Les ofrecemos un nuevo artículo del Prof. Peter Kwasniewski, ya conocido de nuestros lectores, donde aborda el sentido que tiene la liturgia como verdadero templo del cristiano. De esta manera, la crisis que atraviesa la Iglesia constituye una oportunidad para darse cuenta de la gracia que hemos recibido al haberse preservado la Misa tradicional, la cual, lenta pero perceptiblemente, comienza a mostrar frutos de recuperación de la verdadera piedad cristiana.
El artículo fue publicado originalmente en OnePeterFive, y existe una traducción previa de Adelante la fe. La versión que ahora publicamos ha sido preparada por la Redacción.
El artículo fue publicado originalmente en OnePeterFive, y existe una traducción previa de Adelante la fe. La versión que ahora publicamos ha sido preparada por la Redacción.
(Imagen: OnePeterFive)
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La liturgia como
templo:
¿obra de Dios u obra
del hombre?
Peter Kwasniewski
Acercándose el fin de sus días en la
tierra, Nuestro Señor caminaba una vez por el templo de Jerusalén, vasta estructura
de noble diseño, construida por manos humanas, moldeada por judíos que osaban
soñar que ésta era la “casa de Dios”, tal como el palacio de Herodes era la
casa de Herodes. El hecho de que el primer templo, construido por Salomón,
hubiera sido arrasado hasta sus cimientos por el ejército babilonio, no parece
haber convencido a los judíos de que su sueño estaba destinado al fracaso.
Mientras caminaba por el templo, uno
de sus discípulos le dijo: “Maestro, observa estas piedras y estos edificios”.
Y Jesús, respondiendo, le dijo: “¿Ves estos grandes edificios? Todos serán
destruidos y no quedará de ellos piedra sobre piedra” (Mc. 13, 1-2).
Aquel templo siempre tuvo el
propósito de ser sólo una señal provisoria de la inhabitación de Dios en
Israel, unión destinada a realizarse en el Verbo hecho carne, templo no hecho
por manos humanas, en que Dios y el hombre son uno, indisolublemente y para
siempre. El cuerpo de Cristo es el tabernáculo del Altísimo, el lugar donde
mora su gloria. Y así, según el plan de la Divina Providencia, los romanos
destruyeron el año 70 d.C. el templo que era obra del hombre, despejando la vía
para el templo universal del Cuerpo Místico de Cristo.
Esto no significa que la religión
cristiana sea una religión desencarnada, como lo han proclamado ciertas
tendencias espiritualistas en la Cristiandad, de fuerte impulso iconoclasta,
especialmente en los siglos VIII, XVI y XX. Por el contrario, tenemos un templo
nuevo y mejor, el Cuerpo de Cristo, que -o más bien, Quien- está real,
verdadera y sustancialmente presente en cada tabernáculo existente en cualquier
parte del mundo.
La capilla de Nôtre Dame du Haut, en Ronchamp (Francia), obra arquitectónica realizada por Le Corbusier entre 1950-1955
(Imagen: Arquiscopio)
Cada iglesia católica es el lugar en
que “la plenitud de la divinidad reside corporalmente” (Col 2, 9), lo que hace
de la más humilde capilla algo más valioso y más glorioso que el primer templo
de Salomón o el segundo templo de Herodes. Lo que el Señor dice de los lirios
del campo puede aplicarse a las iglesias católicas: “Os digo que ni Salomón, en
toda su gloria, se vistió como uno de éstos” (Mt 6, 29), porque “he aquí alguien mayor que Salomón”
(Mt 12, 42).
Es conveniente, pues -y en realidad
es más que conveniente: es algo exigido por la virtud de la religión- que
nuestras iglesias sean diseñadas y ornamentadas de tal forma que proclamen, de
modo no ambiguo, claro, el templo que es Jesucristo, el Verbo hecho carne, y el
templo que es su Cuerpo Místico, la Iglesia católica. De esta manera, cada
iglesia imita y continúa la misión del Precursor que gritó: “¡He aquí al
Cordero de Dios! ¡He aquí al que quita los pecados del mundo!”
También la sagrada liturgia debiera
mostrar a Cristo y proclamarlo. Como opus Dei, o sea, como obra de Dios, como
primariamente un acto de Dios y para Dios, ella debiera participar ya de los
propios atributos de Dios, tal como Él nos los ha revelado en la historia de la
salvación, y hacérnoslos presentes para que los internalicemos. La liturgia
debiera presentársenos como lo mismo que Él es: antigua, estable,
indestructible, permanente, fuerte, santa, trascendente, misteriosa y, a veces,
desconcertante. Sobre todo, no debe parecernos “obra de manos humanas”, o sea,
hecha en un plano meramente humano, temporal, intramundano, secular, porque, de
otro modo, la estimaríamos con toda razón como algo despreciable y estaría
destinada a sufrir el mismo destino que los templos de Salomón y de Herodes.
Por el contrario, deberíamos poder poner en labios de la liturgia, realidad
viva moldeada por manos divinas en el seno de la Iglesia, las palabras del
salmista: “Tú formaste mis entrañas, tú me tejiste en el seno de mi madre… No
se te ocultaban mis huesos cuando fui modelado en secreto y bordado en las
profundidades de la tierra. Todavía informe, ya me veían tus ojos, pues todo
está escrito en tu libro. Mis días estaban todos contados, antes de que ninguno
existiera” (Sal 138, 13, 15-16).
¡Cuán diferente de esto -cuán
escandalosamente diferente- es el Novus Ordo (Seclorum, dan ganas de decir), en
que la liturgia es, y se presenta a sí misma, como obra de manos humanas,
refaccionada según las ideas modernas, sometida a manipulaciones humanas, en
medio de una cacofonía de lenguas vulgares, dando lugar a siempre nuevos
compuestos culturales, como un elemento inestable!
“Y al ver que algunos decían del
templo que estaba adornado con preciosas piedras y donativos, les dijo: Llegará
el día en que todo esto que veis será demolido y no quedará piedra sobre
piedra” (Lc 21, 5-6).
Al leer estas ominosas palabras,
¿cómo podría uno no recordar los ritos reformados, construidos por comités, por
expertos ataviados con las filacterias de la erudición, que adornaron la
liturgia (así pensaban ellos) con “preciosas piedras y donativos” concebidos
especialmente para el Hombre Moderno? Estos “grandes edificios”, todos ellos,
serán demolidos, porque no son un templo formado con el paso de los tiempos por
el Espíritu Santo en el seno de la Santa Madre Iglesia, en el cual los ritos
litúrgicos tradicionales, con toda su maravillosa extravagancia, fueron tejidos
y bordados y formados en secreto.
“Una casa dividida contra sí misma
no puede subsistir” (Mt 12, 25). La nueva liturgia es una casa dividida contra
sí misma; ya no es el tradicional rito romano tal como se desarrolló
orgánicamente a lo largo de los siglos, sino una nueva manufactura hechas de
retazos y pedazos antiguos y modernos. Es como la visión interpretada por el
profeta Daniel: “Tú, oh rey, estabas mirando y
apareció una gran estatua: esta estatua, de gran tamaño y altura, estaba frente
a ti, y su vista era terrible. La cabeza de la estatua era de oro fino, pero el
pecho y los brazos eran de plata, y el vientre y los muslos, de bronce, y las
piernas de hierro, y los pies, en parte de hierro y en parte de barro” (Dan 2,
31-33).
Semejante a esto es la nueva
liturgia, una imponente obra de manos humanas que está fatalmente dañada por su
falta de unidad, integridad, coherencia y cohesión. Ella no es el único rito
romano de todos los tiempos, sino un producto voluntarístico de centenares de
“expertos” que trabajaron paralelamente en pequeños comités, matando para
viviseccionar. La única “unidad” de que goza su producto es la aprobación
positivística de Pablo VI, que es incapaz de fundir la estatua en una sola
sustancia y de infundirle un soplo de vida. Por esta razón es que algunos
hablan de la “Misa Frankenstein”.
En la Vida de los Padres del
desierto, leemos lo siguiente de Juan el Ermitaño: “Su único alimento era la
comunión que el sacerdote le traía los domingos. Su norma de vida no le
permitía otra cosa. Pero he aquí que un día Satán tomó la forma del sacerdote y
llegó donde Juan, haciendo como que le traía la comunión. El bienaventurado
Juan, dándose cuenta de quién era realmente, le dijo: 'Oh, padre de todas las
sutilezas y maldades, enemigo de la rectitud, ¿no sólo no cesarás jamás de
engañar el alma de los cristianos sino que osas atacar los Misterios mismos?'”[1].
Esto es lo que, a gran escala, el
padre de todas las sutilezas y maldades, enemigo de toda rectitud, se ha atrevido
a hacer en nuestros tiempos: ha atacado, en su raíz y en todas sus ramas, los
Misterios de nuestra salvación. Y lo ha hecho induciendo a algunos hombres a
corromper los ritos litúrgicos de todos los sacramentos y sacramentales, y el
Oficio Divino, y a adherir a éstos como si fueran mejores que la imagen visible
del Dios invisible que habíamos recibido de nuestros antepasados. Ha sembrado
dudas, errores y confusión en el dogma y la moral, encontrando para esto muchos
cómplices bien dispuestos que alardean orgullosamente de la superioridad de los
tiempos modernos y de los modos modernos de pensar y obrar.
Sabemos lo que le ocurrió a la gran
estatua del sueño de Nabucodonosor: “Seguías mirando, hasta que una
piedra se desprendió de una montaña sin intervención de mano alguna, y vino a golpear
la estatua en los pies que estaban hechos de hierro y barro, y los hizo añicos.
Y a continuación se quebraron el hierro y el barro y el bronce y la plata y el
oro, y fueron como el tamo en una era de verano, y el viento se los llevó y
desaparecieron sin dejar rastro alguno; pero la piedra que golpeó a la estatua
se transformó en una gran montaña, que llenó toda la tierra” (Dan 2, 34-35).
Como todas las visiones simbólicas,
ésta admite múltiples realizaciones y aplicaciones. Daniel la interpretó como
una sucesión de reinos que culminaba en uno que no será jamás destruido,
pero ¿puede decirnos algo a nosotros hoy día?
La piedra que golpea la gran manufactura del ingenio humano “se desprendió de una montaña sin intervención de mano alguna”. El monolito gigante y aterrador que se nos impone, producto de febriles escuadrones de trabajadores, queda reducido a añicos por una pequeña piedra que debe su existencia a un escultor sobrenatural; piedra que crece hasta transformarse en una gran montaña que cubre toda la tierra.
¿Acaso no nos recuerda esto al
movimiento católico tradicionalista? Este comenzó pequeño, pero está creciendo,
y su crecimiento, producido por el Espíritu Santo, no puede ser detenido, y
ama, defiende y promueve no la “banal fabricación prêt-à-porter” producida por
comités, sino el tesoro acumulado y heredado desde hace siglos, vaso
valiosísimo del Verbo Encarnado, testigo que canta en silencio la gloria de
Dios. Este movimiento se transformará en una gran montaña que llenará toda la
tierra, al tiempo que el monumental experimento de greda se desmorona, década
tras década.
(Foto: Regina)
Adaptando un antiguo texto
litúrgico, podríamos exclamar: “¡O culpa feliz, que nos preservó tan gran
liturgia!”. El radicalizado Movimiento Litúrgico de mediados del siglo XX se
encarnizó en sus intrusiones en la liturgia romana, desnaturalizándola
lentamente y desintegrándola, especialmente desde 1948 en adelante. Por
paradojal que suene, ¿no deberíamos agradecer que los partidarios de los
cambios llegaran hasta donde lo hicieron? La escandalosa magnitud de la
revolución litúrgica fue permitida por la Divina Providencia a fin de hacer
posible el regreso a la plenitud de la tradición, gracias a que el clero y el
laicado fiel vieron con el paso del tiempo la corrupción y la repudiaron
totalmente, incluyendo en ello las simplificaciones, propias de anticuarios, y
las desfiguraciones introducidas en la década de 1950 por Pío XII, que fue un
Pablo VI en cámara lenta. El movimiento tradicional en todo el mundo está, por
fin, tomando conciencia de la magnitud del daño producido, y viendo, cada vez
con mayor claridad, la única salida: una adhesión total al rito romano en su
forma tridentina, anterior a las arrogantes intrusiones de expertos miopes.
El santo sacrificio de la Misa en
toda su poderosa pureza y la liturgia tradicional, en general, exorcizan de la
Iglesia el espíritu del modernismo. No hay nada más urgente que este exorcismo,
que ya está comenzando a ocurrir dondequiera que la Tradición ha tendido un
puente hacia el territorio enemigo.
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[1] Traducción de
Norman Russell (Kalamazoo, Cistercian Publications, 1981), p. 93.
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