Les ofrecemos hoy un nuevo artículo del Dr. Peter Kwasniewski, quien es bien conocido por nuestros lectores. En él se aborda una cuestión que, aunque puede parecer obvia, entraña profundas consecuencias espirituales. Se trata de la observancia de las rúbricas, que permite al sacerdote unirse de mejor forma a Dios, evidenciando su carácter de instrumento para difundir la gracia entre los fieles. De esta forma, el respeto a lo que la Iglesia manda con la liturgia es un modo de expresar la confianza de la propia pequeñez ante Dios, el cual será conocido dentro de la historia de la espiritualidad como la "pequeña vía" merced a la obra de Santa Teresa de Lisieux (1873-1897). Esto vale también para los fieles, que con la ayuda de un misal y la profundización del sentido de cada uno de los ritos pueden ir penetrando en el misterio que entraña la Santa Misa.
El texto fue publicado en New Liturgical Movement. La traducción pertenece a la Redacción y las imágenes son las que acompañan el artículo original.
Peter Kwasniewski
(Foto: Totus Tuus Family)
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El “pequeño camino litúrgico”: el valor espiritual de observar detalladamente las
rúbricas
Peter Kwasniewski
Uno de los puntos más fuertes de la
liturgia tradicional consiste en no dejar entregado nada a la voluntad
o la imaginación del sacerdote (y se puede decir lo mismo de los demás ministros
que asisten en el presbiterio). La liturgia
fija coreográficamente los movimientos del mismo, prescribe sus
palabras, moldea su mente y su corazón de acuerdo con ella misma, y todo ello a
fin de dejar en claro que es Cristo quien actúa en y a través de él. En
palabras del salmista: “Sabed que el Señor es Dios, Él nos hizo a nosotros, y
no nosotros a Él. Nosotros somos su pueblo y las ovejas de su redil” (Sal. 99,
3). Las ovejas han de seguir las huellas de su pastor. El clero no es ni será
jamás el principio primero de la liturgia. Como dice Sano Tomás de Aquino con ejemplar
humildad, el sacerdote y todo otro clérigo son un “instrumento animado” del
Eterno y Sumo Sacerdote: “El orden sagrado no crea un agente principal, sino un
ministro y un cierto instrumento de la operación divina”.
Los ministros son como martillos o
cinceles o serruchos racionales, mediante los cuales un artesano más grande
lleva a cabo su trabajo de santificación, al tiempo que les otorga la inmensa
dignidad de descansar en sus manos y tomar parte de su obra. Monseñor Ronald Knox
lo expresa del siguiente modo:
“El filósofo Aristóteles, al definir
la posición del esclavo, usa estas palabras: 'un esclavo es un instrumento
viviente'. Y eso es lo que es un sacerdote, un instrumento vivo de Jesucristo,
a quien presta sus manos para que sean las manos de Cristo, y su voz para que
sea la voz de Cristo, y sus pensamientos para que sean los pensamientos de
Cristo. No hay, no debiera haber nada en él de sí mismo, de comienzo a fin,
excepto cuando la Iglesia, benévolamente, le permite por un momento permanecer
en silencio centrado en sus propias intenciones especiales, para beneficio de
vivos y de muertos. Quienes no pertenecen a nuestra religión quedan a veces
perplejos y aun se escandalizan al contemplar las ceremonias de la Misa: 'es
todo tan mecánico', dicen. Pero, efectivamente debe ser mecánico: lo que ven no
es un hombre sino un instrumento viviente, que se vuelve hacia acá y hacia
allá, que se inclina y se reincorpora, que realiza gestos, todo ello en
obediencia a un orden preestablecido, el orden de Cristo, no nuestro orden. Los
católicos sabemos que la Misa mejor dicha es aquella que se dice sin que nos
demos cuenta de cómo se la dice, porque no esperamos excentricidades de una
herramienta, de la herramienta de Cristo”.
El clero es instrumento
privilegiado, por cierto, pero no deja de ser instrumento, y la liturgia sigue
siendo la obra de Cristo, el Gran Artesano, el carpintero del arca de la
alianza, el arquitecto de la Jerusalén celestial, el Nuevo Canto y el Director
del coro. Tanto en la forma externa como en el texto, en la música y en el
ceremonial, la liturgia ha de proclamar luminosamente que se trata de la obra
de Cristo y de su Iglesia, no el producto de un individuo carismático o de una
comunidad de base.
En una entrevista de febrero de 2016, se preguntó a S.E.R. Athanasius Schneider qué había aprendido de la
celebración de la Misa en su forma tradicional. He aquí la elocuente respuesta
del obispo:
“La lección más profunda que he
aprendido de la celebración de la forma tradicional de la Misa es la siguiente:
yo soy sólo un pobre instrumento de una acción sobrenatural y sacratísima, cuyo
principal actor es Cristo, el Sumo y Eterno Sacerdote. Durante la celebración
de la Misa siento que pierdo, en cierto sentido, mi libertad individual porque
las palabras y los gestos me son prescritos hasta en los más pequeños detalles,
y no se me permite cambiarlos. Siento profundamente en mi corazón que soy sólo
un servidor y un ministro que, sin embargo, con libre albedrío, con fe y amor,
llevo a cabo no mi voluntad, sino la de Otro”.
¿Cuánto gana y cuánto pierde un
sacerdote por cumplir -o no cumplir- los “más pequeños detalles” del rito
litúrgico que le ha sido legado por la Tradición y la ley eclesiástica?
Para responder, volvámonos hacia una
gran escritora de la época de oro de la espiritualidad francesa, Catherine de
Bar (1614-1698), que usó como religiosa el nombre de Madre Mectilde del
Santísimo Sacramento. En su correspondencia de la Condesa de Chateauvieux, la
Madre Mectilde escribe:
“Lo primero que advierto en vos,
queridísima hija, es que no tenéis suficiente amor a las cosas pequeñas, y no
las consideráis a la luz de la Divina Providencia. Esta es la razón por que les
prestáis tan poca atención y les tenéis tan poco respeto, por lo cual perdéis
muchas gracias […] A veces Dios pide sólo un pequeño acto de fidelidad para
hacernos grandes santos. Debierais estar siempre en un estado de santa y
amorosa atención ante Dios, a fin de daros a Él siempre en todo […] Si pudierais
imaginaros las pérdidas de que sois causa cuando actuáis de un modo puramente
humano, os volveríais inconsolable. ¿Acaso no es una culpa grande el que un
alma que puede dar gloria a Dios lo prive de ella a fin de dar precedencia a
sus propios deseos, argumentando que las pequeñas acciones de la vida no tienen
importancia y no necesitan ser sometidas a control? ¡Oh, hija mía, si hubierais
comprendido verdaderamente cómo habéis sido redimida y hasta qué punto
pertenecéis a Jesucristo, tendrías una solicitud mucho mayor por darle honor!
Si ni el más pequeño latido de vuestro corazón os pertenece, tampoco os pertenece,
y con mucho mayor razón, la menor de vuestras acciones, que dura mucho más que
un latir del corazón”.
Madre Mectilde (Catherine de Bar)
En estas palabras encontramos un
sorprendente anticipo del “pequeño camino”, mucho más conocido, de Santa Teresa
de Lisieux. La Madre Mectilde ve
claramente que los pequeños actos de fidelidad son el terreno donde se pone a
prueba nuestro deseo de ser grandes santos, y que debiéramos tratar de no
actuar jamás en un sentido puramente humano, o por nuestros propios medios.
Si aplicamos la doctrina de la Madre
Mectilde a la comparación que hace monseñor Knox y a la experiencia de S.E.R. Athanasius Schneider, podremos tener una nueva comprensión de los enormes beneficios
espirituales de la liturgia romana tradicional para los ministros que cumplen
sus mil pequeñas exigencias, que son ocasión de ponerse a sí mismos en un
estado de santa y amorosa atención frente a Dios. No hay una sola palabra ni un
movimiento que sea considerado trivial y que no necesite ser normado: todas las
acciones están ordenadas hacia Su gloria.
La Madre Mectilde desarrolla esta
idea en otro pasaje de la misma correspondencia:
“El Evangelio nos dice hoy, en dos
palabras, en qué consiste la santidad cristiana: es una maravillosa lección,
por favor oíd. La ley dice 'Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con
toda tu alma, con todas tus fuerzas, con toda tu mente'. Considerad bien estas
cosas y veréis cuánto se os pide que deis a Dios, incluso las menores de
vuestras acciones […] En una infinidad de lugares de la Sagrada Escritura
encontraréis que se habla de vuestra incapacidad para gobernaros a vos misma,
incluso uno solo de vuestros pensamientos, sin robarlo a Jesucristo. Porque, en
estricto derecho, no podéis hacerlo: habéis sido comprada; quien compra el
árbol, compra los frutos. Por tanto, ya no os pertenecéis. Considerad bien esta
verdad repetid a menudo estas palabras 'ya no me pertenezco, pertenezco a
Jesucristo; Él me ha rescatado por amor y, por tanto, soy necesariamente esclava
de su amor. ¡Oh digna esclavitud…! ”
“Sed, pues, muy prolija en estas pequeñas
cosas. Todo se hace para un Dios grande. Es necesario que todo lo hagáis
concienzudamente, es decir, prestando atención a Dios y con el deseo sencillo
de glorificarlo y de agradarlo en todo […] Él quiere que seáis así de fiel [en las
cosas más pequeñas] y así Él os elevará a otras aun mayores. Quien no aprecia
las cosas pequeñas, pronto caerá en mayores desórdenes”.
¡Qué convincente es la doctrina de
la Madre Mectilde sobre la santa esclavitud de Cristo, expresada en un
constante ofrecerle cada cosa pequeña, cada pequeño acto, hecho para el gran
Dios, el Señor de cielos y tierra!
Podemos ver en ella una glosa de las
enseñanzas del propio Señor: “El que es fiel en lo poco, será fiel también en
lo mucho; y el que es injusto en lo pequeño, será también injusto en lo grande”
(Lc. 16, 10). Adviértase el énfasis puesto en la justicia: el que es infiel a
Dios en las cosas pequeñas, será también injusto con Él en las grandes -no
desamorado, sino injusto-. Se trata aquí de justicia, de los “derechos de
Dios”, ya que, como dice la Madre Mectilde tan vívidamente, le pertenecemos
como propiedad Suya.
Al hablar de fidelidad y de
justicia, el Señor se refiere a la virtud de la religión, vale decir, a dar a
Dios lo que le debemos, lo mejor de nuestras capacidades. Si no somos capaces
de entregarle nuestros miembros sometidos a control, nuestras reverencias,
nuestras genuflexiones, nuestros besos, nuestros ojos disciplinados, nuestra
cuidadosa pronunciación de las palabras, ¿cómo podemos engañamos a nosotros
mismos pensando que le vamos a entregar nuestra mente y nuestra voluntad,
nuestro amor, nuestro servicio a los demás?
La escuela por excelencia de la
total fidelidad a las cosas pequeñas y a las grandes es la sagrada liturgia, en
la que obedecemos a las rúbricas pequeñas al tiempo que ponemos las manos en
las más grandes cosas, la carne y sangre mismas de Dios. Animados por la
enseñanza de la Madre Mectilde, ¿no debiéramos decir que una liturgia que
ofrece al celebrante y a quienes participan en ella un mayor número de
oportunidades de someterse al designio de Otro y obedecer su Voluntad,
especialmente en los “más pequeños detalles”, es una liturgia que produce un
mayor número de frutos de santidad?
Si se me permite acuñar una fórmula,
diría que esto no es sino el “pequeño camino litúrgico”, la enseñanza que Santa
Teresa de Lisieux aplicó a ese ámbito en que siempre fue practicado, sin
fanfarria, hasta tiempos recientes, cuando se podó las rúbricas, se multiplicó
las opciones para el celebrante, se adoptó un estilo relajado y se desechó mil
años de la piedad de Occidente como si fuera oscurantismo. Con el abandono de
este Pequeño Camino sobrevino un aluvión cada vez mayor de infidelidad, de
impiedad, de depravación. “El que no aprecia las cosas pequeñas, pronto caerá
en grandes desórdenes”.
Gracias a Dios, estamos comenzando a
ver una restauración de las cosas pequeñas, por lo que algún día podremos ver
nuevamente emerger, de la liturgia, una gran santidad.
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