Ofrecemos a continuación un nuevo artículo de don Augusto Merino Medina, miembro de nuestro equipo de redacción, referido esta vez a las lecturas en la Misa.
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Las lecturas en la Misa: un encargo sagrado
Augusto Merino Medina
En principio, esta
práctica parece aspirar, entre otras cosas, a poner por obra aquel deseo de los
Padres Conciliares, expresado en la Constitución sobre liturgia Sacrosanctum
Concilium, de que el pueblo presente en la Misa tenga una “participación activa”
en ella (núm. 14). Pero no se puede desconocer que el realizar los laicos las
lecturas de la Sagrada Escritura en la Misa tiene un propósito que va más allá
de los efectos benéficos que la participación produce en los cristianos
individuales que asisten al Santo Sacrificio. En efecto, se trata aquí de la
función sagrada de proclamar la Palabra de Dios en la Iglesia o, si se atiende
a la fenomenología de la acción, de prestar su voz a dicha Palabra, de ser,
literalmente, portavoces de Dios.
En la disciplina eclesiástica existente
todavía durante el lapso del Concilio Vaticano II, una de las llamadas entonces órdenes menores se refería, precisamente, a la función de leer al pueblo las
Sagradas Escrituras, enfatizándose así la importancia de este sagrado encargo. Después
del Concilio, la orden menor del lectorado fue suprimida como tal, junto con
todas las demás órdenes menores, por el Papa Pablo VI a través de su Carta Apostólica en
forma de Motu Proprio Ministeria Quaedam, de 15 de agosto de 1972; pero se
conservó la función, ahora con el nombre de “ministerio”, y se la separó de la Iglesia
jerárquica, para confiarla indistintamente a clérigos o a laicos.
La actual situación merece varios
reparos, de los cuales mencionaremos dos.
(1) La
actual práctica que comentamos no parece dejar expuesta con claridad, del modo
no-verbal tan fundamentalmente importante y propio de la liturgia, la doctrina
de la Iglesia en lo que se refiere a la proclamación y enseñanza de la Palabra
de Dios, que está reservada al Magisterio Jerárquico [1]. El
que ella sea proclamada no por el sacerdote o el diácono, que forman parte de
la Jerarquía en su función magisterial, ni por ningún clérigo de órdenes
menores, sino por un simple fiel, desdibuja la mediación fundamental que la
Iglesia, como Maestra, tiene en la proclamación e interpretación de la Palabra
revelada. Como en la liturgia no es significante sólo lo que se dice, sino
también quién lo dice, cómo lo dice, de acuerdo con qué modalidad, lugar y tiempo,
la señal que se comunica a los fieles con el acceso a la lectura de los simples
laicos, es que cualquiera puede asumir, en la Iglesia, el papel de comunicar en
la Misa, el acto sagrado más importante que ella realiza [2], la
Palabra de Dios. He aquí uno de aquellos casos en que la lex orandi incide
claramente en la lex credendi.
No
podría negarse que esto constituye un deslizamiento, en los hechos y de un modo
simbólico –posiblemente el más efectivo de los modos de hacerlo-, a un planteamiento
afín a la concepción protestante sobre el sacerdocio en la Iglesia, que no
distingue claramente entre sacerdocio común de los fieles y sacerdocio
ministerial. Es otro de los muchos casos en que el cambio en la práctica no
deja incólume la doctrina. Por otra parte, es una instancia de la sutil, pero
efectiva, desacralización de la liturgia, la que se va, en todo caso, asemejando
cada vez más a la “cena” protestante [3].
(2) A pesar de los cambios efectuados en el período
postconciliar, la Iglesia no quiso poner las lecturas de las Sagradas
Escrituras en la Misa al mismo nivel de otras cosas que se dicen en ella al
pueblo fiel por algunos laicos, como las explicaciones o “introducciones” a
ciertos ritos hechas por los “monitores”, algunos consejos prácticos que,
inoportunamente, se dan a los fieles interrumpiendo la atmósfera sagrada, o informaciones
parroquiales igualmente inoportunas y otras cosas que suelen ser dichas por
laicos desde el ambón o el presbiterio.
En efecto, para
subrayar que los lectores laicos que hacen las lecturas en la Misa desempeñan
un magno encargo, la Iglesia ha dispuesto que se los prepare adecuadamente. Ya la Constitución Sacrosanctum Concilium, sin entrar en mayores detalles, declaraba que “Los […] lectores […] desempeñan un auténtico
ministerio litúrgico. Ejerzan, por tanto, su oficio con la sincera piedad y
orden que convienen a tan gran ministerio y les exige con razón el Pueblo de
Dios. Con ese fin es preciso que cada uno […] sea instruido para cumplir su
función debida y ordenadamente” (Sacrosanctum Concilium, núm. 29).
S. Excia. Revma don Esteban Escudero Torres, obispo de Palencia (España),
instituye a un seminarista en el ministerio de lector.
Esta idea se reitera y se detalla más en la Carta Apostólica Ministeria quaedam de 1972, que dice en su número V lo siguiente: “El Lector queda instituido para la función, que le es propia, de leer la
palabra de Dios en la asamblea litúrgica. Por lo cual proclamará las lecturas
de la Sagrada Escritura, pero no el
Evangelio, en la Misa y en las demás celebraciones sagradas; faltando el salmista, recitará el Salmo
interleccional; proclamará las intenciones de la Oración Universal de los
fieles, cuando no haya a disposición
diácono o cantor; dirigirá el canto y la participación del pueblo fiel;
instruirá a los fieles para recibir dignamente los Sacramentos. También podrá,
cuando sea necesario, encargarse de la preparación de otros fieles a quienes se
encomiende temporalmente la lectura de la Sagrada Escritura en los actos
litúrgicos. Para realizar mejor y más perfectamente estas funciones, medite con
asiduidad la Sagrada Escritura” [4].
Del mismo modo, vemos que, en la Instrucción General
del Misal Romano, se reitera lo dispuesto sobre el ministerio de las lecturas
hechas por los laicos: “El lector es
instituido [5]
para proclamar las lecturas de la Sagrada Escritura, excepto el Evangelio.
Puede también proponer las intenciones de la oración universal, y, en ausencia
del salmista, proclamar el salmo responsorial. En la celebración eucarística el
lector tiene un ministerio propio (cfr. núms. 194 -198) que él debe
ejercer por sí mismo” (núm. 99).
Dispone,
además, dicha Instrucción que los lectores han de llevar “vestiduras” adecuadas:
“En la
procesión hacia el altar, en ausencia del diácono, el lector, vestido con la vestidura aprobada [6],
puede llevar el Evangeliario un poco elevado, caso en el cual, antecede al
sacerdote; de lo contrario, va con los otros ministros” (núm. 194).
Lector
(Foto: Notre Dame Center for Liturgy)
Ha sucedido aquí lo mismo que en otros muchos
aspectos de la reforma litúrgica postconciliar: las normas han quedado
excedidas, desbordadas, por una práctica que introduce cada vez más abusos que,
tolerados por quienes debieran evitarlos, se van consolidando cada vez más,
permitiéndose que adquieran una apariencia de normalidad o aún de legitimidad
que, llegado el momento, hará tanto más difícil su necesaria erradicación.
La situación ha llegado a extremos
lamentables. Todos somos testigos de lo que tiene lugar hoy tan frecuentemente
en las parroquias, al menos en Chile: terminada la oración colecta, el
celebrante simplemente abandona el altar y se sienta, despreocupándose de quién
ha de hacer las lecturas que siguen a continuación, y suponiendo -y esperando-
que alguien, de entre los fieles, se levantará a efectuarlas. De ordinario
ocurre que, quien se levanta a leer, no se ha preparado en absoluto para ello,
y ni siquiera ha echado una mirada previa al texto que debe proclamar. El
resultado es que la persona de buena voluntad en cuestión suele no tener
experiencia en leer en público –pronuncia mal, no da con el volumen adecuado de
voz o con el tono apropiado a una función sagrada-, o no entiende lo que lee y
lo lee, por lo tanto, mal. Una parte tan importante de la Misa se frustra, así,
del todo, porque los fieles entienden poco o nada de lo que se ha dicho desde
el ambón o el presbiterio.
La claridad de las normas para una
realidad como ésta –por lo demás tan insatisfactoria ya por el motivo que
indicábamos en el primer reparo formulado anteriormente-, indica cuál es el
camino para remediar lo que es hoy, y de modo inmediato, remediable.
Primeramente, es imperativo que los mismos laicos, en
último término, pidan que se instituya
en cada parroquia lectores, como lo dicen las rúbricas, y que se los prepare.
No puede algo tan trascendental quedar entregado a la improvisación y a la
inexperiencia de laicos piadosos y de buena voluntad, dispuestos a suplir. Esto
debe llevar aparejada la demanda de que no se permita nunca leer un texto que
no se haya leído muchas veces en privado y con anterioridad; que se revise el
estado de los micrófonos; que haya un ensayo previo de la lectura, si es
necesario, antes de la Misa (lo cual supone llegar al menos unos minutos antes
de su comienzo).
Si no se puede instituir a los lectores (puede que no
haya nadie que reúna las requisitos), la Instrucción General del Misal Romano
dispone lo siguiente: “En ausencia del lector instituido para
proclamar las lecturas de la Sagrada Escritura, destínense otros laicos que sean de verdad aptos para cumplir este
ministerio y que estén realmente
preparados, para que, al escuchar las lecturas divinas, los fieles conciban
en su corazón el suave y vivo afecto por la Sagrada Escritura” (núm. 101) [7].
En segundo lugar, no puede el sacerdote desentenderse de lo que ocurre en el ambón hasta el momento que él llega a pronunciar su
homilía. Lo que sobre este punto dispone el núm. 59 de la Instrucción aludida es,
en efecto: “si no se encuentra presente otro lector idóneo, el sacerdote celebrante
proclamará también las lecturas”.
Y reitera más adelante lo mismo: “Si no hay un lector, el mismo sacerdote
proclama todas las lecturas y el salmo, de pie desde el ambón” (núm. 135). Si nadie más lo
hace, los laicos habrán de
intervenir aquí pidiendo a modo de suplencia y con el debido respeto que se
respete las rúbricas.
El sacerdote lee la Epístola (forma tradicional del rito romano)
(Foto: Liturgia Tradicional)
O sea, es fundamental evitar absolutamente lo que es
hoy la práctica habitual: que cualquier fiel de buena voluntad se levante motu proprio en el curso de la Misa a
efectuar las lecturas, del modo y con las consecuencias ya señaladas.
[3] Tal desacralización es innegable en muchos aspectos, y de ella se
lamentaba ya Pablo VI. Cfr. Giampietro, Nicola, El Cardenal Antonelli y la reforma litúrgica, Madrid, Ediciones
Cristiandad, 2005, p. 247.
[7] Enfasis añadido.
Actualización [9 de septiembre de 2016]: El sitio Adelante la fe ha publicado la traducción de una carta de renuncia de un ministro extraordinario de la comunión. Las razones de dicha decisión tienen que ver con el descubrimiento del sentido teológico de la Santa Misa y el significado que tiene comulgar.
Actualización [7 de diciembre de 2016]: Fernando Poyatos, autor español sobre temas de espiritualidad y pastoral litúrgica y a quien nos hemos referido antes en esta bitácora, ha publicado un nuevo libro, Leer y proclamar. Los Ministros de la Palabra en la celebración litúrgica (De Buena Tinta, 2016). El autor ha concedido una interesante entrevista al sitio Religión en Libertad, en la cual se refiere a los principales temas tratados en su libro, el cual busca servir de ayuda para el desempeño competente, digno y decoroso del oficio de lector en el rito romano reformado. El libro puede adquirirse a través de Amazon.
Actualización [22 de enero de 2018]: El Prof. Peter Kwasniewski, conocido de nuestros lectores, ha publicado un interesante ensayo sobre manera en la cual la práctica típica de las lecturas en la Misa reformada transmite un mensaje pelagiano y protestante. El texto original en inglés se puede leer en New Liturgical Movement, y Adelante la fe ofrece una traducción castellana.
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Actualización [9 de septiembre de 2016]: El sitio Adelante la fe ha publicado la traducción de una carta de renuncia de un ministro extraordinario de la comunión. Las razones de dicha decisión tienen que ver con el descubrimiento del sentido teológico de la Santa Misa y el significado que tiene comulgar.
Actualización [7 de diciembre de 2016]: Fernando Poyatos, autor español sobre temas de espiritualidad y pastoral litúrgica y a quien nos hemos referido antes en esta bitácora, ha publicado un nuevo libro, Leer y proclamar. Los Ministros de la Palabra en la celebración litúrgica (De Buena Tinta, 2016). El autor ha concedido una interesante entrevista al sitio Religión en Libertad, en la cual se refiere a los principales temas tratados en su libro, el cual busca servir de ayuda para el desempeño competente, digno y decoroso del oficio de lector en el rito romano reformado. El libro puede adquirirse a través de Amazon.
Actualización [22 de enero de 2018]: El Prof. Peter Kwasniewski, conocido de nuestros lectores, ha publicado un interesante ensayo sobre manera en la cual la práctica típica de las lecturas en la Misa reformada transmite un mensaje pelagiano y protestante. El texto original en inglés se puede leer en New Liturgical Movement, y Adelante la fe ofrece una traducción castellana.
EL enlace de la actualización del 9 de septiembre no corresponde a lo que la misma indica sino que a un artículo sobre las dificultades actuales de la música sacra, publicado f.27.08.16 por Raúl del Toro en su blog albergado en Infocatólica.
ResponderBorrarEl correspondiente al texto de la carta de renuncia de un ministro extraordinario de la Comunión es el siguiente: http://adelantelafe.com/carta-renuncia-ministro-extraordinario-la-comunion/#at_pco=smlwn-1.0&at_si=57d17c8d8057e1a9&at_ab=per-2&at_pos=0&at_tot=1
Estimado Jorge, si pulsa en el enlace verá que se corresponde con lo que aquí se indica. Lo que Ud. señala sobre la música sacra se incluyó como actualización en una entrada distinta, que puede revisar aquí: http://asociacionliturgicamagnificat.blogspot.de/2016/07/musica-sagrada-vs-musica-praise-worship.html
BorrarPorqué se recomienda que el mismo lector de la primera lectura lea también el salmo?
ResponderBorrarLa respuesta está en el núm. 59 de la Instrucción general del Misal romano. Ahí se señala que, siguiendo la Tradición, el servicio de proclamar las lecturas no es presidencial, sino ministerial. De esto se sigue que su proclamación corresponde a los ministros instituidos: "que las lecturas sean proclamadas por un lector; en cambio, que el diácono, o estando éste ausente, otro sacerdote, anuncie el Evangelio". La idea viene reforzada por el núm. 57 de la misma instrucción debido la unidad de contenido que presentan las lecturas.
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