jueves, 25 de febrero de 2021

Roma está sin Papa

Como primicia en castellano, les ofrecemos hoy la traducción de un controvertido artículo de Aldo Maria Valli, periodista y ensayista italiano, autor de diversos libros relacionados con el catolicismo, vaticanista de Tg3 e incansable acompañante de Juan Pablo II en sus viajes, sobre la ausencia del Papa en la vida de la Iglesia. El texto ha provocado gran discusión por la dureza de su argumento e invita a reflexionar y profundizar en el sentido teológico que tiene el primado de Pedro, instituido por Cristo como cabeza de su Iglesia. 

Por ejemplo, el historiador y periodista Andrea Cionci ha reproducido el texto en Il Libero Quotidiano precedido de la siguiente pregunta: "¿Cómo es posible que una parte muy importante de los más relevantes y estimados vaticanistas del panorama periodístico italiano se hayan convertido con el tiempo, unos antes, otros después, en fuertes críticos (por usar un eufemismo) del papa Francisco? Sandro Magister, Marco Tosatti, Antonio Socci, incluso el venerable Vittorio Messori, no se han ahorrado dardos contra Bergoglio". 

Cabe advertir que el autor no hace una llamada al sedevacantismo ni desconoce el hecho indiscutible de que el papa Francisco es el obispo de Roma y, por tanto, el Sumo Pontífice de la Iglesia católica. Su ensayo apunta a la imagen que se proyecta desde la Sede de Pedro al mundo, afectando la comprensión su función teológica y eclesiológica que tiene el primado pretrino.  De ahí que convenga tener presente cuál es la función del Santo Padre para un católico. Muy recomendable resulta para este fin la lectura del libro de Roberto de Mattei que reseñamos en esta entrada, o el este ensayo de El padre de familia también publicado en esta bitácora.  El ensayo de Valli, aunque  duro y provocador desde el título, hay que mirarlo como el esfuerzo de un hijo fiel que, perplejo, intenta racionalizar la crisis por la que atraviesa la Iglesia.  

La traducción ha sido hecha desde la versión en inglés publicada en OnePeterFive. El original en italiano puede verse aquí

Aldo Maria Valli 

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Roma está sin Papa

Aldo Maria Valli

Roma está sin Papa. La tesis que aspiro a demostrar se puede resumir en estas cuatro palabras. Cuando digo Roma, no me refiero sólo a la ciudad de la que el Papa es obispo. Cuando digo Roma, me refiero al mundo, me refiero a la realidad actual. El Papa, aunque físicamente presente, realmente no está allí, porque no hace lo que el Papa hace. Está allí, pero no cumple sus deberes como sucesor de Pedro y Vicario de Cristo. Quien está allí es Jorge Mario Bergoglio. No está Pedro.

¿Quién es el Papa? Las definiciones pueden ser diferentes, según se quiera enfatizar el aspecto histórico, o el teológico, o el pastoral. Pero, en esencia, el Papa es el sucesor de Pedro. ¿Y cuáles son las tareas que Jesús encargó al apóstol Pedro? Por un lado, “apacienta mis ovejas” (Jn 21, 17); por otro, “lo que ates sobre la tierra, quedará atado en el cielo, y lo que desates sobre la tierra, quedará desatado en el cielo” (Mt 16, 19).

Esto es lo que un Papa debe hacer. Pero hoy no hay nadie que cumpla estas tareas. “Y tú, cuando te conviertas, confirma a tus hermanos” (Lc 22, 32). Esto se lo dice Jesús a Pedro. Pero hoy Pedro no pastorea sus ovejas y no las confirma en la fe. ¿Por qué? Alguno responderá: porque Bergoglio no habla de Dios, sólo de migrantes, ecología, economía y cuestiones sociales. Pero ello no es así. Bergoglio en realidad habla de Dios, pero lo que emerge de toda tu predicación es un Dios que no es el Dios de la Biblia, sino un Dios adulterado, un Dios, diría, debilitado o, mejor todavía, adaptado. ¿Adaptado a qué? Al hombre y sus exigencias de ser justificado viviendo como si el pecado no existiera.

Ciertamente Bergoglio ha puesto los temas sociales en el centro de su enseñanza y, con esporádicas excepciones, parece ser presa de las mismas obsesiones de la cultura dominante sobre lo que es políticamente correcto; pero pienso que no es ésta la razón por la que Roma está sin Papa. Si se pone el acento en temas sociales, es posible hacerlo desde una perspectiva auténticamente cristiana y católica. El problema con Bergoglio es otro: el problema es que su perspectiva teológica está desviada. Y esto ocurre por una razón bien específica: porque el Dios de que habla Bergoglio no es un Dios que perdona, sino uno que suprime todo reproche.  

En Amoris laetitia leemos: “La Iglesia debe acompañar con atención y cuidado a los más frágiles de sus hijos” (cap. 8, núm. 291). Lo siento, pero ello no es así. La Iglesia debe convertir a los pecadores.

(Imagen del artículo original: OnePeterFive)

De nuevo leemos en Amoris Laetitia que “la Iglesia no desecha los elementos constructivos que hay en aquellas situaciones que no corresponden todavía, o que ya no corresponden, a su enseñanza sobre el matrimonio” (núm. 314). Lo lamento, pero estas palabras son ambiguas. En las situaciones que no corresponden a su enseñanza podrá haber también “elementos constructivos” (¿en qué sentido?); sin embargo, la misión de la Iglesia no es dar validez a esos elementos sino convertir las almas al amor divino, al cual se adhiere uno por el cumplimiento de los mandamientos. 

Leemos también en Amoris Laetitia: “Pero esa conciencia puede reconocer no sólo que una situación no responde objetivamente a la propuesta general del Evangelio. También puede reconocer con sinceridad y honestidad aquello que, por ahora, es la respuesta generosa que se puede ofrecer a Dios, y descubrir con cierta seguridad moral que esa es la entrega que Dios mismo está reclamando en medio de la complejidad concreta de los límites de cada uno, aunque todavía no sea plenamente el ideal objetivo” (núm. 303). También aquí hay ambigüedad. Primero: no existe una “propuesta general” del Evangelio a la que uno pueda adherir más o menos. Todo lo que hay es, simplemente, el Evangelio y sus contenidos bien específicos: hay mandamientos claros. Segundo: Dios nunca -repito, nunca- puede pedir a alguien que viva en pecado. Tercero: nadie puede alegar tener “cierta seguridad moral” sobre lo que “Dios mismo está reclamando en medio de la complejidad concreta de los límites de cada uno”. Estas enredadas expresiones significan sólo una cosa: legitimación del relativismo moral y jugar con los mandamientos divinos.

Este Dios, comprometido más que nada con eximir al hombre de reproche, este Dios que busca circunstancias atenuantes, este Dios que se abstiene de condenar y prefiere comprender, este Dios que “nos es tan cercano como una madre que canta una canción de cuna”, este Dios que no es un juez sino que es “cercanía”, este Dios que habla de “fragilidad” humana y no de pecado, este Dios que se inclina por la lógica del “acompañamiento pastoral”, es una caricatura del Dios de la Biblia. Porque Dios, el Dios de la Biblia, es muy paciente, pero no descuidado; es amante, pero no permisivo; es considerado, pero no acomodaticio. En una palabra: es Padre en el sentido más pleno y auténtico de la palabra.

La perspectiva que adopta Bergoglio parece ser, en cambio, la del mundo, que a menudo no rechaza enteramente la idea de Dios, pero sí rechaza los rasgos de Dios que sintonizan menos con una rampante permisividad. El mundo que no quiere un verdadero padre, amante en la misma medida en que también juzga, sino que quiere un camarada; o mejor, todavía: un compañero de ruta que deja pasar las cosas y que dice “¿quién soy yo para juzgar?”.

En otras ocasiones he escrito que, con Bergoglio, triunfa una visión que destruye la verdadera: es la visión que nos dice que Dios no tiene derechos, sólo deberes: no tiene derecho a recibir un culto digno de Él, ni a que nadie se burle de Él, pero sí tiene el deber de perdonar. Según esta visión, sucede con el hombre todo lo contrario: éste no tiene deberes, sólo derechos; tiene derecho a ser perdonado, pero no el deber de convertirse. Es como si pudiera existir para Dios un deber de perdonar y un derecho del hombre de ser perdonado.

Pío XII
(Foto: Vatican News)

Esta es la razón por la que Bergoglio, caracterizado como el Papa de la misericordia, es, me parece, el Papa menos misericordioso que se pueda imaginar. En realidad, Bergoglio descuida la primera y más fundamental forma de misericordia que le corresponde y le corresponde sólo a él: predicar la ley divina y, al hacerlo, señalar a la creatura humana, desde lo alto de su autoridad suprema, el camino que lleva a la salvación y a la vida eterna.

Si Bergoglio ha inventado un “dios” de este tipo -al que me refiero, intencionalmente, con una “d” minúscula porque no es el Dios Uno y Trino que adoramos- es porque para Bergoglio no existe falta -ni personal ni colectiva, ni original ni actual- por la que el hombre deba pedir perdón. Pero si no hay falta, entonces no hay Redención, y sin la necesidad de Redención la Encarnación carece de sentido, y mucho más la tarea salvífica del Arca de salvación que es la Santa Iglesia. Uno se pregunta si ese “dios” no es, más bien, el simia Dei -la imitación de Dios-, Satán, que nos empuja hacia la condenación precisamente en el momento en que niega que los pecados y vicios con que nos tienta pueden matar nuestra alma y condenarnos a la eterna pérdida del Bien Supremo.

Así pues, Roma está sin Papa. Pero en tanto que en la distópica novela de Guido Morselli Roma senza Papa ello era así desde el punto de vista físico, ya que el Papa de la ficción se había ido a vivir en Zagarolo, hoy Roma está sin Papa en un sentido mucho más profundo y radical.

Me parece ya oír la objeción: ¿Pero cómo puede decir que Roma está sin Papa cuando Francisco está en todas partes? Está en la TV y en los periódicos. Ha estado en la portada de Time, Newsweek, Rolling Stone e incluso en Forbes y Vanity Fair. Está en sitios web y en incontables libros. Ha sido entrevistado por todo el mundo, incluso por la Gazzetta dello Sport [nota del traductor al inglés: el periódico italiano de deportes que es el periódico de cualquier tipo más leído en Italia]. Quizá nunca antes un Papa ha estado tan presente y ha sido tan popular. Respondo: todo ello es cierto, pero se trata de Bergoglio, no de Pedro.

Ciertamente no le está prohibido al Vicario de Cristo preocuparse de las cosas del mundo. Al contrario. La fe cristiana es una fe encarnada, y el Dios de los cristianos es un Dios que se ha hecho hombre, que se ha hecho historia; así se aparta el cristianismo del exceso de espiritualismo. Pero una cosa es estar en el mundo, y otra totalmente distinta llegar a parecerse al mundo. Al hablar como el mundo y razonar como razona el mundo, Bergoglio ha dejado que Pedro se evapore, y se ha puesto él en la primera línea.

Lo repito: el mundo, este mundo nacido de la revolución de 1968, no quiere un verdadero padre. Prefiere un camarada. La enseñanza de un padre, si es verdaderamente padre, es laboriosa, porque muestra el camino de la libertad con responsabilidad. Es mucho más conveniente tener simplemente al lado alguien que a uno lo acompaña, sin señalar nada. Y esto es precisamente lo que hace Bergoglio: muestra un “dios” que no es un padre, sino un camarada. No es una coincidencia que la “Iglesia en salida” de Bergoglio ame el verbo “acompañar”, igual que hace el modernismo. Se trata de una Iglesia que es un compañero de ruta, que lo justifica todo (mediante un distorsionado concepto de discernimiento) y, al cabo, lo relativiza todo.

Jesús es completamente claro en este punto. “Ay de vosotros cuando los hombres hablen bien de vosotros”(Lc 6, 26). “Bienaventurados seréis cuando os odien y os expulsen y os injurien o proscriban vuestro nombre como maldito por causa del Hijo del Hombre” (Lc 6, 22).

De vez en cuando circulan rumores de que Bergoglio está también pensando en renunciar, como Benedicto XVI. Creo que no piensa en absoluto en ello, y que el problema es otro: el problema es que Bergoglio se ha transformado en el protagonista de facto de un proceso de renuncia de los deberes de Pedro.

He dicho ya en algún lugar que Bergoglio se ha convertido en el capellán de las Naciones Unidas, y creo que esta decisión tiene una insólita gravedad. Sin embargo, más grave aún que su adhesión a la agenda de las ONU y a lo políticamente correcto es que ha dejado de hablarnos del Dios de la Biblia y de que el Dios que está en el centro de su predicación es un Dios que hace desaparecer la culpa de los hombres, no un Dios que perdona.

La crisis de la figura paterna y la crisis del papado van de la mano. Tal como el padre, rechazado y desmantelado, se transformó en un compañero genérico sin ningún derecho a indicar el camino, así también el Papa ha dejado de ser el portador e intérprete de la ley divina objetiva y ha preferido transformarse en un simple camarada.

De este modo, Pedro se ha evaporado justo cuando más necesitábamos que nos mostrara a Dios como un Padre que nos abraza, un Padre amoroso no porque es neutral, sino porque juzga; un Padre misericordioso no porque es permisivo sino porque está decidido a mostrar el camino al verdadero bien; un Padre compasivo no porque es relativista sino porque desea vivamente mostrar el camino a la salvación.

Pietro Vanucci (El Perugino), Entrega de las llaves a San Pedro, 1481-1482, Capilla Sixtina (Vaticano)
(Imagen: Wikipedia)

Advierto que el protagonismo a que se abandona Bergoglio no es una novedad, sino que tiene su raíz, en gran medida, en la nueva formulación conciliar antropocéntrica, de acuerdo con la cual los Papas, obispos y clérigos se anteponen a su sagrado ministerio, anteponen su voluntad a la de la Iglesia y sus opiniones a la ortodoxia católica, y sus particulares extravagancias litúrgicas a la sacralidad del rito.

Esta personalización del papado se ha hecho presente desde que el Vicario de Cristo, queriendo presentarse “como uno de nosotros”, renunció al uso de este plural humilitatis con el que mostraba que hablaba no a título personal sino en unión con todos sus predecesores y con el mismo Espíritu Santo. Piénsese en ello: ese sagrado “Nos” que hizo a Pío IX temblar al proclamar el dogma de la Inmaculada Concepción, igual que tembló San Pío X al condenar el modernismo, no podría jamás haberse usado para apoyar el idolátrico culto de la Pachamama, ni para formular la ambigüedad de Amoris Laetitia o de Fratelli Tutti.

Sobre el proceso de personalización del Papado (al cual el arribo y desarrollo de los mass media hicieron una importante contribución), debemos recordar que hubo un tiempo en que, al menos hasta Pío XII (incluido éste), a los fieles no les importaba mucho quién era el Papa, porque en todo caso sabían que, fuere quien fuere, enseñaría siempre la misma doctrina y condenaría los mismos errores. Al aplaudir al Papa se aplaudía no tanto a quien estaba en el trono sagrado en ese momento sino al papado, la realeza sagrada del Vicario de Cristo, la Voz del Pastor Supremo, Jesucristo.

Bergoglio, a quien no le gusta presentarse a sí mismo como sucesor del Príncipe de los Apóstoles, y que ha relegado el título de “Vicario de Cristo” a las ultimas páginas del Annuario Pontificio, se separa implícitamente de la autoridad que Nuestro Señor confirió a Pedro y a sus sucesores. Y esto no es un punto meramente canónico, sino una realidad cuyas consecuencias son muy serias para el papado.

¿Cuándo volverá Pedro? ¿Por cuánto tiempo estará Roma sin Papa? No vale la pena preguntar. Los designios de Dios son misteriosos. Sólo podemos orar al Padre Celestial diciendo: “Que se haga tu voluntad, no la nuestra. Ten misericordia de nosotros, pecadores”.

martes, 23 de febrero de 2021

Primer Domingo de Cuaresma

Miniatura de Evangeliario de Ada
(Imagen: Wikicommons) 

El texto del Evangelio de hoy es el siguiente (Mt 4, 1-11):

“En aquel tiempo, fue llevado Jesús al desierto por el Espíritu Santo, para ser allí tentado por el diablo. Y habiendo ayunado cuarenta días y cuarenta noches, después tuvo hambre. Y llegándose a Él el tentador, le dijo: Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes. Mas Jesús le respondió y dijo: Escrito está: No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios. Entonces le transportó el diablo a la santa ciudad, y púsole sobre el pináculo del templo, y le dijo: Si eres Hijo de Dios, échate de aquí abajo, porque escrito está: Que mandó a sus ángeles cerca de ti, y te tomarán en sus manos, para que no tropiece tu pie contra alguna piedra. Jesús le dijo: También está escrito: No tentarás al Señor tu Dios. De nuevo le subió el diablo a un monte muy alto y le mostró todos los reinos del mundo, y la gloria de ellos, y le dijo: Todo esto te daré, si prosternándote me adorares. Díjole entonces Jesús: ¡Vete de aquí, Satanás! Porque escrito está: Al Señor tu Dios adorarás, y a Éñ solo servirás. Entonces le dejó el diablo; y he aquí que los ángeles se acercaron y le servían”.

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Ya se nos ha advertido: batalla es la vida del hombre sobre la tierra. Nos lo han dicho al comenzar la Cuaresma. Y el Señor nos lo demuestra en forma realísima y gráfica en este estremecedor episodio del Evangelio.

Nadie podrá ir adonde Jesús y decirle “Señor, es que soy tentado todo el día, es que la tentación es demasiado feroz…”. El Señor le dirá: “Yo soy hombre igual que tú, y sé lo que es ser tentado; y sé lo que es la feroz tentación de la urgencia trófica, la del hambre desesperada, una tentación de comer en que al hombre se le va, literalmente, la vida; pero resistí y vencí y tú, que eres parte de mi Cuerpo Místico, puedes resistir y vencer conmigo”. ¡Con cuánta razón puede decir el Señor “hombre soy, y nada de lo que es humano desconozco”! ¡Y con cuánta misericordia permitió que la Bestia se le aproximara y le echara encima su fétido aliento, para poder darnos, con su victoria, ejemplo, aliento y ayuda! Sobre todo, ayuda: “fiel es Dios, que no permitirá que seáis tentados sobre vuestras fuerzas; antes dispondrá con la tentación el éxito para que podáis resistirla” (1 Co 10, 13). Más todavía: si queremos, el Señor permite que de la tentación aprendamos y saquemos beneficio, porque, como dice San Pablo, “la tribulación produce la paciencia; la paciencia, una virtud probada, y la virtud probada, la esperanza. Y la esperanza no quedará defraudada porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones” (Rm 5, 4-5).

Hay quienes, luego de largas y terribles luchas interiores, logran apartarse de la tentación, pero sin imaginárselo, de pronto ceden a ella y caen. Estando en el suelo y humillados, sobreviene la peor tentación de todas, la del desaliento, la de la soberbia herida que ve que, al fin y al cabo, uno es débil y no logra jamás consolidarse por sus propias fuerzas: porque, en efecto, no hay “técnica mental” o “espiritualidad oriental” capaz de purificarlo a uno por dentro y dejarlo convertido en un santo. El hombre santo no es el que no peca nunca sino el que, vencido por la tentación, cae y, caído, se levanta inmediatamente de un salto, como impulsado por un resorte, y se pone de pie y pide perdón a Dios. Perdón y ayuda. Aun más: agradece la humillación de la caída, y pide perdón y ayuda. “¡Gracias, perdón y ayuda!”: tal es la exclamación que debe estar en nuestros labios cada vez que pecamos.

Se dice que Lutero fue siempre víctima de terribles tentaciones de diverso tipo, y que ello terminó por hundirlo en una depresión que, al cabo, no es más que una profunda humillación, y a convencerlo de que la naturaleza humana no es capaz de vencer el mal: en último término, no es capaz de adquirir el mérito de vencer; es incapaz absolutamente de mérito.

Hay aquí varios errores juntos porque, primeramente, la tentación no es mala por sí misma: la tentación rechazada no es pecado, por mucho que nos zarandee y humille; y, en segundo lugar, si Cristo venció la tentación, nosotros, que somos parte de su Cuerpo Místico, también podemos vencer, pero no por ser nosotros quienes somos, no por nuestras propias fuerzas, sino por ser parte de ese Cuerpo y por la fuerza que, siéndolo, nos comunica Dios como a miembros suyos. Es la fuerza que Dios nos da lo que hace que podamos merecer y ser capaces del premio que Él nos tiene reservado: sin mérito, no hay premio, así como, sin culpa, no hay castigo. Pero nuestro mérito lo debemos a Su misericordia que nos da la fuerza para vencer y merecer. Por eso, San Bernardo dice, en uno de sus sermones, con fórmula breve y lapidaria: “mi mérito es tu misericordia”.

Finalmente, si las tentaciones nos agobian, huyamos de ellas. En otras palabras, evitemos las ocasiones de ser tentados. No nos pongamos al alcance del diablo. Santa Teresa de Ávila decía que el diablo es como un perro feroz, pero encadenado: no puede causarnos mal, si no nos acercamos a él. Y recordemos que el Señor nos da, junto con la lección tácita de estas tentaciones en el desierto, la lección expresa del Padre Nuestro: no le pedimos a Dios no ser tentados; lo que le pedimos es no caer en la tentación, no ceder a ella.

Sandro Botticelli, Las tentaciones de Cristo, 1498-1500, Capilla Sixtina (Vaticano)
(Imagen: Wikipedia)

sábado, 20 de febrero de 2021

Miércoles de Ceniza

Miniatura de Evangeliario de Ada
(Imagen: Wikicommons) 

El texto del Evangelio de hoy es el siguiente (Mt 6, 16-21):

“En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: Cuando ayunéis, no os pongáis tristes, como los hipócritas, los cuales desfiguran su rostro para hacer ver a los hombres que ayunan. En verdad os digo, que ya recibieron su paga. Mas tú, cuando ayunes, perfuma tu cabeza y lava bien tu cara, para que no conozcan los hombres que ayunas, sino solamente tu Padre, que está presente a todo, aun lo que hay de más secreto; y tu Padre que ve lo más secreto te lo premiará. No amontonéis tesoros en la tierra, donde el orín y la polilla los roen, y donde ladrones los desentierran y roban. Mas atesorad para vosotros tesoros en el cielo, donde no hay orín, ni polilla que los consuma; ni tampoco ladrones que los desentierren y roben. Porque en donde está tu tesoro, allí está también tu corazón”.

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La hipocresía es el homenaje que el vicio rinde a la virtud, según decía La Rochefoucault. Pero siendo un acto del vicio, la hipocresía es mala. Aun así, sólo hay hipocresía donde se distingue la virtud del vicio, el bien del mal. Que es más de lo que se puede decir del mundo moderno en que vivimos, donde la frontera entre lo bueno y lo malo ha desaparecido, y donde es “bueno” lo que “yo” digo que es: un “yo” que cree haber comido del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal, pero que, en esto, está profundamente equivocado, no siendo más que una víctima del Enemigo que, como dice la Escritura, “fue mentiroso desde el principio”.

Siendo un mal, el Señor condena la hipocresía en el texto de hoy. Más que una condena, sin embargo, el Señor señala su necedad, aludiendo a aquel que se mortifica, pero deseando con ello solamente ser visto y admirado por quienes lo rodean. ¡Magro premio, dice el Señor!: ¡qué paga tan miserable, tan exigua, y tan frágil! ¡Mortificarse y hacer penitencia sólo por que los demás nos alaben -y nos envidien-!...

Y, llamándonos a la cordura, nos anima el Señor, en esta cuaresma que comienza, a hacer penitencia, pero de tal modo que sólo Dios lo sepa. Y añade: “y tu Padre que ve lo más secreto te lo premiará”.

Son muchas las veces que Jesús, en el Evangelio, habla del premio de nuestras buenas obras, incluida, ciertamente, la penitencia. También San Pablo, en la Epístola de Septuagésima que hemos leído hace algunas semanas, nos dice que los que corren en el estadio, haciendo todo tipo de esfuerzos y entrenándose y privándose de cosas con el fin de ser más rápidos, lo hacen por un premio corruptible, animándonos, de este modo, a mortificarnos por un premio incorruptible, que Dios tiene preparado a los que, corriendo espiritualmente, perseveran hasta el fin: “¿No sabéis que los que corren en el estadio todos corren, pero uno solo alcanza el premio? Corred, pues, de modo que lo alcancéis” (1 Co 9, 24)

El Señor nos premia, y nosotros no debemos despreciar ese premio que Él, a cada momento, nos pone ante la vista. Algunos maestros de vida espiritual dicen que el bien debe hacerse sólo por amor a Dios, olvidándonos del premio o, en otras palabras, que no debemos ser buenos por el premio que ello nos consigue. Pero Dios es más que un maestro espiritual, y sabe de qué barro estamos hechos, y nos sostiene en la lucha con la promesa del premio. ¿Cómo no desear ese premio? ¿Cómo decir “no quiero tu premio”, sino que te quiero a Ti? ¿Es que, realmente, podemos tenerlo a Él sin el premio que nos tiene preparado? ¡Y qué premio! Sobre él nos dice San Pablo: “Pero, según escrito está, ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni vino a la mente del hombre lo que Dios ha preparado para los que le aman” (1 Co 2, 9).

Todavía más, el propio Señor nos ha dicho: “En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no fuera así, os lo diría, porque voy a prepararos el lugar” (Jn 14, 2).

Deseemos ese premio, esforcémonos en esta Cuaresma por correr para ganarlo, esperemos que el Señor cumpla su promesa. De este modo, estaremos ejercitando, en primer lugar, la virtud de la humildad, sin la cual no hay otra virtud posible: tengamos la humildad del que recibe agradecido, no la soberbia del campeón que declina aceptar la Gran Copa que ha ganado con un vanidoso “me basta con haber competido”. ¡Que a nosotros no nos baste!

Y estaremos ejercitando también la virtud de la esperanza: el Señor ha hecho una promesa (¡se ha dignado prometernos algo!), y debemos poner nuestra confianza en su Palabra y desear lo que nos quiere dar.

No seamos interiormente hipócritas: ya es suficiente desgracia ser hipócritas ante los demás; no queramos ser hipócritas ante nosotros mismos, diciéndonos en nuestra conciencia -que es nuestro “púbico” más querido- que somos buenos y admirables porque nos mortificamos “desinteresadamente”. Seamos humildemente interesados: con ello agradaremos más al Señor, empeñado en premiarnos, que si le dijéramos “sólo te quiero a Ti; guárdate tus premios”.

Joaquín Sorolla, Sevilla. Los nazarenos, 1914, Sociedad Hispánica de América (Nueva York, EE.UU.)
(Imagen: Wikipedia)

Nota bene: aquí se puede leer el Mensaje de Cuaresma para este año 2021 del papa Francisco, donde nos exhorta a renovar la fe, la esperanza y la caridad a partir de la perícopa "Mirad, estamos subiendo a Jerusalén..." (Mt 20, 18).

viernes, 19 de febrero de 2021

Reanudación de las Misas públicas (SUSPENDIDA)

Actualización [4 de marzo de 2021]: Por el paso de la comuna de Recoleta a fase 2 debido a las medidas sanitarias para enfrentar la pandemia de COVID-19, que impide la circulación durante el fin de semana, la Santa Misa celebrada en la Parroquia de Nuestra Señor del Carmen de El Santo SE SUSPENDE hasta nuevo aviso. Los mantendremos informados a través de nuestras redes sociales. 

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Debido a que la comuna de Recoleta se encuentra ahora en fase 3, lo que permite realizar actividades públicas durante los fines de semana con observancia de las medidas sanitarias impuestas por la pandemia de COVID-19, la Asociación Litúrgica Magnificat volverá a celebrar la Santa Misa tradicional de forma pública a partir de este domingo 21 de febrero, Primera Domínica de Cuaresma. 

Una vez más, y hasta que podamos volver a nuestra ubicación habitual, la Santa Misa se celebrará las 12.00 horas en la Parroquia Nuestra Señora del Carmen de El Salto, situada en calle Bombero Ramón Cornejo Núñez (ex Los Molles) 0340, El Salto, comuna de Recoleta (véase aquí el sitio web de la parroquia). En ella es titular nuestro capellán, el Rvdo. Milan Tisma Díaz.

Más información respecto de las condiciones de la Santa Misa en esta entrada

Recordamos que mientras no se restablezcan las condiciones normales, existe dispensa de cumplimiento del precepto dominical

miércoles, 17 de febrero de 2021

Domingo de Quincuagésima

Miniatura de Evangeliario de Ada
(Imagen: Wikicommons) 

El texto del Evangelio de hoy es el siguiente (Lc 18, 31-43):

“En aquel tiempo, tomó Jesús aparte a los doce Apóstoles y les dijo: Mirad que vamos a Jerusalén, y se cumplirá todo cuanto escribieron los profetas del Hijo del Hombre. Porque será entregado a los gentiles, y escarnecido y azotado y escupido. Y después que le hubieren azotado, le quitarán la vida, y resucitará al tercer día. Mas ellos, no entendieron nada de esto, pues semejante lenguaje les era desconocido, y no entendían lo que les decía. Y aconteció que acercándose a Jericó, estaba un ciego sentado a la vera del camino, pidiendo limosna. Al oír el tropel de gente que pasaba, preguntó qué era aquello. Le dijeron que pasaba Jesús Nazareno.  Y exclamó diciendo: ¡Jesús, Hijo de David, compadécete de mí! Los que iban delante le increpaban para que callase. Mas él gritaba mucho más: ¡Hijo de David compadécete de mí! Jesús, parándose, mandó que se lo trajesen. Y cuando estuvo cerca, le preguntó, diciendo: ¿Qué quieres que te haga? Respondióle: Señor, que vea. Y díjole Jesús: Ve; tu fe te ha salvado. Y al instante vio, y le seguía, glorificando a Dios. Y al ver esto, todo el pueblo alabó a Dios”.

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Jesús comienza su ascenso a Jerusalén, donde se someterá a los ultrajes, iniquidades y humillaciones que Él, la Sabiduría de Dios, el Logos, habrá de sufrir  a manos de hombres ignorantes y soberbios, perfectos representantes nuestros. Porque era el designio maravilloso de Dios que la ignorante soberbia humana humillase a la humildad de la Omnisciente Sabiduría Divina: así serían destruidas, por sus contrarios, la soberbia, nuestro pecado original, y nuestra ignorancia.

Hoy es el momento de comenzar a considerar, y seguir haciéndolo por los cuarenta días de la Cuaresma, la humildad de la Sabiduría y la soberbia de la ignorancia. Son cuarenta días en que habremos de ir también nosotros, si tenemos el ánimo preparado y bien dispuesto, a subir con Él a Jerusalén. Pero no seremos capaces de dar un solo paso tras el Señor si lo hacemos con soberbia, confiando en nuestra propia determinación y decisión de seguirlo, como fue el caso de Tomás y su exclamación tan aparentemente heroica como fatua: “¡Vamos también nosotros a morir con Él!” (Jn 11, 16); pero cuando llegó el momento de morir con Él, Tomás arrancó a perderse la noche del Huerto de los Olivos, igual que todos los demás apóstoles, y volvió a Jerusalén recién una semana después de resucitado el Señor; fue el último en volver al cenáculo, donde se habían encerrado los demás, aterrados por lo que podía pasarles si eran descubiertos.

Lo primero para ir detrás de Él es, pues, humillarnos y reconocer nuestra debilidad, la inconstancia de nuestra voluntad, nuestra ceguera espiritual y moral, que nos hace incapaces de mantener mucho tiempo fija la mirada del alma en Sus sufrimientos, y de perseverar en la lucha contra nuestra pereza miedosa y nuestro perezoso miedo. No es por nada que el Espíritu Santo inspiró al escritor sagrado a poner, a continuación del anuncio de la Pasión del Señor, la curación del ciego de Jericó. Si queriendo imitar a Tomás descubrimos que somos incapaces de “ir a morir con Él”, debemos imitar, al menos, al ciego que lo espera todo de Su bondad: “¡Jesús, Hijo de David, compadécete de mí!”. Ante la insistencia y griterío del ciego, que aumentan cada vez más, al Señor se detiene y le pregunta: “¿Qué quieres que te haga?”, con una disponibilidad y generosidad sin límites. Y el ciego responde: “Señor, que vea”. Y, en un instante, el ciego ve. Así da Dios, como Dios que es: sin límites. Movido por la humildad del que pide “a lo pobre hombre que es”, Él da “a lo Dios”.

La Iglesia sabe muy bien que lo primero, para “ir a morir con Él”, es humillar nuestra soberbia ante el Logos. Y por eso la Cuaresma comienza con la imposición de la ceniza, que nos recuerda que, mientras Él que ha de morir por nosotros es el Logos, nosotros no somos más que polvo, que hemos de volver al polvo, del cual salimos por Su gracia creadora.

Y como la Iglesia sabe que somos seres corporales, que no saben ni conocen nada sino a través de los sentidos materiales y por las cosas materiales que nos rodean, nos llama a recibir materialmente la ceniza material, que la costumbre desde antiguo ha confeccionado con la quema de las palmas con que, el año anterior, acompañamos al Señor en su entrada triunfal a Jerusalén.

Por eso la fórmula antigua de la imposición de la ceniza (“Recuerda, hombre que eres polvo y que en polvo te convertirás”) es tanto más elocuente y grávida de efectos espirituales que aquélla con la que se la reemplazó en la modernidad litúrgica (“Conviértete, y cree en el Evangelio”). “¡Convirtámonos y creamos en el Evangelio!” trae el recuerdo de aquel grito: ”¡Vamos también nosotros a morir con Él!”. No: nada reemplaza a la humildad al comienzo de esta Cuaresma: “antes de ser humillado, pequé, mas ahora obedezco tu palabra” (Sl 118, 67, Vulgata). Si hemos de dar un solo paso con Él hacia Jerusalén, será por gracia recibida de Su bondad.

El Greco, La curación del ciego, 1567, Galería de Pinturas de los Maestros Antiguos (Dresde, Alemania)
(Imagen: Wikipedia)

martes, 9 de febrero de 2021

Domingo de Sexagésima

Miniatura de Evangeliario de Ada
(Imagen: Wikicommons) 

El texto del Evangelio de hoy es el siguiente (Lc 8, 4-15):

“En aquel tiempo, habiéndose reunido grandísimo concurso de gente de las ciudades, y acudiendo solícitos a Jesús, les dijo esta parábola: Un hombre salió a sembrar su simiente, y al esparcirla, una parte cayó a lo largo del camino, donde fue pisoteada, y la comieron las aves del cielo. Y otra cayó sobre un pedregal, y luego que hubo nacido, se secó por falta de humedad. Otra cayó entre espinas, y las espinas que con ella nacieron la sofocaron. Otra finalmente cayó en buena tierra, y nació y dio fruto a ciento por uno. Dicho esto, comenzó a decir en alta voz: Quien tenga oídos para escuchar, atienda. Mas sus discípulos le preguntaron qué sentido tenía esta parábola. Él les dijo: A vosotros es dado conocer el misterio del reino de Dios, pero a los demás, sólo en parábolas, para que viendo no vean, y oyendo no entiendan. He aquí, pues, la explicación de la parábola: La semilla es la palabra de Dios, y los granos sembrados junto al camino, son aquéllos que la oyen; mas luego viene el diablo y arranca la palabra de su corazón para que no se salven creyendo. Lo sembrado sobre piedra, son los que reciben con gozo la palabra cuando la oyen, pero no echa raíces; los que por un tiempo creen, y en el tiempo de la tentación retroceden. La semilla que cayó entre espinas, son los que oyeron la divina palabra; pero después queda sofocada por los cuidados y riquezas y deleites de esta vida, y no llega a dar fruto. Mas la que cayó en buena tierra, son los que, oyendo la palabra con corazón bueno y óptimo, la conservan y producen fruto por la paciencia”.

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Para salvarse, es necesario dar fruto de buenas obras. Aquí no hay acorte alguno para llegar al cielo. Pero para dar fruto hace falta la paciencia, como dice el Señor en este texto.

En otros textos similares, en que la misma idea se repite (y son varios los textos que hablan de esto, con lo que se indica por el Señor la importancia que ello tiene), algunos traductores dicen “perseverancia”, para traducir el latín “patientia”. Por eso se habla de la “gracia de la perseverancia final” que debemos pedir a Dios, es decir, la gracia de perseverar hasta el último instante de nuestra existencia. Y se agrega que ésta es la más importante de todas las gracias que el Señor puede conceder, y la concede a todos quienes se la piden.

Es claro que el paciente es perseverante. Pero el concepto de paciencia es mucho más fértil y sugerente en éste y otros pasajes del Evangelio. En la traducción de Nácar y Colunga, se dice “Con la paciencia compraréis (la salvación) de vuestras almas” (Lc 21, 19), dando un enérgico giro al latín de la Vulgata que dice: “In patientia vestra possidebitis animas vestras”.

Uno de los maestros más fascinantes de la vida espiritual, San Francisco de Sales, enseña que debemos tener paciencia con nosotros mismos. Lo cual no es más que una inmediata consecuencia del amor a sí mismo que debe tener cada uno de nosotros, es decir, del amor ordenado de sí. Y en la vida espiritual es fundamental esa paciencia consigo mismo: un saber esperar, un no impacientarse con los múltiples pecados que cometemos (la Escritura habla de que hasta el justo peca siete veces cada día), saber darse tiempo, no exigirse inmoderadamente -es decir, no irrealistamente-, conociendo que en las cosas del alma, los tiempos de crecimiento (y todos los tiempos, en verdad) siguen el ritmo lento pero seguro de la naturaleza. Nadie crece en estatura física de un día para otro, ni lo hace por mucha fuerza que se haga. Así también en el alma: del mismo modo que los vicios se van solidificando por la lenta y cotidiana repetición de actos malos, en el caso de las virtudes ocurre lo mismo. Y si un día se nos va sin haber adelantado en alguna de ellas que nos habíamos propuesto cultivar, o sin realizar las buenas obras que habíamos esperado hacer, lo que corresponde no es inflamarse en indignación contra sí mismo, sino pedir perdón al Señor, levantarse y, con paciencia, comenzar de nuevo al otro día.

No hay otra forma de llegar a poseer la propia alma, a ser dueño de sí, que es en lo que consiste la perfección humana -y también la sobrenatural, que nunca la contradice-. A patadas no nos levantaremos a nosotros mismos. Nos levantaremos con la insistencia de un niño que, si no puede hacer algo a la primera, insiste una y otra vez, y no se desalienta con sus reiterados fracasos.

La paciencia es la enemiga del desaliento, que no es sino nuestra soberbia herida que rehúsa intentar de nuevo. El humilde comienza una y otra vez. No es santo quien no peca, sino quien se levanta de nuevo. Y se es más santo cuanto más rápidamente se levanta uno y, como resultado, cuanto menos peca.

Ah, si fuera sólo San Francisco de Sales quien lo dice podría quizá alguno prestarle poca atención. Pero no: es el propio Señor, Maestro de maestros de vida espiritual. Es con la paciencia que salvaremos nuestras almas, porque con la paciencia daremos el fruto sin el cual no se entra al reino de los cielos.

Antes de terminar: paciencia consigo mismo no significa indulgencia consigo mismo, de ésa que nos hace “dejar para mañana lo que podemos hacer hoy”, porque nadie sabe si habrá para él un mañana. La paciencia no es relajación, sino un suave y pausado pero vigoroso ponerse nuevamente de pie. En el fondo, la paciencia es posible cuando sabemos que todo nuestro esfuerzo es hecho posible por la bondad infinita de Dios. Sólo se es paciente cuando se está consciente de ello y, por consecuencia, se está en la paz de Dios. La impaciencia e irritación y rabia contra sí no son de Dios, sino del diablo. “Ve despacio, que me urge”, decían los antiguos.

domingo, 7 de febrero de 2021

¿Por qué el latín es la lengua correcta y apropiada de la liturgia católica?

Les ofrecemos hoy un nuevo artículo del Dr. Peter Kwasniewski, bien conocido por nuestros lectores, que aborda la importancia del latín en la liturgia desde una interesante perspectiva. El autor repasa los distintos registros y usos que tiene un idioma, para desde ellos explicar la función que tiene dicha lengua en la liturgia, a la que pertenece como parte de la Tradición de la Iglesia de rito latino. A diferencia de lo que habitualmente se piensa, no se trata de un mero elemento accesorio o accidental, como si diera igual que la Misa se rece en castellano, francés o inglés; antes bien, el latín es un elemento indispensable del rito romano, con el que se encuentra ligado de modo inescindible, puesto que cumple la función de separar lo sagrado de lo profano. 

El artículo fue publicado en Life Site News y ha sido traducido por la Redacción. La imagen que acompaña esta entrada proviene de la versión original. 

Peter Kwasniewski

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¿Por qué el latín es la lengua correcta y apropiada de la liturgia católica?

Peter Kwasniewski

Se comprenderá mejor por qué el latín es la lengua correcta y adecuada a la liturgia católica si se parte de una verdad que todo el mundo conoce por experiencia propia. Cada vez que se habla una lengua, se la habla en lo que los lingüistas llaman un “registro”, es decir, en un nivel de formalidad, pulimiento o refinamiento, que va desde el extremo de un habla grosera, descuidada o una jerga, hasta, en el otro extremo, un habla poética intrincadamente elaborada. Las personas pueden usar su lengua en diversos “registros” según las circunstancias y su educación. Del mismo modo, se puede decir que las lenguas como tales se presentan en “registros” diferentes.

En un extremo encontramos la jerga y las “lenguas macarrónicas” (pidgin) (se entiende por “lengua macarrónica” o pidgin una “forma de comunicación gramaticalmente simplificada que se desarrolla entre dos o más grupos que no tienen una lengua común: en los casos típicos, su vocabulario y gramática son limitados, y a menudo derivan de varias lenguas diferentes”).

En un tramo más elevado está el vernáculo corriente. Una notable diferencia que encontramos a este nivel es que las expectativas lingüísticas son considerablemente más altas en cuanto a uso, pronunciación, estilo, etcétera. Lo que la gente se permite en la jerga, no se lo permite en el contexto cotidiano.

En un tramo todavía más elevado están las llamadas “lenguas prestigiosas”. Por cierto, éstas son, para ciertas personas, su idioma nativo, pero se las elige como segundos o terceros idiomas debido a su reputación. El francés ha sido una lengua prestigiosa por más de mil años. Durante muchos siglos el latín fue una lengua prestigiada en Europa, tal como lo fue el griego clásico para los romanos. Adviértase que, aquí, las expectativas lingüísticas son todavía más elevadas, ya que se supone que estas lenguas son señal de educación, cultura, urbanidad. Un ruso del siglo XIX hablaba francés para mostrar que pertenecía a un estrato superior y cosmopolita.

En un tramo todavía más alto, y con un más alto nivel de expectativas, están las lenguas reservadas. Los ejemplos que vienen a la mente fueron todas lenguas prestigiosas en alguna época cuyo uso, ahora, se reserva enteramente para propósitos religiosos: hebreo, griego clásico, latín, sirio, eslavo eclesiástico antiguo y, fuera del ámbito cristiano, sánscrito y árabe coránico. Se venera estas lenguas porque con ellas expresamos veneración, y se han convertido en lenguas reservadas para contextos sagrados (o se las asocia especialmente con éstos). 

Se puede también distinguir lingua franca y lengua prestigiosa. La primera es adoptada por hablantes de otras lenguas como una forma ordinaria de comunicación por motivos prácticos, como cuando un italiano y un japonés hacen negocios en inglés. En cambio, la lengua prestigiosa se estudia, además, por motivos de cultura. O sea, se puede estudiar una lengua prestigiosa aunque no exista una necesidad práctica para hacerlo. Como las lenguas reservadas pertenecen siempre al rango de las lenguas prestigiosas, no se las usa solamente por razones prácticas. En resumen: los registros más bajos de las lenguas tienden a ser más prácticos por su propia naturaleza, mientras que los registros más altos son más cultos, ceremoniales, numinosos.

Una lengua no es materia sólo de comunicación práctica, sino que es, además, la encarnación de un pensamiento o de una obra de arte, una muy alta expresión de nuestra racionalidad, espiritualidad y trascendencia. La gente no escribe poesía, por ejemplo, por motivos prácticos. Lo que hace que una lengua sea lengua prestigiosa es, en parte, la profundidad, sutileza y amplitud de expresión que hace posible debido a su rica historia, y esto es más así en el caso de las lenguas reservadas, que habiendo sido usadas para orar durante siglos o milenios, están saturadas de asociaciones sagradas. La lengua, en cierto sentido, se ha fusionado con la acción, con el rito, con su contenido, y se ha transformado en un símbolo que sirve de base y decora a otros símbolos.

Una vez que se comprende estas distinciones, podemos ver que la transición experimentada por el latín, de ser una lengua vernacular a ser una lengua prestigiosa y, finalmente, una lengua reservada, es perfectamente natural, análoga a lo que ha ocurrido con otras lenguas, fenómeno que podemos ver en todo el mundo y a lo largo de toda la historia.

Detalle de un manuscrito iluminado que contiene un fragmento del Magníficat

Ahora bien, cuando una liturgia sagrada se realiza en una lengua reservada, cualquier cambio que se haga en ésta probablemente va a ser un descenso lingüístico, quizá un gran descenso, hasta el nivel de lo que normalmente consideraríamos vernáculo, que está, por definición, en un registro más bajo.

El latín es un elemento crucial de la Tradición católica, que no se limita a acompañarla simplemente, sino que es parte integral de ella. En verdad, es el medio por el que la Tradición se transmitió al mundo occidental. Incluso si los modernos se ponen de acuerdo en que debe abolirse totalmente el latín, no dejaría por ello de ser parte de la Tradición, lo cual es un hecho irredargüíble e inamovible. Podría comparárselo con el celibato: la ley eclesiástica de que un sacerdote no puede casarse deriva de la Tradición, y hoy muchos “expertos” dicen que “saben” que el celibato es responsable del bajo número de sacerdotes que hoy existe. Junto con el sacerdocio femenino, el celibato es un blanco favorito de los modernistas, y se supone que todo católico “moderno” debe oponerse a él. Sin embargo, es parte de la Tradición, y como tal, irreversible. El latín se parece mucho al celibato en este aspecto. Aunque su uso en la liturgia no es de ley divina sino de ley eclesiástica, es, con todo, parte de la Tradición (como lo son el griego, el eslavo, el sirio, el armenio, etcétera, para las Iglesias orientales), y debería, por tanto, preservárselo, independientemente de nuestras modernas opiniones personales.  

El error que condujo a la abolición del latín fue de naturaleza neo-escolástica y cartesiana, es decir, la creencia de que el contenido de la fe católica no está incorporado o encarnado sino que, de algún modo, se lo abstrae de la materia. Y así, muchos católicos piensan que Tradición significa solamente un contenido conceptual que es transmitido, sin que importe el modo en que es transmitido. Pero eso no es verdad. El latín mismo es una de las cosas que han sido transmitidas, junto con el contenido de todo lo que está escrito o cantado en latín. Además, la Iglesia misma ha reconocido este punto en muchas ocasiones al destacar el latín como digno de especial alabanza, y al reconocer en él un eficaz signo de unidad, catolicidad, antigüedad y permanencia de la Iglesia latina.

El latín posee, pues, una función cuasi-sacramental: tal como el canto gregoriano “es el ícono musical del catolicismo” (Joseph Swain), así también el latín es su “ícono lingüístico”. Los reformadores litúrgicos, atrapados por el racionalismo, trataron el latín como un mero accidente, como si fuera la envoltura desechable de un producto, cuando, en verdad, es más como la piel de un ser humano. La piel es superficial, pero si se la saca, el resultado será horrible espectáculo.  

miércoles, 3 de febrero de 2021

Domingo de Septuagésima

Miniatura de Evangeliario de Ada
(Imagen: Wikicommons) 

El texto del Evangelio de hoy es el siguiente (Mt 20, 1-16):

“En aquel tiempo: Dijo Jesús a sus discípulos esta parábola: Semejante es el reino de Dios a un hombre, padre de familia, que salió muy de mañana a ajustar obreros para su viña. Y habiendo convenido con los obreros en darle un denario por día, los envió a su viña. Y saliendo cerca de la hora de tercia, vio otros en la plaza que estaban ociosos. Y les dijo: Id también vosotros a mi viña, y os daré lo que fuere justo. Y ello se fueron. Volvió a salir cerca de la hora de sexta y de nona, e hizo lo mismo. Salió, por fin, cerca de la hora undécima, y vio otros que estaban allí, y les dijo: ¿Qué hacéis aquí todo el día ociosos? Y ellos le respondieron: Porque ninguno nos ha contratado. Díceles: Id también vosotros a mi viña. Y al venir la noche, dijo el dueño de la viña a su mayordomo: Llama a los obreros, y págales su jornal, comenzando por los últimos hasta los primeros. Cuando vinieron los que habían ido cerca de la hora undécima, recibieron cada cual su denario. Al llegar los primeros, creyeron que les darían más; pero no recibió sino un denario cada uno. Y al recibirlo murmuraban contra el padre de familia, diciendo: Estos últimos sólo han trabajado una hora, y los has igualado con nosotros, que hemos llevado el peso del día y del calor. Mas él dijo: Amigo, no te hago ningún agravio; ¿no conviniste conmigo en un denario? Toma lo que es tuyo y vete; pues quiero yo dar a éste, bien que sea el último, tanto como a ti. ¿No me es lícito hacer de lo mío lo que quiera? ¿O será tu ojo malo porque yo soy bueno? Así que los últimos serán los primeros, y los primeros, postreros. Porque muchos son los llamados, y pocos los escogidos”.

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Dice el papa San Gregorio Magno, en la homilía que se lee hoy en el tercer Nocturno de Maitines, que la hora undécima es la que va desde la venida del Señor hasta el fin del mundo. Vivimos, pues, en la última hora, y cada día que pasa nos acerca más a nuestra muerte y encuentro personal con el Señor, y al fin del mundo.

La crisis que vive hoy la Iglesia es la más grave de todas las que ha tenido que afrontar en sus dos mil años de historia, incluida la crisis del arrianismo, durante la cual sólo un puñado de obispos en todo el mundo permaneció fiel a la fe. Nuestra crisis y aquélla tienen en común la apostasía de casi todos los obispos, pero en el caso de la que estamos enfrentando, hay muchos otros factores, inéditos en las anteriores, que la hacen innegablemente mucho peor. Para no detenernos en esto, que no es el propósito de este comentario, mencionemos solamente la crisis del papado, que se venía preparando, silenciosamente, desde hace no menos de ciento cincuenta años, y que, so capa de fidelidad al Papa, ha acabado con el abandono de la sede de Pedro por multitudes de cristianos y, lo que es más grave, con el extravío de quienes la han ocupado en los últimos años. 

Pero si bien éstas son señales que hay que tener en cuenta, cuando se escudriña el futuro que le resta a este “siglo que envejece”, según la expresión de San Agustín -y recordemos las admoniciones del Señor en el Evangelio: “donde se juntan los buitres…”-, hay otro fin que se acerca de modo igualmente inexorable y silencioso: el de la vida de cada uno de nosotros.

Cada uno de nosotros vive en la hora undécima, cercana ya la noche. Si la primera victoria del diablo es convencernos de que él no existe, la segunda es quitar de nuestra mente toda consideración de nuestro fin, del término de nuestra existencia. No hay diablo, no hay muerte. El que es mentiroso desde el principio, ése nos ha mentido sobre los verdaderos parámetros de la realidad de nuestra vida: estamos enfrentados a un enemigo, y el tiempo que tenemos para superarlo, antes de que caiga la noche, es muy breve. Y se va volando, como todo tiempo.

Todavía nos queda vida para hacer buenas obras, por la misericordia de Dios que nos sostiene. Luego viene la noche, como nos ha prevenido el Señor, en que ya no se puede obrar. ¿Cuánto falta? Sólo Él lo sabe. Pero nos dice cuál es la actitud que nos conviene tomar: “si el dueño de casa supiera a qué hora ha de venir el ladrón…”.

Nuestra salvación es obra de Dios. Nosotros debemos esperar en ella operativamente, no sentados, sino de pie y obrando en lo que nos toca. No basta con estar bautizados ya, es decir, con haber compartido sacramentalmente la muerte y resurrección del Señor; no basta con haber comido su Carne; no basta con nuestra fidelidad actual. Ciertamente debemos confiar en la bondad de ese Dios que no ha amado tanto que entregó su Hijo por nosotros; pero la excesiva confianza, que se llama presunción, es una maligna trampa que nos tiende el diablo.

El Señor, de nuevo, nos llama a ser realistas y a esperar, con virtud teologal, no con desplantes y necedades, en su bondad. Por eso, al término del Evangelio de hoy nos dice: “Muchos son los llamados, pero pocos los escogidos”. ¡No todos se salvan, como algunos encaramados en las alturas de la jerarquía proclaman por ahí, ambiguamente, como es su estilo! Por eso, en este atardecer de nuestra vida, que comienza apenas nacemos, y en este atardecer del mundo, oigamos la voz de San Agustín que nos dice: “Teme a Jesús que pasa, y que quizá no vuelva a pasar”.

La parábola de los jornaleros contratados (Domingo de Septuagésima)
(Imagen: Liturgia Latina)