Miniatura de Evangeliario de Ada
El texto del Evangelio de hoy es el
siguiente (Lc 1, 39-47):
“En aquel tiempo, partió María
presurosa por las serranías, a una ciudad de Judá; y habiendo entrado en casa
de Zacarías, saludó a Isabel. Al oír Isabel el saludo de María, el niño saltó
de gozo en su vientre, e Isabel se sintió llena del Espíritu Santo, y
exclamando en alta voz dijo: ¡Bendita tu entre todas las mujeres, y bendito es
el fruto de tu vientre! Y ¿de dónde a mí tanto bien que venga la Madre de mi
Señor a mí? Pues lo mismo fue llegar la voz de tu saludo a mis oídos, que dar
saltos de júbilo la criatura en mi seno. ¡Bienaventurada tú que has creído!
Porque se cumplirán las cosas que se te han dicho de parte del Señor. Y dijo
María: Mi alma engrandece al Señor, y mi espíritu salta de gozo al pensar en
Dios, Salvador mío”.
***
En el estilo parco, conciso y denso
de este pasaje, vemos a dos mujeres que, llenas ambas del Espíritu Santo,
profetizan con palabras que la Cristiandad, maravillada, repite día tras día, y
a cada hora, desde hace dos mil años.
Hoy, fiesta de Nuestra Señora de
Guadalupe, Patrona de América y piedra sobre la cual se edifica la fe en este
continente, recordemos ese otro precioso diálogo entre la Virgen y, esta vez,
el indio Juan Diego, al cual Ella se apareció en el cerro de Tepeyac, donde se
edificó luego, en cumplimiento de su voluntad, el santuario que hoy existe.
“Era sábado, muy de madrugada, venía en pos de
Dios y de sus mandatos. Y al llegar cerca del cerrito llamado Tepeyac ya
amanecía. Oyó cantar sobre el cerrito, como el canto de muchos pájaros finos;
al cesar sus voces, como que les respondía el cerro, sobremanera suaves,
deleitosos, sus cantos sobrepujaban al del coyoltototl y del tzinitzcan y al de
otros pájaros finos.
“Se detuvo a ver Juan Diego. Se dijo: ¿Por ventura
soy digno, soy merecedor de lo que oigo? ¿Quizá nomás lo estoy soñando? ¿Quizá
solamente lo veo como entre sueños? ¿Dónde estoy? ¿Dónde me veo? ¿Acaso allá
donde dejaron dicho los antiguos nuestros antepasados, nuestros abuelos: en la
tierra de las flores, en la tierra del maíz, de nuestra carne, de nuestro
sustento; acaso en la tierra celestial?
“Y cuando cesó de pronto el canto, cuando dejó de
oírse, entonces oyó que lo llamaban, de arriba del cerrillo, le decían: “Juanito,
Juan Dieguito”.
“Y cuando llegó a la cumbre del cerrillo, cuando
lo vió una Doncella que allí estaba de pie, lo llamó para que fuera cerca de
Ella. Y cuando llegó frente a Ella mucho admiró en qué manera sobre toda
ponderación aventajaba su perfecta grandeza: su vestido relucía como el sol,
como que reverberaba, y la piedra, el risco en el que estaba de pie, como que
lanzaba rayos; el resplandor de Ella como preciosas piedras, como ajorca (todo
lo más bello) parecía. En su presencia se postró. Escuchó su aliento, su
palabra, que era extremadamente glorificadora, sumamente afable, como de quien
lo atraía y estimaba mucho.
“Le dijo:
“Escucha , hijo mío el menor, Juanito ¿a donde te
diriges?
“Y él le contestó:
“Mi Señora, Reina, Muchachita mía, allá llegaré, a
tu casita de México Tlatilolco, a seguir las cosas de Dios que nos dan, que nos enseñan quienes son las
imágenes de Nuestro Señor: nuestros Sacerdotes.
“En seguida, con esto dialoga con él, le descubre
su preciosa voluntad; le dice:
“Sábelo, ten por cierto, hijo mío el más pequeño,
que yo soy la perfecta siempre Virgen Santa María, Madre del Verdaderísimo Dios
por quien se vive, el Creador de las personas, el Dueño de la cercanía y de la
inmediación, el Dueño del cielo, el Dueño de la tierra. Mucho quiero, mucho
deseo que aquí me levante mi casita sagrada en donde lo mostraré, lo ensalzaré
al ponerlo de manifiesto: lo daré a las gentes en todo mi amor personal, en mi
mirada compasiva, en mi auxilio, en mi salvación: porque yo en verdad soy
vuestra Madre compasiva, tuya y de todos los hombres que en esta tierra estáis
en uno, y de las demás variadas estirpes
de hombres, mis amadores, los que a Mí clamen, los que me busquen, los que
confíen en Mí, porque allí les escucharé su llanto, su tristeza, para remediar,
para curar todas sus diferentes penas, sus miserias, sus dolores.
“Y para realizar lo que pretende mi compasiva
mirada misericordiosa, anda al palacio del obispo de México, y le dirás como yo
te envío, para que le descubras como mucho deseo que aquí me provea de una
casa, me erija en el llano mi templo; todo le contarás, cuanto has visto y
admirado, y lo que has oído y ten por seguro que mucho lo agradeceré y lo
pagaré, que por ello te enriqueceré, te glorificaré; y mucho de allí merecerás
con que yo retribuya tu cansancio, tu servicio con que vas a solicitar el
asunto al que te envío. Ya has oído, hijo mío el menor, mi aliento, mi palabra;
anda, haz lo que esté de tu parte”.
“E inmediatamente en su presencia se postró; le
dijo:
“Señora mía, Niña, ya voy a realizar tu venerable
aliento, tu venerable palabra; por ahora de Ti me aparto, yo, tu pobre indito.
[Juan Diego se presentó ante el
obispo, quien no le dio crédito. Y volviendo por el mismo camino, se le
apareció de nuevo la Virgen].
Pintura de San Juan Diego en la Básilica de Nuestra Señora de Guadalupe
“Y en cuanto la vio, ante Ella se postró, se
arrojó por tierra, le dijo:
“Patroncita, Señora, Reina, Hija mía la más
pequeña, mi Muchachita, ya fui a donde me mandaste a cumplir tu amable aliento,
tu amable palabra; aunque difícilmente entré a donde es el lugar del Gobernante
Sacerdote, lo vi, ante él expuse tu aliento, tu palabra, como me lo mandaste.
Me recibió amablemente y lo escuchó perfectamente, pero, por lo que me
respondió, como que no lo entendió, no lo tiene por cierto. Me dijo: “Otra vez
vendrás; aun con calma te escucharé, bien aun desde el principio veré por lo
que has venido, tu deseo, tu voluntad.” Bien en ello miré, según me respondió,
que piensa que tu casa que quieres que te hagan aquí, tal vez yo nada más lo
invento, o que tal vez no es de tus labios; mucho te suplico, Señora mía,
Reina, Muchachita mía, que a alguno de los nobles, estimados, que sea conocido,
respetado, honrado, le encargues que conduzca, que lleve tu amable aliento, tu
amable palabra para que le crean. Porque en verdad yo soy un hombre del campo,
soy mecapal, soy parihuela, soy cola, soy ala; yo mismo necesito ser conducido,
llevado a cuestas, no es lugar de mi andar ni de mi detenerme allá a donde me
envías, Virgencita mía, Hija mía menor, Señora, Niña; por favor dispénsame:
afligiré con pena tu rostro, tu corazón; iré a caer en tu enojo, en tu
disgusto, Señora Dueña mía.
“Le respondió la Perfecta Virgen, digna de honra y
veneración:
“Escucha, el más pequeño de mis hijos, ten por
cierto que no son escasos mis servidores, mis mensajeros, a quienes encargue
que lleven mi aliento, mi palabra, para que efectúen mi voluntad; pero es muy
necesario que tú, personalmente vayas, ruegues, que por tu intercesión se
realice, se lleve a efecto mi querer, mi voluntad. Y mucho te ruego, hijo mío
el menor, y con rigor te mando, que otra vez vayas mañana a ver al obispo y de
mi parte hazle saber, hazle oír mi querer, mi voluntad, para que realice, haga
mi templo que le pido. Y bien, de nuevo dile de qué modo yo, personalmente, la Siempre
Virgen Santa María, yo, que soy la Madre de Dios, te mando.
“Juan Diego, por su parte, le respondió, le dijo:
”Señora mía, Reina, Muchachita mía, que no
angustie yo con pena tu rostro, tu corazón; con todo gusto iré a poner por obra
tu aliento, tu palabra; de ninguna manera lo dejaré de hacer, ni estimo por
molesto el camino. Iré a poner en obra tu voluntad, pero tal vez no seré oído,
y si fuere oído quizás no seré creído. Mañana en la tarde, cuando se meta el
sol, vendré a devolver a tu palabra, a tu aliento, lo que me responda el
Gobernante Sacerdote. Ya me despido de Ti respetuosamente, Hija mía la más
pequeña, Jovencita, Señora, Niña mía, descansa otro poquito”.
[Ante esta insistencia de Juan Diego, el obispo le
dice que comunique a la aparición que necesita una prueba de lo que manda. Y
Juan Diego se encuentra de nuevo con la Virgen].
“Entre tanto, Juan Diego estaba con la Santísima
Virgen, diciéndole la respuesta que traía del Señor Obispo; la que, oída por la
Señora, le dijo:
“Bien está, hijito mío, volverás aquí mañana para
que lleves al obispo la señal que te ha pedido; con eso te creerá y acerca de
esto ya no dudará ni de ti sospechará; y sábete, hijito mío, que yo te pagaré
tu cuidado y el trabajo y cansancio que por mí has impendido. Ea, vete ahora;
que mañana aquí te aguardo.
[Pero Juan Diego, asustado, no volvió. Y al otro
día, hizo un rodeo para no encontrarse con Ella; pero Ella le salió al
encuentro].
“Le vino a salir al encuentro a un lado del cerro,
le vino a atajar los pasos; le dijo:
“¿Qué pasa, el más pequeño de mis hijos? ¿a donde
vas, a donde te diriges?
“Y él, ¿tal vez un poco se apenó, o quizá se
avergonzó? ¿o tal vez de ello se espantó, se puso temeroso? En su presencia se
postró, la saludó, le dijo:
“Mi Jovencita, Hija mía la más pequeña, Niña mía,
ojalá que estés contenta; ¿cómo amaneciste? ¿Acaso sientes bien tu amado
cuerpecito, Señora mía, Niña mía? Con
pena angustiaré tu rostro, tu corazón: te hago saber, Muchachita mía, que está
muy grave un servidor tuyo, tío mío. Una gran enfermedad se le ha asentado,
seguro que pronto va a morir de ella. Y ahora iré de prisa a tu casita de
México, a llamar a alguno de los amados de Nuestro Señor, de nuestros
Sacerdotes, para que vaya a confesarlo y a prepararlo, porque en realidad para
ello nacimos, los que vinimos a esperar el trabajo de nuestra muerte. Mas, si
voy a llevarlo a efecto, luego aquí otra vez volveré para ir a llevar tu
aliento, tu palabra, Señora, Jovencita mía. Te ruego me perdones, tenme todavía
un poco de paciencia, porque con ello no te engaño, Hija mía la menor, Niña
mía, mañana sin falta vendré a toda prisa.
“En cuanto oyó las razones de Juan Diego, le
respondió la Piadosa Perfecta Virgen:
“Escucha, ponlo en tu corazón, hijo mío el menor,
que no es nada lo que te espantó, lo que te afligió; que no se perturbe tu
rostro, tu corazón; no temas esta enfermedad ni ninguna otra enfermedad ni cosa
punzante, aflictiva. ¿No estoy aquí yo, que soy tu Madre? ¿no estás bajo mi
sombra y resguardo? ¿no soy yo la fuente de tu alegría? ¿no estás en el hueco
de mi manto, en el cruce de mis brazos? ¿tienes necesidad de alguna otra cosa? Que
ninguna otra cosa te aflija, te perturbe; que no te apriete con pena la
enfermedad de tu tío, porque de ella no morirá por ahora: ten por cierto que ya
está bueno.
“Y la Reina Celestial luego le mandó que subiera a
la cumbre del cerrillo, en donde antes la veía; y le dijo:
“Sube, hijo mío el menor, a la cumbre del
cerrillo, a donde me viste y te di órdenes;
allí verás que hay variadas flores: córtalas, reúnelas, ponlas todas
juntas; luego baja aquí; tráelas aquí, a mi presencia.
“Y en seguida vino a bajar, vino a traerle a la
Niña Celestial las diferentes flores que había ido a cortar, y cuando las vió,
con sus venerables manos las tomó; luego otra vez se las vino a poner todas
juntas en el hueco de su ayate, le dijo:
“Mi hijito menor, estas diversas flores son la
prueba, la señal que llevarás al obispo; de mi parte le dirás que vea en ellas
mi deseo, y que por ello realice mi querer, mi voluntad. Y tú…, tú que eres mi
mensajero…, en ti absolutamente se deposita la confianza; y mucho te mando con rigor que nada más a
solas, en la presencia del obispo extiendas tu ayate, y le enseñes lo que
llevas, y le contarás todo puntualmente, le dirás que te mandé que subieras a
la cumbre del cerrito a cortar flores, y cada cosa que viste y admiraste, para
que puedas convencer al Gobernante Sacerdote, para que luego ponga lo que
está de su parte para que se haga, se
levante mi templo que le he pedido”.
[Llevo Juan Diego al obispo las flores en su
ayate, y cuando lo abrió, cayeron todas al suelo ante el obispo].
“Y así como cayeron al suelo todas las variadas
flores preciosas, luego allí se convirtió en señal, se apareció de repente la
Amada Imagen de la Perfecta Virgen”, en el ayate donde habían ido las flores.
Es el ayate que hoy se conserva y venera en la
casita que la Virgen pidió que se le edificara.
Tal es el precioso diálogo que nos transmite la
leyenda, tan maravillosamente llena de enseñanzas inefables, que no hace sino
prolongar y paladear lo que el Evangelio nos dice de Aquella a quien llamamos
Madre de Dios todos los días y a cada hora.
La imagen de la Santísima Virgen (Nuestra Señora de Guadalupe) impresa sobre el ayate de San Juan Diego