El texto del Evangelio de hoy es el siguiente (Lc. 10, 1-9):
“En aquel tiempo, designó también el Señor a otros
72 [discípulos] y enviólos dos por dos delante de sí a toda ciudad o lugar
donde Él había de venir. Y les decía: ¡La
mies es mucha, pero los obreros pocos! Rogad, pues, al dueño de la mies que
mande obreros a la mies suya. Id; mirad que os envío como a corderos entre
lobos. No llevéis saco, ni alforjas, ni calzados, ni a nadie saludéis en el
camino. En la casa en que entrareis, decid primero: “Paz a esta casa”; y si
allí hubiere alguien digno de la paz, reposará sobre él la paz vuestra; si no,
a vosotros se tornará. Quedaos en la misma casa, comiendo y bebiendo lo que
allí os dieren, porque acreedor es el obrero a su paga. No paséis fácilmente de
casa en casa, y en cualquier ciudad en que entrareis y os recibieren, comed lo
que os pusieren, y curad los enfermos que en ella hubiere y decidles: “Está cerca de vosotros el reino de Dios””.
***
El Señor nos enseña, en este trozo del Evangelio,
que Quien obra en su Iglesia es Él mismo, el Señor de la mies. Requiere, sí, de
nuestro trabajo de obreros; pero la mies es suya, y Él sabe cómo cuidarla de
los enemigos que quieren sembrar cizaña en ella. Y porque la mies es suya, Él
se encarga de mantener a los obreros en situación de trabajar, alimentándolos y
proveyendo a su sustento.
Se dirige de este modo el Señor a la cuestión de
los medios para el apostolado: la preocupación por ellos no debe ser la central
del apóstol. Cabe aquí recordar aquello de los lirios del campo. Lo cual no
significa largarse a trabajar en la mies sin picos, ni palas ni azadones, sino
procurárselos, pero sabiendo que “uno es el que siembra y otro el que riega,
pero es Dios quien da el crecimiento”. Es decir, ni irresponsabilidad respecto
de los medios, ni excesiva preocupación por ellos, sino confianza en el Señor.
Él mismo, poco más adelante en el Evangelio de San
Lucas, dice a sus discípulos: “Cuando os envié sin bolsa, sin alforjas, sin
sandalias, ¿os faltó alguna cosa? Dijeron ellos: nada” (Lc. 22, 35).
Sin embargo, en esta segunda ocasión en que el
Señor alude a los medios, está a mitad de camino de la última cena. Y lo que ahora
añade el Señor a sus discípulos, nos permite entender cabalmente cómo hay que
enfrentar la cuestión, que ya planteó anteriormente, situándola en el contexto
de su partida y de la gran prueba que se acerca, para Él mismo y para todos sus
discípulos.
Porque ahora (cosa que no había dicho antes) arreciarán
la persecución y los obstáculos, el Señor dice esto: “Pues ahora el que tenga
bolsa, tómela, e igualmente las alforjas, y el que no la tenga, venda su manto
y compre una espada” (Lc. 22, 36).
El mensaje es, pues, el siguiente: no debemos
poner la confianza principalmente en nosotros mismos, en nuestros medios, en
nuestro poder económico, en nuestra inteligencia, en nuestra preparación
intelectual ni en nuestra habilidad dialéctica, porque Él es el dueño de la
mies y Él la cuida mejor que nosotros; pero nosotros, confiando en su
Providencia, debemos procurar estar a la altura de la tarea que se nos
encomienda y si tenemos bolsa, llevémosla, y asimismo alforjas, y quien no las
tenga, venda el manto y compre… una espada. Sorprende el giro que toman aquí
las palabras de Jesús: vender el manto, pero no para comprar una bolsa, como es
lo que uno esperaría oírlo decir; sino para comprar una espada.
Sí: la confianza en el “Señor de la mies” es el
fundamento del trabajo apostólico; pero, en esta gran prueba para la Iglesia
(que comenzó ya con la pasión del propio Señor), no podemos comer lo que nos
pongan por delante, sino lo que llevemos en las alforjas, y al proclamar la paz
de Dios, que es a lo primero que se nos envía, tenemos que llevar, al mismo
tiempo, nuestras espadas.
Incendio de la Iglesia de San Francisco de Borja (Santiago de Chile) por parte de grupos antisistema (18 de octubre de 2020)
(Foto: Agencia Uno)
Comer de nuestras alforjas, no de lo que nos
pongan por delante. Estar bien equipados con la espada. Esa es la última recomendación
que nos da el Señor antes de volver al seno de su Padre. Confianza y prudencia.
Confianza y acción. Corazón puesto en Dios, inteligencia puesta en los lobos
que nos rodean. Nos lo ha dicho Él Mismo: somos enviados “como corderos entre
lobos” (en otro lugar agrega “como palomas entre serpientes”). No quepa duda:
nos rodean y estrechan lobos y serpientes. Se han metido ya al redil y lo han
llenado con su humo, como decía Pablo VI, que no fue capaz de ventilarlo. Pero
Pedro, el primer papa, lo advirtió y lo dijo, y no después, sino antes de que se
le ahumara la Iglesia: “Sed sobrios y vigilad, porque vuestro enemigo, el
diablo, gira en torno a vosotros rugiendo como león y buscando a quien devorar.
Resistidle fuertes en la fe” (I Petr., 5, 8-9).
Finalmente, ¿a qué espada se refiere el Señor? No,
ciertamente, a la que corta la carne, porque, como dice San Pablo, “no es
nuestra lucha contra la carne y la sangre, sino contra los principados, contra
las potestades, contra los dominadores de este mundo tenebroso” (Ef. 6, 10-12).
Las Naciones Unidas, la masonería, los globalizadores son apenas peones de
carne y sangre de esos “dominadores de este mundo tenebroso”. Por eso, tenemos
que tomar “la espada del espíritu, que es la palabra de Dios” (Ef. 6, 17), la que
está en la Escritura pero, sobre todo, en la Eucaristía.
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