domingo, 30 de mayo de 2021

Fiesta de la Santísima Trinidad

Miniatura de Evangeliario de Ada
(Imagen: Wikicommons) 

El texto del Evangelio de hoy es el siguiente (Mt 28, 18-20):

“En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo cuanto Yo os he mandado. Y mirad que Yo estaré siempre con vosotros hasta la consumación de los siglos”.

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El sábado después de Pentecostés, al cumplirse la octava de Pentecostés (inexplicablemente suprimida, con grave perjuicio espiritual, por las supuestas “reformas” hechas después del Concilio Vaticano II), la Iglesia cierra el ciclo Pascual del año litúrgico (los cinco ciclos son el tiempo de Septuagésima, el tiempo de Cuaresma, el tiempo de Pasión, el tiempo Pascual, y el tiempo después de Pentecostés). Así pues, hoy, concluida la realización, en el tiempo histórico, de la obra de nuestra redención, la Iglesia da inicio al último de los mencionados ciclos con la Fiesta de la Santísima Trinidad.

Durante este tiempo, aunque quedan todavía importantes fiestas referidas a las Divinas Personas que van jalonando el paso de los meses hasta el comienzo de Adviento, la Iglesia resalta la celebración de los santos, que son el ejemplo vivo de la redención que el Hijo Encarnado ha obtenido para nosotros (por eso, quizá se podría llamar también a este último ciclo “el tiempo de los santos”). Los santos son el Evangelio puesto en vida, encarnado en las vidas tan disímiles entre sí de los numerosos fieles que nos han precedido en la fe. Se trata de un verdadero “Evangelio en acción”, ilustrado con los ejemplos de tantos hombres y mujeres, hermanos nuestros, que han cumplido, en plenitud, la voluntad de Dios. Porque en eso consiste la santidad: en cumplir la voluntad de Dios. No la voluntad nuestra, por muy meditada, madurada y bien aconsejada que se considere, por muy tranquila que esté nuestra conciencia con lo que hemos decidido hacer. Todo ello no sirve de nada: de nada en absoluto. Lo único que debemos hacer es la voluntad de Dios, no la nuestra. Es la voluntad de Dios la que ha definido, desde la eternidad y con su infinita sabiduría, el camino que cada uno de nosotros debe recorrer para llegar a la perfección de su ser y, llegado a ella, para gozar de la perfecta y sempiterna felicidad. Porque es la felicidad lo que Dios quiere para nosotros. Y el taimado empeño de buscarnos nuestra felicidad a nuestro modo está destinado inevitablemente al más perfecto fracaso.

Cómo habrá de ser esa felicidad perfecta que Dios nos tiene reservada es cosa que no podemos ni siquiera vislumbrar. San Pablo, que fue arrebatado en una visión a los cielos, se declara incapaz de comunicar lo que vio: “sé de un hombre en Cristo que […] fue arrebatado al paraíso y oyó palabras inefables que el hombre no puede decir” (2 Co 12, 2-4), y agrega en otra parte “ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni vino a la mente del hombre lo que Dios ha preparado para los que le aman” (1 Co 2, 9). Los balbuceos teológicos (eso son incluso los del propio Santo Tomás de Aquino, el más grande de los teólogos, por propia declaración suya luego de tener, como San Pablo, una visión del cielo) nos indican que, por nuestra incorporación a la persona de Cristo (“el que come mi carne y bebe mi sangre está en Mí y Yo en él”, Jn 6, 56), somos incorporados a la vida de la Santísima Trinidad, somos “deificados”, se puede decir con toda razón (en una de las oraciones del Ofertorio, suprimido igualmente por aquellas tendenciosas “reformas”, se pide a Dios “danos […] participar de la divinidad de Jesucristo, Hijo Tuyo y Señor Nuestro, pues Él se dignó participar de nuestra humanidad”). Y así participamos de ese gran misterio, el misterio más importante y decisivo de nuestra fe, la Santísima Trinidad.

¿Qué se puede decir, con algún provecho, en un texto tan breve como éste, de ese misterio Trinitario, “Misterio tremendo” y, al mismo tiempo, “Misterio fascinante”? Siguiendo a algunos teólogos especialmente elocuentes, toda consideración sobre la Santísima Trinidad se condensa y resume diciendo que Ella es la expansión del Amor, es el despliegue eterno del Amor que une a las Tres Personas Divinas de un modo tan perfecto que son, efectivamente, una sola esencia o naturaleza divina; y cuya unión es tan absolutamente delicada que las Tres Personas Divinas no se reabsorben recíprocamente en la unidad de la naturaleza, sino que conserva cada una de Ellas su personalidad, lo que permite que haya entre Ellas un verdadero y perfecto diálogo de Amor absoluto, infinito y eterno.

San Juan, que se lanza siempre directamente al fondo abismal de la realidad, expresa esta expansión Trinitaria del Amor, que es Dios, apuntando a la esencia o naturaleza misma divina: “Dios es amor”. Y de ese Amor nosotros somos partícipes por nuestra incorporación al Cuerpo Místico de Cristo, una de las Tres Personas, infinita y perfecta y eterna y recíprocamente enamoradas.

¿Qué más se puede decir o siquiera imaginar de esto, que es la real realidad, puesto que las palabras faltan del todo? El propio San Juan, sin poder decir ya nada más, sólo atina a decirnos que nos aseguremos de amar a Dios con el propio amor con que Dios, a quien estamos incorporados en el Cuerpo Místico de Cristo, se ama: y la seguridad de estar en ese amor y de amar de ese modo es que cumplimos los mandamientos (“Sabemos que le amamos si guardamos sus mandamientos”, 1 Jn 2, 3); o sea, que hacemos la voluntad de Dios expresada en ellos. Precisamente para saber cómo se cumple de modo perfecto la voluntad de Dios es que, como decíamos, la Iglesia nos pone al frente, en este tiempo después de Pentecostés, las figuras de los santos, que los católicos celebramos con piedad, recordándonos que no se trata solamente de tomarlos como ejemplos, sino que, como amigos e intercesores, que viven ya la vida que a nosotros se nos ha prometido, nos ayudan desde el cielo, con perfecta caridad, a salvarnos. 

Jan Cornelisz Vermeyen, La Santísima Trinidad, siglo XVI, Museo del Prado
(Imagen: Museo del Prado)

sábado, 29 de mayo de 2021

Cómo las “formas” litúrgicas definen, de un modo concreto, la fe religiosa –o la corroen-

Les ofrecemos hoy un nuevo artículo del Dr. Peter Kwasniewski dedicado al sentido de las formas litúrgicas, que expresan un modo de comprender la fe. Cuando se extienden los rumores sobre una modificación o derogación del motu proprio Summorum Pontificum, que ha permitido el florecimiento y redescubrimiento de la Misa tradicional por tantas personas alrededor del mundo, conviene tener claro que no se trata sólo de formas rituales puestas en pie de igualdad: ellas son el reflejo de dos maneras distintas de aproximarse a la Divinidad. Por eso, es común decir que la Santa Misa es la catequesis más cotidiana, porque acompaña a los fieles durante toda su vida y los conduce hacia la comprensión de los misterios de la fe. Lo que ahí se aprende, es lo que modela la fe en Dios y el modo en que cada persona se acerca a su misterio insondable. Así pues, el llamado es a permanecer "fortes in fide", como decía San Pedro, defendiendo la Misa de siempre y la doctrina católica integral. 

El artículo fue publicado en New Liturgical Movement y ha sido traducido por la Redacción. Las fotografías provienen de la versión original. 

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Cómo las “formas” litúrgicas definen, de un modo concreto, la fe religiosa –o la corroen-

 Peter Kwasniewski 

Durante mil años los sacerdotes que celebraban la Misa en el rito romano cumplieron la norma de mantener unidos los dedos pulgar e índice desde el momento de la consagración hasta las abluciones (norma que, por cierto, se cumple todavía cuando se celebra la Misa tradicional). Esta costumbre es un reflejo de la profunda fe de la Iglesia en la Presencia Real de Cristo. Después de la consagración, el Señor está real, verdadera y sustancialmente presente bajo la apariencia externa de pan y de vino, lo cual significa que lo está en cada mínima partícula de la hostia. Por esta razón, el sacerdote no debe tocar descuidadamente otros objetos después de tocar la hostia, sino mantener esos dos dedos juntos, excepto cuando distribuye la comunión, hasta que los lava con las abluciones. De este modo, el sacerdote recuerda también, continuamente, el misterio tremendo que tocan sus dedos, y lo recuerdan asimismo los laicos.

Como laico, me molestaba que esta antigua y razonable costumbre hubiera desaparecido, por lo que decidí hacer una serie de preguntas a un considerable grupo de sacerdotes que celebran el usus antiquior, fundamentalmente para conocer la importancia que ellos le atribuyen a dicha costumbre. El resultado se publicó en New Liturgical Movement en cinco partes, con una conclusión final (el vínculo puede encontrarse aquí). Un sacerdote respondió el cuestionario con el siguiente relato:

“En la Misa en que se me ordenó de diácono, la Eucaristía se 'servía' desde una suerte de plato de vidrio… Yo lo purifiqué con gran cuidado después de la Comunión, en lo que empleé un considerable tiempo, que se notó, mayor que lo que el clero local y el pueblo estaban acostumbrados a ver. Después de la Misa, tanto el director de vocaciones como el obispo oficiante 'me corrigieron' en este punto: el obispo me recordó que la purificación era sólo una 'purificación ritual' y que no era necesario preocuparse mucho de ello porque el sacristán lavaba todo a continuación (posición totalmente incoherente). Esta fue mi introducción, harto lamentable, a la ausencia práctica, por parte del clero, de fe en la Presencia Real, cosa que he visto y experimentado muchas veces en los 11 años transcurridos desde entonces. Digo 'práctica' porque pocos negarían la Presencia Real y muchos la defenderían incluso con gran elocuencia. Pero la forma en que en la realidad tratan la Eucaristía delata su falta de comprensión y/o de fe (tal es especialmente el caso con el modo de tratar la Preciosa Sangre, el purificador, etcétera; pero ello es objeto de otro análisis).

“Por tanto, cuando comencé a estudiar el usus antiquior y me enteré del proceso detallado y sistemático de purificación, que en verdad no deja lugar a error alguno, y de cosas prácticas como mantener juntos los dedos que han tocado las especies consagradas hasta la purificación, se confirmó mi fe. Y aunque el conocimiento de la práctica histórica de la Iglesia me sirvió, quizá, para avivar mi conciencia de cuán mal pueden estar hoy las cosas, avivando simultáneamente mi dolor, al mismo tiempo fue para mí consolador saber que me encontraba en la posición correcta”.

Este encuestado puso el dedo en la llaga, si se me permite la expresión. La fe católica no es algo puramente abstracto que aprendemos y a lo cual asentimos, como ejercicio intelectual. Aprendemos nuestra fe y discernimos su significado mediante la práctica, a través de lo que hacemos a o con las palabras, cosas y personas que encarnan nuestra fe. Cómo hablamos al Señor o hablamos de Él; cómo tratamos los signos sacramentales y, sobre todo, su Cuerpo sacratísimo y vivificante y su preciosa Sangre; cómo tratamos a nuestros sacerdotes y cómo tratan ellos a su pueblo. He ahí donde nos damos cuenta, experimentalmente, día tras día, de cómo es la religión católica, y de si ella ha sido acaso reemplazada por un sistema rival de creencias.

Con nuestra práctica nos enseñamos a nosotros mismos; con nuestro ejemplo, enseñamos a quienes nos rodean, especialmente a los niños. Este es el punto en que la liturgia moderna ha fallado gravemente de muchas maneras y, en la práctica, por su repudio de la significación de formas vitales de expresión, de formas que comunican la esencia y propósito de la Misa. Lo que está en juego en esta escalada de tensiones entre “sensibilidades” litúrgicas diversas no es meramente la “forma” (como si se tratara de cuestiones de gusto o de arte), sino el significado inherente en la forma y expresado por ésta, es decir, la verdad. Y no sólo la verdad, sino la justicia, porque es por la virtud de la justicia que damos a Dios y a las cosas de Dios lo que con razón nos exigen, y que le debemos como creaturas suyas que de Él dependemos. Así, la diferencia entre el “rito viejo” y el “rito nuevo” es una diferencia de verdad y de justicia: se trata de dos religiones diferentes, tomando el término religión en su acepción tomista. 

Así como las formas llenas de unción y las prácticas de la liturgia tradicional indican y expresan verdades centrales de nuestra fe, las numerosas prácticas relajadas de que están llenas las liturgias Novus Ordo no son coherentes con el significado y propósitos de la Misa. Una amiga mía, una joven que efectuó el tránsito, hace algunos años, desde el Novus Ordo al rito tradicional, me ha enviado una reflexión que ilustra esta idea:

“Durante los años que asistí al Novus Ordo en parroquias muy concurridas (nada en absoluto como los Oratorianos), experimenté la sensación, muy palpable y oprimente, de algo que sólo se puede describir como dictadura de lo relajado. No es que yo no hubiera querido, desde un punto de vista personal, ver más reverencia, sino que la atmósfera misma la hubiera hecho parecer muy desubicada. Era raro sentirse ser una de las pocas personas que hacían una inclinación al rezar el Credo (a nadie se le hubiera ocurrido hacer una genuflexión). Resultaba igualmente raro mostrar un poco más de reverencia haciendo una inclinación de cabeza después de adorar la hostia en la consagración. Algunos fieles comulgaban en la lengua, pero era inusual. Si alguno se quedaba en su banco, aunque fuera por un momento, para hacer la acción de gracias después de terminada la Misa, ciertamente formaba parte de una minoría. Por cierto, había mucha charla, en presencia del Santísimo, sobre cosas como deportes, acontecimientos sociales, y toda clase de trivialidades. Era frecuente también incluir aplausos en la liturgia. Aplausos por un buen chiste en la homilía, o para quien anunciaba un picnic parroquial, o para el coro, cuando terminaba un arrebatador canto final: las ocasiones surgían con frecuencia.

“Existe una generalizada 'mala actitud' que conduce a esta oprimente dictadura de lo relajado. Para mí es un misterio qué es lo que mueve a esta fuerza insidiosa: si bien echó raíces hace muchos años, ¿qué es lo que la hace seguir vigente cuando hay mucha gente buena en esas parroquias que desea, aunque sea de un modo vago, una mayor reverencia? Por cierto, yo sé que todos debiéramos desear expresar nuestra fe en Dios abiertamente, incluso hasta la muerte. Pero sin duda hay algo que se ha descarrilado terriblemente cuando a uno le ocurre sentir furtivamente el sentimiento, casi la culpa, de expresar reverencia mediante un acto visible –'pero ¿qué te has creído, actuar tan devotita?'.

“Voy a contar algo que me viene a la memoria. Mis hermanas y yo pensábamos que usar un velo en la cabeza era bien bonito, pero recuerdo que mi argumento en contra era: 'Ya somos suficiente motivo de distracción en la iglesia allí, adelante, tocando nuestros instrumentos a la vista de todos. ¿Qué sería si además nos pusiéramos velo? Además, el velo no pega con el tipo de música que tocamos'. Ignoro si semejante razonamiento era correcto, pero ilustra la confusión en que se encuentran los fieles con hambre de reverencia, metidos en el rígido marco del Novus Ordo. Es un marco en que la piedad y la devoción a menudo se ven ridículos. Piénsese en ello: creamos una atmósfera en que se ve ridículo rendir honor al Señor en lo que se supone que es Su casa, y Su Sacrificio. Esto no es más que una descarada maldad”.

Resulta irónico que algunos partidarios del Novus Ordo critiquen a quienes adhieren a la liturgia tradicional por estar amarrados por las formas, cuando en realidad es imposible no preocuparse de las formas, puesto que no hay para nosotros, los humanos, ninguna verdad accesible que no esté revestida de formas. Toda liturgia se nos da como un determinado conjunto de formas que tienen su propio significado inherente; significado que será, o bien pleno, rico, certero y lleno de nutrientes ortodoxos, o bien banal, empobrecido, ambiguo e inadecuado a nuestras necesidades. En este sentido, todos estamos amarrados por las formas porque el lenguaje humano y la actividad espiritual son absolutamente formales. La primacía de la forma y la consiguiente prioridad de realizarla bien son inevitables; no existen en absoluto “cosas esenciales” independientes de formas que sean suficientes para nosotros.

Sin duda, el intelecto divino conoce la verdad separada de toda forma creada; pero el hombre conoce la verdad según como está expresada, de un modo determinado, por signos sensibles e inteligibles. Algunos signos están bien adaptados a la verdad que significan, y otros no. Por ejemplo, lo solemne es compatible con la noción de lo sagrado y, de hecho, es exigido por lo sagrado, en tanto que lo relajado y lo espontáneo, no.  

El libro La herejía de lo informe [The Heresy of Formlessness], de Martin Mosebach, pone de relieve la locura (y fealdad) de imponernos a nosotros mismos la fe moderna en una sociedad y en un mundo abstractos, donde las abstracciones reinan globalmente y gobiernan individualmente las relaciones, en contraste con la auténtica vitalidad espiritual que se encuentra en las cosas, en las cosas reales, y con el modo cómo las cosas y las acciones reales resuenan en el ámbito espiritual. Esta sensibilidad a la realidad material es algo que nuestra sociedad ha perdido: no sólo ha perdido la idea de que existe una realidad espiritual que abarca al mundo material, sino también la idea de que tocamos lo espiritual a través de lo que hacemos con la materia; en otras palabras, la idea de que la forma de las cosas y lo que hacemos con ellas tiene importancia para la vida del espíritu. Vemos en la reforma litúrgica el mismo desprecio cartesiano por la carne, que ha vuelto infértil el tesoro de formas que hemos heredado, a fin de ofrecer un culto tan puramente verbal y conceptual que sea concordante con una actividad humana pública.

Como lo muestra la experiencia histórica, la modernidad teme al catolicismo porque éste le recuerda -nos recuerda- que la realidad incluye lo sobrenatural, aquello que rodea y penetra lo natural con misteriosos poderes a que la razón puede acercarse, pero sólo mediante la fe y la analogía. Este acercamiento exige rendirse ante lo divino y aceptar la Tradición que la moderna epistemología, con su racionalismo y voluntarismo egocéntricos, no puede tolerar. Así como el liberalismo es, en el análisis que hace Newman, algo a medio camino entre el catolicismo y el ateísmo, así también el Novus Ordo está a medio camino entre una Tradición que tan pronto abarca como trasciende el tiempo, y una modernidad atrapada en su propia espiral de muerte.

En conclusión, los últimos cincuenta años de práctica litúrgica han cobrado un alto precio a la vida de fe de nuestras comunidades. La perspectiva del Novus Ordo se queda, erradamente, en abstracciones como la validez, y fracasa en reconocer la profunda conexión (¡humana y divina!) que hay entre forma, significado y verdad. Las consecuencias de este error son inconfundibles. Según S.E.R. Robert Barron, obispo auxiliar de Los Ángeles, por cada nuevo católico, hay seis que abandonan la Iglesia. En una encuesta entre católicos, el 80% de los menores de 50 años no cree en la Presencia Real. La pandemia no ha hecho más que acentuar las ya impactantes diferencias entre la práctica tradicional católica y su substituto moderno. La pérdida de fe, comprobada estadísticamente, es comprensible, incluso predictible, puesto que el principal catecismo para la mayoría de los católicos es la Misa. No sólo es benéfico sino necesario para la vida de nuestras iglesias un regreso general a la liturgia tradicional. Los obispos que no entiendan oportunamente esto habrán de oficiar con casulla blanca el funeral de sus diócesis cremadas.

En los ciclos históricos, incluyendo la historia de la salvación que se desarrolla para nosotros en las Escrituras, podemos ver épocas de exilio y las diversas respuestas de las personas a su condición de exiliados. Parece que vivimos en un período especial, caracterizado por un auto-exilio institucional, como si la Iglesia se hubiera transformado en su propio faraón y en su propio Pilatos. Lo cual no es excusa para dejar de hacer lo que podemos y debemos hacer como hijos de Israel, como discípulos de Cristo: por el contrario, se nos da una oportunidad perfecta para orar y buscar un regreso a la Tradición católica, cuyo corazón es una liturgia digna -y comunicadora- de la acción más importante de la Iglesia, que, por consiguiente, puede servir de fundamento a un futuro coherente. 

martes, 25 de mayo de 2021

III Congreso Summorum Pontificum México

Entre el 10 y el 13 de junio próximos se realizará el III Congreso Congreso Summorum Pontificum de México. Las actividades tendrán lugar en la ciudad de Guadalajara, estado de Jalisco y tierra de los Cristeros. 

El Congreso Summorum Pontificum es una convención de católicos que quieren conocer más la riqueza de su tradición litúrgica, artística, teológica, y espiritual. Este año la conferencia magistral será dada por Su Eminencia Raymond Cardenal Burke, miembro de la Signatura Apostólica en Roma, quien celebrará además una ordenación sacerdotal, la primera en México en muchos años. Durante el Congreso intervendrán también otros conferencistas, entre los cuales se cuentan el Dr. Peter Kwasniewski. el P. Javier Olivera Ravasi, el Dr. John Pepino y Gregory DiPippo. Habrá tres Misas pontificales y se impartirá el sacramento de la Confirmación. El Congreso Summorum Pontificum congregará católicos fieles de todo México y del extranjero para participar en este evento histórico. En el sitio web oficial se puede encontrar mayor información al respecto. 

La Misa de ordenación del Rev. Joel Pinto Rodríguez, FSSP, será celebrada por Su Eminencia el Cardenal Raymond Leo Burke el viernes 11 de junio de 2021, Fiesta del Sagrado Corazón, a las 17 horas en el Santuario de los Mártires de Cristo Rey de Guadalajara. 

domingo, 23 de mayo de 2021

Domingo de Pentecostés

Miniatura de Evangeliario de Ada
(Imagen: Wikicommons) 

El texto del Evangelio de hoy es el siguiente (Jn 14, 23-31):

“En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: Todo el que me ame, guardará mis mandamientos, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos mansión dentro de él. El que no me ama, no guarda mis preceptos. Y la doctrina que habéis oído, no es mía, sino del Padre que me ha enviado. Estas cosas os he dicho estando con vosotros. Pero el Consolador, el Espíritu Santo, que os enviará el Padre en mi nombre, Él os enseñará todas las cosas, y os recordará todo cuanto Yo os he dicho. La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy Yo como la da el mundo. No se turbe vuestro corazón, ni tema. Habéis oído lo que os he dicho: Me voy, y vuelvo a vosotros. Si me amaseis, ciertamente os alegraríais de que me vaya al Padre; porque el Padre es mayor que Yo [en cuanto hombre]. Y ahora os lo digo antes de que suceda, para que lo creáis, cuando sucediere. Ya no hablaré mucho con vosotros, pues viene el príncipe de este mundo [Satanás]; pero en Mí no tiene parte alguna. Pero para que el mundo conozca que amo al Padre, y que como me ha mandado el Padre, así hago”.

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Este texto, escrito por San Juan con contenida emoción, es la despedida de Jesús a sus discípulos. Y contiene tres mensajes que Él les da en este momento tan solemne, los cuales son especialmente importantes.

Primero: “Todo el que me ama, guardará mis mandamientos”. Qué fácil es decir que se ama a Dios, sin cumplir sus mandamientos. Qué fácil es decir, en ésta y muchas otras ocasiones de la vida, ya sea a Dios o a cualquier otra persona, “Te amo”. Pero esa declaración puede no ser sincera, aunque se piense que lo es: puede que sea expresión de una mera emoción, transitoria, como es lo propio de todas las emociones. Y, en el caso de Dios, la prueba de que es sincera es el cumplimiento de Su voluntad, expresada con toda claridad en sus mandamientos (¿dónde vamos a encontrarla expresada más claramente, si no?).

Por eso el mismo San Juan, que nos recuerda que “Dios es amor” (frase tan a menudo degradada en un puro sentimentalismo), insiste, en varias partes de su primera carta, en que el amor sea verdadero, y no una pura declaración romántica: “Conocemos que amamos a los hijos de Dios en que amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos. Pues éste es el amor de Dios, que cumplamos sus mandamientos” (1 Jn 5, 2-3). Poco antes ha escrito: “El que dice que lo conoce y no guarda sus mandamientos, miente” (1 Jn 2, 4).

Segundo: al que cumpla los mandamientos, “mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos mansión dentro de él”. El católico que cumple los mandamientos y que, por tanto, obedece la voluntad de Dios, es “mansión de Dios”, lugar donde Dios habita, donde Dios está en el interior más íntimo. San Agustín dice que, en nosotros, Dios es más íntimo que lo más íntimo que tenemos. Lo que nos hace reflexionar “¿cómo podría Dios tener su habitación en alguien que viola Sus mandamientos, que desprecia Su voluntad?”. El sabe, por cierto, que somos frágiles, y no tiene inconveniente en habitar en un hombre que peca venialmente, de modo no grave; Dios sabe convivir con nuestras flaquezas. Pero sabemos que hay también pecados graves que vuelven el alma inhabitable para Dios: esa alma le espeta, con su comportamiento más que con palabras, “¡Fuera, Tú! ¡No te quiero a Ti! ¡Yo quiero hacer lo que me plazca y no lo que te place a Ti!”. Ningún huésped podría dignamente seguir hospedándose en un lugar donde le dijeran esto. Tampoco Dios. Es, de nuevo, San Juan, el “apóstol del amor”, quien nos dice exactamente lo mismo, con palabras no edulcoradas: “Si alguno ve a su hermano cometer un pecado que no lleva a la muerte [o sea, venial], ore y alcanzará vida para los que no pecan de muerte. Hay un pecado de muerte [el pecado mortal], y no es éste por el que digo yo que se ruegue. Toda injusticia es pecado, pero hay pecado que no es de muerte” (1 Jn 5, 16-17).

Tercero:  en esta despedida, que podría ser triste como toda despedida, el Señor quiere alejar de nosotros la tristeza, y lo hace de un modo maravilloso: “La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy Yo como la da el mundo. No se turbe vuestro corazón, ni tema”. El mundo da una paz superficial, incapaz de eliminar el motivo más importante de tristeza y temor, la muerte. En nuestra época, se procura, en este aspecto, simplemente quitarnos la muerte de la vista, para que sigamos “gozando” como si ello fuera para siempre. Ya no se habla de la muerte ni de los muertos. Esta última palabra es considerada impropia, cruda, agresiva: se habla de “fallecidos”. Y la muerte es enmascarada con ingenuidades, globos, fuegos artificiales, cementerios como “parques” o “jardines”, llenos de sonrientes flores. La muerte, sin embargo, ha de llegar, y lo hará de modo terrible para quienes no están preparados, para quienes “no habían pensado en ella por ser malsano, negativo y morboso”. Pero el Señor, a quienes lo aman de verdad y lo demuestran cumpliendo sus mandamientos, les dice: “La paz os doy […] no os turbéis, no temáis”. Y podríamos agregar, parafraseando estas palabras magníficas: “No tengáis miedo de enfrentar la muerte, porque estáis en mi paz; Yo estoy con vosotros; Yo os tengo reservada una habitación en la casa de mi Padre; Yo estaré en vuestra intimidad en el momento de moriros; Yo os acompañaré y, al otro lado, seré Yo quien os reciba”. En muchísimos salmos se nos dice que Dios es “susceptor noster”, el que nos recibe, el que nos recoge, el que nos acoge.

En este día de Pentecostés, en que el Espíritu Santo viene a darnos con infinita generosidad sus dones, pidámosle la gracia de amarlo, de cumplir sus mandamientos, y de morir en su paz.

Nicolás Borrás, Pentecostés, circa 1575-1600, Museo de Bellas de Valencia

viernes, 21 de mayo de 2021

La unidad y la diversidad en la tradición intelectual católica

Les ofrecemos hoy la continuación del trabajo del Dr. Peter Kwasniewski publicado la semana pasada (véase aquí la entrada respectiva). En esta ocasión, el autor aborda la unidad y la diversidad que presenta la tradición intelectual católica, y que se suelen ofrecer como objeciones al estudio de la materia. A cada uno, dentro de su ámbito específico y según sus capacidades, le corresponde encarnar el mensaje cristiano en el mundo, siendo un signo de contradicción respecto de las ideas imperantes. Para afrontar esta dura tarea, conviene recordar una clarividente frase de Nicolás Gómez Dávila (1913-1994): "No hay victoria espiritual que no sea necesario ganar cada día nuevamente". 

El artículo original fue publicado en OnePeterFive y ha sido traducido por la Redacción. A quien esté interesado en esta materia, recomendamos también la recensión del libro Logos Rising. A History of Ultimate Reality de E. Michel Jones, publicada en Que no te la cuenten

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La unidad y la diversidad en la tradición intelectual católica

Peter Kwasniewski 

En uno de mis ensayos publicados hace algún tiempo en OnePeterFive, “¿Qué es la tradición intelectual católica?”, traté de responder esa ambiciosa pregunta señalando cuáles son las características estables y reconocibles de dicha tradición. Al presentar esa respuesta, quise también abordar el escepticismo sobre el valor de toda tradición y el ataque postmoderno a la afirmación de la verdad. En esta ocasión, quisiera presentar dos objeciones adicionales, con mis correspondientes respuestas, y terminar luego con algunas reflexiones sobre el papel que todo miembro de la Iglesia -especialmente los clérigos- tiene respecto de la Tradición.

En primer lugar, la palabra “católico” es claramente tema para discusiones en la actualidad. ¿Quién logra definir lo que significa? Además, ¿acaso “católico” no quiere decir “universal”, en el sentido de que lo incluye todo?

En segundo lugar, hablar de una “tradición intelectual católica” implica que existe sólo una. Pero, ¿acaso no hay muchas tradiciones diferentes e incluso incompatibles?

(Imagen del artículo original)

Para responder a la primera objeción, considérese la noción de lo que es “católico” y el motivo por el que podemos hablar de una única tradición sin ser culpables de falsear la historia. Se puede hablar de una tradición intelectual católica no porque todos estemos de acuerdo en todo, sino porque miramos las cosas como un sistema solar, en que los planetas orbitan en torno a un único sol. Si existe una única tradición es debido a que existe unidad en el origen, en la historia de la salvación y especialmente en la persona y misión de Jesucristo; unidad de motivación y de propósitos, a saber, el amor a Dios y al prójimo; unidad de objeto, ya que existe sólo un mundo real, y la cordura consiste en conocerlo y amarlo. En la medida en que los creyentes (y, a veces, los que no lo son) orbitan en torno a este sol a mayor o menor distancia, forman parte de este único y complejo sistema solar. También es posible, por cierto, que algunos abandonen sus órbitas y huyan al espacio exterior. No todos son automáticamente parte de esta tradición -ni lo es tampoco todo-, ya que ella tiene ciertos parámetros bien definidos, que son amplios, pero no arbitrarios ni perpetuamente cambiantes.

A la segunda objeción, se puede responder lo siguiente: es debido al poder y fertilidad de la raíz de esta Tradición intelectual católica -concretamente, el infinito misterio de la verdad de Dios revelada en Jesucristo- que ella espontáneamente produce diferentes ramas o tradiciones (con “t” minúscula). La Tradición inevitablemente da origen a muchos movimientos espirituales y culturales en la Iglesia, ya sea el monasticismo, o las órdenes mendicantes y las universidades, benedictinos, dominicanos, franciscanos o jesuitas, cada uno con su propio perfil intelectual. Se podría decir lo mismo de la legítima variedad de ritos orientales y occidentales, con todo su patrimonio. Todos ellos forman la gran familia de una sola y misma Tradición, separados de la cual no pueden sobrevivir, como no puede hacerlo una planta separada de su raíz.

Podemos advertir esta relación cuando pensamos en cómo el canon de las Escrituras produce, a lo largo de los siglos y en muchas variedades culturales, cánones literarios que surgen, en cierto sentido, del Canon inspirado y lo iluminan, al modo como los ejemplos iluminan un principio. La Divina Comedia de Dante y los dramas de Shakespeare son incomprensibles separados del canon de las Escrituras. Existen innumerables ejemplos, desde la antigua poesía patrística hasta T. S. Eliot y Flannery O’Connor. La inspiración divina está en la raíz de la “inspiración” humana, tal como el culto divino está en la raíz de la cultura humana.

El clero ha tenido siempre un enorme papel en el desarrollo de la tradición intelectual católica, y conviene que lo recuerde y luche por ser un digno transmisor y fortalecedor de ella. Quien está dedicado al servicio divino es, por sobre todo, un testigo de la verdad, un testigo del hecho de que el hombre está hecho para la verdad y de que sólo la verdad lo hará libre, tal como Jesús, “el testigo fiel y verdadero” (Ap 3,14) lo atestigua (cfr. Jn 8, 32).

El diácono, el sacerdote, el obispo, el cardenal y el Papa saben -o no tienen excusa para no saber- que el alimento y la bebida de que el hombre más hambre y sed tiene es el conocimiento del amor de Dios y el don de la vida eterna, y que sin este alimento habrá de perecer con toda seguridad en el camino, sin importar cuán rico sea de bienes mundanos (o, al contrario, cuán pobre y destituido sea). En efecto, la felicidad del hombre consiste en nada menos que en la unión cara a cara con Dios, que la tradición católica llama “visión beatífica”, el eterno gozo de la  amistad con Dios comenzada en esta vida.

El ministro que ha sido ordenado, al proclamar que esta amistad con Dios es la primera prioridad de nuestra vida, que estamos destinados a la gloria eterna en Su presencia, y que para alcanzar esta meta debemos purificarnos de todo lo que sea indigno de ella, ese ministro -que en el mejor de los casos es hombre de pobreza, castidad y obediencia- no puede sino ser un fuerte signo de contradicción en un mundo que, al identificar felicidad con riqueza, placer y poder, se inclina al infierno. En la medida en que los devotos de la riqueza, los placeres y el poder se dan cuenta de lo contraria que les es la predicación del Evangelio, el clérigo se convertirá cada vez más en blanco de su mala voluntad, de su odio, persecución y violencia. Y en esta misma medida será bendecido, porque se convertirá en la imagen viva del Supremo Pastor, Jesucristo.

El clero representa también, debido a su oficio jerárquico, a la objetividad, estabilidad y unidad de la tradición intelectual católica, que siempre fluye del único e inalterable misterio de Jesucristo y a él vuelve, tal como es revelado en y por medio de la Iglesia. El obispo, en especial, ejerce una autoridad docente o magisterium que es, precisamente, el guardián y la garantía de la catolicidad de la tradición misma: el obispo tiene la responsabilidad de discriminar entre los elementos genuinos y los falsificados, y de purificar a la grey de todo lo que es incompatible con “la fe que de una vez para siempre ha sido entregada a los santos” (Jds 1, 3).

Maria Sedes Sapientiae (Iglesia San Juan Evangelista, Lieja, Bélgica)
(Inagen: Wikicommons)

Amar, interiorizar, defender y propagar la tradición intelectual católica es, sin embargo, trabajo de todo cristiano bautizado, según su vocación, circunstancias y capacidad. Todos necesitamos embebernos de estas riquezas para bien de nuestras mentes y corazones, a fin de que podemos tener algo mucho mejor que plata y oro que dar a nuestro prójimo (cfr. Hch 3, 6). Como decía el papa León XIII en su encíclica Sapientiae Chistianae, escrita en 1890:

“A fin de salvaguardar esta virtud de la fe en su integridad, declaramos que es muy conveniente y apropiado a las exigencias de los tiempos que cada uno, según la medida de su capacidad e inteligencia, haga un profundo estudio de la doctrina cristiana e imbuya su mente con un conocimiento tan perfecto como sea posible de aquellos temas que están entrelazados con la religión y están al alcance de la razón […] Sin embargo, nadie debe sostener la idea de que se prohíbe a los individuos privados (por ejemplo, los laicos) tomar parte activa en este deber de enseñar, especialmente aquéllos a quienes Dios ha concedido dones intelectuales junto con el deseo ferviente de hacerse útiles. Estos, tantas veces como lo exijan las circunstancias, pueden asumir, no el oficio de pastor, sino la tarea de comunicar a los demás lo que ellos mismos han recibido, haciéndose ecos vivos de sus maestros en la fe”.

Que nuestro Dios y Señor Jesucristo venga en nuestra ayuda en medio de esta batalla tan intensa y urgente contra esa monstruosidad del secularismo nihilista, el espíritu del Anticristo que está contra la tradición intelectual católica, tal como está contra todo lo que es católico y cristiano. Y que Nuestra Madre, Nuestra Señora, Asiento de la Sabiduría, y todos los ángeles y santos, intercedan por nosotros para que peleemos la buena pelea, ad maiorem Dei gloriam.

domingo, 16 de mayo de 2021

Domingo después de la Ascensión

Miniatura de Evangeliario de Ada
(Imagen: Wikicommons) 

El texto del Evangelio de hoy es el siguiente (Lc 15, 26-27; 16, 1-4):

“En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: Cuando viniere el Consolador, que Yo os enviaré del Padre, el Espíritu de verdad, que del Padre procede, Él dará testimonio de Mí; y vosotros daréis testimonio porque estáis conmigo desde el principio. Esto os he dicho para que no os escandalicéis. Os expulsarán de las sinagogas; mas llega la hora en que cualquiera que os diere muerte pensará hacer un servicio a Dios. Y esto os harán, porque no conocieron ni al Padre ni a Mí. Mas esto os lo he dicho, para que cuando viniere la hora, os acordéis de que ya os lo había anunciado”.

***

La liturgia no reformada del día de la Ascensión, inmediatamente después de la lectura del Evangelio de la fiesta, apaga ritualmente el cirio pascual, que se había mantenido encendido durante todas las Misas desde la Pascua. Con ello la Iglesia nos dice, de un modo tan maravilloso como sencillo, que el Señor ya no está entre nosotros, que se ha ido a lo alto.

Pero antes de ascender al cielo, Jesús pasó cuarenta días instruyendo a sus apóstoles y anunciándoles lo que había de venir: un sufrimiento colmado, igual que el Suyo, de gloria. No anunció el Señor paz y prosperidad, ni mar calmo y navegar sereno. Al contrario, lo que iba a venir y está hasta hoy ocurriendo sería motivo de escándalo, es decir, de grave tropiezo para la fe, si Él no nos lo hubiera predicho y prevenido en consecuencia.

Los apóstatas campean hoy en la Iglesia, incluso en el Vaticano. ¿Motivo de escándalo? No: el Señor ya nos lo advirtió. ¿Hemos de escandalizarnos de la corrupción moral que impera hoy en Roma? ¿Hemos de irnos de la Iglesia, horrorizados, a buscar en otra parte una “religión más pura”? No: el Señor ya nos lo advirtió.

Pero, junto con esto, el Señor nos dice que seremos sus testigos. Los mártires, tanto los de los primeros tiempos como los de hoy (que superan en número a aquéllos), son testigos: dan testimonio de la verdad del Señor, de su realidad, de su divinidad, de su obra redentora, de sus promesas para el mundo futuro. Y cuando, al terminar el período de las peores persecuciones en el Imperio romano, disminuyó el número de mártires, el testimonio pasó a ser papel de los monjes. El monacato surge, en efecto, una vez que terminan las persecuciones. Son los monjes los que, de ahí en adelante y de modo cotidiano, dan testimonio de las verdades finales -las postrimerías- de la existencia del hombre sobre la tierra, aquéllas que dan sentido a toda historia personal.

El papel testimonial de los monjes, su testimonio escatológico, es, pues, indispensable y el más fiel de los testimonios que se puede dar de la fe: como nos dice San Pablo, “sólo queda que los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran; los que lloran, como si no llorasen; los que se alegran, como si no se alegrasen; los que compran, como si no poseyesen, y los que disfrutan del mundo, como si no disfrutasen, porque pasa la apariencia de este mundo” (1 Cor 7, 30-31). Todo esto está por acabarse; pongamos nuestra mirada en lo que viene. Y son los monjes quienes nos muestran esa vida que viene, una vida de entrega absoluta al Señor, un modo de vida que es testimonio de esa verdad final y estupenda que Él vino a conseguirnos y enseñarnos.

Pero la Iglesia tiene necesidad no sólo de que se le atestigüe ese mundo final, testimonio que es el más importante de todos, sino también de que se le atestigüe el amor de Cristo por la Iglesia, de Dios por sus hijos adoptados por el bautismo. Y dar ese testimonio está confiado a quienes no son monjes, y se casan y multiplican hijos para Dios: es el mismo San Pablo quien nos lo dice al hablar del sacramento del matrimonio en su epístola a los Efesios, condensando su doctrina del siguiente modo: “Gran misterio es éste, pero yo lo aplico a Cristo y a la Iglesia” (Ef 5, 32). Aquí “gran misterio” significa “algo sagrado y grande”, según la forma como en la antigüedad se usaron los términos “mysterium” y “sacramentum”. Algo sagrado y grande es el testimonio que dan los cristianos corrientes, no consagrados al monacato, en su matrimonio: mientras los monjes son testigos del modo angélico de vida que el Señor ha venido a restituirnos, los casados son testigos del amor inmenso que el Señor nos ha tenido para devolvernos lo que ahora nos restituye, y que el Diablo nos había arrebatado por el pecado.

Célibes que se corrompen en la lujuria, en la riqueza que acumulan y en la soberbia de su poder eclesiástico; casados que se traicionan y se odian mutuamente. ¿No son ambas cosas “contra-testimonios” capaces de escandalizar a los fieles sencillos de Cristo? Este ya nos había dicho que los enemigos de la Iglesia perseguirían a los cristianos y que no debíamos escandalizarnos por ello. Pero ¿resulta ahora que también los testigos nos escandalizan con su infidelidad a la misión testimonial que se les ha confiado, tanto los célibes como los no célibes?

Sí, así es. Sin embargo, el testimonio fundamental, el más importante que el Señor nos anuncia, es el que nos da el Espíritu Santo, y ese testimonio es perpetuo, nos acompañará día a día. No impedirá que los testigos nos escandalicen (“¡Ay del mundo por los escándalos! Porque no puede menos que haber escándalos”, Mateo 17, 7), pero nos asegura que, al cabo, la Iglesia no perecerá: no nos dice que no tropezará ni que no caerá, sino que, al final, no perecerá, no será vencida. Prevalecerá. Y mientras llega el fin, mantendrá vivo, en lugares y de modos inauditos, de generación en generación, en medio de los peores escándalos, el testimonio del Espíritu Santo.       

Benjamin West, La Ascensión, 1801, Colección Berger (Museo de Arte de Denver, EE.UU.)
(Imagen: Wikipedia)  

jueves, 13 de mayo de 2021

La Ascensión del Señor

Miniatura de Evangeliario de Ada
(Imagen: Wikicommons) 

El texto del Evangelio de hoy es el siguiente (Mc 16, 14-20):

“En aquel tiempo, estando sentados a la mesa los once discípulos, aparecióseles Jesús, y les dio en rostro con su incredulidad y dureza de corazón, por no haber creído a los que lo habían visto resucitado.  Y les dijo: Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a todas las criaturas. El que creyere y fuere bautizado, será salvo; mas el que no creyere, se condenará. Y estas señales seguirán a los que creyeren: Lanzarán demonios en mi nombre; hablarán nuevas lenguas; quitarán serpientes, y si bebieren algún veneno, no les dañará; pondrán manos sobre los enfermos y los sanarán. Y el Señor Jesús después de hablarles, subióse al cielo, y está sentado a la diestra de Dios. Mas ellos salieron y predicaron en todas partes con la ayuda del Señor, que confirmaba su doctrina con los milagros que la acompañaban”.

***

En estos tiempos, quizá los más aciagos que jamás haya vivido la Iglesia, la fiesta de la Ascensión ha sido disminuida y degradada, desplazándosela de su lugar propio, que es el día cuarenta (número lleno de sagrados simbolismos) después de la Resurrección, y poniéndola (como si estuviera en manos humanas el cronograma de Dios) en el domingo siguiente. O sea, sin negarla, se le ha quitado visibilidad, se la ha hecho, simplemente, desaparecer de la vista de los fieles, que es una forma mañosa de quitarla de la fe.

Sin embargo, este sacratísimo día culmina la obra del Redentor, y sin él, la obra redentora queda inexplicablemente trunca, sin meta, incomprensible. En el sagrado Canon romano, hoy sacrílegamente desplazado por ¡razones “pastorales”! (es más breve y no aburre al “público”…), se mantiene la unión del magno acontecimiento que hoy día conmemoramos con el resto de la obra salvadora. Se dice, en efecto, en el “Unde et memores”, que se reza inmediatamente después de la consagración: “Por esto, recordando, Señor, nosotros siervos tuyos, y también tu pueblo santo, la bienaventurada Pasión del mismo Jesucristo, tu Hijo, Señor Nuestro, y su Resurrección de entre los muertos, como también su gloriosa Ascensión a los cielos, ofrecemos a tu excelsa Majestad, de tus mismos dones y dádivas, la Hostia pura […]”.  

Condenado por su soberbia el más alto de los ángeles del mundo inmaterial antes de la creación del mundo material, y ya transformado en el monstruoso Lucifer, se vengó en el hombre, el más alto de los seres del universo material, haciéndolo pecar y logrando, lleno de envidia, que se le expulsara del paraíso terrenal y se le condenara a la muerte, a la cual inicialmente no estaba el hombre destinado. Creyó con esto haber arruinado para siempre el plan de Dios. Pero Dios supera las maquinaciones más astutas del Enemigo. Porque, habiéndose encarnado y hecho hombre el Verbo, y habiendo voluntariamente, por nuestro bien, padecido la muerte, resucitó por ser Dios, y derrotó la muerte con que el Diablo creía haber destruido la armonía y perfección querida por Dios para el cosmos material. Y así, por donde el Maligno había vencido, por ahí mismo fue derrotado.

Porque, en efecto, con Jesús resucitado nuestra naturaleza superó a la muerte, gran triunfo del Diablo y, teniéndolo a Jesús como cabeza, entró a la gloria de Dios. A esa Cabeza gloriosa e inmortal estamos nosotros incorporados, somos su Cuerpo místico. Y por eso, hemos también vencido a la muerte, si es que, como dice San Pablo, morimos también con Él. Y sí: hemos muerto en el bautismo. Pero cada uno debe seguir al Señor también en Su muerte física (porque la Suya no fue una muerte meramente mística), muerte de hombre, muerte biológica, con su agonía y la exhalación dolorosa de un último suspiro: debemos, como Él nos ha dicho, cargar nuestra cruz y seguirlo en todo.

Una vez redimidos, estamos de nuevo en la situación de poder ascender a Dios, según fue el plan primero que Él en su sabiduría había previsto. Pero estamos, como dicen los Santos Padres, en un pie infinitamente mejor que antes, para que fuera también infinitamente derrotado el Malo: porque si éste nos quitó por envidia el paraíso terrenal, con Cristo, hombre como nosotros y Cabeza nuestra, estamos sentados ahora a la diestra del Padre, ante el asombro de los ángeles, que ven una naturaleza material puesta por encima de ellos e instalada en el Trono de Dios.

Para ascender como Cristo es que existimos ahora, si morimos con Él. Él ha ascendido primero para señalarnos el camino que nos espera y recorreremos si le somos fieles. ¿No es esto un destino magnífico, insuperable, inenarrable en su gloria? ¡Este es el cristianismo como lo entendieron los Apóstoles y los Santos Padres de la Iglesia! ¡La ascensión de Pedro, de Juan, de Diego, que sigue a la ascensión del Señor!

Pues bien: esto es lo que hoy celebramos, y esto, en toda su singularidad y sacralidad, es lo que la liturgia degradada nos quita de la vista. Con lo sagrado no se juega. Nadie puede hacerlo, ni los obispos ni el Papa. Pero lo han hecho.

Mientras esperamos de la bondad de Dios la restauración, si está en su divino plan, de la sagrada liturgia, oremos fervientemente para tener siempre presente en la mente, hasta que llegue el día de nuestra propia ascensión, aquello que hoy, ilegítimamente, se nos quita de la vista, y digamos la oración del día de hoy que nos transmite la liturgia intocada por “reformadores”: “Concede, te rogamos, oh Dios Omnipotente, que pues creemos que en este día subió al cielo tu Unigénito y Redentor nuestro, habitemos también espiritualmente con Él en el cielo”.

Benvenuto Tisi da Garofalo, La Ascensión del Señor, 1775, Museo de Bellas Artes de Boston (EE.UU.)
(Imagen: Wikipedia)

martes, 11 de mayo de 2021

¿Qué es la tradición intelectual católica?

Les ofrecemos hoy un nuevo artículo del Dr. Peter Kwasniewski, que se aparta de la línea que habitualmente traducimos y que se refiere a la liturgia de siempre. En esta ocasión, el autor aborda la tradición intelectual católica y su significado, haciendo presente la vinculación que ella tiene con la Tradición. No hay que olvidar que "la Iglesia con su enseñanza, su vida, su culto, conserva y transmite a todas las edades lo que ella es, todo lo que cree" (CCE 98), y que recibió de Cristo para ser guardado y proclamado en todo tiempo lugar. Ese depósito de enseñanza viva debe penetrar la cultura, pues fe y razón son dos realidades complementarias y no contrapuestas. El trabajo que ahora publicamos tiene una segunda parte, que compartiremos con nuestros lectores la próxima semana. Ambos van en la línea de lo que ya escribía John Senior (1923-1999) hace cuarenta años, cuando llamaba a emprender una cruzada por La restauración de la cultura cristiana (1983).

El artículo fue publicado originalmente en OnePeterFive y ha sido traducido por la Redacción. 

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¿Qué es la tradición intelectual católica?

Peter Kwasniewski 

Las escuelas católicas existen para enseñar la verdad que nos hace libres, para diseminar esta verdad por todas partes, para profundizar nuestra comprensión y expresión de ella, y para relacionarla con otras áreas de la investigación y de los esfuerzos humanos. Una escuela católica se define por su adhesión incondicional, públicamente profesada, a todo nivel -perspectivas, política, administración, actuaciones, instrucción-, a la plena verdad sobre Dios y el hombre enseñada por la Iglesia católica. En breve, se supone que la escuela católica encarna, transmite y desarrolla la tradición intelectual católica.

Muchas escuelas selectas, escuelas secundarias, institutos y universidades, que fueron anteriormente confesionales, han abandonado parcial o totalmente esa tradición, argumentando que sus currículos y políticas debieran ser un reflejo del pluralismo del mundo moderno. Con todo, cuando en un currículo no hay un contenido substantivo y permanente, o cuando él es confuso, contradictorio o falso, la escuela se transforma en una parodia de sí misma, en un veneno que se vierte en la copa del bien común. 

Debemos, pues, regresar a los fundamentos y preguntarnos: ¿Qué es la tradición intelectual católica, de la que las escuelas son, supuestamente, custodios y promotores?

(Imagen del artículo original)

Raíz y ramas

La Persona de Jesucristo, el Hijo de Dios, y el acontecimiento de su Encarnación, es la raíz de la que surge esta gran tradición. El conocimiento y el amor a esta Persona la inauguran, la sostienen y la perfeccionan. El cuidado de la creación y el cuidado del mismo hombre -lo que Benedicto XVI llamó “ecología humana”- se basan en último término en la fe en el Creador y en el reconocimiento del orden y sabiduría que Él ha puesto en su obra. El universo o cosmos como un todo y cada una de sus intrincadas partes nos mueven a maravillarnos, y a la humildad y la responsabilidad. El hombre tiene la noble vocación de participar en el gobierno de este mundo y, sobre todo, el oficio sacerdotal de devolverlo a Dios como ofrenda, como oración y alabanza. No puede haber solución a las muchas crisis morales y físicas de nuestra época sin un despertar contemplativo a la amplitud y profundidad de la gloria del Señor en la obra de sus manos, especialmente en el cuerpo y el alma humana de cada persona.  

La tradición intelectual católica tiene una cantidad de características permanentes y reconocibles:

1. La profunda armonía de fe y razón, en cuanto cada una de ellas es una capacidad de conocer que nos viene del Padre de las Luces, cuyos dones son todos buenos y perfectos. La fe y la razón no sólo son compatibles, sino que se purifican y apoyan mutuamente (véase Benedicto XVI, Discurso deRatisbona y Discurso en Westminster Hall).

2. Una ética de la ley natural que se funda en la dignidad inherente de toda persona humana creada a imagen y semejanza de Dios, que proporciona el único fundamento objetivo para una doctrina coherente de los derechos y deberes humanos. Y como consecuencia de esto, un énfasis en la libertad moral (libertad para) como algo más importante que la libertad física (libertad de), coronada por la libertad para encontrar a Dios y adherir a Él.

3. El reconocimiento de que el hombre es un ser integral hecho de cuerpo y alma: el hombre es su cuerpo y su alma unidos dinámicamente, y por tanto su cuerpo no es meramente su propiedad (y mucho menos la propiedad de otro) sino una parte de sí mismo, dotado de dignidad, y sujeto de derechos y deberes. Los católicos son los más grandes campeones -y los últimos- de la materia, de la naturaleza, de la sexualidad y del valor de la vida.

4. Respeto de la tradición cristiana como tal y de sus grandes voces: los Padres de la Iglesia, los Concilios, los Papas, loa doctores, los místicos y los santos de todas las épocas. Nosotros veneramos lo que nos ha sido legado y adherimos a ello, porque es un tesoro y una herencia, haciendo como corresponde que hagan los hijos de familia.     

5. Un sabor “benedictino” o monástico en nuestra identidad común y en nuestra vida colectiva, especialmente en nuestra devoción a la sagrada liturgia y a la oración personal. Los católicos entienden que la santidad es la raíz de la cordura, que la debida orientación del individuo a Dios es la raíz de la capacidad de la sociedad de procurar y alcanzar el bien común, y que, sin vida interior, nos hacemos trizas y nos convertimos en una nada que se desvanece. La tradición intelectual católica nos ha legado obras de sabiduría introspectiva, como las Confesiones de San Agustín y los Pensamientos de Pascal, que nos ayudan a luchar contra nuestra tendencia a caer en esa perezosa superficialidad que nos hace patinar por la superficie de la vida, y no despertar jamás a la grandeza y la miseria de la condición humana, impidiéndonos llegar a nuestro destino divino.

Gerard Seghers, Los cuatro doctores de la Iglesia Occidental: San Agustín de Hipona, circa 1500-1540, Kingston Lacy (Reino Unido)
(Imagen: Wikipedia)

Escepticismo frente la Tradición

En nuestra época, el concepto mismo de “tradición intelectual católica” se ha transformado en un blanco. Hay muchos que dudan del valor de toda tradición, de todo lo que nos ha sido transmitido desde el pasado. El hombre moderno necesita cosas modernas, según se piensa: nuestro mundo es demasiado diferente del de épocas pasadas, y las respuestas que en aquéllas fueron satisfactorias, ya no nos sirven. Este modo de pensar pasa por alto y desestima el carácter natural y la importancia de la tradición, y la razón por la que los católicos debieran ser particularmente agradecidos de su Tradición.

El intelecto del hombre, tal como el hombre mismo, es social. No nacemos autónomos, plantados sobre nuestros pies y listos para enfrentar el mundo, sino que nacemos en el “regazo social” de la familia, de la cual aprendemos nuestra lengua, nuestros hábitos, nuestros amores, nuestro modo de interactuar con los demás y con el mundo. Así como no es bueno que el hombre esté solo, no es bueno tampoco que piense solo y, de hecho, no podemos hacer tal cosa. Todo nuestro pensamiento es un pensar-con o un pensar-contra.

Tanto debido a nuestra inherente pobreza como individuos como a las riquezas que nuestra raza ha acumulado a lo largo del tiempo, somos, necesitamos ser seres multigeneracionales. Lo que conocemos es, y debiera ser, algo que hemos recibido, y algo que podemos legar a la generación siguiente. En otras palabras, nuestros pensamientos, cuando son máximamente verdaderos y máximamente buenos, no son solamente nuestros, sino que son la propiedad común de la humanidad, y así son comunicados a los demás.  El hombre está atado al tiempo, es un animal discursivo que puede realizar sólo un poco en el breve lapso de una vida individual. Pero con la suma de muchas vidas que se ponen en contacto como en una carrera de posta, en que las posteriores construyen sobre las anteriores, construimos la civilización y la cultura. Poseer una tradición intelectual nos es natural y bueno; es como vivir en una familia, en que la soledad y las limitaciones del individuo son superadas de muchos modos. Pero así como una familia puede quebrarse y ser abusiva, así también las tradiciones puramente humanas pueden extraviarse. A veces hay que liberarse de falsas tradiciones humanas, tal como a veces hay que liberarse de una relación dañina. Lo mismo ocurre con las tradiciones religiosas e intelectuales. En el seno de la Iglesia, sin embargo, y puesto que ella es una sociedad perfecta por esencia, no necesitamos abandonar la Tradición (con una “t” mayúscula); todo aquello que es auténticamente católico es confiable siempre y en todas partes, y liberador, y apropiado a la dignidad humana -e incluso capaz de restaurar la dignidad humana-. En este sentido, la Tradición de la Iglesia es la perfección sobrenatural de algo que ya es natural en el hombre.

Incluso los ángeles se enseñan unos a otros, afirman los teólogos, aunque carecen de tradición propiamente tal. Los ángeles más elevados iluminan a los ángeles inferiores. Dios podría tratarlos a todos como seres individuales, pero prefiere unirlos en jerarquías de generosidad y dependencia.

El hombre y el ángel son “seres racionales dependientes”, porque están hechos a imagen y semejanza del Dios Uno y Trino. Cuando leemos en las Escrituras que el Hijo “ha sido entregado” por el Padre, ello tiene un significado más profundo que lo que normalmente se entiende. La traditio primordial o entrega es Jesús que no es dado, que es dado al mundo por el Padre -la Palabra de Dios que procede del Padre, Dios de Dios, Luz de Luz-. Incluso en Dios absolutamente simple, hay una procesión de la Verdad y del Amor de una Persona a Otra, lo que se refleja en las jerarquías angélicas y en los seres humanos por sus relaciones de generación y educación.

Francisco de Zurbarán, Apoteosis de Santo Tomás de Aquino, 1631, Museo de Bellas Artes de Sevilla
(Imagen: Wikipedia)

Juegos de poder posmodernos

La importancia de la vida intelectual -del pensamiento que apunta a la verdad- es, sin embargo, vista con suspicacia por los posmodernos. ¿No es acaso la “verdad” cualquier cosa que los poderosos han decidido imponernos a los demás? Hay algunos que no son tan temerarios en lo relativo a la posibilidad de buscar y encontrar la verdad intemporal. La respuesta que podemos dar a todo esto es señalar la relación inseparable que hay entre verdad, identidad humana y dignidad personal.

Como nos enseñan con su vida y sus escritos San Agustín, Santo Tomás de Aquino e innumerables luminarias de la Iglesia, y como los filósofos paganos Platón y Aristóteles y muchos otros vieron antes de ellos, la verdad es el objeto propio de la mente humana, es el bien del intelecto. Es justamente cuando no adherimos a este bien que somos arrojados a un revuelto mar de reivindicaciones egoístas y de deseos manipuladores. Si no buscamos constantemente este bien, abdicamos de lo que es más propio de nuestra humanidad. Si no luchamos por compartir este bien con nuestros hermanos los hombres, no los amamos.

En este sentido, lo opuesto a una tradición intelectual no es el sentimentalismo o el esteticismo, sino el anti-intelectualismo, o lo que Sócrates llamaba “misología”: una intolerancia o desprecio por el razonamiento correcto, la negación de la consciencia, el abandono de la coherencia consigo mismo, la descarada promoción de sí mismo sin tomar en cuenta los costos para los demás, una visión utilitarista de la vida, la negación de que haya algo especial o único en el ser humano. Como herencia de estas opiniones, y concentrando su polución, surge el nihilismo, que se caracteriza por una opresora voluntad de poder. En ausencia de verdad, sólo existe la afirmación de la fuerza y de la pasividad ante ella.

Lo que hace al ser humano diferente de todos los demás seres en el mundo material es su capacidad de conocer la verdad universal y de amar lo que es bueno porque sabe que es bueno. Nuestra dignidad consiste en nuestra orientación a la verdad y en nuestra capacidad de amar y de ser amados. La perfección de esta capacidad mediante la educación no es algo exclusivo del catolicismo, pero indudablemente ha sido llevada por la Iglesia a unas alturas sin par en ninguna otra religión o civilización.

La tradición intelectual católica es amplia y expansiva, profunda y sutil, ética y espiritual, poderosa para llevar a los individuos y las sociedades a toda la perfección que se puede esperar en este valle de lágrimas, lejos de nuestra patria eterna. Tenemos toda la razón de estar orgullosos de siglos de educación católica en todos los niveles y en todos los rincones del mundo conocido. Hoy debiéramos sacudir de nuestros pies el polvo de las escuelas seculares y secularizadas y dar nuestro apoyo, del modo que sea, a las escuelas que luchan por ser fieles a su elevada misión.