La reforma litúrgica
obrada en aplicación de las directrices del Concilio Vaticano II, contenidas en
su constitución Sacrosanctum Concilium
(1963), en ocasiones parece que
constituyese el único punto que interesa al sector denominado «tradicionalista».
O así al menos lo presentan desde la vereda opuesta, con un deseo de reducir
una cosmovisión de Fe a cuestiones estéticas o incluso nostálgicas. Pero ocurre
que detrás hay algo mucho más importante, como es la fidelidad a la Tradición
de la Iglesia, que no es otra cosa que la conservación de ese patrimonio de Fe que
es propio del pueblo de Dios y que, por consiguiente, se enriquece con los
siglos. La Tradición no representa una mera conservación estática, sino que preserva
y desarrolla aquello que se considera útil. Por eso, el Catecismo de la Iglesia
Católica se refiere a ella como la transmisión viva de la Revelación llevada a
cabo por acción del Espíritu Santo (núm. 78).
El propio concepto de
Tradición es, por tanto, opuesto a ruptura y supone continuidad y fidelidad en
el depósito de la fe. No sorprende,
entonces, que ya en 1966 la Congregación para la Doctrina de la Fe dirigiese
una «Carta a los Presidentes de las Conferencias Episcopales sobre los abusos en la interpretación de los decretos del Concilio Vaticano II».
El Cardenal Ratzinger durante su visita a Chile (1988)
(Foto: iglesia.cl)
Años después, y con ocasión de la consagración de cuatro obispos por parte de Monseñor Marcel Lefebvre en calidad de auxiliares de la Fraternidad Sacerdotal de San Pío X (FSSPX), el cardenal Ratzinger se refería a esta tensión entre continuidad y ruptura durante su visita a Chile de 1988 (una cobertura completa de ella puede ser consultada aquí; la cita está tomada de la p. 38):
Sin embargo, existe una actitud de miras estrechas que aísla el Vaticano II y que ha provocado la oposición. Muchas exposiciones dan la impresión de que, después del Vaticano
II, todo haya cambiado y lo anterior ya no puede tener validez, o, en el mejor
de los casos, sólo la tendrá a la luz del Vaticano II. El Concilio Vaticano II
no se trata como parte de la totalidad de la Tradición viva de la Iglesia, sino
directamente como el fin de la Tradición y como un recomenzar enteramente de
cero. La verdad es que el mismo Concilio no ha definido ningún dogma y ha
querido de modo consciente expresarse en un rango más modesto, meramente como
Concilio pastoral; sin embargo, muchos lo interpretan como si fuera casi el
superdogma que quita importancia a todo lo demás.
Esta impresión se
refuerza especialmente por hechos que ocurren en la vida corriente. Lo que
antes era considerado lo más santo –la forma transmitida por la liturgia–, de
repente aparece como lo más prohibido y lo único que con seguridad debe
rechazarse. No se tolera la crítica a las medidas del tiempo postconciliar;
pero donde están en juego las antiguas reglas, o las grandes verdades de la fe
–por ejemplo, la virginidad corporal de María, la resurrección corporal de
Jesús, la inmortalidad del alma, etcétera–, o bien no se reacciona en absoluto, o
bien se hace sólo de forma extremadamente atenuada. Yo mismo he podido ver,
cuando era profesor, cómo el mismo obispo que antes del Concilio había
rechazado a un profesor irreprochable por su modo de hablar un poco tosco, no
se veía capaz, después del Concilio, de rechazar a otro profesor que negaba
abiertamente algunas verdades fundamentales de la fe. Todo esto lleva a muchas personas
a preguntarse si la Iglesia de hoy es realmente todavía la misma de ayer, o si
no será que se la han cambiado por otra sin avisarles. La única manera para
hacer creíble el Vaticano II es presentarlo claramente como lo que es: una
parte de la entera y única Tradición de la Iglesia y de su fe.
Insistía todavía Joseph Ratzinger, ahora desde la sede de Pedro que ocupó con el nombre de Benedicto XVI, sobre la «hermenéutica de la continuidad» en su célebre discurso a la Curia Romana de 22 de diciembre de 2005:
A la hermenéutica de
la discontinuidad se opone la hermenéutica de la reforma, como la presentaron
primero el Papa Juan XXIII en su discurso de apertura del Concilio el 11
de octubre de 1962 y luego el Papa Pablo VI en el discurso de clausura el 7 de
diciembre de 1965. Aquí quisiera citar solamente las palabras, muy conocidas,
del Papa Juan XXIII, en las que esta hermenéutica se expresa de una forma
inequívoca cuando dice que el Concilio “quiere transmitir la doctrina en su
pureza e integridad, sin atenuaciones ni deformaciones”, y prosigue: “Nuestra
tarea no es únicamente guardar este tesoro precioso, como si nos preocupáramos
tan sólo de la antigüedad, sino también dedicarnos con voluntad diligente, sin
temor, a estudiar lo que exige nuestra época [...]. Es necesario que esta
doctrina, verdadera e inmutable, a la que se debe prestar fielmente obediencia,
se profundice y exponga según las exigencias de nuestro tiempo. En efecto, una
cosa es el depósito de la fe, es decir, las verdades que contiene nuestra
venerable doctrina, y otra distinta el modo como se enuncian estas verdades,
conservando sin embargo el mismo sentido y significado” (Concilio ecuménico
Vaticano II, Constituciones. Decretos. Declaraciones, BAC, Madrid,
1993, pp. 1094-1095).
San Juan XXIII
Es claro que este esfuerzo por expresar de un modo nuevo una determinada verdad
exige una nueva reflexión sobre ella y una nueva relación vital con ella;
asimismo, es claro que la nueva palabra sólo puede madurar si nace de una
comprensión consciente de la verdad expresada y que, por otra parte, la
reflexión sobre la fe exige también que se viva esta fe. En este sentido, el
programa propuesto por el Papa Juan XXIII era sumamente exigente, como es
exigente la síntesis de fidelidad y dinamismo. Pero donde esta interpretación
ha sido la orientación que ha guiado la recepción del Concilio, ha crecido una
nueva vida y han madurado nuevos frutos. Cuarenta años después del Concilio
podemos constatar que lo positivo es más grande y más vivo de lo que pudiera
parecer en la agitación de los años cercanos al 1968. Hoy vemos que la semilla
buena, a pesar de desarrollarse lentamente, crece, y así crece también nuestra
profunda gratitud por la obra realizada por el Concilio.
Ciertamente, fruto de un desarrollo orgánico, los ritos en la Iglesia debían
incorporar algunos cambios con el paso de los siglos y favorecer así ese deseo profundo que animó al
Movimiento litúrgico: la actuosa
participatio de los fieles en los misterios sagrados. A ese propósito responden las reformas de San
Pío X, del Venerable Pío XII y de San Juan XXIII. Pero ella no podía descuidar
que la Santa Misa es uno de los más grandes misterios de nuestra Fe y revive el
sacrificio redentor de Cristo. A ese fin se ordenan los cambios de voz del
preste, el silencio, las genuflexiones y la orientación del altar en la
liturgia tradicional. Es esa sacralidad, muchas veces perdida, la que atrae a
tantos católicos a descubrir el tesoro de la Forma Extraordinaria como un medio de vivir con mayor intensidad su Fe.
En una lectura
reciente hemos descubierto una ponderada síntesis de lo que fue la reforma
litúrgica posterior al Concilio Vaticano II y los desórdenes que a ella
siguieron, y queremos compartirla con nuestros lectores en dos entradas futuras.
Se trata una obra de divulgación sobre la historia de la Iglesia en el siglo XX
escrita por el Rvdo. José Orlandis Rovira (1918-2010) y publicada por Ediciones Palabra en 1988.
Este sacerdote de la
Prelatura del Opus Dei fue un conocido historiador y jurista español que destacó
por sus investigaciones sobre la cultura y las instituciones visigóticas.
Catedrático de Historia del Derecho desde 1942, ejerció su docencia principalmente
en las Universidades de Zaragoza y Navarra. Ocupó la presidencia de la Academia
Aragonesa de Ciencias Sociales y fue Vicedecano de la Facultad de Derecho de
Zaragoza y, posteriormente, primer decano de la Facultad de Derecho Canónico y
primer director del Instituto de Historia de la Iglesia de la Universidad de
Navarra. Fue asimismo presidente del Consejo Asesor Internacional de la revista
Anuario de Historia de la Iglesia. Es
autor de un sinnúmero de obras, entre ellas una Breve historia del cristianismo (1983) publicada en Chile por
Editorial Universitaria.
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