jueves, 19 de marzo de 2015

Pistas de lectura: Un rumor de ángeles (II)

¿Crisis de lo sobrenatural? 

Augusto Merino Medina

Comentarios a partir de Un rumor de ángeles, un libro 
breve y vigoroso de Peter Berger (II)



En la entrada anterior referíamos el desmoronamiento de las certezas y cómo él comenzó por afectar al protestantismo. En contraste, el caso del catolicismo es diferente, y Berger lo describe con tanta perspicacia y claridad que conviene hacer aquí una cita extensa: 

"La situación católica es diferente, al menos en parte, porque el catolicismo, desde el comienzo, ha mirado el mundo moderno mucho más suspicazmente y, como resultado, ha logrado, con mayor eficiencia, mantener en alto sus defensas cognitivas contra la modernidad, y ello hasta una fecha más reciente. Durante el siglo diecinueve, mientras el liberalismo protestante vivía su 'affaire' amoroso con el espíritu de los tiempos, el clima básico del catolicismo puede ser descrito como de 'magnífico desafío'. Dicho clima está simbolizado por la figura de Pío IX, cuyo 'Sílabo de errores' [referido habitualmente como Syllabus], de 1864, condenó, entre otras abominaciones modernas, la pretensión de que 'el Romano Pontífice puede y debería reconciliarse con el progreso, el liberalismo y la civilización que se han establecido últimamente y aprobarlos' [se trata de la conocida proposición LXXX, donde convergen todos los errores anteriores]. Fue durante su pontificado que se celebró el Primer Concilio Vaticano, que proclamó la infalibilidad papal y la Inmaculada Concepción, en julio de 1870, en las narices mismas de la 'civilización que se ha establecido últimamente', la cual, dos meses más tarde, marchó sobre Roma, asumiendo la forma del ejército de Víctor Manuel. Tan recientemente como 1950, en las vísperas mismas del Sputnik, se podría decir, este espíritu espléndidamente recalcitrante frente a la modernidad se manifestó de nuevo con la proclamación del dogma de la Asunción corporal de María al cielo. Ello tuvo lugar durante el pontificado de Pío XII; pero ya con Juan XXIII los vientos de cambio comenzaron a soplar con feroz fuerza. No hace falta advertir que, desde mucho antes, hubo subterráneas corrientes de transacción y de modernización. Sin embargo, la constitución misma de la Iglesia católica proporcionó los medios para mantenerlas soterradas. De este modo, fue posible diagnosticar el síndrome de secularización, incluyendo la decadencia de lo sobrenatural, como una enfermedad que tenía lugar fuera de la Iglesia. En el interior de ésta, el aparato sobrenaturalístico de misterio y milagro pudo continuar igual que antes, al menos en tanto que las defensas (tanto políticas como cognitivas) pudieron ser manejadas apropiadamente. O eso fue, al menos, lo que pareció. Algunas 'quintas columnas' dentro de la Iglesia, como el movimiento modernista alrededor del cambio de siglo, fueron pronta y efectivamente reprimidas. En este punto, la alegoría freudiana de la hidráulica puede ser usada con provecho: los impulsos reprimidos, cuando finalmente se liberan, amenazan con hacer volar el techo. El bombeo hidráulico comenzó, naturalmente, con el [Concilio] Vaticano II. Los viejos diques revelaron grietas. No es que no hubiera niños preparados para tapar con su dedo los agujeros y deseosos de hacerlo –los conservadores estuvieron listos y lo hicieron y, en la actualidad, cuando el amoblado se va flotando mar adentro, tienen todo el derecho de decir: '¿acaso no se lo advertimos nosotros?'".

Sesión del Concilio Vaticano II

Para describir los descalabros que comenzaron a producirse en el campo católico, Berger recurre a una elocuente cita de David Martin, sociólogo británico de la religión, quien ha escrito lo siguiente: 

"La mayoría de los países protestantes, en el ámbito anglosajón, están tan acostumbrados a inanidades teológicas, que una nube más de polvo existencialista no es suficiente para nublar la claridad de su visión teológica. Pero para aquellos otros que, hasta hace poco, han estado afincados en ideas claras y distintas, como el tomismo, o acostumbrados al ejercicio firme de la autoridad, el efecto es sorprendente. Tal como los católicos que dejan de ser conservadores a menudo se hacen marxistas, así, los que dejan de ser tomistas abrazan las más extremas modas existencialistas. Son expertos en excluir el término medio".

El sociólogo David Martin

Y prosigue Berger: 

"En otros términos, cuando uno, tanto en religión como en política, ha comenzado a apalear a la oposición, dejar de hacerlo se transforma en un grave peligro. Aquí el peligro era predecible. Lo irónico de todo esto es que los católicos liberales, que ponen muy en alto a la sociología en su jerarquía de 'revelaciones' seculares, no fueron capaces de ver el peligro. Los conservadores, en cambio, que a menudo consideran a la sociología como uno de los demonios más nefastos del intelecto moderno, olfatearon las señales de peligro a kilómetros de distancia. Es perfectamente posible que los conservadores posean mejores narices sociológicas".

Para el catolicismo, que es el tema que nos interesa en primer término, la situación ha llegado a plantearse en términos de una alternativa: o bien eliminar las tensiones internas, a menudo insoportables, que acompañan a la disonancia cognitiva, rindiéndose al enemigo, o bien cerrar la minoría cognitiva al modo de un ghetto, procurando evitar todo contacto con el exterior. Pero esto conlleva inequívocamente señales de un sectarismo incompatible con la universalidad que ha sido, desde siempre, una de las marcas del catolicismo.

Frente a esta imposible alternativa, quienes la enfrentan optan por una tarea intelectual de "traducción": "Las afirmaciones religiosas tradicionales son traducidas a términos apropiados para el nuevo marco de referencia, aquél que, supuestamente, se moldea por la 'cosmovisión' de la modernidad".

Foto: On Being

Pero Berger advierte de inmediato los inconvenientes de este pretendido “escape” del problema: 

"No hay para qué decir que estos procedimientos exigen una gran cantidad de contorsionismo intelectual. Sin embargo, la mayor dificultad sociológica está en otro aspecto. Las varias formas de secularización teológica –a menos de ser entendidas como ejercicios intelectuales individuales (combatidas por la mayor parte de los medios eclesiásticos de sus protagonistas)-, ofrecen diversos tipos de recompensas. Ellas consisten, por lo general, en que los laicos que resulten bendecidos por ellas serán, o más felices (desaparecerán sus ansiedades existenciales, o sus necesidades arquetípicas serán satisfechas), o bien mejores ciudadanos (generalmente esto significa ser un 'liberal' más profundo y mejor), o bien, posiblemente, ambas cosas. El problema es que puede obtenerse estos mismos beneficios de una fuente puramente secular. Un cristianismo secularizado […] tiene que hacer enormes esfuerzos para demostrar que el punto de vista religioso, modificado para conformarlo al 'espíritu de los tiempos', tiene algo propio que ofrecer. ¿Por qué habría uno de comprar tratamientos de psicoterapia o liberalismo racial en un 'paquete cristiano', cuando las mismas mercaderías están disponibles en formas puramente seculares y, por ello mismo, mucho más modernas? Preferirán el paquete cristiano solamente las personas que experimenten una nostalgia sentimental de símbolos tradicionales –o sea, un grupo que, debido a la influencia de los teólogos secularizantes, está ciertamente disminuyendo-. Para la mayor parte de la gente, los símbolos que han sido vaciados de contenido no convencen, o incluso carecen de interés. En otras palabras, la rendición teológica a la supuesta declinación de lo sobrenatural, se priva a sí misma de fundamentos precisamente a medida que triunfa. En último término, esa rendición significa la liquidación de la teología y de las instituciones en que la tradición teológica se expresa".

Tal traducción, nos dice Berger, es lo que intentó el liberalismo teológico protestante, y lo que ha intentado el catolicismo, desde los primeros atisbos de modernismo antes de San Pío X y bajo su pontificado y, especialmente y ya abiertamente, desde el Concilio Vaticano II. Pero esta "solución" tiene sus problemas propios: 

"El más importante es que lleva implícito en sí mismo un 'factor de escalada', es decir, de escalada hacia el polo de la rendición cognitiva. El 'aggiornamento' surge, por lo general, por motivos tácticos. Se argumenta que uno debe modificar determinadas características de la institución o de su mensaje porque, de otro modo, será imposible capturar ésta o aquella clientela recalcitrante –la 'intelligentsia', o los trabajadores, o la juventud-. Estas modificaciones, sin embargo, conllevan un proceso de revisión, cuyos resultados difícilmente se puede prever o controlar. Así, las modificaciones tácticas tienden a escalar hacia auténticas modificaciones cognitivas. En ese momento, los desafíos provenientes desde fuera se transforman en desafíos desde el interior. El antagonista cognitivo se ha deslizado al interior de las murallas y, peor todavía, al interior de la conciencia del teólogo encargado de vigilar las entradas. La noción de que el comercio promueve el mutuo entendimiento es correcta. Cuando uno comercia con ideas, sin embargo, el entendimiento empuja hacia el acuerdo, debido a aquellos motivos que están hondamente implantados en la naturaleza social del hombre, a los cuales ya hemos aludido. En otras palabras, en el momento en que se comienza un proceso de negociación cognitiva, uno queda expuesto a mutuas contaminaciones cognitivas. El punto crucial es, entonces, ¿cuál de las partes es más poderosa? Si la tesis de la secularización es válida, la parte más poderosa es, por cierto, el mundo moderno, en el que lo sobrenatural se ha vuelto irrelevante. El teólogo que comercia ideas con el mundo moderno, por lo tanto, probablemente hará un triste negocio, es decir, va a tener que entregar mucho más de lo que va a recibir. Para usar otro ejemplo, quien cena con el diablo, más vale que se provea de una cuchara larga. Lo demoníaco de la modernidad tiene su magia propia: el teólogo que cena con ella se va a dar cuenta de que su cuchara se vuelve cada vez más corta, hasta el momento en que llegue su última cena, en que será dejado solo, sin cuchara de ningún tipo, y con el plato vacío. Para entonces, el diablo, podemos imaginarnos, habrá partido en busca de compañía más interesante". 

Y añade: "Dean Inge observó, en alguna ocasión, que el hombre que se casa con el espíritu de la época, pronto se encontrará viudo".

Alfred Loisy (1857-1940), considerado el iniciador de la herejía modernista

Berger, luego de esta descripción de lo ocurrido merced al empleo de conceptos sociológicos, prosigue con algunas interesantes observaciones en cuanto a si el secularismo de la modernidad es o no irreversible. El cree que no lo es. Pero nosotros detendremos aquí estos comentarios, no sin antes expandir dos observaciones que el autor ha hecho más arriba.

Primero, el intento modernista de "poner a tono" la fe con el espíritu de la modernidad para relajar las disonancias cognitivas no sólo se ha establecido ya en la Iglesia Católica sino que ha tenido tiempo de fructificar en ella: sus frutos se advierten por todos lados y aun en los estratos más altos. Nos interesa aquí recalcar que la Ilustración, mediante una inteligente y paciente estrategia, diseñada con visión de largo alcance, logró, luego de copar algunas de las más altas posiciones dentro de la Iglesia, desviar el espíritu original que la encomiable labor de Dom Guéranger (1805-1875) le imprimió en un primer momento al llamado Movimiento Litúrgico. No es de extrañar, pues, que el modernismo estuviera detrás de algunos de quienes proponían el “aggiornamento” litúrgico emprendido tras el Concilio Vaticano II, sin que la mayoría de los padres conciliares, que no eran ni teólogos ni liturgistas, tuvieran la menor sospecha de lo que estaba ocurriendo: con inocencia, confiaron en lo que los expertos les decían. Los pocos que advirtieron el significado de lo que estaba teniendo lugar, alzaron sus ilustradas pero aisladas voces, como los cardenales Ottaviani y Bacci (a la que nos referíamos en una entrada anterior), para detener un proceso que podía ser irreversible. El papa Pablo VI, empero, había confiado también en esas opiniones, aconsejado por el primero y más importante de los expertos que trabajaban en la reforma litúrgica, el lazarista Annibale Bugnini (1912-1982), y no les prestó oídos. Para cuando el Papa descubrió lo que estaba ocurriendo a su alrededor, el daño litúrgico ya estaba hecho.

Segundo, las “traducciones” de la fe que se emprende por quienes desean contemporizar con la modernidad, cuando afectan a los símbolos tradicionales vaciándolos de contenido, marcan el punto de no retorno, porque, como citábamos hace un momento, dice Berger que "[p]ara la mayor parte de la gente, los símbolos que han sido vaciados de contenido no convencen, o incluso carecen de interés. En otras palabras, la rendición teológica a la supuesta declinación de lo sobrenatural, se priva a sí misma de fundamentos precisamente a medida que triunfa".

La manipulación y destrucción de símbolos sagrados, llevada a cabo con ocasión de la reforma litúrgica derivada del Concilio Vaticano II, motivada en gran medida por el deseo de algunos de ponerse a tono "ecuménicamente" con el protestantismo (puede verse al respecto la interesante serie de artículos publicada por el sitio Adelante la fe) y, con el correr de los años, ya salida absolutamente de los cauces inicialmente trazados, al menos en lo que se refiere a la Misa, fue, pues, la señal más clara de la rendición católica a la modernidad, incorporada en el liberalismo protestante. No por nada el Papa Benedicto XVI hizo aquella afirmación, tan aparentemente sorprendente, de que del futuro de la liturgia depende el futuro de la Fe. Afirmación que resulta menos sorprendente si se la reconduce, como fue sin duda la intención de dicho Pontífice, a la secular máxima “lex orandi, lex credendi” atribuida a Próspero de Aquitania (390-430).


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