jueves, 20 de abril de 2017

A propósito de la prioridad dada a la palabra sobre el silencio y el canto

Les ofrecemos hoy la traducción de un artículo publicado por el Prof. Peter Kwasniewski, ya habitual de esta bitácora, el pasado 9 de enero de 2017 en New Liturgical Movement. En él se aborda la prioridad que la Misa reformada asigna a la palabra, sea merced a las moniciones que puede añadir el celebrante, sea a través de un canto litúrgico cada vez más banalizado y vulgarizado, la que contrasta con la función que desempeñana el silencio y el canto respectivamente en la Miza rezada y en la Misa cantada celebradas conforme a la forma extraordinaria. El original de este artículo puede leerse aquí. La traducción pertenece a la Redacción. 

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Morir de aburrimiento. 

Priorización de la palabra sobre el silencio y el canto


Prof. Dr. Peter Kwasniewski


Hace poco hablaba con un amigo de la diferencia que se da en la liturgia entre lo visto y lo oído. Si una liturgia se ve necia, como ocurre inevitablemente cuando el sacerdote está de cara al pueblo pero habla a Dios, uno puede, con todo, cerrar los ojos y retirarse al castillo interior (o, al menos, procurar hacerlo). Pero si lo que se da es una interminable blableta y/o un estentóreo canturreo, uno no puede cerrar los oídos, y sería incivil tapárselos con los dedos o ponerse tapones. Dicho de modo sencillo, el sonido de la liturgia es más inevitable y más determinante que lo que uno ve. 

La liturgia moderna está particularmente diseñada para ser un hablar sin descanso desde comienzo a fin. Ya es el sacerdote quien habla, ya son los lectores, ya son los fieles respondiendo o cantando. No hay ni un solo instante para absorber lo que se ha dicho, para reflexionar sobre lo que se ha cantado, o para prepararse para el siguiente episodio, cualquiera sea éste. Uno se siente como el desgraciado pupilo de una institutriz abrumadora que no para nunca de sermonearlo sobre cómo debe amarrarse los cordones de los zapatos, lavarse la cara, resolver correctamente las divisiones, y escribir en su cuaderno con buena caligrafía.


Misa "rockera" celebrada en la catedral de Tortosa por el Rvdo. Joan Enric Reverté en 2010
(Fuente: El País)

Seamos francos: una Misa dicha en vernáculo, con el sacerdote que habla y habla y habla de modo enloquecedoramente monótono, puede tener consecuencias fatales para el alma. Debido a que todo se dice en voz alta y de cara al pueblo, ella es lo contrario de la Misa rezada tradicional, que se dice en voz baja y de cara al Señor. Y debido a que hay tan poco canto y tan poco silencio, es también lo opuesto de una Misa tradicional solemne. En la Misa Novus Ordo, ni solemne ni rezada, uno se ahoga en un mar de aburridora palabrería. No sorprende el que la Iglesia se esté muriendo: ¿cómo podría sobrevivir a tales olas de tedio, peores, a su modo, que cualquier iconoclastia? 

Los jóvenes católicos que toman su fe en serio tienen ansias del silencio y la amplitud de la liturgia tradicional, de su modo de proceder lentamente, de respirar, de expandirse, de respetar y de exigir la oración de cada persona, hecha al modo y al ritmo de cada cual. Es tan liberador asistir a una Misa donde el foco está dirigido hacia un más allá que cada uno alcanza en la medida de sus posibilidades, sin que se le exija nada ni se lo presione…: es misericordioso con nuestras debilidades y, con todo, nos hace ejercitar nuestras fuerzas.  


Santa Misa en el Monasterio de Nuestra Señora de Guadalupe de Silver City, Nuevo México, Estados Unidos

Sacerdotes, queridos sacerdotes que tenéis que celebrar la forma ordinaria: ¡por favor, por favor haced todo lo que esté a vuestro alcance para evitar esta muerte por verbosidad! Rezad el Canon romano en voz baja, de modo que sea apenas audible y se preserve su dignidad, en vez de hacerlo como quien anuncia las últimas noticias, sacrificando su sacralidad. Haced el esfuerzo de cantar todo lo que puedan los textos de la Misa, y de que un coro o schola cante el Ordinario o los Propios. Aseguraos de que haya silencio. Sólo de este modo puede la forma ordinaria evitar ser una forma de tortura para los oídos del cuerpo y del alma.

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Con 50 años de saturación auditiva sobre nuestras espaldas, se puede apreciar mucho mejor la antigua sabiduría de la Santa Madre Iglesia, que ha dispuesto que la Misa solemne sea cantada de comienzo a fin, y de que la Misa rezada sea tan silenciosa como un susurro. En una Misa solemne o cantada, casi todo se lleva a cabo o con canto o en silencio. Sólo el Confíteor antes de la comunión (si tiene lugar) y el “Domine, non sum dignus” son recitados. Esto quiere decir que se canta el 99% de las palabras que se oyen. En una Misa rezada o Missa recitata, el celebrante lo pronuncia todo en voz baja o en silencio, de modo que queda perfectamente claro para los asistentes que el sacerdote habla íntimamente con el Señor, sin dirigirles a ellos mensaje alguno. El resultado es que para los laicos es mucho más fácil orar: son arrastrados por el río de oración que fluye de los labios del sacerdote. Y así la tradición nos ofrece el maravilloso espectáculo de dos formas de culto, una de las cuales alterna, extáticamente, canto y silencio, en tanto que la otra es absorbida por un coloquio de amor que no osa profanarse a sí mismo con los sonidos del habla cotidiana. Ambas fomentan admirablemente la oración: la oración de la comunidad, la oración de contemplación, la oración del corazón. 

Todo esto ha sido proscrito del Novus Ordo. ¿Qué se han hecho los Propios cantados, el Ordinario cantado, las oraciones sacerdotales cantadas? ¿Qué se ha hecho el silencio profundo? En una celebración típica de día de semana, el 95% de la liturgia es dicha en alta voz, enfocada al pueblo en calidad de auditorio. Es un hablar, hablar, hablar, un tedioso caminar por textos que ni siquiera son especialmente notables por sus cualidades literarias (el revés, en este aspecto, de la liturgia del Ordinariato Anglicano, al que se le permite escoger de entre lo mejor de la prosa inglesa). He aquí por qué tiene tan poco impacto en el alma: ni crea el espacio que requiere la asimilación, ni exulta ni llora con el canto del divino amante. No es, si pudiera decirse así, ni frío ni caliente, ni mudo ni lírico; es tibio: y ya sabemos lo que le ocurre a lo tibio...


Misa rezada celebrada en la la Iglesia de Santa Águeda de Portsmouth, Inglaterra, perteneciente al Ordinariato personal de Nuestra Señora de Walsingham 

El canto es el reino del amante, del que llora, de la bacante, de la experiencia sublime, de la exultación y de la nobleza, de la belleza que encuentra su voz. El silencio es el reino de los místicos al borde de lo inefable, del genio que se concentra en un problema, del poeta que se esfuerza por encontrar una palabra, del hombre sencillo enfrentado a realidades que lo sobrepasan ampliamente, como el amor y la muerte. El habla, por su parte, es el reino de lo ordinario, de lo concreto, el reino del comercio y de la política. Esta es la razón por la que tanto la liturgia cantada como la silenciosa son gloriosas, efectivas y ricas, cada una a su modo, en tanto que la liturgia hablada es pálida, feble, empobrecida, un fracaso. Vemos aquí una diferencia fenomenológica que se centra en el corazón mismo del culto: qué hacemos, a quién lo dirigimos, quiénes somos los que lo hacemos, y por qué.

Hay leyes de hierro de la psicología que nos alertan contra la ingenua creencia de que nuestras teorías corresponden a la realidad, y en ninguna parte es esto tan verdadero como en la transición desde la teoría litúrgica a la práctica contemporánea. La era Novus Ordo ha sido testigo de gigantescas argumentaciones que ocupan muchos volúmenes, pero ninguna tiene la menor importancia para la experiencia concreta del culto. Cualquiera sea el número de libros teóricos que se escriba, el modo fundamental de una liturgia comunica un mensaje más obvio que cualquiera explicación. Quien entra en una iglesia y es cautivado por la música y el ceremonial de una Misa solemne, o es desafiado a hacer oración silenciosa por una Misa rezada –y ambas lo alejan de sí mismo y lo llevan hacia el numinoso Otro-, experimenta la adoración divina, pura y simple. Quien entra a una iglesia y es literalmente confrontado por un locutor que emite ingentes cantidades de palabras, lo que experimenta es un seminario de auto-ayuda, independientemente de a quién se dirijan esas palabras. 


Elevación durante una Misa rezada
(Foto: Physiocrat)

Podemos apreciar aquí las anticipaciones de Marshall McLuhan quien, intuyendo que el medio es de algún modo el mensaje, se dio cuenta de que instalar micrófonos y altoparlantes en las iglesias no podía sino perjudicar a la liturgia. El medio propio de la Misa es su primer y más fuerte mensaje a los fieles, en el cual todo lo demás encuentra su correspondiente lugar y adquiere su color y su tono adecuados. El canto litúrgico ennoblece todo lo que toca, convirtiendo la madera de las palabras en el oro de la gloria. El silencio otorga a todo lo que él envuelve un espíritu de tranquilidad y de orientación trascendente que permite a las palabras conservar su frescura primordial, como si fueran monedas que el uso constante no desgasta. De los tres hermanos, el habla es el modo que corre el peligro de caer en la profanación y la chabacanería. ¿Acaso hablar no está absolutamente fuera de lugar en los momentos más aterradores o maravillosos, en el abrazo íntimo que precede o viene luego de una larga ausencia, en los momentos de angustiosas crisis, de insuperable angustia, de victorias inesperadas, cuando uno se encuentra cara a cara con lo inescrutable, lo inexorable, lo inconmensurable?  El habla no puede hacer nada en estos momentos, salvo hacerse ridícula o desacreditar la ocasión. Es mucho mejor hundirse en el silencio o recurrir a una música de modulaciones misteriosas que deje atrás el reino del habla y penetre en aquello que se intuye, se siente, se musita. Es esto, precisamente, lo que la liturgia tradicional lleva a cabo: se hunde tranquila y agradecidamente en el silencio, o encuentra el canto que comunica, de un modo sutil y penetrante, esa “visión” interior a que apuntan las palabras.

El ejemplo más perfecto de esta dialéctica de música y silencio es la tradicional Misa solemne, de la cual la Misa cantada es un eco. El nuevo movimiento litúrgico debiera luchar nada menos que por una Misa solemne cada domingo en cada parroquia. Me doy cuenta de que esta meta es algo lejano, pero debe ser nuestra meta.


Misa pontifical celebrada por el Cardenal Raymond Leo Burke en el Altar de la Cátedra de la Basílica de San Pedro del Vaticano (2010)

Vosotros, sacerdotes que no conocéis ni la paz de la Misa rezada ni la gloria de la Misa solemne , ¿qué estáis esperando? ¡Aprended a celebrar la Misa rezada, y a continuación, aprended la Misa cantada para que la podáis dar a conocer a vuestro pueblo! Los católicos tienen hambre de auténtica liturgia, de una liturgia en que los silencios y la música se integren con sentido, en vez de parecer unas adiciones casuales aportadas por unos cuantos hippies senescentes o unos voluntarios carentes de orientación. El habla ha tiranizado a sus hermanos [la música y el silencio] desde hace ya demasiado tiempo. Ya es hora de que el silencio y el canto litúrgicos recuperen el lugar que les corresponde en la vida de la Iglesia, para bien de la vida del mundo.   

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