Ofrecemos a continuación un interesante artículo escrito por don Augusto Merino Medina, uno de los miembros de nuestro equipo de Redacción, referido al arqueologismo litúrgico.
El arqueologismo litúrgico visto desde Newman
Prof. Dr. Augusto Merino Medina
Beato Cardenal John Henry Newman (1801-1890)
La idea de “regresar a las raíces”, expresada con estos o análogos términos, suele transformarse, cuando se refiere a innovaciones en la sagrada liturgia, en lema de revolucionarios y reformadores, más que de quienes desean un perfeccionamiento de la liturgia de la Iglesia en aspectos específicos verdaderamente perfeccionables. Ella suele conllevar, en efecto, una radicalidad en el ímpetu de cambio que supone ignorar el desenvolvimiento orgánico de la fe a lo largo del tiempo. En general, todo “regreso a las raíces” supone, además, una audacia que casi siempre se explica por la ignorancia –o, en ocasiones, el histrionismo- de sus propulsores, un ejemplo de lo cual lo tenemos, e inmejorable, en la figura patética de ese revolucionario del siglo XVIII, Jean-Jacques Rousseau, que se hizo famoso con su “vuelta a la naturaleza” y con la crítica de la civilización que lo sostenía, de la cual aprovechó todo lo que pudo. La llamada “reforma” de la Iglesia llevada a cabo por Lutero y demás teólogos rebeldes frente a Roma, que, como se sabe, más que reformar, revolucionó y deformó la vida de la cristiandad occidental, no podía dejar de incorporar también esta idea. Y, al interior de la Iglesia, ella reapareció, pocos siglos después de dichos “reformadores” –y, como no es raro, en la misma línea por ellos trazada- en uno de los lugares más sensibles de la vida cristiana, la liturgia.
Pieter Neeffs , Interior de una Iglesia Gótica (1649)
El arqueologismo litúrgico fue, prestamente y con justicia, blanco de las críticas del Magisterio, partiendo por el Magisterio papal [1]. El prurito por “revivir” o “rescatar” antiguas prácticas, supuestamente muy próximas a la época apostólica -y, por lo tanto, supuestamente, también, más valiosas que las posteriores-, o el deseo de “depurar” las que se dieron con el correr del tiempo, fue juzgado, con acierto, como una modalidad más de ese “deseo de novedades” que, precisamente desde la época apostólica, fue condenado ya como un peligro intelectual y espiritual [2]. Pero esta vez el hambre de novedades se presentó revestida –inocente o calculadamente- de un supuesto ánimo –muy paradojal, por lo demás- de no innovar, de atenerse a lo que primero se hizo, según las hipótesis históricas de los partidarios de tales “vueltas al pasado”. Al cabo, parecía más amigo de la tradición quien prefería ciertos usos litúrgicos atribuídos a los primeros siglos, que quien, habiéndolos dejado atrás, se atenía a lo que se fue paulatinamente adoptando como uso hasta llegar a nuestra propia época.
El
punto de la “vuelta atrás” se presta a una infinidad de críticas, por cierto. Porque
es extraño que alguien se empeñe en rechazar el patrimonio, bien conocido, que
ha recibido como herencia concreta de sus padres, y se empeñe en reclamar como tal
las reconstrucciones inciertas y aun improbables de lo que los abuelos de hace
sesenta generaciones atrás transmitieron, en su momento, a sus propios hijos.
Si esta actitud existencial es poco razonable, la situación resulta, desde el
punto de vista de la historia entendida como conocimiento del pasado (“rerum
gestarum memoria”) extraordinariamente débil.
En
efecto, precisamente hacia la época en que en Francia, en Austria y en otros
países, el Mouvement liturgique y otros análogos cobraban su mayor vigor y,
con él, el arqueologismo litúrgico, tenía lugar, en la misma Francia, una serie
de desarrollos en el campo de la filosofía de la historia y de la práctica de
la historiografía que ponían en duda la posibilidad de recuperar un pasado conservado
tal cual, objetivo, en algún recodo de una memoria, también objetiva e inmóvil.
Un buen ejemplo de aquel clima lo ofrecían autores como Ricoeur [3],
desde la hermenéutica. Tales teorías condujeron, la mayor parte de las veces, a
la conclusión de que no había un pasado que recordar, sino que lo que el
historiador hacía era escribir su personal y particular versión de lo que creía
que el pasado había sido. La cuestión de la verdad histórica fue prontamente
descuidada por muchs o vaciada de contenido, cosa a la que contribuyó la
sociología del conocimiento, ejemplificada por Karl Mannheim hacia mediados del
siglo XX [4] y
por muchos otros después. Uno de los pocos que escapó del relativismo histórico
–y epistemológico- fue Henri-Irenée Marrou, quien expuso uno de los puntos de
vista más sutiles e inteligentes en este campo en su libro “Del conocimiento
histórico” [5].
Es
difícil, pues, comprender que los liturgistas arqueologizantes de mediados del
siglo XX, que podrían –y deberían- haber estado más alertas a lo que sucedía a
su alrededor en el terreno del conocimiento histórico, hayan creído tan fácil la
recuperación de usos, costumbres y modos de los primeros siglos cristianos, de
los cuales no queda a menudo más que referencias indirectas, escasísimos
indicios, confusos testimonios, contradictorias versiones. Pero así fue: en
nombre de aquellas antigüedades –las más de las veces, imaginarias-, se
emprendió una revolución litúrgica devastadora, que rehusó reconocer valor a la
liturgia, infinitamente mejor conocida históricamente, de los últimos mil
doscientos o más años de historia. Es imposible no conjeturar que el móvil de
esta radical “vueltas atrás” fue, más que el amor a lo prístino y auténtico,
otro muy diverso, en cuyas densidades no es nuestro propósito entrar aquí.
Misa del Camino Neocatecumenal
Una
de las figuras europeas que más importancia y auge están cobrando hoy, proceso
al que ha contribuido positivamente su beatificación por Benedicto XVI, es la
del Cardenal John Henry Newman. Desde lo que ya parece el lejano siglo XIX, y
desde el buen sentido y equilibrio que en general caracteriza al pensamiento
inglés, Newman entra, en el siglo XXI, al corazón mismo de un candente conjunto
de problemas filosóficos y teológicos. La lectura de sus obras sorprende tanto
por el cuidado estilo literario con que fueron escritas, propio de una época de
vida más pausada y de mejor gusto, como por la actualidad de sus planteamientos,
que parecen, en verdad, formulados, de modo expreso, para nuestros días.
Semejante capacidad de convenir a cualquier época sólo es patrimonio de las
mentes verdaderamente grandes.
La
riqueza del texto de Newman titulado “Ensayo sobre el desarrollo de la doctrina
cristiana” es un venero, situado quizá no enteramente más allá de toda crítica,
que puede ser explotado por quienes actualmente están inmersos en algunos de
los problemas más álgidos de la teología. Aquí, nosotros vamos a aprovechar
solamente algunos de los pasajes de esa notable obra para decir un par de cosas
sobre el sentido e importancia de la tradición litúrgica de la Iglesia
católica.
Edición inglesa del libro “Ensayo sobre el desarrollo de la doctrina cristiana”
del Beato John Henry Newman
Uno
de los pasajes de dicho ensayo más atingentes a este propósito es el siguiente,
que citaremos in extenso para ahorrarnos glosas nuestras que nunca van a
estar a la altura de lo escrito por el propio Newman:
“En
verdad, se dice a veces que el manantial es más claro cuanto más próximo está a
su fuente. Cualquiera sea la utilidad que se pueda encontrar a esta imagen, ella
no resulta aplicable a la historia de la filosofía o de las creencias, las cuales
son más equilibradas, puras y firmes una vez que su cauce se ha hecho profundo,
ancho y caudaloso. Una filosofía necesariamente
surge de un determinado estado de cosas pre-existente, y por algún lapso
conserva el sabor de ese terreno. Pero su elemento vital necesita
desembarazarse de lo que le es ajeno y transitorio, y se empeña en lograr libertad,
la cual se vuelve más vigorosa y promisoria a medida que pasan los años. Sus
comienzos no expresan adecuadamente sus potencialidades ni su amplitud. Al
principio, no se sabe de ella qué es, ni cuál es su valor. Quizá por algún tiempo
permanece inmóvil, y luego trata de, como quien dice, ejercitar sus
extremidades, y de poner a prueba el terreno que pisa, tanteando el camino. A
veces hace ensayos que fracasan y que, por tanto, abandona: parece indecisa
sobre qué dirección tomar, divaga, y al cabo se decide por un rumbo definido. Con
el tiempo, entra en territorios desconocidos, las controversias alteran su
aspecto, surgen y caen partidos en torno a ellas, aparecen peligros y
esperanzas en las nuevas relaciones, y los viejos principios reaparecen en
nuevas formas, y ella cambia con ellos para permanecer igual” [6].
Misa tradicional en el Oratorio de Oxford
Como
se sabe, el tema que aborda Newman en este ensayo es el del desarrollo
histórico de la fe cristiana, cuya apariencia exterior, en sus comienzos, es
notablemente diferente de la que tiene hoy, veinte siglos después. Y es natural
que así sea, como Newman se encarga de explicar en este texto, puesto que se
inicia con ciertas formulaciones extraordinariamente sintéticas, como las de la
Revelación escrita contenida en el Nuevo Testamento, que puede ser comparada a
un apretado capullo que, con el paso del tiempo, va abriéndose lentamente
–aunque de modo no siempre pacífico- hasta su floración, en un proceso cuyo
término no se ha alcanzado, quizá, hasta hoy (recordemos la declaración de los
dos últimos dogmas marianos hechos en los dos siglos que nos preceden) y,
posiblemente, no se alcanzará nunca, supuesta la pletórica riqueza de la
Revelación divina. El caso de la dilucidación de la revelación de la Santísima
Trinidad, que toma varios siglos en quedar expuesta de un modo satisfactorio
por la teología, es un espléndido ejemplo de lo que Newman quiere decir, y lo
dice espléndidamente.
Para
nosotros, preocupados de la liturgia, la posición de Newman nos ofrece
invaluables puntos de apoyo a fin de acercarnos a una comprensión correcta del
carácter de ésta y de las formas exteriores y ritos a que ella ha dado lugar.
Porque, en efecto, hay que recordar que la Revelación divina no se contiene,
según enseña la Iglesia, solamente en los textos escritos del Nuevo Testamento,
sino también en la Sagrada Tradición, viva, de la Iglesia, integrada por
enseñanzas apostólicas que, como sabemos, fueron transmitidas oralmente en la
predicación y, sobre todo, mediante
el patrimonio de oraciones y variadísimas formas de culto divino que la Iglesia
ha ido transmitiendo de generación en generación. No es aventurado decir que el
lugar donde la Tradición, fuente de Revelación de Dios, se conserva y transmite
de modo incomparablemente fiel, activo y vivido, es la liturgia: es en ésta
donde nos encontramos con ese hondón de verdades inefables que Dios nos ha dado
a conocer.
Misa en Rito Carmelita (Valparaiso, Nebraska)
Siguiendo la idea fundamental que explica Newman, habrá que admitir que lo que se nos revela en la Tradición ha sido, también en la liturgia, objeto de ensayos de formulación, tanto verbal como no verbal, de tanteos, de consensos y disensos, tal como ha ocurrido con la explicitación del conjunto de la Revelación. Sólo que acá, como es natural, no hay un registro de discursos intelectuales, de análisis de ideas teológicas de un alto grado de abstracción, sino que lo que se nos ofrece es un vasto panorama de ritos, ceremonias, preces, usos, costumbres, cuya lectura no es fácil, no sólo por la dificultad histórica de acceder a ellos, sino por el modo seguramente tentativo, provisorio, inseguro y aun confuso en que tales elementos litúrgicos iban traduciendo, en acciones, gestos y palabras, las verdades de fe en el avance de su explicitación. Lo que hay, igual que en el plano de las discusiones teológicas, es un denso núcleo inicial invariable, rectamente comprendido en su esencia, transmitido de modo indefectible por la Iglesia. Quizá el mejor ejemplo de ello esté corroborado también por la Revelación escrita, en el texto de San Pablo sobre lo que él, a su vez, recibió de modo oral: “Porque esto es lo que he recibido del Señor y os he transmitido: que la misma noche en que iba a ser entregado, el Señor Jesús tomó pan, dio gracias, lo partió y se los dio diciendo “esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros”, y del mismo modo, terminada la cena, tomó la copa y dijo “esta copa es la nueva alianza en mi sangre. Cada vez que la bebáis, lo haréis en conmemoración mía”” [7]. San Pablo nos dice cuál es la esencia de la Misa, tal como ella era realizada en la práctica litúrgica de su tiempo; pero hay más en la teología de la Misa que lo que San Pablo nos enseña.
Todo
esto nos lleva, de modo inevitable, a aceptar que no son los primeros ensayos o
tentativas de carácter litúrgico el lugar donde habremos de encontrar la
plenitud de la Revelación de lo que la Misa, como centro de la oración pública
de la Iglesia y como “fuente y cumbre” [8] de
su vida, es efectivamente, de todos sus elementos e inagotables riquezas, ni el
lugar donde podremos encontrar las expresiones cultuales más felices y acabadas.
Por el contrario, el pasar de los años, de los siglos, y de las circunstancias
de diversa naturaleza por las cuales ha atravesado la liturgia divina ha ido
haciendo más claro, según el modo como ella nos habla, lo que Dios ha querido
revelarnos de este modo, o sea, aquello que no podía ser revelado de otro,
precisamente por ser inefable.
A
la luz de estas ideas que Newman va exponiendo en su ensayo, escrito hace ya
más de un siglo y medio, parece verdaderamente sorprendente el que tantos, y
con tanto ahínco, insistan todavía en buscar y rebuscar en unos remotos
orígenes, en que la vida cristiana estaba todavía densamente compendiada en
algunas prácticas, que por lo demás, nos son en gran medida desconocidas, las
formas ideales de expresión de la liturgia, las formas ya plenamente
conscientes de todas las riquezas que la liturgia se trae entre manos, plenamente
desarrolladas, explicitadas y desglosadas.
Matthias Stom (s. XVII), San Gregorio Magno, Doctor de la Iglesia
Tal
actitud es, en verdad, desconcertante, si se toma en cuenta la eclosión, la
floración y proliferación de la vida litúrgica a partir de San Gregorio Magno
en el siglo VI, como si todo lo que de ahí en adelante tuvo lugar no fuera sino
un gradual apartarse de la verdad original, una decadencia, cuando no
corrupción, de las formas ideales en que los cristianos de las dos o tres
primeras centurias realizaron su culto. Son más de mil años los que se pone en
tela de juicio y se critica acerbamente, presentando, respecto de ese período,
la visión estereotipada de un “sistema” litúrgico/escolástico –paralelo al
“sistema” teológico/escolástico- en términos de algo tan homogéneo e inmóvil
como empobrecido, cuando no derechamente erróneo y espiritualmente peligroso.
Muchos liturgistas parecen no haber hecho el estudio de los mil años de
Cristiandad que corren entre el siglo VI y el siglo XVI sino para criticarlos
acerbamente, cuando, si hubieran procedido sin prejuicios ligados a puntos de
vista “refundacionales” actuales, hubieran descubierto un panorama ágil, lleno
de innovaciones, de cambios, de correcciones, de transferencias entre una región
de la incipiente Europa a otras, de variaciones locales y funcionales –es
decir, propias de diversas corporaciones que se dieron al interior de la
Iglesia, como las órdenes monásticas-. En suma, un panorama lleno de vitalidad
y riqueza, en que se va apreciando, cada vez mejor, las infinitas riquezas de
la Misa. No menos sorprendente es la incomprensión de la preocupación no tanto
por la homogeneidad como por la corrección teológica que tuvo lugar en el
Barroco post-tridentino, al cual le correspondió hacerse cargo de uno de los
mayores desafíos que, hasta entonces, había experimentado la cristiandad a lo
largo de toda su historia, cosa que hizo con magistral acierto.
En
conclusión, la doctrina expuesta por Newman en su ensayo debiera servirnos para
apreciar la riqueza de contenidos, la proliferación de elocuentes matices, la
creciente explicitación, mediante gestos y ceremonias, de las riquezas que, con
el tiempo, la Iglesia ha ido realizando en sus ritos, para no decir nada de la
inmensa belleza que, conforme al espíritu noble y sobrio de la Iglesia romana,
ha hecho de su liturgia tradicional uno de los mayores logros de la cultura del
Occidente cristiano. Que todo eso esté hoy en peligro, debiera constituír un
acicate para reaccionar, con la firmeza y prudencia del caso y cuando todavía
es tiempo, frente a la auténtica barbarie que se nos ha dejado caer encima en
nombre, igual que en la “reforma” del siglo XVI, de un supuesta “pureza de la
fe”.
Hacerlo
nos revelará, por otra parte, de modo cada vez más claro, esa actitud doblemente
paradojal de muchos católicos contemporáneos que pretenden sofocar toda
heterogeneidad en la liturgia, imponiendo, en nombre de la unidad de la Iglesia
y de modo riguroso y monocorde –cosa que jamás se había dado anteriormente en
la Iglesia en igual medida- el nuevo estilo de liturgia que, él mismo, es un
conjunto de arbitrarias y casi diariamente cambiantes prácticas, cuyo único
canon quiere ser la ausencia de cánones.
[3] Ricoeur, P., “Objectivité et subjectivité en histoire”, en Histoire et Verité, Paris, Editions du Seuil, 1952.
[4] Mannheim, K., Ideology and Utopia. An
introduction to the sociology of knowledge. London, Routledge and Kegan
Paul, 1954.
[6] “It is indeed sometimes said that the stream is
clearest near the spring. Whatever use may fairly be made of this image, it
does not apply to the history of a philosophy or belief, which on the contrary
is more equable, and purer, and stronger, when its bed has become deep, and
broad, and full. It necessarily rises out of an existing state of things, and
for a time savours of the soil. Its vital element needs disengaging from what
is foreign and temporary, and is employed in efforts after freedom which become
more vigorous and hopeful as its years increase. Its beginnings are no measure
of its capabilities, nor of its scope. At first no one knows what it is, or
what it is worth. It remains perhaps for a time quiescent; it tries, as it
were, its limbs, and proves the ground under it, and feels its way. From time
to time it makes essays which fail, and are in consequence abandoned. It seems
in suspense which way to go; it wavers, and at length strikes out in one
definite direction. In time it enters upon strange territory; points of controversy
alter their bearing; parties rise and fall around it; dangers and hopes appear
in new relations; and old principles reappear under new forms. It changes with
them in order to remain the same. In a higher world it is otherwise, but here
below to live is to change, and to be perfect is to have changed often”. Cfr.
Newman, J. H., An Essay on the
Development of Christian Doctrine, Notre
Dame (Indiana), University of Notre Dame Press, Project Gutenberg Ebook, January 29, 2011 [EBook
#35110], part I, ch. I, section 2, 7 (trad. del autor).
[8] Sacrosanctum Concilium, núm. 10.
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