domingo, 18 de diciembre de 2016

50 años de Magnificat: la conferencia de Augusto Merino (segunda parte)

Publicamos a continuación la segunda parte de la conferencia dictada por el Profesor Augusto Merino Medina en el II Congreso Summorum Pontificum de Santiago de Chile (2016).


 Prof. Augusto Merino
(Foto: USS)

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Lex orandi, lex credendi: cómo alterar la fe sin tocar la doctrina (II)

La modificación de la sensibilidad, afectividad y mentalidad católicas tradicionales

Para presentar en forma sucinta nuestras ideas no nos ha quedado más remedio que aproximar tres conceptos, el de sensibilidad, el de afectividad y el de mentalidad, que si bien no son equivalentes, tienen innumerables conexiones, de modo que su mero acercamiento, sin despejar naturalmente todas las cuestiones que se suscitan, realza el parentesco e ilumina, confiamos, el ámbito de la realidad espiritual a que nos queremos referir.

Con “mentalidad católica” aludimos aquí a esa “visión de mundo” o Weltanschauung propia del catolicismo, atendiendo para su especificación sobre todo a la sensibilidad que es propia del modo católico de abordar la vida religiosa con sus prácticas, sus devociones, sus formas de dirigirse a Dios, a Cristo, a la Virgen, a los Santos y de relacionarse con ellos. Con la aproximación de estas realidades, que se intersectan en innumerables lugares pero que no se confunden, queremos apuntar a que, lo que el católico “siente” cuando entra en la esfera de la religión, está empapado, en muy diversos grados pero siempre inconfundiblemente, por lo que cree. O sea, se ora según lo que, sin necesidad de expresión explícita, se cree. Esto no es raro, supuesto que exista un mínimo de “unidad de vida”–que casi siempre se da en el orden de “lo que se cree y lo que se siente”, aunque no en el orden “de lo que se cree y se obra”-. 

 (Foto: Church Militant)

Para decirlo de otro modo, estamos aquí en presencia de lo que podríamos denominar el “sentido común” católico. De ordinario el sentido común no es una instancia reflexiva de la vida del individuo, en la cual éste explicita lo que entiende de la realidad, sino que se manifiesta con espontaneidad, y lo hace a menudo en una forma que conlleva no sólo un juicio implícito sobre alguna realidad que se le presenta, sino también una reacción sensible o afectiva, ya sea de atracción o de rechazo. La sensibilidad aprueba o desaprueba sin que preceda necesariamente una intervención de la inteligencia que emite un veredicto sobre la verdad o falsedad, sobre la bondad o maldad de una cosa. No es que, al cabo, la sensibilidad prescinda totalmente de veredictos de ese tipo, sino que de ordinario éstos son, podríamos decir, mecánicos, condicionados por el hábito, por lo que se ha aprendido y asimilado según el medio en que se vive.

Precisamente porque el sentido común tiene que ver con eso que hemos llamado “unidad de vida”, que recibe el influjo del medio, es que resultan de particular interés los análisis que de él ha hecho Antonio Gramsci (1891-1937), los cuales explican la importancia que este autor le atribuye en cuanto manifestación de una hegemonía cultural; sentido común que él explica en términos de hegemonía de una clase social sobre otra en el marco de un “bloque histórico”. En el caso de nuestro estudio, la hegemonía cultural se explica por el predominio de una forma de religiosidad sobre otra o, atendiendo al momento reflexivo, de una teología sobre otra. Y, tal como en el caso de los análisis de Gramsci sobre el sentido común, es este sentido común religioso o cultura religiosa de raigambre finalmente teológica, lo que mantiene unida, o cementada, la trama de toda la vida de la colectividad religiosa, con sus creencias, sus prácticas, sus ritos, sus devociones. Si se modifica dicha cultura en sus sensibilidades y afectos, cambia la vida religiosa en su realidad cotidiana, incluso antes de que cambie, formalmente, la fe que se tiene. En un primer momento, se vive y se siente; en un segundo momento, reflexivo, se advierte cuál y cómo es la fe asociada y se procede a teologizar.

 Antonio Gramsci (1915)

Ahora bien, precisamente porque el hombre común vive primero y luego reflexiona, es que lo que se le habitúa a oír, o a ver, o a contemplar, o a hacer, tiene tan grande importancia: ello moldea o condiciona, finalmente, su Weltanschauung. Y con ello moldea o condiciona también su identidad colectiva misma: yo soy africano, yo soy europeo; yo soy burgués, yo soy proletario; yo soy esto o lo otro. Gramsci y otros autores marxistas afines lo han visto muy bien: mediante el cambio del sentido común, se puede inducir un cambio de la identidad. En otras palabras, si se va modificando paulatinamente la sensibilidad y, con ella, la mentalidad, se puede conseguir como resultado un cambio de identidad junto con un cambio de teología.

Pido excusas por lo tosco de este desarrollo que, más que adecuadamente explicado y fundamentado, quisiera dejar aquí sólo sugerido.

Es a su luz que se podrá comprender lo que expondré a continuación, cuyo hilo central es el siguiente: mediante el cambio de las palabras y símbolos de la Misa y de la liturgia y mediante el cambio en la música, mediante los cuales tradicionalmente se ha expresado la fe, se ha ido cambiando gradualmente los afectos que la gente experimenta al participar en los ritos, y el cambio de la sensibilidad ha abierto la puerta al cambio de lo que, en el momento de la reflexión, se reconoce creer.

El paulatino cambio del “sentido común” católico, especialmente por el flanco de la sensibilidad y la afectividad, tiene, en efecto, como última etapa, el cambio en la fe. Pero la fe no se toca directamente o de buenas a primeras. Tal como el propio Gramsci, en lo que se refiere al ámbito político-social, lo ha sugerido en innumerables ocasiones, lo que ha de hacerse, ha de hacerse de modo oblicuo, disimulado y gradual, empleando toda la ambigüedad conceptual de que se sea capaz. Este cambio de estrategia en el contexto del marxismo, comparada con la estrategia de un Lenin, por ejemplo, es quizá lo más relevante de Gramsci para el tema de este trabajo. Es, por lo demás, como diremos, una estrategia empleada con éxito por reformadores de siglos anteriores, como Cranmer en la Inglaterra del siglo XVI.

 Gerlach Flicke, Retrato de Thomas Cranmer (1545)


Devaluar el statu quo litúrgico

Debido a que es necesario dar nacimiento a una nueva sensibilidad, lo primero que importa es ir creando, en la liturgia, un “clima” general de nuevas ideas, de nuevas apreciaciones, de nuevas valoraciones. Esto no es difícil en el mundo contemporáneo, en que hay un prejuicio institucionalizado a favor de lo nuevo y en contra de lo antiguo: lo moderno no es hoy algo que deriva orgánicamente de lo antiguo, sino algo que desecha lo antiguo, lo rechaza y plantea una novedad a partir de cero. Ese es el mensaje de la famosa “querella de los antiguos y los modernos” que tuvo lugar en el siglo XVII. Esto está ya plenamente consolidado en la vida cotidiana: el hombre actual está acostumbrado a que cada nuevo año haya una nueva versión de tablet, o de iPhone, o de automóvil, que trae tales o cuales innovaciones sin los cuales no parece posible seguir viviendo… En resumen, lo nuevo es siempre mejor que lo antiguo, y la novedad, más interesante que lo archiconocido, sobre todo si se trata de novedades que, se nos suele decir, vienen inspiradas por el Espíritu.

Por ejemplo –y esto es algo que ya parece haberse conseguido en el nivel del sentido común de los fieles-, hay que machacar que, en las funciones del culto, es más importante la calidez que el cumplimiento de las normas litúrgicas, o sea, que la “rigidez”; es más importante la espontaneidad en la manifestación de las emociones que el deber de respetar las rúbricas; más importante la “apertura” que la “cerrazón” en materia de nuevas formas de celebración; más importante la flexibilidad y la sorpresa que lo estricto en las ceremonias. Según decía Mario Benedetti, hay tres cosas que se debe evitar en geometría: el triángulo amoroso, el círculo vicioso y la mente cuadrada. Quien valora la Tradición es cuadrado, rígido, cerrado, estricto, cosas todas que hoy se consideran negativas.

 Misa Novus Ordo con globos en Australia (2002)
(Foto: Stat Veritas)

No es, pues, necesario entrar a la crítica de nada en concreto, ni someter a escrutinio ritos o costumbres o actitudes porque los fieles no están en condiciones, normalmente, de seguir una argumentación de este tipo ni de comprenderla. Lo que importa es la “sensación” que se deja, el desconcierto o duda que se siembra en los corazones sobre aquello que se quiere desacreditar. Lo que interesa, al cabo, es hacer triunfar la idea de que es más importante lo informe que lo formal, pero entendiendo por “informe” la “sustancia”: al espíritu irreflexivo esto le parece como una verdad apodíctica: es más importante la sustancia que la forma. Y como la mayor parte de los seres humanos no reflexionan, o reflexionan de acuerdo con las directrices que proporcionan los medios de comunicación y la propaganda, la batalla se gana con asombrosa facilidad.

Y con eso estamos ya en el corazón de la “herejía litúrgica”, que consiste en el odio a la Tradición y a las formas tradicionales o, más radicalmente todavía, a todas las formas, consideradas como opuestas al “fondo”, evaluadas como meras “formalidades” en conflicto con la “sustancia”.

La estrategia normalmente seguida por los modernistas en materia litúrgica es el ataque oblicuo, disimulado (muy en el espíritu gramsciano). Si se me permite recordar una analogía que ha sugerido Christopher Ferrara en su libro The Great Façade, cuando se quiere ir de a poco desmontando una joya, lo que se hace es ir debilitando su engarce, retirando las pequeñas piedras preciosas que la rodean y mantienen en su lugar y, en cierto modo, la protegen. Se comienza con tocar, por ejemplo, el Santo Rosario, con cambiarlo, o por quitarle presencia, o por asociarlo a una “piedad de viejas” o “preconciliar”. Y lo mismo ocurre con otras manifestaciones de piedad, como el uso del agua bendita, o la invocación o el culto a los santos, o el uso de jaculatorias a lo largo del día, o el empleo del escapulario. En la Iglesia contemporánea hay un claro movimiento de alejamiento de estas formas de piedad, sin que se llegue a desaconsejar, por ejemplo, la asistencia diaria a Misa, o la confesión frecuente, aunque a veces también se oyen consejos en ese sentido. Pero se disminuye, con razón o sin ella, el número de Misas que se celebran (hoy los sacerdotes prefieren decir una sola Misa concelebrada), y se dificulta al máximo la administración de la confesión.

 Concelebración masiva
           
Es impresionante constatar, en este aspecto, la similitud de la estrategia y de la secuencia de cambios litúrgicos realizados en la Iglesia católica durante eel siglo XX con la usada por el obispo Cranmer en la Inglaterra del siglo XVI bajo el lema de la ambigüedad y la gradualidad. Basta hacer un rápido recuento: 

1. El primer y más impactante cambio es, como se sabe, el reemplazo del latín por el vernáculo, pero, enseguida, la supresión del silencio en el Canon. Entre nosotros el reemplazo del latín se hizo de modo gradual[1], exactamente igual que en la Inglaterra de Cranmer[2].

2. Segundo, el cambio de la posición del altar, separado de la pared o del retablo y, sobre todo, del tabernáculo, y su reemplazo por una mesa, con la consiguiente práctica, que rompe con quizá la única tradición cuya existencia está sólidamente documentada en la más remota antigüedad cristiana, del rezo hecho de cara al Oriente, es decir, de cara a Dios[3]. Cranmer, del mismo modo, ordenó la destrucción de los altares ya en 1548, dando lugar a terribles episodios de iconoclastia, en que se destruyó el ara y se la puso en el piso del atrio del templo, para que los fieles pudiesen también pisarla al entrar o salir. La idea detrás de esto era que los cristianos no necesitaban un lugar para el sacrificio, ya que no había víctima que poner sobre él. En lugar del altar se instaló en el presbiterio de las iglesias inglesas una mesa de madera, que no necesitaba estar orientada hacia el Oriente, que es la correcta orientación sacrificial. Calvino, cuya influencia se dejó sentir en esto, decía que “Dios nos ha dado la mesa, ante la cual debemos festejar, y no un altar sobre el cual se deba ofrecer una víctima: Él no ha consagrado sacerdotes para ofrecer sacrificios, sino ministros para distribuir el banquete sagrado”[4]. Como se sabe, entre nosotros la conceptualización de la Santa Misa como “cena” ha sido un poderosísimo caballo de batalla. A menudo se oye al sacerdote decir al final de la Misa: “Podéis ir en paz. Hemos celebrado la cena del Señor”…

3. Tercero, la supresión de la mayor parte de los ornamentos del clero que oficia en el altar, reduciéndolos a un mero mínimo, que en ocasiones es solamente la estola, el menos aparente o visible de ellos, así como de los objetos preciosos usados en el culto. Y, sobre todo, la alteración del estilo: en la obsesión por romper todo lazo con la Iglesia posterior a Trento, se abandonaron las casullas barrocas, reemplazándolas por –oh, paradoja- las propias de la Edad Media, el período más odiado por los reformadores, pero que, en este aspecto, permitía evocar de algún modo los ropajes de determinados períodos del Imperio Romano. Naturalmente, el mensaje detrás de este expolio es que entre el sacerdote y los laicos no hay una radical diferencia en el orden del sacerdocio. La iconoclastia en este aspecto ha sido, en Chile, tan feroz que hasta hoy se puede encontrar a la venta, incluso en los anticuarios más modestos, todo un despliegue de casullas, estolas, manípulos y velos de cáliz (cuatro piezas que iban normalmente hermanadas). A veces también se alude a la necesidad de impregnar las ceremonias del culto de una “noble simplicidad”, como si el rito romano no fuera ya uno de los más parcos, escuetos y simples en todas sus expresiones, tanto visuales como auditivas y conceptuales; “noble simplicidad” que jamás ha sido definida, por cierto. De modo análogo a lo sucedido entre nosotros, en Inglaterra se llevó a cabo igual expolio. De acuerdo con las disposiciones del arzobispo de York durante Isabel I, Edmund Grindal, en documento expedido en 1571, “todas las vestimentas, albas, túnicas, estolas, manípulos, copones, medallas, incensarios, crismatorios, cruces, velones, agua bendita […] imágenes, reliquias y monumentos de la superstición y la idolatría deberán ser completamente mutilados, rotos y destruidos”[5].

 La revuelta iconoclasta calvinista del 20 de agosto de 1566 en Amberes (Frans Hogenberg)
(Imagen: Wikimedia Commons)

4. Cuarto, la recepción de la comunión de pie y en la mano por fieles que hacen una fila en vez de presentarse de rodillas a los pies del presbiterio, tiene también un inmediato impacto en la exterioridad, pero con una intencionalidad tan trascendental como puede advertirse en igual cambio realizado por los reformadores ingleses en el siglo XVI, es decir, la negación de la Presencia Real de Nuestro Señor Jesucristo en las especies consagradas.

Durante todo el período de demolición de los símbolos e imágenes y, al cabo, de transformación de la sensibilidad y del sentido común del católico inglés, Cranmer mantuvo en la oscuridad la teología que estaba poniendo por obra. Esta sólo vino finalmente a salir a la luz cuando el Prayer Book ya estuvo consolidado en 1553 [Nota de la Redacción: el autor se refiere al Book of Common Prayer, cuya primera edición es de 1549], es decir, unos 20 años después de comenzados los cambios litúrgicos. Y lo mismo ha sucedido entre nosotros: la presentación en sociedad de la “teología del misterio pascual”, que viene a reemplazar a la “teología de la redención”, aunque ya había sido tímidamente sugerida antes, sólo vino a hacerse con la debida publicidad y solemnidad cuando las reformas litúrgicas ya estaban debidamente y seguramente encaminadas[6].



[1] En este sentido, un paso intermedio de gran importancia fue el Misal de 1965. En Chile, la primera Misa en español y siguiendo las reformas inspiradas en la Constitución Sacrosanctum Concilium sobre sagrada liturgia fue celebrada el 7 de junio de 1964.

[2] Davies, El ordo divino de Cranmer, cit., cap. XI.

[3] Cfr. Pío XII, Encíclica Mediator Dei, núm. 80.

[4] Davies, El ordo divino de Cranmer, cit., citando a Calvino, J., Institutes of the Christian ReligionLondres, 1838, Libro IV, XVIII, vol. II, núm. 12, p. 526. 

[5] Davies, El ordo divino de Cranmer, cit., citando a Bridgett, T. E., A History of the Eucharist in Britain, Londres, 1908, p. 63.

[6] Cfr. Centro de Pastoral Litúrgica de París, El misterio pascual, trad. española, Salamanca, Ediciones Sígueme, 1967, especialmente el artículo de Aimon-Marie Roguet, ¿Qué es el misterio pascual?”, pp. 15-32.

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