En
materia litúrgica, el rito es una tradición eclesiástica que indica la forma en
que se deben celebrar los sacramentos. Se trata, pues, de un conjunto de reglas
establecidas para el culto litúrgico y las demás ceremonias sagradas, de
repetición más o menos invariable para asegurar la estabilidad de la
celebración, y engarzado con el sentir religioso y la tradición de una
determinada comunidad. De ahí que, con términos más precisos, el Código de
Derecho Canónico para las Iglesias Orientales (1990) defina el rito como el
patrimonio litúrgico, teológico, espiritual y disciplinario que se distingue
por la cultura y las circunstancias históricas de los pueblos y que se expresa
por la manera propia en que cada Iglesia de derecho propio vive la fe (canon 28
§ 1).
En la Iglesia Católica, los principales ritos litúrgicos se remontan a los tiempos apostólicos, donde ya se encuentran referencias al sacrificio eucarístico, el altar, las luces, la colecta, la lectura de las epístolas y evangelios, la oblación del pan y del vino, el prefacio, el Sanctus, el canon, el Pater Nóster, el ósculo de paz, etcétera (Hch 2, 42; 20, 7; 27, 35). Sin embargo, los Apóstoles no determinaron todas las prescripciones litúrgicas, y sólo fijaron los puntos fundamentales que, con los siglos y a través de un desarrollo orgánico, completarán la liturgia y su ciclo temporal (1 Co 10, 16 y 11, 23-29). Estas prescripciones litúrgicas se conservaron durante los primeros tiempos por medio de la Tradición. Hasta nosotros han llegado ciertas colecciones antiguas de esas tradiciones, como las refundidas en la Didaché (compuesta entre los años 65 y 80), la Traditio apostolica (215), las Constituciones Apostolorum (siglo IV), el Testamentum Domini (siglos IV ó V) y ciertas anáforas de tipo antioqueno, cuya redacción más antigua se conoce sólo merced a las reconstrucciones efectuadas a partir de mediados del siglo XX, las cuales, si bien son de elaboración posterior, contienen documentos litúrgicos antiquísimos.
En la Iglesia Católica, los principales ritos litúrgicos se remontan a los tiempos apostólicos, donde ya se encuentran referencias al sacrificio eucarístico, el altar, las luces, la colecta, la lectura de las epístolas y evangelios, la oblación del pan y del vino, el prefacio, el Sanctus, el canon, el Pater Nóster, el ósculo de paz, etcétera (Hch 2, 42; 20, 7; 27, 35). Sin embargo, los Apóstoles no determinaron todas las prescripciones litúrgicas, y sólo fijaron los puntos fundamentales que, con los siglos y a través de un desarrollo orgánico, completarán la liturgia y su ciclo temporal (1 Co 10, 16 y 11, 23-29). Estas prescripciones litúrgicas se conservaron durante los primeros tiempos por medio de la Tradición. Hasta nosotros han llegado ciertas colecciones antiguas de esas tradiciones, como las refundidas en la Didaché (compuesta entre los años 65 y 80), la Traditio apostolica (215), las Constituciones Apostolorum (siglo IV), el Testamentum Domini (siglos IV ó V) y ciertas anáforas de tipo antioqueno, cuya redacción más antigua se conoce sólo merced a las reconstrucciones efectuadas a partir de mediados del siglo XX, las cuales, si bien son de elaboración posterior, contienen documentos litúrgicos antiquísimos.
Hacia el siglo III existían tres sedes principales
donde se había asentado la naciente Iglesia fundada por Cristo: Alejandría,
Antioquía y Roma, cada uno de ellos con una liturgia sustancialmente idéntica,
pero con algunas particularizaciones propias. A partir del siglo IV rivalizará
también en importancia la refundada Bizancio, que se mantendrá como capital del
Imperio romano de Oriente hasta su caída a manos de los turcos otomanos en
1452.
La Iglesia de Antioquía fue fundada por
gentiles y judíos conversos que huyeron de la persecución iniciada tras el
martirio de Esteban (Hch 7, 57-60). La ciudad recibió durante un año la
predicación de san Pablo y Bernabé (Hch 11, 26 y 15, 35), y figura como la
primera ciudad en donde los cristianos recibieron dicho nombre (Hch 11, 26).
Tal era su importancia, proveniente de su carácter de centro geográfico donde
convergieron los cristianos convertidos desde el paganismo, que la diócesis ahí
erigida fue confiada inicialmente al cuidado espiritual de san Pedro (Ga 2, 11)
y, más tarde, llegó a ser en uno de los cinco patriarcados que por entonces
componían la Iglesia, con sede en la Basílica romana de Santa María Mayor.
Debido a los múltiples cismas y divisiones que se han sucedido a lo largo de la
historia, seis jefes eclesiásticos han llevado el título de patriarca de
Antioquía, de los cuales cinco aún lo ostentan, dos ellos en comunión con la
Sede Apostólica: el patriarca de Antioquía y de todo el Oriente de los Sirios,
jefe de la Iglesia católica siria (en plena comunión desde 1656), y el
patriarca de Antioquía y de todo el Oriente de los Maronitas, jefe de la
Iglesia católica maronita (en plena comunión desde 1182). El sexto título
pertenecía a un patriarcado hoy extinto. Para salvaguardar la fe en los
territorios bajo ocupación musulmana, los cruzados crearon en 1098 el
Principado de Antioquía, y erigieron en dicha cuidad el patriarcado latino de
igual nombre, cuya sede fue trasladada a la basílica romana de San María Mayor
cuando los turcos recuperaron la cuidad en 1268. Con la muerte de su último
patriarca, S.E.R. Roberto Vicentini (1878-1953), la sede quedó vacante hasta su
supresión definitiva en 1964.
La importancia que cobró Antioquía en los
primeros tiempos del Cristianismo, unido a la cercanía geográfica entre dicha
ciudad y Jerusalén, origen de la predicación apostólica, hace muy probable que
el rito antioqueno sea el más antiguo de los existentes. Sólo podría rivalizar
con él la liturgia de Jerusalén, compuesta por Santiago el Menor, quien fue
considerado una de las columnas de la naciente Iglesia (Ga 2, 11), pese a no
ser uno de los doce apóstoles (como sí lo era el hijo de Alfeo, con quien
usualmente se lo confunde), y al cual se confió dicha ciudad después de que el
resto del Colegio Apostólico emprendiera la evangelización del mundo por
entonces conocido (Hch 15, 13-21). Como fuere, casi con seguridad esta última
sea una derivación del rito antioqueno conforme con el cual celebraba el primer
papa, como obispo de dicha diócesis. El origen geográfico de esta liturgia viene
recogido todavía hoy después de la epíclesis, cuando se invoca:
«Te ofrecemos oh Señor, por tus Santos Lugares, que glorificaste con las
apariciones divinas de tu Cristo y por la venida de tu Espíritu Santo,
especialmente para la santa y gloriosa Sión, madre de todas las Iglesias». La
liturgia de Santiago sólo es seguida actualmente en la Iglesia de Jerusalén.
El resto de las familias litúrgicas nacieron
precisamente merced a esos viajes de misión emprendidos por los Apóstoles para
extender el mensaje de Cristo a todas las gentes (Mc 16, 15). Después de celebrado
el primer Concilio en Jerusalén (aproximadamente hacia el año 50), la tradición
católica muestra a Colegio Apostólico expandiéndose por el mundo. A san Pedro
corresponderá llevar el Evangelio desde Antioquía a Roma, donde morirá
crucificado sobre la colina Vaticana el 29 de junio de 64. San Marcos, después
de servirle de intérprete durante sus primeros tiempos romanos, continuará con
su misión en Egipto, recibiendo la palma del martirio en la cuidad de
Alejandría hacia el año 68. Santiago el Menor permanecerá en Jerusalén, diócesis
sujeta a la jurisdicción del patriarcado de Antioquía hasta el Concilio de
Éfeso (431), donde también padecería el martirio en torno al año 62. En esta
última ciudad tendrá igualmente su residencia san Pablo, desde la cual
emprenderá tres viajes misionales y será
arrestado acusado de violar la ley judía (Hch 21, 27). Así nacen,
producto de la inculturación, los ritos latino y alejandrino.
Proveniente
del rito antioqueno, y dada la importancia que adquirió Bizancio como capital
del Imperio Romano de Oriente desde que fuera refundada por el emperador
Constantino (324-330), la Iglesia de esa ciudad adoptó un rito litúrgico propio
a partir de la liturgia de Santiago, ya según la forma codificada por san
Basilio (330-379), ya según aquella, más común, fijada por san Juan Crisóstomo
(347-407), dando origen a una nueva familia litúrgica en Oriente.
Quedan así establecidas las cuatro grandes familias
de ritos que la Iglesia Católica reconoce actualmente: latino, antioqueno,
alejandrino y bizantino.
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