos. Así es la pulsación infernal.  

Nota de la Redacción: El texto reproducido está tomado de Hadjadj, F., La fe de los demonios (o el ateísmo superado), trad. de Sebastián Montiel, Granada, Nuevo Inicio, 2011, pp. 85-89. Un interesante reportaje sobre el autor, publicado en español, puede consultarse aquí



[1] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologica, I, 63, 1.

[2] Aristóteles, Ética a Nicómaco, IX, 1166 b.

[3] Jean-Joseph Surin, Triomphe de l’amour divin sur les puissances de l’Enfer, seguido de Science expérimentale de choses de l’autre vie (1653-1660), Grenoble, Jerôme Million, 1990, p. 360.

[4] Santa Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz, Théâtre au CarmelParís, Cerf-DDB, 1985, p. 252.

[5] Serge-Thomas Bonino, Les anges et les démons, París, Parole et Silence, 2007, p. 211.

Actualización [26 de marzo de 2016]: El sitio Alfa y Omega reproduce, traducida al español, la conferencia impartida hace algunos días por Fabrice Hadjadj en la Fundación De Gasperi (Roma) según la versión publicada en el periódico francés Le Figaro. Ella se intitulaba "Los yihadistas, el 11 de enero y la Europa del vacío", y ahí hacía presente que demasiada buena conciencia y ceguera está conduciendo al suicidio de Europa, ciertamente construida sobre raíces cristianas.

Actualización [4 de abril de 2016]: El sitio Religión en libertad ofrece la traducción de la entrevista dada por Fabrice Hadjadj con ocasión de su último libro, intitulado Résurrection, Mode d'emploi, donde ofrece una magnífica meditación sobre el insondable misterio de la salvación. 

martes, 29 de diciembre de 2015

La reforma litúrgica (III)

En la tercera parte de esta entrega sobre la reforma litúrgica, don Augusto Merino Medina aborda la situación actual y las líneas para el futuro inmediato. En una siguiente entrada ofreceremos también el anexo que el autor agregó a su trabajo. 

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La reforma litúrgica (III)

Prof. Augusto Merino Medina


4. La situación actual y líneas para el futuro inmediato

Las consecuencias del Concilio Vaticano II son tan enormes que resulta difícil, a sólo 50 años de su finalización, una evaluación de lo ocurrido. Sin embargo, un análisis del ámbito litúrgico, al menos, sugiere que puede aquí aplicarse el viejo adagio: “la práctica va más allá de la norma”.

Al respecto, es interesante consignar algunas opiniones que, sobre las consecuencias litúrgicas del Concilio, expresaron algunas personas que no sólo lo vivieron como actores, sino que fueron partidarias de las reformas.

 P. Louis Bouyer, C.O.

Quizá la más importante es la del P. Louis Bouyer,  miembro del Movimiento Litúrgico pre-conciliar, liturgista importante del siglo XX, miembro del Consilium, y gran amigo de Pablo VI, que lo admiraba y quiso hacerlo cardenal. Bouyer escribió ya en 1968: “Una vez más deberíamos hablar llanamente: hoy no hay prácticamente ninguna liturgia digna de ese nombre en la Iglesia Católica” [1]. Y en 1975, Bouyer  escribió: “La liturgia católica fue abolida con el pretexto de hacerla más aceptable a las masas “secularizadas” pero, en realidad, para adecuarla a los caprichos que los religiosos lograron imponer, por las buenas o por las malas, al resto del clero. El resultado no se hizo esperar: un súbito descenso de la práctica religiosa, que varía entre un 20% y un 40% por lo que se refiere a los antiguos practicantes… y sin señal alguna, de parte de los otros, de interés por esta liturgia pseudo-misionera. Sobre todo, ni un joven de los que se vanagloriaba de haber conquistado con estas payasadas <sic>”[2]. Tan graves como estas apreciaciones son las que Bouyer consigna en sus memorias, publicadas en 2014. En ellas recuerda una conversación con Pablo VI, con posteridad al término de los trabajos del Consilium, acerca de una de las reformas que el Papa se había creído obligado a aprobar, a pesar de estar tan poco convencido de ella como el propio Bouyer. Le preguntó Pablo VI: “Pero ¿por qué se enredaron todos Uds. en esta reforma?”, a lo que Bouyer respondió: “Pues, porque Bugnini nos aseguró que Su Santidad lo quería exactamente así”. El Papa reaccionó inmediatamente: “Pero, ¿cómo es posible? El me aseguró que eran Uds. quienes la habían aprobado unánimemente […]”. Diálogo este en que se alza algo el velo acerca de cómo Mons. Bugnini condujo las reformas [3]. Bouyer, quien se refiere a Mons. Bugnini con gruesos epítetos en sus memorias, añade que, luego que un grupo de importantes teólogos franceses enviara una carta de protesta al Papa por el escándalo de las expresiones sin sentido –cosa hecha evidentemente de modo deliberado- con que se había traducido al francés diversas partes de los textos litúrgicos, cuya fidelidad al original en latín había sido certificada por Bugnini, éste fue depuesto por el Pablo VI de sus funciones [4].

Otro liturgista, el P. Joseph Gelineau, s.j., cuya puesta en música de los salmos alcanzó gran difusión en Chile y otros países hispanoamericanos, escribió lo siguiente sobre la nueva Misa en su libro Demain la liturgie [5]: “No sólo palabras, melodías y algunos gestos son diferentes.  La verdad es que es otra liturgia de la misa. Debe decirse sin ambigüedad: el rito romano como lo conocíamos ya no existe. Fue destruido. Algunas paredes del antiguo edificio cayeron, mientras que otras han cambiado su apariencia, al punto que parecen hoy una ruina o subestructura parcial de un edificio diferente”.

 P. Joseph Gelineau, s.j.

A su vez, Peter Berger [Nota de la Redacción: de quien hemos publicado antes una recensión: ver aquí y aquí], sociólogo luterano, escribió, desde la perspectiva de la sociología de la religión: “Hubo cambios extraordinarios impuestos a los católicos en áreas donde las autoridades podrían haberse movido más circunspectamente. La revolución [sic] litúrgica es el caso más importante, pues toca directamente al corazón de la vida religiosa de millones de católicos. Mencionaré la repentina abolición […] de la Misa en latín, el cambio del altar (el primer cambio reduce la universalidad de la misa; el segundo, su referencia trascendente) y el asalto masivo a gran variedad de formas de piedad popular” [6].

Este mismo autor, en una conferencia dictada en el Harvard Club de Nueva York, el 11 de mayo de 1978, afirmó que “Si un sociólogo claramente malintencionado y dispuesto a dañar todo lo posible a la Iglesia Católica, hubiera sido llamado [por error, obviamente] a asesorar a ésta, difícilmente podría haber hecho un trabajo mejor” que el realizado por los liturgistas reformadores. E insiste Berger en que el único término apropiado para lo que tuvo lugar, es el de “revolución litúrgica”.

Ahora bien, aunque en los primeros años de las reformas a la Misa hubo grandes resistencias por parte de los fieles, acostumbrados al Vetus Ordo, el caso es que la generación que nació hacia la época del Concilio y que, por tanto, no conoció la liturgia pre-conciliar, llegó a la nueva Misa considerándola como la única y la propia, y, en su desconocimiento de aquélla, no ha concebido la posibilidad de otra mejor ni –lo que es más grave- cree necesitarla. Por otra parte, quienes conocieron aquella liturgia anterior, o bien terminaron por acomodarse al Novus Ordo, o bien han comenzado a morirse. Pero el lapso transcurrido desde 1970 ha sido llamado por alguien “la guerra de 30 años”, aludiendo al feroz conflicto bélico entre católicos y protestantes del siglo XVII.

No entraremos aquí en la historia de estos últimos años. Basta decir que en este período no sólo se ha mantenido la celebración de la Misa según el Vetus Ordo por grupos cada vez más numerosos, sino que se ha intentado algo que ha sido denominado “la reforma de la reforma” litúrgica. Este término tiene una doble significación y vale la pena detenerse un momento en él.

 Misa Novus Ordo celebrada ad Orientem en una parroquia de Texas
(Foto: Catholicvs)

En efecto, la Misa Novus Ordo ha sido ella misma víctima del desorden litúrgico generalizado que se desató luego del Concilio por una lectura errónea o incluso sesgada de sus disposiciones [7]. “La reforma de la reforma” como concepto apunta, en primer lugar, a darle al Novus Ordo dignidad y belleza, respetando las nuevas rúbricas, y obedeciendo los mandatos expresos de la SC en cuanto a la música y al uso del latín. Muchos de nosotros hemos sido testigos de la piedad y, simultáneamente, del esplendor que el Novus Ordo puede alcanzar si es celebrado de este modo. El Papa Benedicto XVI, por otra parte, siguiendo fielmente las rúbricas en su celebración de la “forma ordinaria”, y respetando el silencio, el latín y otros aspectos contemplados en la SC, estableció una nueva “criteriología” para el uso de los libros litúrgicos,  y dio lugar a una “interpretación auténtica”, de carácter práctico, de lo dispuesto por la SC.

Pero, por otra parte, no se puede ignorar los defectos de fondo del Novus Ordo, que se refieren a las expectativas incumplidas de los Padres conciliares, a la devaluación de la autoridad de la tradición de la Iglesia, al desconocimiento o descuido de ciertas leyes psicológicas y antropológicas (necesidad humana de experimentar lo sagrado, importancia de la formalidad en los ritos, espacio para el misterio en la vida humana, importancia del silencio, etcétera). Aunque llegue el día en que por doquier se celebre la nueva Misa del modo apropiado, tales defectos seguirán presentes y pidiendo ser corregidos. “La reforma de la reforma”, en este caso, tiene una segunda acepción: se trata de restaurar el Vetus Ordo o “forma extraordinaria”. Pero, como cualquiera puede darse cuenta, no ha llegado todavía el momento para ello. Hay, sin embargo, dos vías abiertas: primero, la celebración del Vetus Ordo en su forma de siempre, aprovechando el Motu proprio Summorum Pontificum  de Benedicto XVI y, segundo, procurando recoger en la “Forma Ordinaria” una serie de ritos de la “Forma Extraordinaria” que no chocan con las actuales rúbricas ni están prohibidos y, sobre todo, recuperando el espíritu (podríamos decir incluso “la teología”) que se hace oración en la Misa tridentina.  Para estos efectos existe incluso un precedente, que está muy cerca de lo que desearon los Padres conciliares: el texto del misal reformado en 1965 (comúnmente llamado Ordo de 1965), de corta duración, que fue dejado de lado cuando se promulgó el misal llamado “de Pablo VI”. Y hace pocos días, el actual Prefecto de la Congregación del Culto, Mons. Sarah, ha sugerido la conveniencia de reincorporar el rito del ofertorio a la “forma ordinaria” y los ritos penitenciales del comienzo.

 Procesión de la Misa con ocasión de la bendición de un nuevo Padre Abad de Fontgombault (2011),
la que fue concelebrada por varios obispos y abades conforme al Ordo de 1965, el que se emplea
en la abadía también para la Misa conventual. 

Hay dos puntos que quisiera abordar finalmente. El primero y más importante, se refiere a aquel propósito pastoral que pareció ser la única finalidad de la SC: promover la activa participación de los fieles en la Misa. Hay aquí muchísimo que se podría decir pero nos restringiremos a lo siguiente: la actividad de los fieles no es lo esencial en la Misa, porque ésta es una acción de Cristo, no de la “asamblea”. Participar significa, entonces, unirse espiritualmente a esa acción esencial del Señor, cosa que no exige tanto una actividad exterior (desplazamientos físicos, gestos, cesión a los laicos ciertas funciones sagradas, etc.), cuanto un desarrollo de la piedad mediante la comprensión, todo lo profunda que se pueda, del significado de la Misa. No se excluye la actividad “exterior”, pero ésta ya estaba en alguna forma realizándose antes del Concilio, en forma, por ejemplo, de respuestas de los fieles al sacerdote en las partes adecuadas (y respuestas en latín, incluso) en lo que se denominó “misa dialogada”, el canto sagrado (no el canto meramente “religioso”), etc. Lo importante, en este aspecto, es que los fieles no adquieran, en virtud de su sacerdocio bautismal o común, el papel protagónico o co-protagónico que le pertenece exclusivamente al sacerdote por su sacerdocio ministerial, en cuya virtud actúa in persona Christi, y ni siquiera parezcan estar compartiéndolo, según un criterio de “co-celebración”, muy presente en el Novus Ordo, particularmente en algunas de sus nuevas “Plegarias Eucarísticas”.

Respecto  al aprendizaje del significado de la Misa exigido por la participación verdaderamente activa de los fieles, ella tenía en el Vetus Ordo un lugar propio e importante, pero subordinado a la acción sacrificial de Cristo. Es lo que antiguamente se llamó la “Misa de los Catecúmenos”, que terminaba con la homilía. Hoy, incluso con los ritos en lengua vernácula, sería difícil afirmar que los fieles comprenden mejor lo que es la esencia de la Misa. Lo que se requiere es una actividad pedagógica que forzosamente ha de tener lugar fuera de la Misa misma, entregada junto con la formación católica de los niños y jóvenes en, por ejemplo, su preparación para algunos sacramentos [8].

Y segundo punto y final, es fundamental emprender, desarrollar y perseverar en una actividad profunda y seria de investigación en temas como la teología litúrgica, la espiritualidad de la liturgia, y su historia (cuyo desconocimiento ha redundado en algunos de los mitos litúrgicos con que hoy se topa uno, de los cuales el más sorprendente y menos justificado es el de la “venerable antigüedad de la anáfora de San Hipólito”, que se pone como base a la Plegaria Eucarística II). Esta debe ir unida a una práctica de la máxima gradualidad y prudencia: uno de los errores de los ejecutores de la SC fue haber descuidado la advertencia de gradualidad, hecha por los Padres conciliares, en el crecimiento “orgánico” de las reformas, produciendo las reacciones –sanas, al cabo- que luego se vieron. Hoy la nueva Misa está ya implantada, y no se la puede desarraigar abruptamente por un golpe de autoridad. Tal cosa sería contradecir los propios principios de que se parte.

 Estatuta de mármol hallada en 1551, la que 
posiblemente representa a Hipólito de Roma

En esto es de imitar la visión de larguísimo plazo y la ejemplar paciencia de los miembros del Movimiento Litúrgico de raíces franco-alemanas de la primera mitad del siglo XX: ya desde la década de 1930 ó 1940 habían trazado una inteligente estrategia para imponer sus puntos de vista, que triunfó finalmente en el Concilio. Porque, y esto es algo que ya nadie podría discutir seriamente, lo que el Concilio dispuso en materia de “reformas” litúrgicas, y lo que el Consilium finalmente llevó a cabo, fue más el resultado de la acción de los peritos, muchos de los cuales estaban imbuidos de las ideas de aquel Movimiento Litúrgico, que de la voluntad de los Padres conciliares.



[1] Cfr. Davies, La nueva misa de Pablo VI, cit., pp. 97-98.

[2] Cf. Bouyer, L., Religieux et clercs contre Dieu,Paris, Aubier Montaigne, 1975, p. 10 (trad. del autor).

[3] Bouyer, Mémoires, cit., p. 203.

[4] Bouyer, Mémoires, cit., pp-203-204.

[5] Gelineau, J., Demain la liturgie, Paris, Cerf, 1976, p. 10 (trad. del autor).

[6] Cf. Homiletic and Pastoral Review, USA February 1979.

[7] El desorden y abundancia de las experimentaciones de nuevos ritos y modalidades, sin la autorización competente, comenzó desde antes de la promulgación por Pablo VI del nuevo Misal. Lo cual es comprensible: desatadas las amarras de la disciplina eclesiástica por lo que se denominó, mediáticamente, “el espíritu del Concilio”, que dejaba atrás la letra del mismo, ya no hubo cómo detener el ansia de novedades. La “libertad” y el “aire fresco” que se creía estar disfrutando rompieron todos los moldes, no sólo en lo relativo a la liturgia. En lo que respecta a ésta, no tuvo mucho efecto la Instrucción Tres abhinc annos, de 1967.

[8] “Sería un error creer que la catequesis de la misa es necesaria únicamente a causa de la antigüedad de una liturgia que se ha vuelto ininteligible para los fieles de hoy: ritos envejecidos, signos disminuidos, idioma desconocido… Este error se traduce en prácticas:  se piensa que cosas como emplear por doquier la lengua vernácula, multiplicar las traducciones a veces dudosas, suprimir los antiguos ritos, inventar paraliturgias, harán inútil la catequesis. No hay nada más falso. Fue durante los primeros siglos, en una época en que no se podía hacer a la liturgia reproche alguno de vejez o de rareza, cuando la catequesis de los ritos se desarrolló con más esplendor. Debido a que la liturgia es un culto divino, ella nos proporciona las riquezas de un misterio, y el misterio exige siempre iniciación”. Cfr. Directoire pour la pastorale de la messe à l’usage des diocèses de France, adopté par l’Assemblée des Cardinaux et Archevêques, núm. 25, noviembre de 1956.

domingo, 27 de diciembre de 2015

Diez razones para seguir la Misa tradicional

A nadie le cabe duda de que a veces resulta prácticamente imposible asistir a la forma extraordinaria del rito romano. Las razones son múltiples y dependen de la realidad de cada fiel. En algunos casos es la propia ciudad, que no ofrece la posibilidad de oír la Santa Misa según el misal romano de 1962, o bien que aquella que existe se encuentra muy distante o en un horario poco accesible para la familia. En otras ocasiones, las dificultades son de índole social y psicológica, por las tensiones con la familia o los amigos o incluso con el sacerdote que puede suscitar la opción preferencial por la Santa Misa tradicional

De ahí que resulte interesante la idea del profesor Peter Kwasniewski, ya asiduo visitante de esta bitácora, y Michael Foley de reunir en un mismo artículo 10 buenas razones para superar estas dificultades y seguir realizando, domingo tras domingo, proezas de logística a fin de llevar a toda la familia al pie del altar de Dios. Este trabajo fue originalmente publicado en inglés en el sitio One Peter Five (New Liturgical Movement da noticia de su publicación) a comienzos del verano boreal, por lo que puede ser útil cuando por estas tierras comienza dicha estación. Con algunas correcciones de estilo, la traducción está tomada de Paix liturgique. 




Diez razones para seguir la Misa tradicional


Peter Kwasniewski y Michael Foley


Haciendo un rápido recuento, podemos enumerar diez buena razones para seguir la Misa tradicional a pesar de los obstáculos que se presentan: 


1. Seréis como los santos



Si se toma en consideración que la Misa tradicional celebrada hasta la reforma de 1970 era, en lo esencial, la de San Gregorio Magno (codificada hacia el año 600), estamos hablando de 1400 años de la vida de la Iglesia, es decir, la mayor parte de la historia de sus santos. Las oraciones, los himnos, las lecturas que han alimentado su fe son las mismas que alimentan la nuestra. Es la Misa de Santo Tomás de Aquino, quien compuso el propio de la fiesta de Corpus Christi, es la Misa a la que asistía San Luis Rey de Francia hasta tres veces por día, es la Misa que sumía a San Felipe Neri en éxtasis de los que era preciso sustraerlo, es la Misa que se celebraba clandestinamente en Inglaterra y en Irlanda en la época de las persecuciones, es la Misa que rezaba San Damián de Molokai en la capilla construida con sus manos leprosas...



2. Lo que es verdadero para nosotros lo es aún más para nuestros hijos

La liturgia tradicional forma la mente y el corazón de nuestros hijos en la alabanza divina mediante la ejercitación de las virtudes de la humildad, la obediencia y la adoración silenciosa. Llena sus sentidos y su imaginación con los signos y los símbolos sagrados, con «ceremonias místicas» como las llamaba el Concilio de Trento. Los pedagogos saben que los niños son más sensibles a las ilustraciones visuales que a los largos discursos. La solemnidad de la liturgia tradicional abrirá a los niños catequizados a la trascendencia y hará nacer en muchos niños varones el deseo de servir en el altar.

3. La Misa universal

La liturgia tradicional no sólo establece un vínculo de unidad temporal entre nuestra generación y las que nos han precedido, sino también un vínculo de unidad espacial entre todos los fieles del globo terrestre. Antes de la reforma litúrgica, era un gran consuelo para los viajeros descubrir que más allá de las culturas y los climas, la Misa era siempre la misma en todas partes, la misma que celebraba el sacerdote de su parroquia y en cualquier parte del mundo. Era también la más evidente confirmación de la auténtica catolicidad de su catolicismo. ¡Qué contraste con ciertas parroquias actuales donde la Misa cambia de un sacerdote a otro y de un domingo a otro...!

 S. Emcia. Revma el Cardenal Zen, obispo emérito de Hong Kong, distribuye la comunión.

4. Sabemos a qué atenernos

La Misa según la forma extraordinaria es una ceremonia centrada en el sacrificio de Nuestro Señor en el Calvario. El silencio, antes, durante y después. Monaguillos varones únicamente. Sólo manos consagradas para tocar el Cuerpo de Cristo. Nada de extravagancias en los ornamentos o la música. En otros términos, la única actividad que el hombre, cuando no se celebra de manera inadecuada, no puede desviar de su único objeto: la alabanza del verdadero Dios. El padre Jonathan Robinson, del Oratorio de San Felipe Neri, en su libro The Mass and Modernity (Ignatius Press, 2005), escrito antes de que se familiarizara con la liturgia tradicional, señala que la atracción principal y perenne de lo que aún era el rito antiguo reside en que ofrece «una referencia trascendente », aunque sea mal celebrada (1). Mientras que, en la misa nueva, nada garantiza «la centralidad del misterio pascual» (2).

5. Es el original

El rito romano tradicional tiene una orientación teo y cristo céntrica patente, manifestada tanto la en la posición ad Orientem del celebrante como en los ricos textos del misal que destacan el misterio trinitario, la divinidad de Nuestro Señor y su sacrificio en la cruz. Como bien lo ha documentado el profesor Lauren Pristas (3), las oraciones del nuevo misal carecen de claridad en la expresión del dogma y de la ascesis católica; en cambio, las oraciones del antiguo misal no tienen ni ambigüedad ni equívocos. Cada vez es mayor el número de católicos que se percatan de hasta qué punto la reforma litúrgica fue precipitada y de cómo conduce a la confusión a causa de sus opciones casi ilimitadas y de su discontinuidad con los catorce siglos anteriores de oración de la Iglesia.

6. Un santoral superior

En los debates litúrgicos, una gran parte de los intercambios se centra, como es lógico, en la defensa o la crítica de los cambios aportados al ordinario de la misa. Pero no se debe olvidar que una de las diferencias más importantes introducidas en el misal de 1970 es su calendario, empezando por el santoral. El calendario de 1962 es una maravillosa introducción a la historia de la Iglesia, en especial, la historia de la Iglesia primitiva, hoy tan frecuentemente olvidada. Está ordenado tan providencialmente que la sucesión de ciertas festividades forma conjuntos que ilustran una faceta particular de la santidad. Por su parte, los creadores del calendario reformado han eliminado o degradado 200 santos, empezando por San Valentín. San Cristóbal, el patrono de los viajeros, ha desaparecido, con la excusa de que no habría existido, a pesar de las innumerables vidas que salva cotidianamente (4). Se ha privilegiado de forma sistemática la ciencia histórica moderna frente a las tradiciones orales de la Iglesia. Esta preferencia científica hace pensar en las siguientes palabras de Chesterton en su obra Ortodoxia: «Es muy fácil comprender por qué una leyenda se considera y debe ser considerada con mayor respeto que una obra histórica. La leyenda es, generalmente, obra de la mayoría de los miembros de la aldea, una mayoría de hombres sanos de espíritu. El libro, por lo general, está escrito por el único hombre loco de la aldea» .

Una de las cinco predelas del retablo del altar mayor del convento de Santo Domingo de Fiesole,
atribuido al Beato Angélico (National Gallery de Londres)

7. Un ciclo temporal superior

El ciclo temporal también padeció alteraciones. Los tiempos litúrgicos son mucho más ricos en el calendario de 1962. Cada domingo del año tiene su contenido propio, que constituye una suerte de marcador para los fieles gracias al cual pueden medir, año tras año, su progreso o retroceso espiritual. El calendario tradicional observa antiguas circunstancias recurrentes, como las Cuatro Témporas o las Rogativas que manifiestan, además de nuestra gratitud hacia el Creador, nuestra sumisión alegre al ciclo natural de las estaciones y de las cosechas. El calendario tradicional no tiene un «tiempo ordinario», expresión muy poco feliz si se considera que después de la Encarnación ya nada puede ser «ordinario»; en cambio, tiene un tiempo después de la Epifanía y un tiempo después de Pentecostés, lo que prolonga el eco de dichas fiestas. Como Navidad y Pascua, Pentecostés, fiesta no menor, tiene su octava durante la cual la Iglesia cuenta con tiempo suficiente para renovar su ardor bajo el influjo del fuego celestial(5). Sin olvidar el tiempo de Septuagésima que ayuda al pueblo de Dios a pasar con suavidad de la alegría de la Navidad al dolor de la Cuaresma. Todos estos tesoros preciosamente conservados nos conectan con la Iglesia de los primeros siglos.

8. Una mejor introducción a la Biblia

La opinión corriente pretende que uno de los progresos principales del Novus Ordo es su ciclo trienal y las lecturas más numerosas que supuestamente ayudan a un mejor conocimiento de la Biblia. Pero con esto se ignora que si bien es cierto que la nueva disposición ha multiplicado las lecturas, también ha destruido el vínculo que las unía en el antiguo misal y que constituía la trama de la Santa Misa domingo a domingo. En materia de lecturas bíblicas, el ordo tradicional responde a dos principios admirables:

(a) En primer lugar, los pasajes no se eligen por su propio interés (con el fin de cubrir la mayor extensión posible de la Escritura) sino para iluminar la festividad particular celebrada.

(b) En segundo lugar, el acento, más que en una mayor alfabetización bíblica de los fieles, está puesto en la «mistagogia». En otras palabras, las lecturas de la Misa no han sido concebidas como un curso bíblico dominical sino como una iniciación progresiva a los misterios de la fe a través de la liturgia. Su número más limitado, su concisión, su pertinencia litúrgica y su repetición anual las convierten en un agente muy eficaz de formación espiritual y en una perfecta preparación para el sacrificio eucarístico.

9. La devoción a la Sagrada Eucaristía

Naturalmente, la forma ordinaria puede ser celebrada con reverencia y devoción y, en el momento de la comunión, puede ocurrir que sólo la distribuyan los ministros ordenados a los fieles en la boca. Pero todos los domingos, en la mayoría de las parroquias ordinarias, se recurre a los ministros extraordinarios para dar la sagrada comunión a los fieles presentes, quienes, en gran medida, la toman, más que la reciben, con la mano. Estas dos actitudes minan profundamente el sacrosanto respeto debido al Santísimo Sacramento y, por ende, la comprensión del misterio eucarístico. Y aun cuando uno comulgue en la boca, poniéndose en la fila del sacerdote en vez de en la del ministro extraordinario, se corre el riesgo de acercarse a Jesús Hostia con el alma distraída, atormentada o incluso, indiferente, lo que no es mejor. Momento de gran solemnidad, tradicionalmente muy edificante para los niños, la comunión termina, de este modo, por convertirse en un momento de agitación y confusión. El olvido de la presencia real de Nuestro Señor en la Sagrada Eucaristía desemboca inexorablemente en la «protestantización» de nuestra relación con Dios. Mientras que el indulto de la comunión en la mano no sea abolido, la liturgia tradicional es la única vía segura para preservar y alimentar nuestra comprensión del misterio de la presencia real de Nuestro Señor Jesucristo tanto en la Sagrada Eucaristía como en la Iglesia y en nuestras vidas de cristianos.

 Ecce Agnus Dei, ecce qui tollis peccata mundi
10. El misterio de la Fe

Si sólo hubiera que quedarse con una razón que justificara la elección de la forma extraordinaria, sería simplemente que ésta es la expresión más perfecta del Misterio de la Fe. Lo que San Pablo llamaban musterion y que la tradición latina designa con los términos de mysterium y sacramentum es todo menos un concepto marginal en la Cristiandad. La increíble revelación de Dios a los hombres, a lo largo de toda la historia y en particular en la persona de Cristo, es un misterio en el sentido más elevado del término: es la revelación de una realidad perfectamente inteligible pero siempre ineluctable, siempre luminosa pero enceguecedora por su misma luminosidad. Las ceremonias litúrgicas que nos ponen en contacto con Dios deberían llevar el sello de su esencia misteriosa eterna e infinita. Por su lengua sagrada, su ordenamiento, su música y la postura del sacerdote, la forma extraordinaria del rito romano tiene, sin duda alguna, ese sello. Al favorecer el sentido de lo sagrado, la misa tradicional conserva intacto el misterio de la fe (6).


NOTAS:

(1) Jonathan Robinson, The Mass and Modernity, Ignatius Press, 2005, p. 307.

(2) Ibid., p. 311.

(3) Collects of the Roman Missal: A Comparative Study of the Sundays in Proper Seasons Before and After the Second Vatican Council, London, T&T Clark, 2013.

(4) La revisión del calendario litúrgico constituyó un capítulo propio de la reforma de la liturgia romana emprendida tras el Concilio Vaticano II. El papa Pablo VI aprobó el calendario revisado y anunció su publicación juntamente con el nuevo Ordo Missae el 28 de abril de 1969. La promulgación de las nuevas normas universales sobre el año litúrgico y el calendario romano general se hizo a través del motu proprio Mysterii Paschalis, datado el 14 de febrero de 1969, aunque sólo fue presentado el 9 de mayo de ese año. El calendario litúrgico sufrió todavía algunas revisiones (como ocurrió también con el misal) antes de aparecer definitivamente en la edición típica del Missale Romanum de 1970. Como complemento de la reforma del calendario, el 24 de junio de 1970 se publicó una instrucción para la revisión de los calendarios particulares y las misas y oficios propios. De esta reforma ha dejado el P. Louis Bouyer (1913-2004) el siguiente testimonio: «Je préfère ne rien dire ou si peu que rien du nouveau calendrier, ouvre d’un trio de maniaques, supprimant sans aucun motif sérieux la Septuagésime et l’octave de Pentecôte, et balançant les trois quarts des saints n’importe où, en fonction d’idées à eux! Comme ces trois excités se refusaient obstinément à rien changer à leur ouvrage, et que le pape voulait vite en finir pour ne pas laisser le chaos se développer, on accepta leur projet, si délirant fût-il!» (Bouyer, L., Mémoires, París, Cerf, 2014, pp. 199-200) [nota de la Redacción].


(5) La tradición oral y también algunos sitios de Internet rescatan una anécdota que se cuenta en Roma, y que podría ser significativa de cómo el propio Papa Pablo VI fue víctima de la precipitación de los reformadores de la liturgia. Un día del año 1970 el Santo Padre fue a oficiar y encontró dispuestos en su sacristía ornamentos verdes. "¿Porqué estos ornamentos?", le preguntó a su secretario. Éste le respondió: "es tiempo ordinario, Santidad". El Papa replicó: "Es la octava de Pentecostés y los ornamentos son rojos". Sorprendido, el secretario le respondió: "Esa octava ha sido suprimida, Santidad". Pablo VI preguntó confuso: "¿Y quien la ha suprimido". El secretario le respondió: "Vuestra Santidad la ha suprimido". Afirman que el Santo Padre se dirigió a su capilla y de rodillas lloró [nota de la Redacción]. 

(6) Durante muchos siglos –e incluso, según Santo Tomás de Aquino, desde los Apóstoles– el sacerdote ha dicho Mysterium Fidei en el momento de la consagración del cáliz.

viernes, 25 de diciembre de 2015

Celebración de la Navidad en Magnificat


"Porque nos ha nacido un niño, nos ha sido dado un hijo que tiene sobre los hombros la soberanía, y que se llamará maravilloso consejero, Dios fuerte, Padre sempiterno, Príncipe de la paz" (Is. IX, 6)


La Asociación de Artes Cristianas y Litúrgicas Magnificat saluda cordialmente a todos sus miembros, fieles, amigos y benefactores y les desea una muy feliz y santa Navidad. 

A continuación encontrarán una selección de fotografías con motivo de la Santa Misa del día de Natividad del Señor, que tuvo lugar el día de hoy, así como de la tradicional recepción navideña que ofreció en su casa nuestro presidente, Dr. Julio Retamal Favereau, para celebrar anticipadamente la ocasión. 

En la edición de El Mercurio de Santiago de hoy aparece asimismo una carta de nuestro presidente sobre el sentido de esta fiesta cristiana, que invitamos a leer. 

Santa Misa de Navidad:








 

Recepción navideña: