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domingo, 17 de abril de 2022

Sábado Santo

 Miniatura de Evangeliario de Ada
(Imagen: Wikicommons)

El texto del Evangelio de hoy es el siguiente (Mt 25, 1-7): 

Pasado el sábado, ya para alborear el día primero de la semana, vino María Magdalena, con la otra María, a ver el sepulcro. Y sobrevino un gran terremoto, pues un ángel del Señor bajó del cielo y, acercándose, removió la piedra del sepulcro y se sentó sobre ella. Era su aspecto como el relámpago, y su vestidura blanca como la nieve. De miedo de él temblaron los guardias y se quedaron como muertos. El ángel, dirigiéndose a las mujeres, dijo: No temáis vosotras, pues sé que buscáis a Jesús el crucificado. No está aquí, ha resucitado, según lo había dicho. Venid y ved el sitio donde fue puesto. Id luego y decid a sus discípulos que ha resucitado de entre los muertos y que os precede a Galilea; allí lo veréis. Es lo que tenía que deciros.

***

El Sábado Santo ha sido tradicionalmente dedicado por la Iglesia a la contemplación del gran silencio y del dolor de María. En las Escrituras, María habla sólo lo estrictamente necesario. Sus últimas palabras fueron “Haced lo que Él os diga”. Pero en su silencio meditaba todo lo que iba guardando en su corazón (Lc 2, 20).

Pero ¡qué explosión de silenciosas verdades y de emociones en este día silencioso! ¡Qué caridad la del Padre, que no dudó en entregar a su Hijo por nosotros! ¡Qué caridad la del Hijo, que, por nosotros, no dudó en arrastrar al sufrimiento a su misma Madre! Porque bien pudo la Providencia haberse llevado a la Virgen al cielo antes de la Pasión, para que no fuera testigo de aquellos atroces sufrimientos; pero Él que lo entregó todo por nosotros, no dudó en entregar también a su Madre, que contempló, en el más profundo silencio, el Magno Dolor que nos ha redimido de la Magna Culpa. Que no se diga que el dolor compartido es menor: ¡el dolor compartido es doblemente doloroso! Y ¡que haya quienes, en su incomprensible impiedad, no consientan en llamar Corredentora a quien sufrió, en silencio, el filo de la espada que Simeón profetizó que había de traspasarle el alma!

Si la teología puede vacilar entre aceptar que la Virgen murió para participar de la muerte de su Hijo y aceptar que no murió por estar libre del pecado de origen, no puede dudar aquí del dolor que Ella soportó al pie de la Cruz, porque está documentado y descrito con toda la dura sobriedad de los Evangelios. Y no estuvo ahí en el desvanecimiento y desmayo de quien pierde noción de lo que ocurre a su alrededor, sino que estuvo de pie (stabat iuxta crucem Jesu mater eius), estuvo firme de pie (stabat), al lado de la Cruz, mirando con intensa mirada cada rictus de ese rostro moribundo, cada lento y doloroso movimiento de ese cuerpo torturado, cada palabra que salía de esa boca. Y Jesús no sólo la arrastra tras de sí hasta ese momento atroz, sino que la entrega, literalmente, a Juan, y en éste, nos la entrega a nosotros. “Y habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo” (Jn 13, 1). ¡Tanto amó Dios al mundo… tanto nos amó Jesús a nosotros!

Y luego, antes de llevarlo a la tumba, le entregaron el cuerpo exánime del Hijo. Pero una mujer no quiere sólo la piel y las vísceras entreabiertas por la lanza de aquel que llevó en el útero: ella lo quiere a Él con su cuerpo y su alma, quiere su presencia. Pero Él ya se ha ido. Ya no está ahí en esos despojos. Sin duda la Virgen creyó que el Señor, como lo había anunciado tantas veces, había de resucitar; pero esa fe no devaluó ni el dolor del Hijo que fue clavado al madero ni el de la Madre que tuvo en su falda el cuerpo muerto.

Pero no sufrió María un dolor desesperado, sin sentido, rabioso, nihilista y aborrecible, sino que su dolor fue un padecimiento con esperanza. Y en el silencio de este Sábado ella espera dolorosamente. Así como el dolor de la Pasión y de la Muerte se reactualiza sacramentalmente para ser ofrecido al Padre en sacrificio, así se reactualiza el dolor sacramental de la Madre Corredentora: ella, hoy, sufre y su dolor es también ofrecido. Pero sufre con esperanza, con sentido. Y por eso conviene aquí recordar que la esperanza es una virtud teologal y, aunque parece la más pequeña, la menor (así la llamaba Péguy en su vasto poema) es tan indispensable para nuestra salvación como las otras dos.

Hoy es el día del silencio, del dolor de María, y de la esperanza. En el salmo de Maitines de hoy se dice “Una cosa pido al Señor, y es lo que busco: habitar en la casa del Señor toda mi vida” (Sal 26, 4). Y más adelante, movido el salmista por la preciosa esperanza que Dios infunde en nuestra alma y que debemos cultivar día a día, dice “Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida. Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera en el Señor” (Sal 26, 13-14).

Annibale Carracci, Santas Mujeres ante la tumba de Cristo, 1590, Museo del Hermitage (Rusia)
(Imagen: Wikipedia)

sábado, 16 de abril de 2022

Viernes Santo

Miniatura de Evangeliario de Ada
(Imagen: Wikicommons)

El texto del Evangelio de hoy es el siguiente (Jn 18, 1-40; 19, 1-42):

Prisión de Jesús

Diciendo esto, salió Jesús con sus discípulos al otro lado del torrente Cedrón, donde había un huerto, en el cual entró con sus discípulos. Judas, el que había de traicionarle, conocía el sitio, porque muchas veces concurría allí Jesús con sus discípulos. Judas, pues, tomando la cohorte y los alguaciles de los pontífices y fariseos, vino allí con linternas, y hachas, y armas. Conociendo Jesús todo lo que iba a sucederle, salió y les dijo: ¿A quién buscáis? Respondiéronle: A Jesús Nazareno. Él les dijo: Yo soy. Judas, el traidor, estaba con ellos. Así que les dijo: Yo soy, retrocedieron y cayeron en tierra. Otra vez les preguntó: ¿A quién buscáis? Ellos dijeron: A Jesús Nazareno. Respondió Jesús: Ya os dije que Yo soy; si, pues, me buscáis a mí, dejad ir a éstos. Para que se cumpliese la palabra que había dicho: De los que me diste no se perdió ninguno. Simón Pedro, que tenía una espada, la sacó e hirió a un siervo del pontífice, cortándole la oreja derecha. Este siervo se llamaba Malco. Pero Jesús dijo a Pedro: Mete la espada en la vaina; el cáliz que me dio mi Padre, ¿no he de beberlo? La guardia, pues, y el tribuno, y los alguaciles de los judíos se apoderaron de Jesús y le ataron. Y le condujeron primero a Anás, porque era suegro de Caifás, pontífice aquel año.

Jesús en el palacio del Sumo Pontífice

Era Caifás el que había aconsejado a los judíos: “Conviene que un hombre muera por el pueblo”. Seguían a Jesús Simón Pedro y otro discípulo. Este discípulo era conocido del pontífice y entró al tiempo que Jesús en el atrio del pontífice, mientras que Pedro se quedó fuera a la puerta. Salió, pues, el otro discípulo, conocido del pontífice, y habló a la portera e introdujo a Pedro. La portera dijo a Pedro: ¿Eres tú acaso de los discípulos de este hombre? Él dijo: No soy. Los siervos del pontífice y los alguaciles habían preparado un brasero, porque hacía frío, y se calentaban, y Pedro estaba también con ellos calentándose. El Sumo Sacerdote preguntó a Jesús sobre sus discípulos y sobre su doctrina. Respondióle Jesús: Yo públicamente he hablado al mundo; siempre enseñé en las sinagogas y en el templo, adonde concurren todos los judíos; nada hablé en secreto, ¿qué me preguntas? Pregunta a los que me han oído qué es lo que Yo les he hablado; ellos deben saber lo que les he dicho. Habiendo dicho esto Jesús, uno de los ministros, que estaba a su lado, le dio una bofetada, diciendo: ¿Así respondes al Sumo Sacerdote? Jesús le contestó: Si hablé mal, muéstrame en qué, y si bien, ¿por qué me pegas? Anás le envió atado a Caifás, el Sumo Sacerdote. Entretanto, Simón Pedro estaba de pie calentándose, y le dijeron: ¿No eres tú también de sus discípulos? Negó él, y dijo: No soy. Díjole uno de los siervos del pontífice, pariente de aquel a quien Pedro había cortado la oreja: ¿No te he visto yo en el huerto con Él? Pedro negó de nuevo, y al instante cantó el gallo.

Jesús ante Pilato

Llevaron a Jesús de casa de Caifás al pretorio. Era muy de mañana. Ellos no entraron en el pretorio por no contaminarse, para poder comer la Pascua. Salió, pues, Pilato fuera y dijo: ¿Qué acusación traéis contra este hombre? Ellos respondieron, diciéndole: Si no fuera malhechor, no te lo traeríamos. Díjoles Pilato: Tomadle vosotros y juzgadle según vuestra ley. Le dijeron entonces los judíos: Es que a nosotros no nos es permitido dar muerte a nadie. Para que se cumpliese la palabra que Jesús había dicho, significando de qué muerte había de morir. Entró Pilato de nuevo en el pretorio, y, llamando a Jesús, le dijo: ¿Eres tú el rey de los judíos? Respondió Jesús: ¿Por tu cuenta dices eso o te lo han dicho otros de mí? Pilato contestó: ¿Soy yo judío por ventura? Tu nación y los pontífices te han entregado a mí, ¿qué has hecho? Jesús respondió: Mi reino no es de este mundo; si de este mundo fuera mi reino, mis ministros habrían luchado para que no fuese entregado a los judíos; pero mi reino no es de aquí. Le dijo entonces Pilato: ¿Luego tú eres rey? Respondió Jesús: Tú dices que soy rey. Yo para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad; todo el que es de la verdad oye mi voz. Pilato le dijo: ¿Y qué es la verdad? Y dicho esto, de nuevo salió a los judíos y les dijo: Yo no hallo en éste ningún crimen. Hay entre vosotros costumbre de que os suelte a uno en la Pascua ¿Queréis, pues, que os suelte al rey de los judíos? Entonces de nuevo gritaron diciendo: ¡No a éste, sino a Barrabás! Era Barrabás un bandolero. Tomó entonces Pilato a Jesús y mandó azotarle. Y los soldados, tejiendo una corona de espinas, se la pusieron en la cabeza, le vistieron un manto de púrpura y, acercándose a Él, le decían: Salve, rey de los judíos, y le daban bofetadas. Otra vez salió fuera Pilato y les dijo: Aquí os lo traigo, para que veáis que no hallo en El ningún crimen. Salió, pues, Jesús fuera con la corona de espinas y el manto de púrpura, y Pilato les dijo: Ahí tenéis al hombre. Cuando le vieron los príncipes de los sacerdotes y sus satélites, gritaron diciendo: ¡Crucifícale, crucifícale! Díjoles Pilato: Tomadlo vosotros y crucificadlo, pues yo no hallo crimen en Él. Respondieron los judíos: Nosotros tenemos una ley, y, según la ley, debe morir, porque se ha hecho Hijo de Dios. Cuando Pilato oyó estas palabras, temió más, y, entrando otra vez en el pretorio, dijo a Jesús: ¿De dónde eres tú? Jesús no le dio respuesta ninguna. Díjole entonces Pilato: ¿A mí no me respondes? ¿No sabes que tengo poder para soltarte y poder para crucificarte? Respondióle Jesús: No tendrías ningún poder sobre mí si no te hubiera sido dado de lo alto; por esto el que me ha entregado a ti tiene mayor pecado. Desde entonces Pilato buscaba librarle; pero los judíos gritaron diciéndole: Si sueltas a ése, no eres amigo del César; todo el que se hace rey va contra el César. Pero los judíos gritaron diciéndole: Si sueltas a ése, no eres amigo del César; todo el que se hace rey va contra el César. Cuando oyó Pilato estas palabras, sacó a Jesús fuera y se sentó en el tribunal, en el sitio llamado “lithóstrotos”, en hebreo “gabbatha.” Era el día de la Parasceve, preparación de la Pascua, alrededor de la hora sexta. Dijo a los judíos: Ahí tenéis a vuestro rey. Pero ellos gritaron: ¡Quita, quita! ¡Crucifícale! Díjoles Pilato: ¿A vuestro rey voy a crucificar? Contestaron los príncipes de los sacerdotes: Nosotros no tenemos más rey que el César. Entonces se lo entregó para que le crucificasen. 

La crucifixión 

Tomaron, pues, a Jesús; que, llevando su cruz, salió al sitio llamado Calvario, que en hebreo se dice “Gólgota”, donde le crucificaron, y con Él a otros dos, uno a cada lado y Jesús en medio. Escribió Pilato un título y lo puso sobre la cruz; estaba escrito: Jesús Nazareno, rey de los judíos. Muchos de los judíos leyeron ese título, porque estaba cerca de la ciudad el sitio donde fue crucificado Jesús, y estaba escrito en hebreo, en latín y en griego. Dijeron, pues, a Pilato los príncipes de los sacerdotes de los judíos: No escribas rey de los judíos, sino que Él ha dicho: Soy rey de los judíos. Respondió Pilato: Lo escrito, escrito está. Los soldados, una vez que hubieron crucificado a Jesús, tomaron sus vestidos, haciendo cuatro partes, una para cada soldado, y la túnica. La túnica era sin costura, tejida toda desde arriba. Dijéronse, pues, unos a otros: No la rasguemos, sino echemos suertes sobre ella para ver a quién le toca, a fin de que se cumpliese la Escritura: “Dividiéronse mis vestidos y sobre mi túnica echaron suertes”. Es lo que hicieron los soldados. Estaban junto a la cruz de Jesús su madre y la hermana de su madre, María de Cleofás y María Magdalena. Jesús, viendo a su madre y al discípulo a quien amaba, que estaban allí, dijo a la madre: Mujer, he ahí a tu hijo. Luego dijo al discípulo: He ahí a tu madre. Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa.

Muerte de Jesús

Después de esto, sabiendo Jesús que todo estaba ya consumado, para que se cumpliera la Escritura dijo: Tengo sed: Había allí un botijo lleno de vinagre. Fijaron en un venablo una esponja empapada en vinagre y se la acercaron a la boca. Cuando hubo gustado el vinagre, dijo Jesús: Todo está acabado, e inclinando la cabeza, entregó el espíritu. Los judíos, como era el día de la Parasceve, para que no quedasen los cuerpos en la cruz el día de sábado, por ser día grande aquel sábado, rogaron a Pilato que les rompiesen las piernas y los quitasen. Vinieron, pues, los soldados y rompieron las piernas al primero y al otro que estaba crucificado con Él; pero llegando a Jesús, como le vieron ya muerto, no le rompieron las piernas, sino que uno de los soldados le atravesó con su lanza el costado, y al instante salió sangre y agua. El que lo vio da testimonio, y su testimonio es verdadero; él sabe que dice verdad, para que vosotros creáis; porque esto sucedió para que se cumpliese la Escritura: “No romperéis ni uno de sus huesos”. Y otra Escritura dice también: “Mirarán al que traspasaron”.

Sepultura de Jesús

Después de esto, rogó a Pilato José de Arimatea, que era discípulo de Jesús, aunque secreto por temor de los judíos, que le permitiese tomar el cuerpo de Jesús, y Pilato se lo permitió. Vino, pues, y tomó su cuerpo. Llegó Nicodemo, el mismo que había venido a Él de noche al principio, y trajo una mezcla de mirra y áloe, como unas cien libras. Tomaron, pues, el cuerpo de Jesús y lo fajaron con bandas y aromas, según es costumbre sepultar entre los judíos. Había cerca del sitio donde fue crucificado un huerto, y en el huerto un sepulcro nuevo, en el cual nadie aún había sido depositado. Allí, a causa de la Parasceve de los judíos, por estar cerca el monumento, pusieron a Jesús.

El Greco, La Crucifixión, 1597-1600, Museo del Prado
(Imagen: Museo del Prado)

***

En la narración de la Pasión según San Juan, que se lee en el oficio de hoy, los autores espirituales suelen destacar, entre las innumerables riquezas que sirven de fundamento a la contemplación, lo que se dice de San Pedro. “Iba Simón Pedro siguiendo a Jesús, con otro discípulo, conocido del Pontífice. Este otro discípulo entró con Jesús en el palacio del Pontífice”, y, como era amigo de la portera, le franqueó después la entrada a Pedro. En la narración de la Pasión que ofrece San Lucas, que se ha leído el Miércoles Santo, se dice que “Pedro le seguía de lejos”, y en el Evangelio de San Marcos, el evangelista más cercano a San Pedro, cuya narración leímos el Martes Santo, y que seguramente recogió los recuerdos de labios del propio Pedro, se dice que “Pedro le fue siguiendo a lo lejos, hasta dentro del palacio del Sumo Sacerdote”.

Detengámonos en este pasaje. Pedro siguió a Jesús, pero “de lejos”. El seguir de lejos a Jesús, sin comprometerse “exageradamente” con el Maestro (la exageración aquí ¿no es acaso posible? ¿no está la virtud en el medio, al cual suele llamarse aurea mediocritas?) lleva a menudo a negarlo, que es lo que Pedro terminó haciendo al poco rato. Este “seguir de lejos” es uno de los más graves peligros de la vida espiritual porque es, también, uno de los menos visibles (“¿acaso no vamos, después de todo, siguiendo a Jesús?”), pero acaba, cuando la prueba se hace dura y brutal, en la negación, que es lo que ocurrió a Pedro a poco de entrar en el patio del Pontífice.

Los autores espirituales suelen llamar tibieza a este “seguir de lejos”. Es decir, un creer y un amar, pero sin un verdadero ímpetu interior, sin una íntima pasión, dejándose siempre una vía de escape, por si acaso… Vía de escape que nuestra débil conciencia moral está siempre pronta a ofrecernos, en forma de justificaciones, de explicaciones que apelan a evitar la “exageración”, o a practicar el “discernimiento” que siempre encuentra excepciones, o a recurrir a discursos psicologizantes que nos recomiendan “dar rienda” para evitar el estrés, etc. A menudo se traduce la tibieza en un decir “Basta: es suficiente”. Pero decir “basta” en la vida espiritual, disminuyendo el tranco o deteniéndose, es retroceder. Lo dice nada menos que San Agustín. Así de simple: es perder lo ganado, es despreciar el bien que Dios nos ha concedido hasta ahora. Es un “volverse a las creaturas” para echarles otra mirada más, una mirada que añora, que echa de menos… y que instala la duda y debilita la voluntad, que el Señor nos ha ido fortaleciendo generosamente. 

Hay algunos grandes santos que han verdaderamente dado oídos a lo que dice el Señor: “mi yugo es suave, y mi carga ligera”. Y se han dado cuenta de que el Señor es verdaderamente nuestro Cireneo que, aún esa “carga ligera”, nos la hace todavía más fácil de llevar. Y han entonces tendido con máxima generosidad a la perfección, llegando a formular, como Santa Teresa de Ávila, el voto de hacer siempre lo que le pareciera más perfecto (o sea, de apartarse lo más radicalmente posible de ese “seguir de lejos” al Señor). Pero aun en la vida cotidiana del ser humano corriente, no necesariamente cristiano, se oye a cada instante el caso de madres que “lo dan todo por sus hijos” y, más todavía, sin un esfuerzo aparente. Es que el cariño es el gran Cireneo. Y Jesús, con el amor sobrenatural que nos comunica si “lo seguimos de cerca”, es el supremo Cireneo de la vida cristiana. 

Naturalmente, la autoexigencia, igual que la tibieza, puede ser una terrible enfermedad espiritual, sobre todo en naturalezas psicológicamente débiles, expuestas a caer en neurosis y obsesiones. Por eso resulta indispensable en la vida del alma contar con un director espiritual (lo que hoy suele denominarse, por la frenética huida de toda tradición, que es lo que impera, “acompañamiento espiritual”). Quizá se nos entenderá mejor si hablamos de un “gurú”, o si traemos a la mente la imagen de esos viejos “maestros” de las artes marciales que vemos en películas, quienes aconsejan, mirando desde afuera, nuestros esfuerzos, y nos guían con una crítica prudente y positiva, para evitar los excesos de una pasión religiosa desbocada (toda pasión es “desbocable”, y la religiosa no es una excepción).

Es aquí donde la Iglesia, en su milenaria sabiduría, ha hecho intervenir el tino y la medida, y ha propuesto siempre recurrir al consejo de quienes nos rodean (es lo que se conoce como “corrección fraterna”), pero especialmente al de quienes, entre ellos, son más experimentados y tienen más estudios. 

¿Cuán “lejos” es seguir a Jesús “de lejos”; cuán cerca es lo que se nos pide que le sigamos? Como en todo juicio, que versa siempre sobre una cuestión individual y específica, se requiere de un juez, un “director espiritual”, que nos ayude con su dictamen. Sin él, es difícil calibrar la proximidad o la lejanía de nuestro seguir a Jesús, de nuestra “imitación de Cristo”, en que se resume la práctica de la virtud sobrenatural.

Luis de Morales, La Piedad del Divino Morales, circa 1560, Museo del Ángel (Sevilla)
(Imagen: Gente de Paz)

Nota de la Redacción: Para la transcripción del relato de la Pasión según San Juan se ha utilizado la versión de la Biblia Nácar-Colunga, cuya traducción al castellano proviene de los textos originales en griego y hebreo. Los títulos para separar los distintos momentos vividos por Jesús entre la noche del Jueves Santo y la tarde del Viernes Santo están tomados del Misal diario y Vesperal de Dom Gaspar Lefebvre. 

viernes, 15 de abril de 2022

Jueves Santo

Miniatura de Evangeliario de Ada
(Imagen: Wikicommons)

El texto del Evangelio de hoy es el siguiente (Jn 13, 1-15):

“La víspera del día solemne de Pascua, sabiendo Jesús que era llegada la hora de su tránsito de este mundo al Padre, como hubiese amado a los suyos, que vivían en el mundo, los amó hasta el fin. Y así, acabada la cena, cuando ya el diablo había sugerido al corazón de Judas, hijo de Simón Iscariote, el designio de entregarle, Jesús, sabiendo que el Padre le había puesto todas las cosas en sus manos, y que como había venido de Dios a Dios volvía, levántase de la mesa y quítase sus vestidos, y habiendo tomado una toalla, se la ciñe. Echa después agua en una jofaina, y pónese a lavar los pies de los discípulos y a limpiarlos con la toalla que se había ceñido. Viene a Simón Pedro, y Pedro le dice: ¡Señor! ¿Tú lavarme a mí los pies? Respondióle Jesús, y le dijo: Lo que Yo hago tú no lo entiendes ahora, lo entenderás después. Dícele Pedro: ¡Jamás me lavarás Tú a mí los pies! Respondióle Jesús: Si no te lavare, no tendrás parte conmigo. Dícele Simón Pedro: ¡Señor! No solamente los pies, sino las manos también y la cabeza. Jesús le dice: El que acaba de lavarse, no necesita lavarse más que los pies, estando como está limpio todo lo demás. Y en cuanto a vosotros, limpios estáis, mas no todos. Como sabía quién era el que la había de hacer traición, por eso dijo: No todos estáis limpios. Habiéndoles ya lavado los pies y tomando otra vez su vestido, puesto de nuevo a la mesa, les dijo: ¿Sabéis lo que acabo de hacer con vosotros? Vosotros me llamáis Maestro y Señor, y decís bien, porque lo soy. Pues si Yo, que soy el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, debéis vosotros también lavaros los pies uno a otro. Ejemplo os he dado, para que así como Yo he hecho con vosotros, así lo hagáis también vosotros”.

 ***

San Juan, cuyo Evangelio agrega cosas que los otros tres evangelistas, en su concisión, han omitido, trae esta espléndida escena, en que la impetuosidad de Pedro (“no sólo los pies, sino las manos también y la cabeza”) seguramente habrá causado hilaridad en los presentes, y en que, precisamente en el día de la institución de la Sagrada Eucaristía, pone en primer plano el tema de la purificación antes de acercarse a las cosas santas. En el rito mozárabe el Sacerdote, antes de proceder a distribuir la comunión a los fieles, proclama “¡Las cosas santas para los santos!”, y lo mismo sucede en otros antiguos ritos cristianos.

Por su parte, San Pablo, en un texto que, luego de la llamada “reforma” litúrgica de la década de 1960, ya no se lee más en su integridad en la liturgia católica, y que hoy se lee en la Epístola de la Misa (1 Co 11, 20-32), nos dice: “Examínese cada uno a sí mismo”. Jesús dice a sus discípulos: “Vosotros estáis limpios” y añade después: “mas no todos”. Del mismo modo nos dice el Apóstol que hay quienes se hacen reos del cuerpo y de la sangre del Señor. Temamos la muerte de éstos y examinémonos a nosotros mismos; examinemos nuestra conciencia antes de acercarnos a la Sagrada Mesa. El pecado mortal y el afecto al pecado, trocarían en veneno el alimento que da la vida al alma. Si debemos tener gran reverencia a la Mesa del Señor, para presentarnos a ella sin las manchas por las cuales pierde el alma toda semejanza con Dios y la entrega a los dardos terribles del diablo, debemos también, por respeto a la santidad divina que va a venir a nosotros, purificar hasta las más leves manchas, con las que pudiéramos ofenderla.

Hoy suele decirse, con engañosa condescendencia, incoherente con la escena que acabamos de contemplar, que “la Eucaristía no es para los santos sino para los pecadores”, y que es el alimento que éstos necesitan para salir del pecado. Sin duda la Eucaristía es tal alimento, y lo es para los pecadores: todos somos pecadores mientras dura nuestra vida sobre la tierra; pero ello no nos dispensa del examen de conciencia que, so pena de ser reos de muerte si lo omitimos, prescribe el Señor a través de San Pablo, ni de la limpieza que el propio Jesús nos enseña en este Evangelio. Hay algo de incoherente en esas largas filas que, amparadas por una falsa doctrina, se acercan al comulgatorio cuando se piensa en lo cortas, y aún muy cortas, que son las filas ante el confesonario. El ser pecadores y necesitar de la Eucaristía no nos exime de lavarnos los pies (“y las manos también y la cabeza”) para acercarnos dignamente a recibir el alimento que nos ayudará a salir de nuestra condición pecadora. Sí, vivimos en una condición pecadora; pero debemos pedir perdón por los pecados específicos y concretos que en ella cometemos antes de acercarnos al Santo de los Santos. Si fuera necesario otro episodio en que el Señor mismo nos previene sobre la necesidad de presentarnos dignamente ante Él, recordemos la parábola de las bodas en que el rey sale a saludar a los invitados y se encuentra con que uno de éstos se ha presentado sin estar adecuadamente vestido: se trata, recordemos, de invitados que han sido “obligados a entrar”; sin embargo, el rey dice al sujeto: “Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin el vestido de boda? El enmudeció. Entonces el rey dijo a sus ministros: Atadle de pies y manos y arrojadle a las tinieblas exteriores; allí habrá llanto y crujir de dientes” (Mt 22, 11-13).

Antonio Arias Fernández, Jesucristo lavando los pies a San Pedro, 1670, Museo del Prado (España)
(Imagen: Museo del Prado)

martes, 22 de febrero de 2022

Si un ateo oye esta oración, desaparecen las telarañas de su espíritu

Les ofrecemos hoy un breve y sugerente artículo de Gregory DiPippo sobre la función evangelizadora que tiene el canto gregoriano, que el Concilio reconoció "como el propio de la liturgia romana; en igualdad de circunstancias, por tanto, hay que darle el primer lugar en las acciones litúrgicas" (Sacrosanctum Concilium, 116). Hay que recordar que el Cristo envío a sus discípulos para predicar el Evangelio a todos los pueblos, bautizándolos en nombre de le Trinidad Beatísima (Mt 28, 19), de suerte que la predicación de Su Mensaje constituye la razón de ser de la Iglesia, como administradora de las gracias de la Redención. La Tradición entrega poderosos instrumentos para cumplir con esa misión. 

El artículo fue publicado originalmente en New Liturgical Movement y ha sido traducido por la Redacción. 

***

“Si un ateo oye esta oración, desaparecen las telarañas de su espíritu”

Gregory DiPippo

En el Oficio Divino del domingo recién pasado, Domingo de Septuagésima, hemos aprendido de San Agustín que Dios “juzgó que es mejor extraer bien del mal, que impedir que el mal exista”. Ayer descubrí, por una feliz casualidad, que esto se aplica incluso a algo tan horrible como un reality show en televisión. En India existe un subgénero de programas de este tipo en que algunas personas de áreas rurales, que han tenido poca o ninguna experiencia de la cultura de Occidente, son expuestas a ella e interrogadas sobre sus reacciones (a juzgar por la cantidad de ejemplos en YouTube, parece que este género es sumamente popular). La introducción es tan ramplona como suelen ser estas cosas en Occidente, pero no desanimarse: es verdaderamente fascinante ver cuán rápidamente estos señores, al oír el Dies Irae en canto gregoriano, comienzan a expresar sentimientos profundamente cristianos sobre el sentido de una oración que no entienden (el anciano a la izquierda se emociona hasta el punto de hacer la señal de la Cruz). Quizá hay aquí una lección para la Iglesia de que su misión, divinamente encomendada, de “hacer discípulos en todas las naciones”, no se ha beneficiado en absoluto con el abandono de “esa realidad espiritual y artística, estupenda e incomparable,que es el canto gregoriano” y, en general, la buena música.

No menos bellas son las reacciones ante el canto de los ortodoxos griegos. Uno de los oyentes se da cuenta, inmediatamente y sin que se le haya informado nada, “[…] esto tiene muchos siglos de antigüedad, y ha sido cantado desde tiempos inmemoriales”. Y otro dice: “me conmueve el corazón hasta en lo más íntimo. Es una oración buena, quisiera que no acabara nunca y que pudiera oírla para siempre. Esto llega al corazón”.

lunes, 27 de diciembre de 2021

Domingo de la infraoctava de Navidad

Miniatura de Evangeliario de Ada
(Imagen: Wikicommons)

El texto del Evangelio de hoy es el siguiente (Lc 2, 33-40):

“En aquel tiempo, José y María, madre de Jesús, estaban maravillados de lo que oían decir de Él. Y los bendijo Simeón y dijo a María, su madre: Sábete que Éste ha sido puesto para ruina y para resurrección de muchos en Israel y como signo de contradicción; y una espada traspasará tu alma, para que sean descubiertos los pensamientos de muchos corazones. Había allí una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser; ésta era ya muy anciana y había vivido siete años con su marido desde su virginidad. Y esta viuda, que tenía 84 años, no se apartaba del Templo, sirviendo en él día y noche con ayunos y oraciones. Ésta, pues, sobreviniendo a la misma hora, alababa al Señor, y hablaba de Él a todos los que esperaban la redención de Israel. Y cuando hubieron cumplido todas las cosas conforme a la Ley del Señor, volviéronse a Galilea, a su ciudad de Nazaret. Y el Niño crecía y se robustecía, lleno de sabiduría; y la gracia de Dios estaba en Él”.

 ***

Después de la dulzura de la Navidad, que el mundo actual ha transformado en abominable azucaramiento desprovisto de todo sentido, la Iglesia nos recuerda, de inmediato, que el Niño que ha nacido no es sólo motivo de arrobamiento y gratitud a Dios por la inefable bondad que ha tenido con nosotros al entregar a su Hijo por nuestra salvación. Por el contrario, inmediatamente nos hace presente la otra cara de la medalla, ésa que los pastores modernistas actuales le escamotean escandalosamente al Pueblo de Dios poniendo en terrible peligro precisamente esa salvación que el Niño nos trae: porque, en efecto, no es cierto que ya estamos todos salvados y que nos encontramos ya en la otra orilla, la orilla segura, de la cual nada ni nadie podrá arrancarnos. No. Estamos todavía en la lucha cotidiana, que sostenemos merced a la gracia salvadora que nos trae Jesús recién nacido. Y aunque sea una batalla cuya victoria se nos asegura si somos fieles, podemos no serlo y perder esta guerra: como dice San Pablo, “no es nuestra lucha contra la sangre y la carne, sino contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus malos de los aires” (Ef 6, 12). Y si perdemos la batalla, ese Niño, esa misma Divina creaturita que yace hoy en el pesebre, será el Juez que nos ha de juzgar en el momento siguiente a nuestra muerte, dándonos en pago la ruina si no hemos sabido aprovecharnos de su bondad. Todo bondad hasta que morimos. Todo severidad desde que morimos.

Porque tal es la realidad que nos revela el Evangelio de hoy. Ese Jesús accesible con sólo desearlo, esa fuente infinita de bondad y misericordia que ha de manar para nosotros hasta el último instante de nuestra vida, se transformará, en el primer instante que sigue a esta vida terrena, en un abrir y cerrar de ojos, en el juez riguroso y severo, que no dejará céntimo sin cobrar (cf. Mt 5, 26) y que, llegado el caso de merecerlo, nos enviará al lugar de la oscuridad donde rechinan los dientes, “donde el gusano no muere ni el fuego se apaga” (Mc 9, 48), sin que haya ya una muerte segunda que nos libre de ambos. “Terrible cosa es caer en las manos del Dios vivo” (Hb 10, 31), “el que tiene la llave de David, que abre y nadie cierra, y cierra y nadie abre” (Ap 3, 7).

“Ah”, dicen los modernistas, “religión del castigo y del miedo; religión de un Dios veterotestamentario y cruel, que no atrae a la salvación, que, por el contrario, repele y atemoriza y hace huir a quienes lo miran”. Como si hubiera dos dioses: el del Antiguo Testamento, y el del Nuevo Testamento. Como si el del Nuevo Testamento fuera absolutamente Otro, que no condena, que no castiga, que no amenaza, que no es “ruina […] para muchos en Israel”, como dice el Evangelio de hoy.

Tal es la predicación mentirosa y peor, herética, que muchos pastores realizan hoy, dando la salvación individual como un hecho, negando el castigo eterno (“sería una crueldad inaceptable en un Dios”), y reemplazándolo, a lo más, por una aniquilación que reduce al hombre a la nada y le evita tener que sufrir por el mal que, en vida, se deleitó haciendo. Ni el agnóstico de Kant concibió tamaña injusticia: para este filósofo, la existencia de Dios venía exigida por la aplicación de la justicia, en otra existencia, a los malos que no han recibido su castigo en esta vida. Pero esos pastores no se rinden ni ante el mensaje expreso del Evangelio ni ante la especulación de la filosofía. Así se han endurecido en su error y así hacen errar a sus ovejas.

El Evangelio de hoy nos ofrece, pues, la posibilidad de contemplar algo tan maravilloso como realista: ese mismo Jesús que, hasta que exhalemos nuestro último suspiro es un Dios que derrocha misericordia y perdón a quien meramente se lo pide, es también un Juez insobornable que, por amor a la Justicia, no perdona ni la ofensa más insignificante.

La presentación de Jesús en el Templo, con la profetiza Ana de rodillas ante el Mesías al que comienza a anunciar

lunes, 13 de diciembre de 2021

Fiesta de Nuestra Señora de Guadalupe (12 de diciembre)

Miniatura de Evangeliario de Ada
(Imagen: Wikicommons)

El texto del Evangelio de hoy es el siguiente (Lc 1, 39-47):

“En aquel tiempo, partió María presurosa por las serranías, a una ciudad de Judá; y habiendo entrado en casa de Zacarías, saludó a Isabel. Al oír Isabel el saludo de María, el niño saltó de gozo en su vientre, e Isabel se sintió llena del Espíritu Santo, y exclamando en alta voz dijo: ¡Bendita tu entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre! Y ¿de dónde a mí tanto bien que venga la Madre de mi Señor a mí? Pues lo mismo fue llegar la voz de tu saludo a mis oídos, que dar saltos de júbilo la criatura en mi seno. ¡Bienaventurada tú que has creído! Porque se cumplirán las cosas que se te han dicho de parte del Señor. Y dijo María: Mi alma engrandece al Señor, y mi espíritu salta de gozo al pensar en Dios, Salvador mío”.

***

En el estilo parco, conciso y denso de este pasaje, vemos a dos mujeres que, llenas ambas del Espíritu Santo, profetizan con palabras que la Cristiandad, maravillada, repite día tras día, y a cada hora, desde hace dos mil años.

Hoy, fiesta de Nuestra Señora de Guadalupe, Patrona de América y piedra sobre la cual se edifica la fe en este continente, recordemos ese otro precioso diálogo entre la Virgen y, esta vez, el indio Juan Diego, al cual Ella se apareció en el cerro de Tepeyac, donde se edificó luego, en cumplimiento de su voluntad, el santuario que hoy existe.

“Era sábado, muy de madrugada, venía en pos de Dios y de sus mandatos. Y al llegar cerca del cerrito llamado Tepeyac ya amanecía. Oyó cantar sobre el cerrito, como el canto de muchos pájaros finos; al cesar sus voces, como que les respondía el cerro, sobremanera suaves, deleitosos, sus cantos sobrepujaban al del coyoltototl y del tzinitzcan y al de otros pájaros finos.

“Se detuvo a ver Juan Diego. Se dijo: ¿Por ventura soy digno, soy merecedor de lo que oigo? ¿Quizá nomás lo estoy soñando? ¿Quizá solamente lo veo como entre sueños? ¿Dónde estoy? ¿Dónde me veo? ¿Acaso allá donde dejaron dicho los antiguos nuestros antepasados, nuestros abuelos: en la tierra de las flores, en la tierra del maíz, de nuestra carne, de nuestro sustento; acaso en la tierra celestial?

“Y cuando cesó de pronto el canto, cuando dejó de oírse, entonces oyó que lo llamaban, de arriba del cerrillo, le decían: “Juanito, Juan Dieguito”.

“Y cuando llegó a la cumbre del cerrillo, cuando lo vió una Doncella que allí estaba de pie, lo llamó para que fuera cerca de Ella. Y cuando llegó frente a Ella mucho admiró en qué manera sobre toda ponderación aventajaba su perfecta grandeza: su vestido relucía como el sol, como que reverberaba, y la piedra, el risco en el que estaba de pie, como que lanzaba rayos; el resplandor de Ella como preciosas piedras, como ajorca (todo lo más bello) parecía. En su presencia se postró. Escuchó su aliento, su palabra, que era extremadamente glorificadora, sumamente afable, como de quien lo atraía y estimaba mucho.

“Le dijo:

Escucha , hijo mío el menor, Juanito ¿a donde te diriges?

“Y él le contestó:

Mi Señora, Reina, Muchachita mía, allá llegaré, a tu casita de México Tlatilolco, a seguir las cosas de Dios que nos dan, que nos enseñan quienes son las imágenes de Nuestro Señor: nuestros Sacerdotes.

“En seguida, con esto dialoga con él, le descubre su preciosa voluntad; le dice:

“Sábelo, ten por cierto, hijo mío el más pequeño, que yo soy la perfecta siempre Virgen Santa María, Madre del Verdaderísimo Dios por quien se vive, el Creador de las personas, el Dueño de la cercanía y de la inmediación, el Dueño del cielo, el Dueño de la tierra. Mucho quiero, mucho deseo que aquí me levante mi casita sagrada en donde lo mostraré, lo ensalzaré al ponerlo de manifiesto: lo daré a las gentes en todo mi amor personal, en mi mirada compasiva, en mi auxilio, en mi salvación: porque yo en verdad soy vuestra Madre compasiva, tuya y de todos los hombres que en esta tierra estáis en uno, y de las demás variadas estirpes de hombres, mis amadores, los que a Mí clamen, los que me busquen, los que confíen en Mí, porque allí les escucharé su llanto, su tristeza, para remediar, para curar todas sus diferentes penas, sus miserias, sus dolores.

“Y para realizar lo que pretende mi compasiva mirada misericordiosa, anda al palacio del obispo de México, y le dirás como yo te envío, para que le descubras como mucho deseo que aquí me provea de una casa, me erija en el llano mi templo; todo le contarás, cuanto has visto y admirado, y lo que has oído y ten por seguro que mucho lo agradeceré y lo pagaré, que por ello te enriqueceré, te glorificaré; y mucho de allí merecerás con que yo retribuya tu cansancio, tu servicio con que vas a solicitar el asunto al que te envío. Ya has oído, hijo mío el menor, mi aliento, mi palabra; anda, haz lo que esté de tu parte”.

“E inmediatamente en su presencia se postró; le dijo:

Señora mía, Niña, ya voy a realizar tu venerable aliento, tu venerable palabra; por ahora de Ti me aparto, yo, tu pobre indito.

[Juan Diego se presentó ante el obispo, quien no le dio crédito. Y volviendo por el mismo camino, se le apareció de nuevo la Virgen].

Pintura de San Juan Diego en la Básilica de Nuestra Señora de Guadalupe
(Imagen: Wikipedia)

“Y en cuanto la vio, ante Ella se postró, se arrojó por tierra, le dijo:

“Patroncita, Señora, Reina, Hija mía la más pequeña, mi Muchachita, ya fui a donde me mandaste a cumplir tu amable aliento, tu amable palabra; aunque difícilmente entré a donde es el lugar del Gobernante Sacerdote, lo vi, ante él expuse tu aliento, tu palabra, como me lo mandaste. Me recibió amablemente y lo escuchó perfectamente, pero, por lo que me respondió, como que no lo entendió, no lo tiene por cierto. Me dijo: “Otra vez vendrás; aun con calma te escucharé, bien aun desde el principio veré por lo que has venido, tu deseo, tu voluntad.” Bien en ello miré, según me respondió, que piensa que tu casa que quieres que te hagan aquí, tal vez yo nada más lo invento, o que tal vez no es de tus labios; mucho te suplico, Señora mía, Reina, Muchachita mía, que a alguno de los nobles, estimados, que sea conocido, respetado, honrado, le encargues que conduzca, que lleve tu amable aliento, tu amable palabra para que le crean. Porque en verdad yo soy un hombre del campo, soy mecapal, soy parihuela, soy cola, soy ala; yo mismo necesito ser conducido, llevado a cuestas, no es lugar de mi andar ni de mi detenerme allá a donde me envías, Virgencita mía, Hija mía menor, Señora, Niña; por favor dispénsame: afligiré con pena tu rostro, tu corazón; iré a caer en tu enojo, en tu disgusto, Señora Dueña mía.

“Le respondió la Perfecta Virgen, digna de honra y veneración:

“Escucha, el más pequeño de mis hijos, ten por cierto que no son escasos mis servidores, mis mensajeros, a quienes encargue que lleven mi aliento, mi palabra, para que efectúen mi voluntad; pero es muy necesario que tú, personalmente vayas, ruegues, que por tu intercesión se realice, se lleve a efecto mi querer, mi voluntad. Y mucho te ruego, hijo mío el menor, y con rigor te mando, que otra vez vayas mañana a ver al obispo y de mi parte hazle saber, hazle oír mi querer, mi voluntad, para que realice, haga mi templo que le pido. Y bien, de nuevo dile de qué modo yo, personalmente, la Siempre Virgen Santa María, yo, que soy la Madre de Dios, te mando.

“Juan Diego, por su parte, le respondió, le dijo:

”Señora mía, Reina, Muchachita mía, que no angustie yo con pena tu rostro, tu corazón; con todo gusto iré a poner por obra tu aliento, tu palabra; de ninguna manera lo dejaré de hacer, ni estimo por molesto el camino. Iré a poner en obra tu voluntad, pero tal vez no seré oído, y si fuere oído quizás no seré creído. Mañana en la tarde, cuando se meta el sol, vendré a devolver a tu palabra, a tu aliento, lo que me responda el Gobernante Sacerdote. Ya me despido de Ti respetuosamente, Hija mía la más pequeña, Jovencita, Señora, Niña mía, descansa otro poquito”.

[Ante esta insistencia de Juan Diego, el obispo le dice que comunique a la aparición que necesita una prueba de lo que manda. Y Juan Diego se encuentra de nuevo con la Virgen].

“Entre tanto, Juan Diego estaba con la Santísima Virgen, diciéndole la respuesta que traía del Señor Obispo; la que, oída por la Señora, le dijo:

“Bien está, hijito mío, volverás aquí mañana para que lleves al obispo la señal que te ha pedido; con eso te creerá y acerca de esto ya no dudará ni de ti sospechará; y sábete, hijito mío, que yo te pagaré tu cuidado y el trabajo y cansancio que por mí has impendido. Ea, vete ahora; que mañana aquí te aguardo.

[Pero Juan Diego, asustado, no volvió. Y al otro día, hizo un rodeo para no encontrarse con Ella; pero Ella le salió al encuentro].

“Le vino a salir al encuentro a un lado del cerro, le vino a atajar los pasos; le dijo:

“¿Qué pasa, el más pequeño de mis hijos? ¿a donde vas, a donde te diriges?

“Y él, ¿tal vez un poco se apenó, o quizá se avergonzó? ¿o tal vez de ello se espantó, se puso temeroso? En su presencia se postró, la saludó, le dijo:

“Mi Jovencita, Hija mía la más pequeña, Niña mía, ojalá que estés contenta; ¿cómo amaneciste? ¿Acaso sientes bien tu amado cuerpecito, Señora mía, Niña mía?  Con pena angustiaré tu rostro, tu corazón: te hago saber, Muchachita mía, que está muy grave un servidor tuyo, tío mío. Una gran enfermedad se le ha asentado, seguro que pronto va a morir de ella. Y ahora iré de prisa a tu casita de México, a llamar a alguno de los amados de Nuestro Señor, de nuestros Sacerdotes, para que vaya a confesarlo y a prepararlo, porque en realidad para ello nacimos, los que vinimos a esperar el trabajo de nuestra muerte. Mas, si voy a llevarlo a efecto, luego aquí otra vez volveré para ir a llevar tu aliento, tu palabra, Señora, Jovencita mía. Te ruego me perdones, tenme todavía un poco de paciencia, porque con ello no te engaño, Hija mía la menor, Niña mía, mañana sin falta vendré a toda prisa.

“En cuanto oyó las razones de Juan Diego, le respondió la Piadosa Perfecta Virgen:

“Escucha, ponlo en tu corazón, hijo mío el menor, que no es nada lo que te espantó, lo que te afligió; que no se perturbe tu rostro, tu corazón; no temas esta enfermedad ni ninguna otra enfermedad ni cosa punzante, aflictiva. ¿No estoy aquí yo, que soy tu Madre? ¿no estás bajo mi sombra y resguardo? ¿no soy yo la fuente de tu alegría? ¿no estás en el hueco de mi manto, en el cruce de mis brazos? ¿tienes necesidad de alguna otra cosa? Que ninguna otra cosa te aflija, te perturbe; que no te apriete con pena la enfermedad de tu tío, porque de ella no morirá por ahora: ten por cierto que ya está  bueno.

“Y la Reina Celestial luego le mandó que subiera a la cumbre del cerrillo, en donde antes la veía; y le dijo:

Sube, hijo mío el menor, a la cumbre del cerrillo, a donde me viste y te di órdenes;  allí verás que hay variadas flores: córtalas, reúnelas, ponlas todas juntas; luego baja aquí; tráelas aquí, a mi presencia.

“Y en seguida vino a bajar, vino a traerle a la Niña Celestial las diferentes flores que había ido a cortar, y cuando las vió, con sus venerables manos las tomó; luego otra vez se las vino a poner todas juntas en el hueco de su ayate, le dijo:

“Mi hijito menor, estas diversas flores son la prueba, la señal que llevarás al obispo; de mi parte le dirás que vea en ellas mi deseo, y que por ello realice mi querer, mi voluntad. Y tú…, tú que eres mi mensajero…, en ti absolutamente se deposita la confianza;  y mucho te mando con rigor que nada más a solas, en la presencia del obispo extiendas tu ayate, y le enseñes lo que llevas, y le contarás todo puntualmente, le dirás que te mandé que subieras a la cumbre del cerrito a cortar flores, y cada cosa que viste y admiraste, para que puedas convencer al Gobernante Sacerdote, para que luego ponga lo que está  de su parte para que se haga, se levante mi templo que le he pedido”.

[Llevo Juan Diego al obispo las flores en su ayate, y cuando lo abrió, cayeron todas al suelo ante el obispo].

“Y así como cayeron al suelo todas las variadas flores preciosas, luego allí se convirtió en señal, se apareció de repente la Amada Imagen de la Perfecta Virgen”, en el ayate donde habían ido las flores.

Es el ayate que hoy se conserva y venera en la casita que la Virgen pidió que se le edificara.

Tal es el precioso diálogo que nos transmite la leyenda, tan maravillosamente llena de enseñanzas inefables, que no hace sino prolongar y paladear lo que el Evangelio nos dice de Aquella a quien llamamos Madre de Dios todos los días y a cada hora.

La imagen de la Santísima Virgen (Nuestra Señora de Guadalupe) impresa sobre el ayate de San Juan Diego 
(Imagen: Wikicommons)

jueves, 26 de agosto de 2021

Fiesta del Inmaculado Corazón de la Santísima Virgen María

Miniatura de Evangeliario de Ada
(Imagen: Wikicommons)

El texto del Evangelio de hoy es el siguiente (Jn 19, 25-27):

“En aquel tiempo, estaban junto a la cruz de Jesús su Madre y la hermana de su Madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena. Al ver, pues, Jesús a su Madre y al discípulo amado que estaba en pie, dice a su Madre: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”. Luego dice al discípulo: “Ahí tienes a tu Madre”. Y desde aquella hora recibióla el discípulo en su casa”.

 ***

En la iconografía cristiana se pinta a menudo a la Madre de Jesús postrada a los pies de la cruz, o recostada en brazos de las otras mujeres, desfalleciente, agotada por el sufrimiento. Pero el Evangelio nos dice otra cosa: la Virgen “stabat iuxta crucem”, es decir, estaba de pie y erguida junto a la cruz, en la posición que adoptaban los soldados que hacían la “statio”, la guardia, diurna o nocturna, de la ciudad. Una posición firme, igual que la del discípulo amado.

Son muchas las consideraciones que esta información que nos da el Evangelio sugiere, en esta fiesta del Corazón Inmaculado de María. Porque el símbolo del Corazón de la Virgen se refiere a lo más íntimo, lo más secreto, de su ser, donde tiene su asiento el amor -tal es el simbolismo del corazón- de María.

En muchas ocasiones la Iglesia reúne ambos Sagrados Corazones, el de Jesús y el de María, y en las imágenes se rodea el Corazón de Jesús con una corona de espinas, y el de María, con una de rosas. Pero la verdad es que la fiesta de hoy nos remite a ese corazón inmaculado y doloroso, que a falta de corona de espinas fue traspasado por una espada, como se lo había predicho Simeón (Lc 2, 34-35),  sufriendo de esta otra forma el suplicio a que estaba sometido su Hijo.

Y ese suplicio la Virgen lo sobrelleva de pie, en posición firme. ¡Cuando uno podría, dejándose llevar por la sensibilidad normal, contemplar un corazón tierno y doliente, se encuentra, por el contrario, con el de una mujer que soporta de pie el intenso dolor a que está sometida!

No es que falten en la figura de la Virgen maravillosas notas de blandura femenina, de ternura, de calor maternal: nadie es más Madre que la que ha dado luz al Hijo; ella es la Madre por excelencia, y su regazo es, como el de toda mujer que vive la maternidad, el mejor hogar del hombre: su mismo cuerpo es el primer domicilio del ser humano, y el más seguro.

Pero esta Virgen Madre no es de alfeñique, sino que es la Virgen poderosa que recordamos en las letanías lauretanas, cuya boca resume el espíritu fuerte de todas las grandes mujeres de la historia de Israel: en el Magnificat, la Virgen habla con la fortaleza, e incluso el rigor, de quien reconoce la realidad y no se arredra ante ella. “Desplegó el poder de su brazo y dispersó a los soberbios; derribó de su trono a los poderosos, y exaltó a los humildes; colmó de bienes a los hambrientos, y a los ricos los despidió sin nada” (Lc 1, 46-55). 

Y, como Madre que es, la Virgen Santísima es la primera y más fiera defensora de sus hijos, que somos todos nosotros, representados, en aquella escena maravillosa, por San Juan. Ella es la gran guerrera que nos defiende, que vigila constantemente la casa común, la Iglesia, siempre asediada por el Enemigo, la mujer que no descansa procurando el bien de sus hijos, como aquella matrona admirable que describe la Escritura: “Ella busca lana y vino, y trabaja con la destreza de sus manos. Es como nave de mercader, que desde lejos trae su pan. Se levanta antes de que amanezca, para distribuir la comida a su casa, y la tarea a sus criadas. […] Se ciñe de fortaleza y arma de fuerza sus brazos. Ve gustosa sus ricas ganancias, y ni de noche apaga su lámpara. Aplica sus manos a la rueca y sus dedos manejan el huso. Abre su mano al pobre, y la alarga al mendigo. No teme su familia a causa de la nieve, pues todos los de su casa tienen vestidos forrados. Labra ella alfombras de fino lino, y púrpura es su vestido […] Fortaleza y gracia forman su traje, y está alegre ante el porvenir. Abre su boca con sabiduría, y la ley del amor gobierna su lengua. Vela sobre la conducta de su familia, y no come ociosa el pan. Alzanse sus hijos y la llaman bendita […] Muchas hijas obraron proezas, pero tú las superas a todas” (Prov 31, 13-29).

Por esto no extraña que la Iglesia, en la primera antífona del tercer nocturno de Maitines, cante: “Alégrate, María, tú sola has destruido todas las herejías en el orbe entero”. Y este pensamiento cobra en la Iglesia de hoy, asediada por herejes ya no en su alrededor sino desde adentro, una renovada vigencia, y nos llena de alegría y seguridad, si nos acogemos al manto protector de esta Madre Virgen cuyo Corazón celebramos.

Repitamos, pues, la antiquísima oración que la Iglesia le dirige: “Ora por el pueblo, intervén por el clero, intercede por el devoto sexo femenino; que experimenten tu auxilio todos cuantos celebran tu santa festividad” (responsorio del tercer nocturno de Maitines de hoy).

(Imagen: Cope)

viernes, 20 de agosto de 2021

Comentarios del Evangelio según el año litúrgico

"En el tiempo de la Iglesia, situado entre la Pascua de Cristo, ya realizada una vez por todas, y su consumación en el Reino de Dios, la liturgia celebrada en días fijos está toda ella impregnada por la novedad del Misterio de Cristo" (CCE 1164). "El año litúrgico es el desarrollo de los diversos aspectos del único misterio pascual" (CCE 1171), de suerte que no sigue la cronología del año civil: comienza el primer Domingo de Adviento y concluye el sábado siguiente al Último Domingo de Pentecostés (Domingo XXIV después de Pentecostés). Se compone de estaciones o Tiempos litúrgicos, llamados Ciclo Temporal o Propio de su tiempo. Su objetivo es mostrarnos a nuestro Señor en el marco tradicional de los grandes misterios de nuestra fe. Simultáneamente con este Ciclo se desenvuelve otro secundario, denominado Ciclo Santoral o Propio de lo Santos, que se compone de todas las fiestas de las almas santas que Dios asocia a Jesús en su obra salvífica, comenzando por su Santísima Madre, ligada por un vínculo estrecho e indisoluble al misterio de la Encarnación y de la Redención. 

El Ciclo Temporal está dividido en dos partes: el Ciclo de Navidad y el Ciclo Pascual. Cada uno de ellos se subdivide a su vez en un Tiempo antes, durante y después de esta dos grandes fiestas centrales de la fe cristiana, los que tienen por finalidad preparar al alma, hacérselas celebrar solemnemente y prolongarlas durante varias semanas.

El Ciclo Santoral "venera con especial amor a la bienaventurada Madre de Dios, la Virgen María, unida con un vínculo indisoluble a la obra salvadora de su Hijo" (CCE 1172) y "hace memoria de los mártires y los demás santos" (CCE 1173) que cantan la gloria de Dios. Durante este tiempo se celebran las fiestas de la Santísima Virgen María, de los Santos Ángeles y de los demás santos, donde comparecen San Juan Bautista, precursor del Mesías, San José, San Pedro y San Pablo, los demás Apóstoles y todos aquellas personas cuya santidad ha sido declarada por la Iglesia durante los siglos, con indicación de una fecha concreta en la que se celebra su fiesta o memoria. Las distintas fiestas de este Ciclo tienen una jerarquía establecida. 

Para cada uno de los domingos y fiestas señalados a continuación hemos publicado en esta bitácora un comentario con el Evangelio del día, que esperamos sea de provecho espiritual para nuestros lectores. Los propios del año pueden ser descargados desde este sitio

***

CICLO DE NAVIDAD (MISTERIO DE LA ENCARNACIÓN)


El Ciclo de Navidad celebra el Misterio de la Encarnación del Hijo de Dios y se extiende entre el Primer Domingo de Adviento y el Domingo de Septuagésima. Se compone de un tiempo de preparación (Tiempo de Adviento), un tiempo de celebración (Navidad y Epifanía) y un tiempo de prolongación (Tiempo después de Epifanía). Sus colores son, respectivamente, el morado, el banco y el verde. 

Tiempo de Adviento

Domingo I de Adviento

Domingo II de Adviento

Domingo III de Adviento (Gaudete)

Domingo IV de Adviento

Tiempo de Navidad

Natividad del Señor (25 de diciembre)

Domingo en la Infraoctava de Navidad

Circuncisión del Señor (1° de enero)

Fiesta del Santísimo Nombre de Jesús (domingo después de la Circuncisión o 2 de enero)

Tiempo de Epifanía

Epifanía del Señor (6 de enero)

Fiesta de la Sagrada Familia (Domingo I de Epifanía)

Conmemoración del Bautismo de Nuestro Señor

Domingo II de Epifanía

Domingo III de Epifanía

Domingo IV de Epifanía

Domingo V de Epifanía

Domingo VI de Epifanía

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CICLO DE PASCUA (MISTERIO DE LA REDENCIÓN)

El Ciclo de Pascua celebra el Misterio de la Encarnación y se extiende entre el Domingo de Septuagésima y el Primer Domingo de Adviento. Se compone de un tiempo de preparación, que se divide a su vez en tres tiempos menores: preparación remota (Tiempo de Septuagésima), preparación próxima (Tiempo de Cuaresma) y preparación inmediata (Tiempo de Pasión); un tiempo de celebración (Pascua, Ascensión y Pentecostés) y un tiempo de prolongación (Tiempo después de Pentecostés). Sus colores son, respectivamente, el morado, el blanco y el rojo, y el verde. 

Tiempo de Septuagésima

Domingo de Septuagésima

Domingo de Sexagésima

Domingo de Quincuagésima

Tiempo de Cuaresma

Miércoles de Ceniza

Domingo I de Cuaresma

Domingo II de Cuaresma

Domingo III de Cuaresma 

Domingo IV de Cuaresma (Laetare) 

Tiempo de Pasión 

Domingo I de Pasión

Domingo II de Pasión (Domingo de Ramos)

Jueves Santo

Viernes Santo 

Vigilia Pascual

Tiempo Pascual

Domingo de Resurrección

Domingo de la Octava de Pascua (Domingo in Albis)

Domingo II después de Pascua (Domingo del Buen Pastor)

Domingo III después de Pascua

Domingo IV después de Pascua

Domingo V después de Pascua

Tiempo de la Ascensión

Ascensión de Nuestro Señor

Domingo después de la Ascensión

Tiempo de Pentecostés

Domingo de Pentecostés

Tiempo después de Pentecostés

Fiesta de la Santísima Trinidad (Domingo I después de Pentecostés)

Fiesta del Santísimo Cuerpo de Cristo (Corpus Christi)

Domingo de la infraoctava del Santísimo Cuerpo de Cristo

Domingo II después de Pentecostés

Fiesta del Sacratísimo Corazón de Jesús

Domingo de la infraoctava del Sagrado Corazón (Domingo III después de Pentecostés)

Domingo IV después de Pentecostés

Domingo V después de Pentecostés

Domingo VI después de Pentecostés

Domingo VII después de Pentecostés

Domingo VIII después de Pentecostés

Domingo IX después de Pentecostés

Domingo X después de Pentecostés

Domingo XI después de Pentecostés

Domingo XI después de Pentecostés

Domingo XII después de Pentecostés

Domingo XIII después de Pentecostés

Domingo XIV después de Pentecostés

Domingo XV después de Pentecostés

Domingo XVI después de Pentecostés

Domingo XVII después de Pentecostés

Domingo XVIII después de Pentecostés

Domingo XIX después de Pentecostés

Domingo XX después de Pentecostés

Domingo de Cristo Rey (último domingo de octubre)

Domingo XXI después de Pentecostés

Domingo XXII después de Pentecostés

Domingo XXIII después de Pentecostés

Último Domingo (Domingo XXIV después de Pentecostés)

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CICLO SANTORAL 

El Ciclo Santoral presenta diferencias entre el calendario de la Iglesia universal y el de las distintas diócesis, así como entre países o familias espirituales. Revisar las distintas fiestas y memorias de esta Ciclo resulta casi imposible. Hemos hecho una selección de algunas de ellas basada en aquellas que menciona el Catecismo de San Pío X. Los propios de los santos pueden ser descargados desde este sitio

Fiestas de la Santísima Virgen María

Inmaculada Concepción de María (8 de diciembre)

Nuestra Señora de Guadalupe, Patrona de América (12 de diciembre)

Purificación de María (21 de febrero)

Anunciación de María (25 de marzo)

María Reina (31 de mayo)

Visitación de Santa María (2 de julio)

Nuestra Señora del Carmen (16 de julio)

Asunción de María (15 de agosto)

Inmaculado Corazón de María (22 de agosto)

Natividad de María (8 de septiembre)

Santísimo Nombre de María (12 de septiembre)

Siete Dolores de María (15 de septiembre)

Maternidad de la Bienaventurada Virgen María (11 de octubre)

Presentación de María (21 de noviembre)

Fiestas de los Santos Ángeles

San Gabriel Arcángel (24 de marzo)

San Miguel Arcángel (29 de septiembre)

San Rafael Arcángel (24 de octubre)

Santos Ángeles Custodios (2 de octubre)

Fiestas de los Santos

San Esteban, protomártir (26 de diciembre)

San Juan, Evangelista (27 de diciembre)

Santos Inocentes (28 de diciembre)

San José (19 de marzo)

San Juan Bautista (24 de junio)

San Pedro y San Pablo (29 de junio)

Santiago el Mayor (25 de julio)

Dedicación de la Catedral 

San Mateo, Evangelista (21 de septiembre)

San Marcos, Evangelista (25 de abril)

San Lucas, Evangelista (18 de octubre)

Todos los Santos (1° de noviembre)

Todos los fieles difuntos (2 de noviembre)

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Nota de la Redacción: El texto que sirve de introducción a esta entrada ha sido tomado de Misal diario y Vesperal de Dom Gaspar Lefebvre (trad. de Dom Germán Prado, Brujas Desclée de Brouwer y Cía, 1946, pp. 10-11), con algunas adaptaciones de estilo y la inclusión de algunas citas del Catecismo de la Iglesia Católica. El listado de las fiestas del temporal reproduce aquel que se ofrece en el Missel quotidien complet pour la forme extraordinaire du rite romain (Le Barroux, Éditions Sainte-Madeleine, 2016, p. 2). Los créditos de las imágenes utilizadas en esta entrada son los siguientes: el calendario litúrgico proviene de Et maintenant une histoire!mientras que los grabados de la Adoración de los Magos, la Crucifixión y la Santísima Virgen se encuentran publicados en Pinterest (aquíaquí y aquí, respectivamente).