Les ofrecemos hoy la cuarta respuesta preparada por un colaborador de esta bitácora en torno a algunas objeciones habituales formuladas a la Misa de siempre y referida a por qué en ella el sacerdote pronuncia en silencio las palabras del Ofertorio y del Canon en vez de decirlas en voz alta (véase aquí el listado de preguntas).
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El silencio en el mundo moderno
“tiene mala prensa”. El día entero de una persona corriente está lleno del
ruido de la ciudad que lo rodea y, para colmo, cada cual procura matar el
silencio que pudiera sobrevenirle en algún momento conectándose, por medio de
audífonos individuales, a una incesante música que lo acompaña cada minuto
mientras está despierto. El silencio evoca soledad, y sabemos que el hombre
contemporáneo, a menudo incapaz de hacer el esfuerzo de entrar dentro de sí
mismo, de encontrarse consigo mismo en la intimidad, huye de la soledad (aunque
en el fondo, lo que hace es huir de sí mismo, “divertirse”) y, por tanto, del
silencio.
Una experiencia humana universal
consiste en que, ante alguien superior a uno, se habla en un tono bajo, sin
estridencias. La voz baja para dirigirse a una autoridad demuestra respeto, sumisión,
acatamiento, veneración. Y también amor y ternura: una declaración de amor no
se dice a voz en cuello ni con estridencia, y la ternura no habla a grito
pelado.
(Foto: Denver Catholic)
Por otra parte, el recuerdo, la
reminiscencia de algo, especialmente si es algo muy querido y venerado, surge
más viva y claramente cuando no hay estridencias exteriores, cuando el ambiente
es sereno y tranquilo. Finalmente, la oración a Dios más intensa y fervorosa,
aquella en que la persona se empeña con todas sus fuerzas y ruega con máximo
fervor, es también íntima, silenciosa, incluso sin palabras, la mayor parte de
las veces: las palabras, y sobre todo las palabras estridentes, no son aquí las
apropiadas; ni siquiera nace el impulso de usarlas.
La Iglesia, ya desde los siglos más
tempranos, supo que el control de la voz en las acciones sagradas es de la
máxima importancia. Y por eso es que el canto, que consiste en someter la voz a
una disciplina melódica y rítmica en que todos los partícipes deben moderar la
propia para evitar la cacofonía de una plaza de mercado, fue siempre uno de los
aspectos más cuidados del culto. Es bueno recordar aquí que San Agustín terminó
convirtiéndose a la fe una vez que asistió a los cantos que entonaban los
fieles en la catedral de Milán durante el culto y, en el mundo moderno, Paul Claudel se convirtió súbitamente a la fe al oír la música que tocaba el órgano
en la catedral de Notre Dame de París.
No es, pues, de extrañar que en la
Santa Misa, en la que, por mandato del Señor dado en la Última Cena, hacemos
memoria de lo que en ella Él llevó a cabo, el recuerdo más vivo e íntimo de
cosas tan sagradas sea hecho en voz baja, durante la recitación de las
oraciones del Ofertorio y del Canon, que forman una sola acción recordatoria de
aquel sacrificio que Cristo ofreció a Dios. No se trata de mantener en secreto
determinadas fórmulas, ni de impedir que los fieles tomen parte en esa acción;
por el contrario, se trata de una acción tan sagrada que el silencio reverente
se impone como lo más apropiado. A quien tiene conciencia de esa sacralidad, el
silencio le resulta lo más apropiado.
(Foto: Catholic Traditional Priest)
Finalmente, la experiencia de lo
sagrado impone espontáneamente el silencio, “hace entrar el habla”, hace
enmudecer a quien lo contempla. El recuerdo de lo que es más entrañable se hace
en silencio, con la mayor delicadeza.
Si los fieles quieren seguir
individualmente las palabras que el sacerdote pronuncia en silencio, pueden
recurrir a su misal privado, donde ellas están reproducidas. Quizá en tiempos
en que el analfabetismo fue la tónica en la sociedad el silencio de ciertas
partes de la Santa Misa pudo haber sido un problema, aunque en épocas pasadas la
catequesis de la Iglesia fue mucho más eficiente que en el caso actual, donde
ella ni siquiera existe; pero hoy el problema ya no existe.
Por otra parte, a veces se quejan
los fieles de que les resulta imposible seguir al sacerdote, que va rezando los
textos en voz baja, por la velocidad de su lectura, y terminan perdiéndose en
el misal y dando vuelta páginas y más páginas, procurando inútilmente seguir el
ritmo. Ciertamente esto es un inconveniente, aunque de fácil solución, puesto
que basta que se instruya al celebrante a observar un ritmo pausado en la
recitación. Pero, por otra parte, quien asiste con frecuencia a la Santa Misa
logra un conocimiento y familiaridad con las oraciones y, aunque no pueda
pronunciarlas interiormente al unísono con el celebrante, puede unirse a ellas
en oración sin palabras, silenciosa, que es tanto o quizá más meritoria que la
otra. Por otra parte, aunque las oraciones del Ofertorio y el Canon son de una
incalculable riqueza, los fieles pueden hacer oración con sus propias palabras,
según sean las circunstancias que viven: no es estrictamente necesario que los
fieles repitan las mismas palabras del sacerdote. Por el contrario, a veces es
preferible dejar lugar a la oración propia, silenciosa y llena de unción. Así,
podría decirse, durante la Misa suben a Dios diversas oraciones, desde diversos
lugares del templo, en una especie de coro a muchas voces, de una polifonía.
Santa Teresa del Niño Jesús quiso, en algunas etapas de su vida, seguir las
oraciones del sacerdote en el misal, pero a menudo su alma se elevaba a Dios en
contemplación durante la Misa, lo cual no era, por cierto, un defecto, sino
algo muy agradable al Señor e inspirado por Él mismo. Precisamente una de las
ventajas del silencio en la Misa es permitir a los fieles orar a Dios personal
e intensamente uniéndose, en espíritu más que en palabras, a la acción sagrada
que realiza Cristo en el altar.
(Foto: Flickr)
Finalmente, hay quienes lamentan que
el Padrenuestro, la oración del Señor, que se dirige a Dios por el celebrante,
no se recite en voz alta por todos los fieles. La explicación de esto está en
la antiquísima tradición, vigente hasta hoy en tantos actos colectivos de
nuestra vida, de que quien habla en representación de todos es quien hace de
cabeza, el que es más importante: en una familia, el padre; en una asamblea, el
presidente. Así, en los monasterios ha sido práctica milenaria que quien dirige
a Dios la oración por todos es el abad, el padre. El sacerdote en la Santa Misa
actúa representando a Cristo, que es quien realmente ofrece el sacrificio, y
por ello recita solo el Padrenuestro, en el lugar del Señor. Los fieles no
quedamos excluidos, sino que podemos recitar también el Padrenuestro con el
silencio íntimo que viene tan bien a esa oración, la más perfecta de todas. Y
al hacerlo así, reconocemos que es Cristo nuestra Cabeza, y dejamos que Él
hable por nosotros.
En esto, como en otros elementos del
rito de la Santa Misa, se manifiesta, por otra parte, una verdad central de
nuestra fe: de entre los fieles católicos hay algunos que han sido elegidos y
ordenados para llevar a cabo, en forma exclusiva, ciertos actos sagrados, de
los cuales el máximo es precisamente la Santa Misa. No hay igualdad, en este
sentido, en el seno de la Iglesia; no todos estamos ordenados para esas
funciones. Pero ello no disminuye un ápice nuestra dignidad de miembros del
cuerpo místico de Cristo. La recitación indiferenciada del Padrenuestro y de
otras oraciones de la Santa Misa antes reservadas al sacerdote celebrante no es
una novedad “inocente”: ella fue introducida precisamente con el fin de
desenfatizar, al modo protestante, la esencial diferencia que, en la Iglesia
católica, distingue de los demás fieles a quienes reciben el sacramento del
orden sagrado (inexistente entre los protestantes).
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