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miércoles, 20 de abril de 2016

Recuerdos de la Hacienda Aculeo

Marta Letelier Llona (1914-1995) fue hermana del primer presidente de nuestra Asociación, el compositor Alfonso Letelier Llona (1912-1994). Compartió todas las etapas de su vida en la Hacienda de Aculeo alternándola con las misiones en el extranjero que debió servir su marido, el embajador Enrique Bernstein Carabantes (1910-1990). La hacienda, adquirida por sus abuelos en 1860, fue desarrollada por el empuje empresarial de su padre, Miguel Letelier Espínola (1883-1965), destacado ingeniero civil, agricultor y criador de caballos chilenos, quien se desempeñó como Subsecretaria del Ministerio de Agricultura, Industria y Colonización del Presidente Arturo Alessandri Palma. Con su marido, a quien acompañó en destinaciones en Brasil, Egipto, Austria, Francia, Yugoslavia e Italia, primero como Ministro Consejero y después como Embajador, tuvo tres hijos. Su vida estuvo dedicada a su familia y también a la ayuda de organizaciones comunitarias en áreas urbanas y rurales de bajos ingresos, entre las que cabe citar la Población San Gregorio y las Juntas de Vecinos de Paine y Aculeo.  En 1987, como testimonio a los suyos, quiso dejar por escrito lo que fue la vida en una hacienda del campo chileno que pasó a formar parte central de su vida durante buena parte de un convulsionado siglo XX. El texto, editado bajo el título Aculeo, tierra de recuerdos, fue publicado por la Editorial Andrés Bello, a quien tanto debe la cultura de nuestro país. 


Alfonso Letelier Llona
Premio Nacional de Arte, mención música, 1968
Primer Presidente de la Asociación de Artes Cristianas y Litúrgicas Magnificat

Les ofrecemos ahora un fragmento de esa obra relativo a la situación religiosa en la Hacienda Aculeo, donde habla también del ejemplo de vida cristiana de su abuela Edelmira. 

Conviene recordar que hacia allí se dirigía Emiliano Figueroa Larraín (1866-1931), Vicepresidente durante las fiestas del centenario y Presidente de la República entre 1925 y 1927, el sábado 16 de mayo de 1931 cuando sufrió el accidente de tránsito que le constó la vida. Ese día, el ex presidente había almorzado temprano en el Club de la Unión con algunos amigos, ya que estaba invitado al cumpleaños de doña Edelmira Espínola Letelier en la Hacienda Aculeo, donde solían coincidir políticos, obispos y artistas. De hecho, era común ver en sus salones a los pintores de la época, como Pedro Lira, Onofre Jarpa, Alfredo Helsby y Enrique Swinburn, quienes plasmaron los paisajes del lugar en sus obras. Terminado el almuerzo, Figueroa se subió a un Packard descapotable que conducía su amigo el doctor Manuel Torres Boonen. Algunas calles más abajo, en la esquina de Alameda con Gorbea, el automóvil donde viajaban fue impactado por un vehículo de alquiler. Figueroa murió a las 17.10 horas en la Asistencia Pública. 

 Doña Edelmira Espínola de Letelier
 (Foto: MásDeco)

 ***

La primera iglesia que hizo edificar la abuela, junto a la escuela, en 1897, había sido reducida a escombros en el terremoto de 1906. Tan pronto como fue posible mi padre inició la edificación de otra, que fue inaugurada en 1913. Es la que aún existe, sólo que sin su torre, la cual se elevaba como una flecha, enmarcada a lo lejos en el cerro de la Punta alta. Su pérdida se debió más que al temblor (con características de terremoto) del año 1972, a la obstinación de la gente, que dueña ya de sus propias decisiones por efecto de la Reforma Agraria, al ver la torre realmente averiada temió que se viniera abajo, a pesas de los arreglos que habrían podido hacerse.

La abuela quiso que la vida religiosa en esa región fuera lo más activa posible. Tenía un capellán permanente mantenido por la hacienda. Se sucedieron innumerables curas; santos y notables unos, otros, menos. En todo caso, había misa diaria y se rezaba novenas según el calendario de la iglesia. Principalmente se enseñaba el catecismo y se atendían los sacramentos en una comunidad que puede haber alcanzado a más de 500 habitantes. La misa se celebraba a las siete de la mañana en verano y a las ocho en invierno. La abuela no dejó de asistir sino cuando una enfermedad se lo impedía. Partía con su empleada, Flora Albornoz, las dos de velo y misal. Tomaba el desayuno en el comedor; jamás se lo hizo llevar a la cama. Flora dormía en la pieza contigua y que es hoy la sala-escritorio de Juan Enrique. 


Vista de las antiguas casas de la Hacienda Aculeo

[…]

Después de este largo paréntesis vuelvo a lo que nuestra abuela hizo para promover la piedad y la vida cristiana en Aculeo. Como construcción, lo más importante después de la iglesia fue la reproducción de la Gruta de Lourdes.  Eligió el cerro Los Ratos y que hoy llamamos La Gruta. No pudo ser un sitio más adecuado; sirve de fondo al camino principal que allí se divide: a la derecha el que va a Rangue y Los Hornos; hacia la izquierda, a lo que era El Vínculo (San Francisco, Cajón de las Islas, etcétera). Pero no sólo hizo colocar artísticamente enclavada en las rocas la imagen de la Virgen de la Inmaculada Concepción, sino que trazó a su alrededor un parque de pinos, castaño, olmos y árboles de flor. En la plazoleta bajo la gruta, platabandas de rosas y otras flores. Se hicieron caminos que, borrados por el descuido y los destrozos del tiempo, aún subsisten. Para regar este parque se construyó más arriba un estanque que recoge el agua sobrante de la canalización de la acequia del agua potable, a la cual ya me he referido anteriormente. Para todos los niños aculeguanos, la Gruta fue nuestro paseo favorito. El estanque siempre sombrío por la frondosidad de los árboles, fue convertido por nuestra imaginación en un sitio mágico. El cuento de “La rana encantada”, cuya lectura en el Tesoro de la Juventud tanto nos deleitaba, no había podido suceder en otro lugar. Hasta la Gruta llegaba la procesión que solemnemente se celebraba el 8 de diciembre, día de la Inmaculada Concepción. 

En la iglesia se rezaban las novenas o “meses” que celebraba el calendario católico. Algunas de estas devociones terminaban con solemnes procesiones, donde tomaba parte toda la comunidad. El Santísimo era llevado bajo un importante y rico palio, y quienes lo sostenían consideraban un honor el haber sido elegidos para este acto. 

 San José de Pintué, restaurada luego del terremoto de 2010 según su diseño original
 (Foto: MásDeco)

La iglesia estaba dotada de preciosos ornamentos traídos de Francia y España. Cálices, custodias, candelabros y floreros realzaban la solemnidad del culto. No se descuidaba la música. Aunque ahora yace olvidado y en pésimo estado, el órgano acompañaba las ceremonias tocado por gente de buena voluntad que nunca faltaba y, a veces, por artistas profesionales. Un coro formado entre los mismos campesinos cantaba la misa gregoriana “de Angelis” y de Difuntos, hábito que se prolongó hasta mucho después de fallecida la abuela. Quienes más contribuyeron a conservar esa tradición musical fueron dos auténticos aculeguanos: Rosa Godoy y Julio Pérez, que aprendieron a  tocar el armonio y a conducir los coros.

En la vida religiosa de Aculeo se seguía la tradición, muy chilena, de traer en cierta época del año padres misioneros. Se realizaba en otoño y las congregaciones más frecuentes eran los Capuchinos o los del Corazón del María. La gente acudía con entusiasmo y fervor. Muchos que poco o nada frecuentaban la iglesia durante el año, se precipitaban durante las misiones a cumplir con todos los mandatos de la Fe. Aunque había un capellán permanente, la gente prefería, parta la celebración de un matrimonio y bautizos, la venida de los misioneros, que, con sus prédicas sencillas o estruendosas, volvían al redila hasta a los más recalcitrantes.

Para nosotros —niños chicos—, la época de misiones está poblada de recuerdos, unos terroríficos, otros sabrosos. Lo primero, en razón de nuestras entradas a la iglesia durante alguna prédica sobre los horrores del infierno o la fealdad de los pecados. Lo segundo, porque en el parque, a la salida de la iglesia, estaban las “santeras”. Estas mujeres colocaban mesones llenos de estampas religiosas a color, enmarcadas en brillante lata, que nos parecían precisas; cruces grandes y chicas, rosarios; además de cuetes, guatapiques, bolitas de cristal y dulces en vivos colores; nueces con manjar blanco, galletas en forma de animales, etc., que engullíamos con delicia.

Pero lo más inolvidable será la visita del “cucurucho”. Aparecía al comenzar a volar las primeras hojas de otoño, montado a caballo. En la cabeza un puntudo bonete del que pendía una especie de túnica o poncho negro o morado. Parecía un personaje medieval. Nosotros no sabíamos si huir aterrorizados o dejarnos dominar por su inmensa curiosidad. Acabó por triunfar lo último, cuando se nos explicó que se trataba de piadosos “limosneros” que recorrían los campos, con autorización eclesiástica, para pedir dinero y ayuda para los pobres de alguna parroquia rural. Llevaba en lugar de árguenas dos alcancías, y allí cada cual depositaba sus limosnas. El “cucurucho” partía seguido de un enjambre de niños ofreciéndole manzanas, nueces o cocos, hasta que el hombre se aventuraba en las aguas del estero con el caballo encabritado por los gritos de la chiquillería.

 Cucurucho o Penitente de la Semana Santa, hacia 1860. 
 (Foto: Archivo del Museo Histórico Nacional, tomada de Urbatorium)


"Cucurucho" en una tarde dominical de la Alameda de las Delicias, 
detalle de un dibujo de Melton Prior, publicado en  
The Illustrated London News del 16 de agosto de 1890 
(imagen tomada de Urbatorium)


"El Cucurucho" ingresa a una casa causando terror, óleo de Manuel Antonio Caro
Reproducción del grabado aparecido en Chile Ilustrado, de Recaredo S. Tornero, 1872
(Imagen: Biblioteca Nacional Digital)

[…]

La abuela Edelmira no era sólo una cristiana de rezos.  Era inmensamente generosa a pesar de su apariencia de severidad. Vivió en la época del paternalismo. Pero siempre lo ejerció en forma oculta para que nadie se sintiera humillado al pedir o recibir. Tenía permanentemente en su ropero rimeros de zapatos nuevos, para grandes y chivos, ropas, etc., que entregaba con mucha discreción a la gente que venía a pedir ayuda. Fue una gran benefactora de la Congregación de los Salesianos, a quienes profesaba admiración por su obra educacional. Todos los veranos venían cursos completos a acampar en Aculeo, donde regalados con sandías, choclos y cuanto cosa la abuela podía enviarles.

Vivió de la renta vitalicia que le acordaron sus dos hijos a raíz de la partición de Aculeo, para que dispusiera de ella con plena libertad.  Pero no hizo inversiones, fuera de su casa en Santiago. Vivió confortable y dignamente, y tuvo su casa siempre abierta con elegancia y abundancia para sus familiares y amigos; su único lujo fue dar y ayudar a instituciones y personas necesitadas. Vivieron con ella sus dos hermanas: Julia, casada con Felipe Casas, y Lidia, viuda de Noguera. De muchas de sus ayudas sólo se supo por las cartas de pésame y agradecimientos que recibió mi padre a su muerte, ocurrida en 1942, poco antes de cumplir cien años.

Nota de la Redacción: El texto está tomado de Letelier Llona, M., Aculeo, tierra de recuerdos, Santiago, Editorial Andrés Bello, 2ª ed., 2006, pp. 41-47. 


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Actualización [4 de enero de 2018]: Urbatorivm, que ya había publicado hace algunos años una crónica sobre el personaje de Semana Santa denominado "cucurucho" (véase aquí dicha entrada), rescata un artículo del periodista Raúl Morales Álvarez publicado (con el seudónimo de Sherlock Holmes) en el Diario El Clarín de Santiago de Chile en 1967. En dicho artículo hay interesantes comentarios e información sobre el mentado "cucurucho" y la razón que pudo determinar el ocaso de la tradición.

martes, 29 de marzo de 2016

El nombre de Dios es misericordia

El papa Francisco convocó un Año jubilar de la misericordia entre el 8 de diciembre de 2015 y el 20 de noviembre de 2016 a través de la bula Misericordiae Vultus. Su objetivo es profundizar en la correcta implantación del Concilio Vaticano II y situar en un lugar central la Divina Misericordia, con el fortalecimiento de la confesión. Además, para favorecer el encuentro de los fieles con la misericordia de Dios dio una larga entrevista a Andrea Tornielli, periodista del diario La Stampa, que fue recogida en forma de libro y traducido a veinte idiomas. Éste lleva por título El nombre de Dios es misericordia. Para animarlos a su lectura, deseando que este Año Santo sea de inmenso provecho espiritual para todo el Pueblo de Dios, reproducimos algunos pasajes seleccionados por nuestro equipo de Redacción de la edición española comercializada por la Editorial Planeta y desde enero pasado disponible en librerías. Más información sobre el Jubileo en esta entrada




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El nombre de Dios es misericordia
Una conversación con Andrea Tornielli

Francisco P.P.


¿Qué es para usted la misericordia?

Etimológicamente, misericordia significa abrir el corazón al miserable. Y enseguida vamos al Señor: misericordia es la actitud divina que abraza, es la entrega de Dios que acoge, que se presta a perdonar. Jesús ha dicho que no vino para justos, sino para los pecadores. No vino para los sanos, que no necesitan médico, sino para los pecadores. No vino para los sanos, que no necesitan médico, sino para los enfermos. Por eso se puede decir que la misericordia es el carné de identidad de nuestro Dios, Dios de misericordia. Dios misericordioso. Para mí, éste es realmente el carnet de identidad de nuestro Dios. Siempre me ha impresionado leer la historia de Israel como se cuenta en la Biblia, en el capítulo 16 del Libro de Ezequiel. La historia compara Israel con una niña a la que no le cortó el cordón umbilical, sino que fue dejada en medio de la sangre, abandonada. Dios la vio debatirse en la sangre, la limpió, la untó, la vistió y, cuando creció, la adornó con sede y joyas. Pero ella, enamorada de su propia belleza, se prostituyó, no dejando que le pagaran, sino pagando ella misma a sus amantes.  Pero Dios no olvidará su alianza y la pondrá por encima de sus hermanas mayores, para que Israel se acuerde y se avergüence (Ezequiel 16, 63), cuando le sea perdonado lo que ha hecho.

El papa Francisco posternado durante su primer Oficio de Viernes Santo (2013)
(Foto: Euronews)

Ésta para mí es una de las mayores revelaciones: seguirás siendo el pueblo elegido, te serán perdonados todos tus pecados. Eso es: la misericordia está profundamente unidad a la fidelidad de Dios. El Señor es fiel porque no puede renegar de sí mismo. Lo explica bien San Pablo en la Segunda Carta a Timoteo (2, 13): «Si somos infieles, Él permanece fiel, pues no puede renegar de sí mismo». Tú puedes renegar de Dios, tú puedes pecar contra Él, pero Dios no puede renegar de sí mismo, Él permanece fiel.

¿Qué lugar y qué significado tienen en su corazón, en su vida e historia persona, la misericordia? ¿Recuerda cuándo tuvo, de niño, la primera experiencia de la misericordia?

Puedo leer mi vida a través del capítulo 16 del Libro del profeta Ezequiel. Leo estas páginas y me digo: «Pero esto parece escrito expresamente para mí». El profeta habla de la vergüenza, y la vergüenza es una gracia: cuando uno sienta la misericordia de Dios, experimenta una gran vergüenza de sí mismo, de su propio pecado. Hay un bonito ensayo de un gran estudio de la espiritualidad, el padre Gaston Fessard, dedicado a la vergüenza en su libro La Dialectique des exercises spirituels de Saint Ignace de Loyola (París, Aubier, 1956). La vergüenza es una de las gracias que san Ignacio hace pedir en la confesión de los pecados frente a Cristo crucificado. Ese texto de Ezequiel nos enseña a avergonzarnos, nos permite avergonzarnos: con toda tu historia de miseria y de pecado, Dios te sigue siendo fiel y te levantada. Eso es lo que yo siento. No tengo recuerdos concretos de cuando era niño. Pero sí de muchacho. Pienso en el padre Carlos Duarte Ibarra, el confesor que vi en mi parroquia ese 21 de septiembre de 1953, el día en que la Iglesia celebra a san Mateo apóstol y evangelista. Tenía diecisiete años. Me sentí acogido por la misericordia de Dios confesándome con él.  Ese sacerdote era originario de Corrientes, pero estaba en Buenos Aires curándose de una leucemia. Murió al año siguiente. Recuerdo aún que después de su funeral y de su entierro, al regresar a casa, me sentí como su me hubieran abandonado. Y lloré mucho aquella noche, mucho, oculto en mi habitación. ¿Por qué? Porque había perdido a una persona que me hacía sentir la misericordia de Dios, ese miserando atque eligendo, una expresión que entonces no conocía y que después elegí como lema episcopal [nota de la Redacción: véase aquí su explicación]. La reencontraría a continuación, en las homilías del monje inglés san Beda el Venerable, quien, describiendo la vocación de san Mateo, escribe: «Jesús vio a un publicano y, como lo miró con sentimiento de amir y lo eligió, le dijo: “Sígueme”». Esta es la traducción que comúnmente se ofrece de san Beda. A mí me gusta traducir miserando, con un gerundio que no existe, misericordiando, regalándole misericordia. Así pues, misericordiándolo y escogiéndolo, para describir la mirada de Jesús que da misericordia y elige, se lleva consigo.



Escudo del papa Francisco
(Fuente: Santa Sede)

[…]

En su opinión, ¿por qué este tipo tiempo nuestro y esta humanidad nuestra tienen tanta necesidad de misericordia?

Porque es una humanidad herida, una humanidad que arrastra heridas profundas. No sé cómo curarlas o cree que no es posible curarlas. Y no se trata tan solo de enfermedades sociales y de las personas heridas por la pobreza, por la exclusión social, por las esclavitudes del tercer milenio. También el relativismo hiere mucho a las personas: todo parece igual, todo parece lo mismo. Esta humanidad necesita misericordia. Pío XII, hace más de medio siglo, dijo que el drama de nuestra época era haber extraviado el sentido del pecado, la conciencia del pecado. A esto se suma hoy el drama de considerar nuestro mal, nuestro pecado, como incurable, como algo que no puede ser curado y perdonado. Falta la experiencia concreta de la misericordia. La fragilidad de los tiempos en que vivimos es también esta: creer que no existe posibilidad alguna de rescate, una mano que te levanta, un abrazo que te salva, que te perdona, te inunda de un amor infinito, paciente, indulgente; te vuelve a poner en camino. Necesitamos misericordia. Debemos preguntarnos por qué tantas personas, hombres y mujeres, jóvenes y ancianos de cualquier extracción social, recurren hoy a los magos y quiromantes. El cardenal Giacomo Biffi [nota de la Redacción: de quien hemos hablado en esta entrada] solía citar estas palabras del escritor inglés Gilbert Keith Chesterton: «Quien no crea en Dios no es cierto que no crea en nada, pues empieza a creer en todo». Una vez le oír decir a una persona: «En la época de mi abuela bastaba el confesor, hoy mucha gente confía en los quiromantes…». Hoy se busca la salvación donde se puede.

Pero estos fenómenos a los que usted alude, como los magos y los quiromantes, siempre han existido en la historia de la humanidad.

Sí, verdad, siempre ha habido adivinos, magos, quiromantes. Pero no había tanta gente buscando en ellos salud y consejo espiritual. Las personas buscan sobre todo a alguien que las escuche. Alguien dispuesto a dar su propio tiempo para escuchar sus dramas y sus dificultades. Es lo que yo llamo «el apostolado de la oreja», y es importante. Muy importante. Me oigo decir a los confesores: «Hablen, escuchen con paciencia y sobre todo díganle a las personas que Dios las quiere bien. Y si el confesor no puede absolver, que explique por qué, pero que dé de todos modos una bendición, aunque sea sin absolución sacramental. El amor de Dios también existe para quien no está en la disposición de recibir el sacramento: también ese hombre o esa mujer, ese joven o esa chica son amados por Dios, son buscados por Dios, están necesitados de bendición. Sed tiernos con esas personas. No las alejéis. La gente sufre. Ser confesor es una gran responsabilidad. Los confesores tienen frente a ellos a sus ovejas descarriadas que Dios tanto ama; si no les dejamos advertir su amor y la misericordia de Dios, se alejan y quizá no vuelvan más. Así pues, abrácenlas y sean misericordiosos, aunque no puedan absolverlas. Denles de todos modos una bendición». Yo tengo una sobrina que se ha casado civilmente con un hombre antes de que este obtuviera la nulidad matrimonial. Querían casarse, se amaban, querían hijos y han tenido tres. El tribunal le había asignado también a él la custodia de los hijos que tuvo en su primer matrimonio. Este hombre era tan religioso que todos los domingos, yendo a misa, iba al confesionario y le decía al sacerdote: «Sé que usted no me puede absolver, pero he pecado en esto y en aquello otro, deme una bendición». Esto es un hombre formado religiosamente.

El papa Francisco confesando a un penitente durante la Jornada Mundial de la Juventud en Río de Janeiro
(Foto: Dagorret)

¿Por qué es tan importante confesarse? Usted fue el primer papa en hacerlo públicamente, durante las liturgias penitenciales de Cuaresma, en San Pedro… Pero ¿no bastaría, en el fondo, con arrepentirse y pedir perdón solos, enfrentarse solos con Dios?

Fue Jesús quien les dijo a sus apóstoles: «Aquellos a quienes perdonen los pecados, serán perdonados; aquellos a quienes no se los perdonen, no serán perdonados» (Evangelio de san Juan 20, 19-23). Así pues, los apóstoles y sus sucesores —los obispos y los sacerdotes que son sus colaboradores— se convierten en instrumentos de la misericordia de Dios. Actúan in persona Christi. Esto es muy hermoso. Tiene un profundo significado, pues somos seres sociales. Si tú no eres capaz de hablar de tus errores con tu hermano, ten por seguro que no serás capaz de hablar tampoco con Dios y que acabarás confesándote con el espejo, frente a ti mismo. Somos seres sociales y el perdón tiene un aspecto social, pues también la humanidad, mis hermanos y hermanas, la sociedad, son heridos por mi pecado. Confesarme con un sacerdote es un modo de poner mi vida en las manos y en el corazón de otro, que en ese momento actúa en nombre y por cuenta de Jesús. Es una manera de ser concretos y auténticos: estar frente a la realidad mirando a otra persona y no a uno mismo reflejado en un espejo. San Ignacio, antes de cambiar de vida y entender que tenía que convertirse en soldado de Cristo, había combatido en la batalla de Pamplona. Formaba parte del ejército del rey de España, Carlos V de Habsburgo, y se enfrentaba al ejército francés. Fue herid gravemente y creyó que iba a morir. En aquel momento no había ningún cura en el campo de batalla. Y entonces llamó a un conmilitón suyo y se confesó con él, le dijo a él sus pecados. El compañero no podía absolverlo, era un laico, pero la exigencia de estar frente a otro en el momento de la confesión era tan sincera que decidió hacerlo así. Es una bonita lección. Es cierto que puedo hablar con el Señor, pedirle enseguida perdón a Él, implorárselo. Y el Señor perdona, enseguida. Pero es importante que vaya al confesionario, que me ponga a mí mismo frente a un sacerdote que representa a Jesús, que me arrodille frente a la Madre Iglesia llamada a distribuir la misericordia de Dios. Hay una objetividad en este gesto, en arrodillarse frente al sacerdote, que en ese momento es el trámite de la gracia que me llega y me cura. Siempre me ha conmovido ese gesto de la tradición de las Iglesias orientales, cuando el confesor acoge al penitente poniéndola la estola en la cabeza y un brazo sobre los hombres, como en un abrazo. Es una representación plástica de la bienvenida y de la misericordia. Recordemos que no estamos allí en primer lugar para ser juzgados. Es cierto que hay un juicio en la confesión, pero hay algo más grande que el juicio que entra en juego. Es estar frente a otro que actúa in persona Christi para acogerte y perdonarte. Es el encuentro con la misericordia.



Nota de la Redacción: El texto aquí reproducido está tomado de Francisco, El nombre de Dios es misericordia. Una conversación con Andrea Tornielli, trad. de M.ª  Ángeles Cabré, Santiago, Planeta, 2016, pp. 29-32 y 36-39.  

Actualización [9 de enero de 2017]: Hace algunos días fue ordenado sacerdote Philip Johnson, diácono de la diócesis de Raleigh, Carolina del Norte (Estados Unidos de América). Su historia ha sido difundida por muchos sitios estadounidenses, pues se trata de un antiguo marino que a los 24 años fue diagnóstico de un cáncer incurable. El tratamiento aplicado ayudó a detener el avance del tumor y Johnson fue aceptado en el seminario. El tumor quedó detenido y así ha estado por más de diez años, lo que ha permitido que Johnson sea ordenado y que, Dios mediante, pueda servir por muchos años a la Iglesia. Un bonito milagro debido a la misericordia de Dios, que sabe que los obreros de su mies son pocos. Véase aquí la noticia de su ordenación sacerdotal publicada por The New Liturgical Movement

sábado, 13 de febrero de 2016

Los principios de interpretación del motu proprio Summorum Pontificum (II)


Dom Alberto Soria Jiménez OSB, Los principios de interpretación del motu proprio Summorum Pontificum, Madrid, Cristiandad, 2014, 552 pp.

[Nota de la Redacción: El texto íntegro ha sido publicado con el mismo título del libro reseñado en los Anales de la Fundación Francisco Elías de Tejada XXI (2015), pp. 171-220 (véase aquí la versión publicada)].

Dr. D. Jaime Alcalde Silva 



El autor cita como pórtico un párrafo de Joseph Ratzinger tomado de su obra Ser cristiano en la época neopagana (publicado en español por Ediciones Cristiandad en 1996), donde el entonces Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe manifestaba que su posición no era de rechazo a la reforma litúrgica posconciliar, sino de defensa de sus rasgos esenciales en la medida que ellos reflejasen la continuidad orgánica del rito, confiando en que llegaría el día de una esperada reforma de la reforma (p. 7). Esta idea le sirve de carta de ruta para abordar su formidable y completa exposición sobre la situación actual del misal de 1962, permitido por el motu proprio Summorum Pontificum como forma extraordinaria del rito romano, y llamada a contribuir al enriquecimiento de la tercera edición típica del misal promulgado por Pablo VI y reformado por Juan Pablo II (GF 9), para contribuir a dar respuesta a esa urgente necesidad que procede de la evangelización y el ecumenismo como es la armónica reconciliación litúrgica en el seno de la Iglesia (p. 19), con la conciencia de que ninguna tradición litúrgica puede agotar por sí sola el insondable Misterio de Cristo (CEC 1201). 

Benedicto XVI
(Foto: Agencia EFE)

Así queda de manifiesto en la Introducción, donde el autor describe la materia sobre la que versará la obra. Explica ahí la promulgación del referido motu proprio el 7 de julio de 2007, acompañado de una carta del papa Benedicto XVI dirigida a los obispos de la Iglesia católica de rito romano, y completado el 30 de abril de 2011 con la Instrucción Universae Ecclesia dada por la Pontificia Comisión Ecclesia Dei. Alude, en fin, a algunos aspectos prácticos relacionados con su investigación, para acabar con una cita a la humildad, virtud tan cara a la Orden benedictina (cfr. el Capítulo VII de su Regla), extraída del discurso que Benedicto XVI pensaba leer en su anulada vista al Santuario de La Verna (Arezzo, Italia) durante el mes de mayo de 2012.

Tras ella, abre el cuerpo de la obra un apartado dedicado a ciertas cuestiones preliminares, donde el autor aborda la evolución del texto utilizado para la celebración de la Santa Misa con la edición típica del misal romano de San Juan XXIII y analiza la carta dirigida a los obispos de la Iglesia católica de rito romano con que Benedicto XVI acompañó el motu proprio referido a la liturgia tradicional, que el autor mienta como Con grande fiducia por las palabras italianas con que ella comienza («Con gran confianza y esperanza pongo en vuestras manos de Pastores […]») después de referir los otros nombres con que fue publicada en L’Osservatore Romano y en el Acta Apostolicae Sedis (p. 50).

Como cuestión previa cabe recordar que, con anterioridad al nuevo rito sancionado por la Constitución apostólica Missale Romanum del beato Pablo VI, el misal romano era (y es todavía) plenario, de suerte que en él estaba contenido todo lo necesario para la celebración eucarística, con independencia del número de ministros intervinientes. Originalmente promulgado por San Pío V (1565-1572) mediante la bula Quo primum tempore (14 de julio de 1570), el misal mandado componer por el Concilio de Trento (1545-1563) no suponía una innovación sobre el rito romano existente y decantado con los siglos, sino sólo su fijación con miras a su universalización y a la reafirmación del dogma católico sobre el carácter sacrificial (CEC 1330 y 1357), la transustanciación (CEC 1376) y la presencia verdadera, real y sustancial de Cristo en la Eucaristía (CEC 1374)[1]. A ese mismo fin se enderezada el reconocimiento de todos los misales que tuviesen una antigüedad probada de doscientos años. El papa Juan XXIII dispuso la agregación de un nuevo cuerpo de rúbricas a este misal, ordenando la promulgación de una nueva edición típica merced a un decreto de 23 de junio de 1962, respecto del cual parece que el criterio mayoritario se decanta a favor de señalar que en él resulta escaso el poso específico de San Pío V (p. 211). En dicha edición se incluía también una modificación de la oración del Oficio de Viernes Santo, el que ya había sufrido cambios (como toda la Semana Santa) merced a la reforma piana de 1955[2]. A fines de aquel mismo año fue agregada al canon la referencia a San José, obra de piedad filial que ha sido completada recientemente mediante la incorporación del Santo Patriarca en las restantes tres plegarias eucarísticas del nuevo misal por decreto de la Congregación del Culto Divino y Disciplina de los Sacramentos de 1 de mayo de 2013. Tal era el estado del misal romano al comienzo y durante del Concilio Vaticano II, el que habría de alterar sustancialmente la forma de celebración de la Santa Misa más allá de la cuestión lingüística (SC 36) o de la orientación del sacerdote (IGMR 299), también posibles en la hoy denominada forma ordinaria. 

 Juan XXIII celebrando la Santa Misa

Es sabido que el primer fruto de dicho concilio ecuménico fue la Constitución Sacrosanctum Concilium sobre la sagrada liturgia, aprobada por 2147 votos y sólo cuatro rechazos y promulgada por el papa Pablo VI el 4 de diciembre de 1963[3]. En ella se dejó constancia del deseo de los padres conciliares de que, en cuanto fuese necesario, los ritos legítimamente reconocidos por la Iglesia fuesen íntegramente revisados con prudencia, de acuerdo con la sana tradición, y recibiesen nuevo vigor, teniendo en cuenta las circunstancias y necesidades actuales (SC 23). Dicha revisión estaba fundada en razones pastorales (SC 49) y quedaba circunscrita a determinados aspectos del ordinario de la Misa, de manera que se manifestase con mayor claridad el sentido propio de cada una de las partes y su mutua conexión, y se hiciese más fácil la piadosa y activa participación de los fieles (SC 50). En concreto, el deseo del Concilio era que (i) se simplificasen los ritos, conservando con cuidado la sustancia; (ii) se suprimiesen aquellas cosas menos útiles que, con el correr del tiempo, se habían duplicado o añadido; y (iii) se restableciesen, en cambio, de acuerdo con la primitiva norma de los Santos Padres, algunas cosas que habían desaparecido con el tiempo, según se estimase conveniente o necesario (SC 50). Por supuesto, esto suponía la conservación del latín como la lengua propia de la Iglesia latina tanto en la liturgia (SC 36) como en el oficio divino (SC 101), y la preservación del canto gregoriano como el que es propio de la liturgia romana (SC 116). El Concilio postuló, entonces, una solución moderada: algo había que reformar para devolver a la liturgia su fuerza vital dentro de la Iglesia, conservando aquello que la Tradición veneraba (SC 23), y con ese fin dispuso la revisión inmediata de los libros litúrgicos, valiéndose de peritos y previa consulta a los obispos del mundo (SC 25)[4].

Por eso, no es aventurado pensar que la reforma litúrgica que los padres conciliares tenían en mente iba en la línea trazada por el papa Pío XII en su señera encíclica Mediator Dei (1947), incentivando la actuosa participatio a la que ya se había referido San Pío X en el motu proprio Tra le sollicitudine de 1903 (SC 11, 14, 21 y 48)[5]. Ella, que implica una mayor toma de conciencia del misterio que se celebra y de su relación con la vida cotidiana (Sacramentum Caritatis, 52), podía conseguirse traduciendo a las lenguas vernáculas la primera parte de la Misa, llamada de los catecúmenos por su finalidad didascálica, para permitir que los fieles participasen con el sacerdote en la enseñanza y expresión de la fe que ella supone (SC 36 y 54). Esto se podía haber logrado, además, favoreciendo todo aquello que supusiese que el sacerdote se aproximase a los fieles y entrase en comunión con ellos, tanto en el aspecto locativo como ceremonial, sin descuidar la debida formación catequética (SC 19). En esta última dimensión convenía que recitase en su lengua las oraciones y las lecturas de la Epístola y el Evangelio (SC 54); que alternase con ellos el canto del Kyrie, el Gloria, el Credo y otras oraciones (SC 17 y 30); que la homilía fue clara y contribuyese a fomentar una fe operativa a partir de la Revelación (SC 52); y que se restableciese la oración de los fieles, al menos los domingos y días de precepto,  para que con la participación del pueblo se hiciesen súplicas por distintas necesidades comunes conforme a formularios establecidos (SC 53)[6]. Paralelamente, y conservando la orientación versum Deum de la celebración, los nuevos altares debían haberse construido en medio del presbiterio y con un uso reservado para la segunda parte de la Misa, dejando la sede para la primera parte[7]

 Pío XII
(Foto: Watershed)

La segunda parte de la Misa, donde se actualiza el sacrificio de Cristo sobre el altar, debía de permanecer invariable, para asegurar la unidad y la universalidad de un misterio que el hombre no es capaz de penetrar (Sacramentum Caritatis, 62). Tal era la advertencia de San Pablo (1 Cor 11, 23-25) desde los primeros tiempos del cristianismo, cuando la forma de celebración se conformaba según las distintas costumbres de los lugares donde se asentaba la naciente Iglesia, pero asegurando siempre un núcleo básico en torno a la plegaría eucarística (CEC 1205 y 1345), de manera de cumplir con el mandato del propio Cristo: «haced esto en memoria mía» (Lc 22, 19). La orientación del sacerdote en esta parte debía seguir siendo con el corazón vuelto a Dios, hacia el oriente (Mal 3, 20), para demostrar que el sacrificio se ofrece al Padre y por aquel que, separado del pueblo, ha recibido la función de santificar (CEC 1367)[8]. De ahí que no extrañe que el Concilio no haya hecho mención a la orientación del sacerdote, la que sólo aparece posteriormente (por ejemplo, IGMR 299), que se pida guardar el silencio sagrado durante la celebración (SC 30), o que se declare que «la acción litúrgica reviste una forma más noble cuando los oficios divinos se celebran solemnemente con canto y en ellos intervienen ministros sagrados y el pueblo participa activamente (SC 113). Esto, sobre todo, porque el paradigma seguido es el de la Misa con asistencia de fieles (canon 906 CIC), asistencia de ministros y diáconos y coro (OGMR 115).





[1] En la sesión XXV del Concilio de Trento (3 y 4 de diciembre de 1563), los padres conciliares pidieron al Papa que acometiera la revisión del misal romano que ellos no habían podido realizar por falta de tiempo, la que se estimaba necesaria dada la decadencia litúrgica de la Baja Edad Media y el desafío que la reforma protestante suponía para la doctrina eucarística. El papa Pío IV (1559-1565) instituyó una comisión para este fin, posteriormente reformada por San Pío V, la que trabajó durante siete años (1563-1570). Sin embargo, esta comisión no pretendió elaborar una nueva forma de celebración de la Santa Misa, sino que limitó su cometido a retocar y poner al día el misal en uso por la Curia Romana desde hacía un siglo y cuyos antecedentes se remontan hasta el siglo IV. De ahí que este nuevo misal sea sustancialmente coincidente con el codificado en 1474, que provenía de aquel adaptado por los franciscanos y adoptado por el papa Clemente V de Aviñón (1305-1314) para su propia corte pontificia. Este nuevo misal redujo las Misas votivas y las propias de los santos; revisó las oraciones privadas y los gestos del celebrante, eliminando algunas expresiones desordenadas fruto de una piedad individual malentendida; y suprimió la mayoría de las secuencias. Esta reforma fue completada en 1588 por el papa Sixto V (1585-1590) con la creación de la Sagrada Congregación de Ritos, encargada de velar por la corrección de las celebraciones litúrgicas. Véase, por ejemplo, Seguí Trobat, G., Iniciación a las fuentes de la liturgia romana. Los libros litúrgicos romanos anteriores al Concilio de Trento, Barcelona, Centre de Pastoral Litúrgica, 2014.

[2] En la petición referida a la conversión de los judíos, Benedicto XVI volverá a modificar esta oración a través de una nota de la Secretaría de Estado vaticana fechada el 4 de febrero de 2008. En la nueva fórmula desaparece la referencia a «los incrédulos judíos» (pérfidis Judaéis), que había sido mal interpretada (pérfido no designa más que al que no guarda la fe que debe), así como la referencia al velo que cubre sus corazones (áuferat velamen de córdibus eórum) y que les impide reconocer a Jesucristo como el Hijo de Dios. Desde entonces la octava oración del Oficio de Viernes Santo dice: «Oremos también por los judíos Para que nuestro Dios y Señor ilumine sus corazones, para que reconozcan a Jesucristo salvador de todos los hombres» (Oremus et pro Iudaeis: Ut Deus et Dominus noster illuminet corda eorum, ut agnoscant Iesum Christum salvatorem omnium hominum).

[3] D’Ors Pérez-Peix, Á., «Concilio, Código, Catecismo. A propósito de un nuevo libro de José Orlandis», Verbo 371-372 (1999), pp. 153-176, señala que fueron tres los momentos más conspicuos para la Iglesia católica durante la segunda mitad del siglo XX: el Concilio Vaticano II (1962-1965), el Código de Derecho Canónico (1983) y el Catecismo de la Iglesia Católica (1992). Dicha trilogía se repite con los Concilios de Trento (1545-1563) y Vaticano I (1869-1870), cada uno con sus respectivas fijaciones canónicas y doctrinales. Cabe agregar que, desde el acontecimiento eclesial que significa un concilio ecuménico, se siguen consecuencias en el orden doctrinal, litúrgico y disciplinar. Eso explica que con posterioridad a los últimos tres concilios (que cubren un cuarto de la historia de la Iglesia) se haya reformado la liturgia y se hayan preparado catecismos y compilaciones o codificaciones de derecho canónico.

[4] Véáse, en general, Kaczynski, R., «Verso la reforma liturgica», en Alberigo, G. (ed.), Storia del Concilio Vaticano II, III, Peeters/il Mulino, Boloña, 1998, pp. 209-276.

[5] Véase Pardo, A. (ed.), Documentación litúrgica. Nuevo Enquiridión. De San Pío X (1903) a Benedicto XVI, Burgos, Monte Carmelo, 2006.

[6] Sugerencias muy similares ofrecía Lefebvre, M., «Perspectivas conciliares entre la 3ª y 4ª sesión», Verbo 37-38 (1965), pp. 399-400, y era también la opinión del entonces cardenal Giovanni Battista Montini (después Pablo VI) antes del Concilio Vaticano II (Küng, H., Libertad conquistada. Memorias, trad. de Daniel Romero, Madrid, Trotta, 4ª ed., p. 258). 

[7] Véase, por ejemplo, Righetti, M., Historia de la liturgia, I: Introducción general, trad. de Juan Sierra López, Madrid, BAC, 2013, núm. 317, pp. 887-889.

[8] Cuestión de la que se ha ocupado especialmente Gamber, K., Tournés vers le Seigneur!, trad. de Simone Wallon, Le Barroux, Sainte-Madeleine, 1993, y Lang, U. M., Volverse al Señor, trad. de Dionisio Mínguez, Madrid, Cristiandad, 2007.  

lunes, 18 de mayo de 2015

Pistas de Lectura: Memorias de ultratumba

François René de Chateaubriand (Saint Malo, 1768- París, 1848), escritor y político francés, pionero del romanticismo francés, nació el 4 de septiembre de 1768 en la localidad de Saint-Malo, Bretaña, en el seno de una antigua familia de la baja nobleza bretona. Fue educado junto a sus cinco hermanos en el castillo de Comburg, cercano a Saint Malo, y estudió en los colegios de Dol y Rennes.

Retrato de Chateaubriand
(Pierre-Narcisse Guerin)

Entró en el Ejército francés en 1786, y estuvo en París durante los primeros años de la Revolución Francesa. Se negó a unirse tanto a los realistas como a los revolucionarios radicales, y se trasladó a Estados Unidos en 1791 con la intención de buscar el Paso del Noroeste. Sin embargo, sólo viajó por la Costa Este, donde –como relata en sus Memorias de Ultratumba- conoció a George Washington, presidente de los Estados Unidos.

Chateaubriand regresó a Francia en 1792 y luchó en el bando contrarrevolucionario con la Armée des émigrés. Meses después, herido y enfermo, huyó a Bélgica hasta que finalmente se radicó Inglaterra (1793). Al volver a Francia (1800) bajo un nombre falso, Chateaubriand se ganó el favor de Napoleón, que le otorgó un cargo diplomático. Dimitió y se enemistó con Bonaparte en 1804, tras la ejecución del duque de Enghien, tras la cual emprendió el viaje a Grecia, Creta y Palestina que relata en su obra Itinerario de París a Jerusalén.

Con la Restauración, entre 1820 y 1824, obtuvo sucesivamente los puestos de embajador plenipotenciario en Berlín, embajador en Londres y comisionado en el congreso de Verona. Reconocido partidario legitimista, su carrera política termina en 1830, al negarse a jurar lealtad a Luis Felipe de Orleans.

Tumba de Chateaubriand en Saint Bé 

Murió el 4 de julio de 1848 en París y sus restos reposan por su expresa voluntad en la isla de Grand Bé, muy próxima a su natal Saint Malo.

Chateaubriand fue uno de los escritores franceses más importantes de la primera mitad del siglo XIX. En su obra El genio del cristianismo afirmó que el cristianismo era moral y estéticamente superior a las demás religiones. Esta afirmación influyó profundamente en la vida religiosa y literaria de su tiempo, la que era fruto de su profunda Fe en Dios evidenciada desde su juventud.

Manuscrito de Las memorias de Ultratumba

De su obra autobiográfica Memorias de Ultratumba, traducida al castellano y publicada en la prestigiosa Editorial Acantilado, extraemos un fragmento en que el autor nos relata vívidamente el momento de su Primera Comunión:

"Al día Siguiente, Jueves Santo, fui admitido en esa Ceremonia conmovedora y sublime cuyo cuadro he intentado trazar en vano en El genio del Cristianismo. Habría podido volver a sentir las pequeñas humillaciones de costumbre: mi ramillete y mis ropas eran menos bonitos que los de mis compañeros; pero ese día, todo perteneció a Dios y estuvo consagrado a Él. Sé perfectamente lo que es la Fe: la presencia real de la víctima en el santo sacramento del altar me resultaba tan sensible como la presencia de mi madre a mi lado. Cuando la hostia fue depositada en mis labios, me sentí todo yo iluminado interiormente. Temblaba de respeto, y la única cosa material que me preocupaba era el temor a profanar el pan sagrado.

Le pain que je vous propose
Sert aux anges d'aliment,
Dieu lui'même le compose
De la fleur de son froment.

RACINE

Comprendí, entonces, el valor de los mártires; en ese momento habría podido proclamar mi fe en Cristo en el potro o rodeado de leones.

Me gusta recordar estos momentos de felicidad que precedieron en muy poco en mi alma a las tribulaciones del mundo. Comparando este entusiasmo con la exultación que voy a describir, viendo al mismo corazón experimentar en el intervalo de tres o cuatro años cuanto de más dulce y saludable tienen la inocencia y la religión, y todo cuanto tienen las pasiones de más seductor y funesto, uno elegirá entre ambas alegrías; se verá dónde hay que buscar la felicidad y sobre todo el reposo."

Nota de la Redacción: El texto transcrito está tomado de de Chateaubriand, F. R., Memorias de ultratumba, Barcelona, Acantilado, Barcelona, pp. 88-89.


***

Actualización [16 de agosto de 2017]: Religión en libertad ha publicado un interesante artículo sobre Chateaubriand, donde califica su obra El genio del cristianismo como una apología de la religión y a su autor como un defensor de la fe en medio de la Revolución y el odio anticristiano. 

jueves, 19 de marzo de 2015

Pistas de lectura: Un rumor de ángeles (II)

¿Crisis de lo sobrenatural? 

Augusto Merino Medina

Comentarios a partir de Un rumor de ángeles, un libro 
breve y vigoroso de Peter Berger (II)



En la entrada anterior referíamos el desmoronamiento de las certezas y cómo él comenzó por afectar al protestantismo. En contraste, el caso del catolicismo es diferente, y Berger lo describe con tanta perspicacia y claridad que conviene hacer aquí una cita extensa: 

"La situación católica es diferente, al menos en parte, porque el catolicismo, desde el comienzo, ha mirado el mundo moderno mucho más suspicazmente y, como resultado, ha logrado, con mayor eficiencia, mantener en alto sus defensas cognitivas contra la modernidad, y ello hasta una fecha más reciente. Durante el siglo diecinueve, mientras el liberalismo protestante vivía su 'affaire' amoroso con el espíritu de los tiempos, el clima básico del catolicismo puede ser descrito como de 'magnífico desafío'. Dicho clima está simbolizado por la figura de Pío IX, cuyo 'Sílabo de errores' [referido habitualmente como Syllabus], de 1864, condenó, entre otras abominaciones modernas, la pretensión de que 'el Romano Pontífice puede y debería reconciliarse con el progreso, el liberalismo y la civilización que se han establecido últimamente y aprobarlos' [se trata de la conocida proposición LXXX, donde convergen todos los errores anteriores]. Fue durante su pontificado que se celebró el Primer Concilio Vaticano, que proclamó la infalibilidad papal y la Inmaculada Concepción, en julio de 1870, en las narices mismas de la 'civilización que se ha establecido últimamente', la cual, dos meses más tarde, marchó sobre Roma, asumiendo la forma del ejército de Víctor Manuel. Tan recientemente como 1950, en las vísperas mismas del Sputnik, se podría decir, este espíritu espléndidamente recalcitrante frente a la modernidad se manifestó de nuevo con la proclamación del dogma de la Asunción corporal de María al cielo. Ello tuvo lugar durante el pontificado de Pío XII; pero ya con Juan XXIII los vientos de cambio comenzaron a soplar con feroz fuerza. No hace falta advertir que, desde mucho antes, hubo subterráneas corrientes de transacción y de modernización. Sin embargo, la constitución misma de la Iglesia católica proporcionó los medios para mantenerlas soterradas. De este modo, fue posible diagnosticar el síndrome de secularización, incluyendo la decadencia de lo sobrenatural, como una enfermedad que tenía lugar fuera de la Iglesia. En el interior de ésta, el aparato sobrenaturalístico de misterio y milagro pudo continuar igual que antes, al menos en tanto que las defensas (tanto políticas como cognitivas) pudieron ser manejadas apropiadamente. O eso fue, al menos, lo que pareció. Algunas 'quintas columnas' dentro de la Iglesia, como el movimiento modernista alrededor del cambio de siglo, fueron pronta y efectivamente reprimidas. En este punto, la alegoría freudiana de la hidráulica puede ser usada con provecho: los impulsos reprimidos, cuando finalmente se liberan, amenazan con hacer volar el techo. El bombeo hidráulico comenzó, naturalmente, con el [Concilio] Vaticano II. Los viejos diques revelaron grietas. No es que no hubiera niños preparados para tapar con su dedo los agujeros y deseosos de hacerlo –los conservadores estuvieron listos y lo hicieron y, en la actualidad, cuando el amoblado se va flotando mar adentro, tienen todo el derecho de decir: '¿acaso no se lo advertimos nosotros?'".

Sesión del Concilio Vaticano II

Para describir los descalabros que comenzaron a producirse en el campo católico, Berger recurre a una elocuente cita de David Martin, sociólogo británico de la religión, quien ha escrito lo siguiente: 

"La mayoría de los países protestantes, en el ámbito anglosajón, están tan acostumbrados a inanidades teológicas, que una nube más de polvo existencialista no es suficiente para nublar la claridad de su visión teológica. Pero para aquellos otros que, hasta hace poco, han estado afincados en ideas claras y distintas, como el tomismo, o acostumbrados al ejercicio firme de la autoridad, el efecto es sorprendente. Tal como los católicos que dejan de ser conservadores a menudo se hacen marxistas, así, los que dejan de ser tomistas abrazan las más extremas modas existencialistas. Son expertos en excluir el término medio".

El sociólogo David Martin

Y prosigue Berger: 

"En otros términos, cuando uno, tanto en religión como en política, ha comenzado a apalear a la oposición, dejar de hacerlo se transforma en un grave peligro. Aquí el peligro era predecible. Lo irónico de todo esto es que los católicos liberales, que ponen muy en alto a la sociología en su jerarquía de 'revelaciones' seculares, no fueron capaces de ver el peligro. Los conservadores, en cambio, que a menudo consideran a la sociología como uno de los demonios más nefastos del intelecto moderno, olfatearon las señales de peligro a kilómetros de distancia. Es perfectamente posible que los conservadores posean mejores narices sociológicas".

Para el catolicismo, que es el tema que nos interesa en primer término, la situación ha llegado a plantearse en términos de una alternativa: o bien eliminar las tensiones internas, a menudo insoportables, que acompañan a la disonancia cognitiva, rindiéndose al enemigo, o bien cerrar la minoría cognitiva al modo de un ghetto, procurando evitar todo contacto con el exterior. Pero esto conlleva inequívocamente señales de un sectarismo incompatible con la universalidad que ha sido, desde siempre, una de las marcas del catolicismo.

Frente a esta imposible alternativa, quienes la enfrentan optan por una tarea intelectual de "traducción": "Las afirmaciones religiosas tradicionales son traducidas a términos apropiados para el nuevo marco de referencia, aquél que, supuestamente, se moldea por la 'cosmovisión' de la modernidad".

Foto: On Being

Pero Berger advierte de inmediato los inconvenientes de este pretendido “escape” del problema: 

"No hay para qué decir que estos procedimientos exigen una gran cantidad de contorsionismo intelectual. Sin embargo, la mayor dificultad sociológica está en otro aspecto. Las varias formas de secularización teológica –a menos de ser entendidas como ejercicios intelectuales individuales (combatidas por la mayor parte de los medios eclesiásticos de sus protagonistas)-, ofrecen diversos tipos de recompensas. Ellas consisten, por lo general, en que los laicos que resulten bendecidos por ellas serán, o más felices (desaparecerán sus ansiedades existenciales, o sus necesidades arquetípicas serán satisfechas), o bien mejores ciudadanos (generalmente esto significa ser un 'liberal' más profundo y mejor), o bien, posiblemente, ambas cosas. El problema es que puede obtenerse estos mismos beneficios de una fuente puramente secular. Un cristianismo secularizado […] tiene que hacer enormes esfuerzos para demostrar que el punto de vista religioso, modificado para conformarlo al 'espíritu de los tiempos', tiene algo propio que ofrecer. ¿Por qué habría uno de comprar tratamientos de psicoterapia o liberalismo racial en un 'paquete cristiano', cuando las mismas mercaderías están disponibles en formas puramente seculares y, por ello mismo, mucho más modernas? Preferirán el paquete cristiano solamente las personas que experimenten una nostalgia sentimental de símbolos tradicionales –o sea, un grupo que, debido a la influencia de los teólogos secularizantes, está ciertamente disminuyendo-. Para la mayor parte de la gente, los símbolos que han sido vaciados de contenido no convencen, o incluso carecen de interés. En otras palabras, la rendición teológica a la supuesta declinación de lo sobrenatural, se priva a sí misma de fundamentos precisamente a medida que triunfa. En último término, esa rendición significa la liquidación de la teología y de las instituciones en que la tradición teológica se expresa".

Tal traducción, nos dice Berger, es lo que intentó el liberalismo teológico protestante, y lo que ha intentado el catolicismo, desde los primeros atisbos de modernismo antes de San Pío X y bajo su pontificado y, especialmente y ya abiertamente, desde el Concilio Vaticano II. Pero esta "solución" tiene sus problemas propios: 

"El más importante es que lleva implícito en sí mismo un 'factor de escalada', es decir, de escalada hacia el polo de la rendición cognitiva. El 'aggiornamento' surge, por lo general, por motivos tácticos. Se argumenta que uno debe modificar determinadas características de la institución o de su mensaje porque, de otro modo, será imposible capturar ésta o aquella clientela recalcitrante –la 'intelligentsia', o los trabajadores, o la juventud-. Estas modificaciones, sin embargo, conllevan un proceso de revisión, cuyos resultados difícilmente se puede prever o controlar. Así, las modificaciones tácticas tienden a escalar hacia auténticas modificaciones cognitivas. En ese momento, los desafíos provenientes desde fuera se transforman en desafíos desde el interior. El antagonista cognitivo se ha deslizado al interior de las murallas y, peor todavía, al interior de la conciencia del teólogo encargado de vigilar las entradas. La noción de que el comercio promueve el mutuo entendimiento es correcta. Cuando uno comercia con ideas, sin embargo, el entendimiento empuja hacia el acuerdo, debido a aquellos motivos que están hondamente implantados en la naturaleza social del hombre, a los cuales ya hemos aludido. En otras palabras, en el momento en que se comienza un proceso de negociación cognitiva, uno queda expuesto a mutuas contaminaciones cognitivas. El punto crucial es, entonces, ¿cuál de las partes es más poderosa? Si la tesis de la secularización es válida, la parte más poderosa es, por cierto, el mundo moderno, en el que lo sobrenatural se ha vuelto irrelevante. El teólogo que comercia ideas con el mundo moderno, por lo tanto, probablemente hará un triste negocio, es decir, va a tener que entregar mucho más de lo que va a recibir. Para usar otro ejemplo, quien cena con el diablo, más vale que se provea de una cuchara larga. Lo demoníaco de la modernidad tiene su magia propia: el teólogo que cena con ella se va a dar cuenta de que su cuchara se vuelve cada vez más corta, hasta el momento en que llegue su última cena, en que será dejado solo, sin cuchara de ningún tipo, y con el plato vacío. Para entonces, el diablo, podemos imaginarnos, habrá partido en busca de compañía más interesante". 

Y añade: "Dean Inge observó, en alguna ocasión, que el hombre que se casa con el espíritu de la época, pronto se encontrará viudo".

Alfred Loisy (1857-1940), considerado el iniciador de la herejía modernista

Berger, luego de esta descripción de lo ocurrido merced al empleo de conceptos sociológicos, prosigue con algunas interesantes observaciones en cuanto a si el secularismo de la modernidad es o no irreversible. El cree que no lo es. Pero nosotros detendremos aquí estos comentarios, no sin antes expandir dos observaciones que el autor ha hecho más arriba.

Primero, el intento modernista de "poner a tono" la fe con el espíritu de la modernidad para relajar las disonancias cognitivas no sólo se ha establecido ya en la Iglesia Católica sino que ha tenido tiempo de fructificar en ella: sus frutos se advierten por todos lados y aun en los estratos más altos. Nos interesa aquí recalcar que la Ilustración, mediante una inteligente y paciente estrategia, diseñada con visión de largo alcance, logró, luego de copar algunas de las más altas posiciones dentro de la Iglesia, desviar el espíritu original que la encomiable labor de Dom Guéranger (1805-1875) le imprimió en un primer momento al llamado Movimiento Litúrgico. No es de extrañar, pues, que el modernismo estuviera detrás de algunos de quienes proponían el “aggiornamento” litúrgico emprendido tras el Concilio Vaticano II, sin que la mayoría de los padres conciliares, que no eran ni teólogos ni liturgistas, tuvieran la menor sospecha de lo que estaba ocurriendo: con inocencia, confiaron en lo que los expertos les decían. Los pocos que advirtieron el significado de lo que estaba teniendo lugar, alzaron sus ilustradas pero aisladas voces, como los cardenales Ottaviani y Bacci (a la que nos referíamos en una entrada anterior), para detener un proceso que podía ser irreversible. El papa Pablo VI, empero, había confiado también en esas opiniones, aconsejado por el primero y más importante de los expertos que trabajaban en la reforma litúrgica, el lazarista Annibale Bugnini (1912-1982), y no les prestó oídos. Para cuando el Papa descubrió lo que estaba ocurriendo a su alrededor, el daño litúrgico ya estaba hecho.

Segundo, las “traducciones” de la fe que se emprende por quienes desean contemporizar con la modernidad, cuando afectan a los símbolos tradicionales vaciándolos de contenido, marcan el punto de no retorno, porque, como citábamos hace un momento, dice Berger que "[p]ara la mayor parte de la gente, los símbolos que han sido vaciados de contenido no convencen, o incluso carecen de interés. En otras palabras, la rendición teológica a la supuesta declinación de lo sobrenatural, se priva a sí misma de fundamentos precisamente a medida que triunfa".

La manipulación y destrucción de símbolos sagrados, llevada a cabo con ocasión de la reforma litúrgica derivada del Concilio Vaticano II, motivada en gran medida por el deseo de algunos de ponerse a tono "ecuménicamente" con el protestantismo (puede verse al respecto la interesante serie de artículos publicada por el sitio Adelante la fe) y, con el correr de los años, ya salida absolutamente de los cauces inicialmente trazados, al menos en lo que se refiere a la Misa, fue, pues, la señal más clara de la rendición católica a la modernidad, incorporada en el liberalismo protestante. No por nada el Papa Benedicto XVI hizo aquella afirmación, tan aparentemente sorprendente, de que del futuro de la liturgia depende el futuro de la Fe. Afirmación que resulta menos sorprendente si se la reconduce, como fue sin duda la intención de dicho Pontífice, a la secular máxima “lex orandi, lex credendi” atribuida a Próspero de Aquitania (390-430).