Ofrecemos ahora el primer texto de los dos prometidos en la entrada anterior. Se trata del apartado dedicado a la reforma litúrgica y contenido en Orlandis
Rovira, J., La Iglesia
católica en la segunda mitad del siglo XX, Madrid, Palabra, 1998, pp. 72-74:
Una innovación de
particular resonancia, por las repercusiones que estaba destinada a tener en la
vida religiosa del pueblo cristiano, fue la reforma litúrgica. Su finalidad era
la puesta en práctica de la constitución conciliar Sacrosanctum Concilium. Uno de los objetivos fundamentales de la reforma
era impulsar la participación de los fieles en la celebración eucarística.
Signo bien visible de este propósito fue la instalación del altar cara al
pueblo, un cambio no realizado siempre con la deseable prudencia y en ocasiones
a costa del deterioro o supresión de valioso retablos, sagrarios y obras de
arte. La finalidad catequética aparece en la introducción en la Misa de la
lectura continuada de la Sagrada Escritura y la homilía. La reforma litúrgica
tuvo claramente aspectos positivos, como ha sido, en primer lugar, la mayor
participación de los laicos en la Misa.
El uso del latín o de
la lengua vulgar en la Misa fue tal vez el aspecto más debatido de la reforma
litúrgica. La constitución Sacrosanctum
Concilium se había expresado sobre esta cuestión en términos muy prudentes [véase el núm. 36].
El principio general establecido era éste: «Se conservará el uso de la lengua latina
en los ritos latinos, salvo derecho particular». Pero a la vez se abrió la
puerta al uso de las lenguas vulgares: «Sin embargo —proseguía el texto— el uso
de la lengua materna puede ser muy útil para el pueblo. Por eso, tanto en la
Misa como en la administración de los sacramentos y en otras partes de la
liturgia, podrá dársele mayor cabida, sobre todo en las lecturas y moniciones,
en algunas oraciones y cantos». La constitución concluía dejando en manos de la
autoridad eclesiástico territorial correspondiente «determinar si ha de usarse
la lengua materna y en qué medida».
La aplicación de la Sacrosanctum Concilium fue mucho más
lejos de lo previsto en la letra del texto y puede decirse que provocó la
práctica desaparición del uso del latín en la liturgia. Del avance realizado en
ese sentido puede dar una idea el contraste entre los términos en que se
expresaba la constitución conciliar y las palabras que seis años más tarde en
una alocución de 26 de noviembre de 1969, pronunciaba Pablo VI, en abierto
favor del uso de las lenguas vulgares [el texto original e íntegro en italiano
puede consultarse aquí]: «El lenguaje de la Misa —decía— ya no será el latín
sino la lengua vernácula. Para quien conozca la belleza, la fuerza, la
sacralidad expresiva del latín representa ciertamente un sacrificio su sustitución
por la lengua vulgar: ¡perdemos el habla de los pasados siglos cristianos y con
ello perderemos gran parte de esa maravillosa e inefable realidad artística que
es el canto gregoriano! Pero ¿no hay acaso algo que está por encima de estos
altísimos valores de la Iglesia? ¿No vale más la comprensión de la oración que
los ropajes sedosos y vetustos con que está regiamente vestida? ¿No tiene un
valor superior la participación del pueblo, de este pueblo moderno acostumbrado
a las palabras claras e inteligibles, que puede formar parte de su conversación
corriente? Si la expresión latina mantuviese apartada de nosotros a la
infancia, a la juventud, al mundo del trabajo y de los negocios; si fuera un
diafragma opaco en lugar de ser un cristal transparente, nosotros, pescadores
de almas, ¿obraríamos cuerdamente si conservásemos un exclusivo dominio de la
plegaria religiosa?».
Esta larga cita de
Pablo VI —que recoge uno de sus biógrafos— permite apreciar las razones de
orden pastoral que le llevaron a promover el uso de la lengua vulgar en la
liturgia. Y el hecho es que la reforma —cuyo principal y audaz ejecutor fue
Mons. Amadeo [sic] Bugnini— sería ampliamente aceptada y las resistencias y
críticas se circunscribieron a círculos ilustrados de intelectuales y humanistas,
como los integrados en la asociación Una
Voce. En el momento presente, con la perspectiva que ya permite tener el
paso de los años, el juicio histórico ha de ser necesariamente matizado. El uso
de la lengua vulgar es, sin duda, un hecho irreversible, como lo fue la
sustitución del griego por el latín en las iglesias occidentales de los siglos
II y III. La reforma —como ha quedado dicho— ha conseguido igualmente una mayor
participación de los fieles en la celebración de la Eucaristía. Pero, dicho
esto, hay que llamar también la atención sobre la confusión que produce a
menudo la multiplicación de las variedades lingüísticas. En efecto, no
solamente los grandes idiomas universales, sino también otros de limitado
ámbito regional, y hasta dialectos se emplean a veces incluso de modo, sino
exclusivo, mayoritario. Y esto ocurre a la hora en que el mundo ha venido a ser
la «aldea global», y el turismo, la actividad profesional o las migraciones
hacen que millones de personas se desplacen constantemente de unos a otros
espacios lingüísticos. El uso del latín en las partes centrales de la Misa —como
viene haciéndose ya en algunos lugares [y como fue recomendado en el núm. 62 de la exhortación postsinodal Sacramentum Caritatis de 2007]— facilita a todos su mejor seguimiento y subraya la
catolicidad [que es a la vez unidad y universalidad] de la Iglesia. Por lo que
hace a la música sagrada, el éxito que registra hoy el canto gregoriano lleva a
pensar que ese género sigue diciendo mucho al espíritu del hombre
contemporáneo. Y, aunque se comprendan las razones pastorales, no puede dejar
de lamentarse que obras que son el fruto del genio de músicos cristianos del
pasado —como, por ejemplo, la secuencia del Dies
irae, fiel expresión de la sensibilidad religiosa de los católicos de la
Baja Edad Media— haya desaparecido del rito de las exequias, para sobrevivir —secularizada—
en los programas de conciertos de los grandes coros y orquestas.
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