lunes, 28 de septiembre de 2020

Domingo XVII después de Pentecostés

Miniatura de Evangeliario de Ada
(Imagen: Wikicommons)

El texto del Evangelio de hoy es el siguiente (Mt. 22, 34-36):

“En aquel tiempo: Llegáronse a Jesús los fariseos, y le preguntó uno de ellos que era doctor de la Ley, para tentarle: Maestro, ¿Cuál es el mandamiento más grande de la Ley? Jesús le dijo: Amarás al señor, tu Dios, de todo tu corazón, y de toda tu alma, y de todo tu entendimiento. Este es el mayor. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos pende toda la Ley y los Profetas. Y, reunidos los fariseos, preguntóles Jesús: ¿Qué pensáis del Cristo? ¿De quién es hijo? Dícenle: De David. Replicóles: Pues ¿cómo David, en espíritu, le llama Señor, diciendo: Dijo el Señor a mi Señor, siéntate a mi derecha, hasta que ponga tus enemigos por peana de tus pies? Pues, si David le llama Señor, ¿cómo puede ser hijo suyo? Y ninguno le pudo responder palabra, ni nadie desde aquel día se atrevió a hacerle más preguntas”.

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En el mundo contemporáneo, muchos tienen un claro desprecio por el Derecho, que se expresa, en parte, en las leyes dictadas por el Estado: “mentalidad jurídica, estrecha”, suele decirse. Para desacreditarlas, suele oponerse a estas leyes la idea de “justicia”, término amplio en sí mismo y usado de modo suficientemente vago como para hacerlo coincidir con aquellas cosas que a cada cual le gustan o le convienen. Es cosa de observar cualquiera de las muchas manifestaciones de protesta que hoy se llevan a cabo en las ciudades de todo el mundo: no importa que en muchas de ellas se violen leyes de protección a los derechos de los demás (su propiedad, su trabajo, su calidad de vida o su misma vida e integridad física) si todo ello se hace en nombre de la “justicia”. Es como si se dijera “viva la justicia, muera la ley”.

De manera análoga, muchos cristianos aspiran a sacudirse de encima las leyes de Dios, expresadas en los Mandamientos, invocando para ello el “amor de Dios”, concepto amplio, magnífico, que posee incluso un toque romántico. Y para ello se apoyan en lo que hoy nos dice el Señor: “De estos dos mandamientos pende toda la Ley”. Esto es interpretado por ellos en el sentido de que basta con que uno ame a Dios y al prójimo, sin tener que preocuparse por los demás Mandamientos ni por los preceptos morales concretos que derivan de ellos.

Evidentemente, para quien quiere vivir cómodamente, resulta mucho más fácil decir “amo a los demás”, que decir “no miento, no hurto, no deseo la mujer de mi vecino”. Pareciera que “amando al prójimo”, la mentira, el hurto y el adulterio dejan de ser importantes. Si cumplo con lo principal, estoy a salvo de que se me imputen cuestiones de importancia secundaria.

Ese “amor a los demás” es, sin embargo, de las cosas más sospechosamente fáciles de cumplir. Amar a los indígenas de la Amazonia, por ejemplo, y otros pueblos oprimidos, y “apoyar sus reivindicaciones”, suele ser, más que un deber, un verdadero placer o un motivo para salir a protestar alegremente a las calles. Por cierto: no se tiene a la vista ningún indígena amazónico real y concreto, de los cuales habrá muchos antipáticos o tan agresivos que, si nos tuvieran a su alcance, nos atravesarían con sus flechas. Y así se da la estupenda posibilidad de “amar” a un prójimo abstracto y lejano mientras se viola la ley que manda pagar imposiciones a la empleada doméstica, o las ordenanzas municipales que ordenan no atormentar a los vecinos de barrio con fiestas excesivamente ruidosas, o las normas legales que prohíben maltratar a la propia mujer o al propio marido.

(Imagen: El Catolicismo)

Es obvio que la Escritura hace imposible, a quien quiere escaparse del cumplimiento de las normas morales, realizar estas interpretaciones tan “consoladoras” del “amor a Dios y al prójimo”. Y lo hace dándole un contenido concreto a ese “amor a Dios”. Léase, por ejemplo, lo que escribe San Juan Apóstol -el “Apóstol del amor”, que ha dicho que “Dios es amor” (1 Jo., 4, 7)-: “Conocemos que amamos a los hijos de Dios en que amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos. Pues éste es el amor de Dios, que guardemos sus preceptos” (1 Jo., 5, 2-3). Y, ¿Cuáles son esos preceptos? Jesús, en su respuesta a alguien que se lo preguntó, menciona algunos de los Mandamientos de la Ley de Dios contenidos en el Decálogo: “No matarás, no adulterarás, no levantarás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre” (Mt. 19, 18-19).

La cuestión es, pues, suficientemente clara: no puede nadie evadir el cumplimiento de las normas morales bajo el pretexto de que cumple la primera y más importante de ellas, el “amor a Dios”.

Podría argumentar alguien: “Es que a Dios no le interesa el detalle, la minucia; El es muy grande y misericordioso”. Pero, no: sí le importa. Jesús ha dicho: “Muy bien, siervo bueno y fiel; has sido fiel en lo poco, te constituiré sobre lo mucho; entra en el gozo de tu Señor” (Mt. 25, 21). Es en el cuidado del detalle, por lo demás, donde se muestra el verdadero amor, el amor delicado, que cala hondo en la vida cotidiana. Sin estar atento al detalle, el amor se esfuma rápidamente, casi sin que uno se dé cuenta.               

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