Retomamos una serie dedicada a textos del Papa Emérito, S.S. Benedicto XVI, relativos a la Liturgia. En esta entrada, les presentamos el Prefacio que el Pontífice Emérito redactara para el primer volumen de sus Obras Completas, el cual reúne sus escritos litúrgicos.
Benedicto XVI, Prefacio al primer volumen de mis escritos, 29 de junio de 2008, en J. RATZINGER, ‘Opera omnia. Teologia della Liturgia’, Libreria Editrice Vaticana, Città del Vaticano 2010, p. 5-9
El
Concilio Vaticano II inició sus labores con la discusión del esquema
sobre la liturgia, que luego fue solemnemente votado el 4 de diciembre
de 1963 como primer fruto de la gran asamblea de la Iglesia, con el
rango de una constitución. Que el tema de la liturgia fuera su primer
resultado fue considerado a primera vista más bien una casualidad. El
Papa Juan había convocado la asamblea de obispos con una decisión
compartida por todos con alegría, para reafirmar la presencia del
cristianismo en una época de profundos cambios, pero sin proponer un
determinado programa. Desde la comisión preparatoria se había reunido
una amplia serie de proyectos. Pero faltaba una brújula para poder
encontrar el camino en medio de esta abundancia de propuestas. Entre
tantos proyectos el texto sobre la sagrada liturgia pareció ser aquel
sobre el cual había menos discusión. Así, se presentó como el más
adecuado, como una especie de ejercicio –por llamarlo así– con el cual
los Padres podían aprender los métodos de trabajo conciliar.
Misa Pontifical celebrada por San Juan XXIII
Lo
que a simple vista podría parecer una casualidad, también se revela
–mirando a partir de la jerarquía de los temas y de las tareas de la
Iglesia– como la cosa intrínsecamente más correcta. Comenzando con el
tema “liturgia”, se puso inequívocamente a la luz el primado de Dios, la
prioridad del tema “Dios”. Dios ante todo, así nos lo dice el inicio de
la constitución sobre la liturgia. Cuando la mirada de Dios no es
determinante todo lo demás pierde su orientación. Las palabras de la
regla benedictina «Ergo nihil Operi Dei praeponatur»
(43, 3: «Por lo tanto no se anteponga nada a la obra de Dios») valen en
modo específico para el monaquismo, pero tienen valor, como orden de
las prioridades, también para la vida de la Iglesia y de cada uno en el
modo que le corresponde. Quizá es útil recordar aquí que en el término
“ortodoxia” la segunda mitad de la palabra, “doxa”, no significa
“opinión” sino “esplendor”, “glorificación”: no se trata de una correcta
opinión sobre Dios, sino de un modo correcto de glorificarlo, de darle
una respuesta. Ya que esta es la pregunta fundamental del hombre que
comienza a entenderse a sí mismo de la manera correcta: ¿cómo debo
encontrar a Dios? Así, aprender el modo correcto de adorar –la
ortodoxia– es lo que nos viene dado sobre todo por la fe.
Cuando
decidí, después de algunas indecisiones, aceptar el proyecto de una
edición de todas mis obras, me quedó claro inmediatamente que debería
valer en ella el orden de las prioridades del Concilio, y que por lo
tanto el primer volumen en salir debía ser el que contenía mis escritos
sobre la liturgia. La liturgia de la Iglesia ha sido para mí, desde mi
infancia, la actividad central de mi vida, y también se ha vuelto, en la
escuela teológica de maestros como Schmaus, Söhngen, Pascher y
Guardini, en el centro de mi trabajo teológico. Como materia específica
he escogido la teología fundamental, porque quería ante todo ir hasta el
fondo de la pregunta “¿por qué creemos?” Pero en esta pregunta estaba
incluida desde el inicio la otra sobre la correcta respuesta que se ha
de dar a Dios, y por tanto también la pregunta sobre el servicio divino.
Precisamente desde este punto deben ser entendidos mis trabajos sobre
la liturgia. No me interesaban los problemas específicos de la ciencia
litúrgica, sino el anclarse de la liturgia en el acto fundamental de
nuestra fe y por tanto también su lugar en nuestra entera existencia
humana.
Este
volumen recoge entonces todos mis trabajos de pequeña y mediana
dimensión con los cuales en el curso de los años, en ocasiones y desde
perspectivas diferentes, he tomado posición sobre cuestiones litúrgicas.
Después de todas las contribuciones que nacieron de este modo, fui
impulsado finalmente a presentar una visión de conjunto que apareció en
el año jubilar del 2000 bajo el título El espíritu de la liturgia. Una
introducción y que constituye el texto central de este libro.
Lamentablemente
casi todas las reseñas se centraron en un pequeño capítulo: “El altar y
la orientación de la oración en la liturgia”. Los lectores de las
reseñas debieron deducir que la obra completa trataba sólo de la
orientación de la celebración y que su contenido se reducía a querer
reintroducir la celebración de la misa “con las espaldas dirigidas al
pueblo”. En consideración a esta distorsión he pensado por un momento en
suprimir este capítulo (de apenas nueve páginas de un total de
doscientas) para poder reconducir la discusión al verdadero argumento
que me interesaba y sigue interesándome en el libro. Esto habría sido
más fácilmente posible por el hecho de que mientras tanto aparecieron
dos excelentes trabajos en los cuales la cuestión de la orientación de
la oración en la Iglesia del primer milenio ha sido aclarada en modo
convincente. Pienso ante todo en el importante librito de Uwe Michael
Lang, Volverse hacia el Señor. Orientación en la plegaria litúrgica
(Ediciones Cristiandad, Madrid, 2007), y en modo del todo particular a
la gran contribución de Stefan Heid, “Actitud y orientación de la
oración en la primera época cristiana” (en Revista de Arqueología
Cristiana 72, 2006), en la que las fuentes y bibliografía sobre dicho
tema resultan ampliamente ilustradas y puestas al día.
El
resultado es del todo claro: la idea que sacerdote y pueblo en la
oración deberían mirarse recíprocamente nació sólo en la cristiandad
moderna y es completamente extraña en la antigua. Sacerdote y pueblo
ciertamente no rezan el uno hacia el otro, sino hacia el único Señor.
Por tanto durante la oración miran en la misma dirección: o hacia
Oriente como símbolo cósmico para el Señor que viene, o, donde esto no
fuese posible, hacia una imagen de Cristo en el ábside, hacia una cruz o
simplemente hacia el cielo, como hizo el Señor en la oración sacerdotal
la noche antes de su Pasión (Jn 17,
1) [Destacado de la Redacción]. Mientras tanto se está abriendo paso cada vez más, afortunadamente,
la propuesta hecha por mí al final del capítulo en cuestión en mi obra:
no proceder a nuevas transformaciones, sino proponer simplemente la
cruz al centro del altar, hacia la cual puedan mirar juntos el sacerdote
y los fieles, para dejarse guiar en tal modo hacia el Señor, al que
todos juntos rezamos.
S.S. Benedicto XVI celebrando la Santa Misa
Foto: Servicio Fotográfico Vaticano
Foto: Servicio Fotográfico Vaticano
Pero
de nuevo, con esto, quizá he dicho demasiado sobre este punto, que
representa apenas un detalle de mi libro, y que podría incluso dejar de
lado. La intención fundamental de la obra era la de colocar la liturgia
por encima de las cuestiones con frecuencia mezquinas sobre esta o
aquella forma, en su importante relación que he buscado describir en
tres ámbitos que están presentes en todos y cada uno de los temas. Está
ante todo la íntima relación entre Antiguo y Nuevo Testamento; sin la
relación con la heredad veterotestamentaria la liturgia cristiana es
absolutamente incomprensible. El segundo ámbito es la relación con las
religiones del mundo. Y se agrega en fin el tercer ámbito: el carácter
cósmico de la liturgia, que representa algo más que la simple reunión de
un círculo más o menos grande de seres humanos; la liturgia es
celebrada dentro de la amplitud del cosmos, abraza al mismo tiempo la
creación y la historia. Esto es lo que se pretendía con la orientación
de la oración: que el Redentor al cual rezamos es también el Creador, y
así en la liturgia también está siempre presente el amor por la creación
y la responsabilidad en relación a ella. Estaré contento si esta nueva
edición de mis escritos litúrgicos puede contribuir a que se vean las
grandes perspectivas de nuestra liturgia y colocar en su correspondiente
lugar ciertas controversias mezquinas sobre formas exteriores.
Finalmente,
y sobre todo, siento el deber de agradecer. Mi agradecimiento se debe
ante todo, al obispo Gerhard Ludwig Muller, que ha tomado en sus manos
el proyecto de la Opera omnia
y ha creado las condiciones tanto personales como institucionales para
su realización. De manera muy particular quisiera agradecer al Prof. Dr.
Rudolf Voderholzer, que ha invertido tiempo y energías en medida
extraordinaria en la recolección y en la separación de mis escritos.
Agradezco también al señor Dr. Christian Schaler, que lo asiste de
manera activa. Finalmente, va mi sincero agradecimiento a la casa
editora Herder, que con gran amor y precisión ha asumido el honor de
este difícil y fatigoso trabajo. Que todo ello pueda contribuir a que la
liturgia sea comprendida en modo siempre más profundo, y celebrada
dignamente. «La alegría del Señor es nuestra fuerza» (Ne 8, 10).
Roma, fiesta de los santos Pedro y Pablo, 29 de junio del 2008
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