Les ofrecemos la traducción que hemos hecho respecto de un artículo escrito por John Pepino y publicado en OnePeterFive, que recoge la respuesta que monseñor Marcel Lefebvre, en calidad de Superior de la Congregación del Espíritu Santo, dio a la carta remitida por el cardenal Alfredo Ottaviani sobre algunos criterios de interpretación del Concilio Vaticano II. Ella ayuda a fijar el punto en que se separan los caminos entre la Santa Sede y monseñor Lefebvre, cuyas consecuencias siguen presentes en el diálogo que se ha dado entre aquélla y la Fraternidad Sacerdotal de San Pío X.
John Pepino, doctor en griego y latín, es un erudito franco-británico interesado en el cambio y la continuidad en la historia de la Iglesia. Su obra incluye la traducción del francés al inglés de Yves Chiron, Annibale Bugnini: Reformer of the Liturgy (Angelico Press, 2018) y de The Memoirs of Louis Bouyer: From Youth and Conversion to Vatican II, the Liturgical Reform, And After (Angelico Press, 2015).
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Apenas terminado el Concilio, Lefebvre responde a
Ottaviani
John Pepino, PhD
El Concilio había terminado hacía
menos de un año. Muchos católicos se sentían conmovidos y confusos. Se
rumoreaba la existencia de diferentes planes de implementación, a veces
contradictorios. Ya los liberales católicos trabajaban con ahínco para llevar
la Iglesia en la dirección que ellos querían. ¿Qué habría de hacer Roma? Después
de cincuenta y cinco años, sabemos lo que el cardenal Ottaviani, uno de los
antecesores del cardenal Ratzinger como Prefecto de la Congregación para la
Doctrina de la Fe, decidió hacer: el 24 de julio de 1966 escribió a todos los Ordinarios del mundo para dar la alarma, ya que había estado recibiendo diarias
informaciones de una revuelta en contra de la sana doctrina; había algunos que
apelaban ya falsamente al Concilio para diseminar sus propios errores. Y había
que enfrentar tales errores.
El cardenal Ottaviani, bien conocido
en los círculos litúrgicos por su intervención respecto de la Misa de Pablo VI
en 1969, comienza su carta alabando los sabios documentos del Concilio sobre
doctrina y disciplina. Pero rápidamente dice que su oficio ha estado recibiendo
preocupantes noticias de algunas tendencias en la interpretación del Concilio.
Y enumera estas tendencias -tesis que van más allá de una simple opinión y que
“afectan al dogma”- y las reduce a diez puntos específicos. Produce así una
especie de syllabus de errores
postconciliares. Esta lista es profética: describe los ataques a la inerrancia
de la Biblia, al Magisterio, a la verdad objetiva, a la cristología, a la
Presencia Real y a otros aspectos esenciales de la fe. Fue contra las
consecuencias de estos errores, que previó en 1966, que pidió a los obispos y
superiores generales de todo el mundo que “se preocuparan de reprimir [estos
errores] o de prevenirlos”.
Quizá la respuesta más famosa a esta
carta, enviada sólo cinco días antes del plazo final de la Navidad de 1966, es
la del arzobispo Marcel Lefebvre, Superior General de los Padres del Espíritu
Santo y, por cierto, futuro fundador de la Fraternidad Sacerdotal de San Pío X. En ese
momento, el arzobispo imputaba la confusión reinante no tanto a las erróneas interpretaciones
del Concilio como al Concilio mismo. En su respuesta encontramos una primera versión
de algunas de sus tesis más conocidas: el Concilio significó un acomodo de la
Iglesia con las ideas líderes de la Revolución Francesa; el Concilio fue un quiebre
con la continuidad de la Tradición; la nueva noción de colegialidad episcopal
rompe la unidad de la Iglesia, centrada en el Supremo Pontífice, etc.
En esa carta encontramos también una
expresión de filial esperanza en el Papa: “Sin embargo, el Sucesor de Pedro, y
sólo él, puede salvar a la Iglesia”. El arzobispo continúa con algunos consejos
sobre cómo podría proceder el Papa, de los cuales el más incómodo es el
reproche de que “[l]as alocuciones de los miércoles no pueden ocupar el lugar de
encíclicas, de órdenes, de cartas a los obispos”. Esta respuesta, por tanto,
constituye un importante documento para el estudio del desarrollo del
pensamiento de monseñor Lefebvre.
El original en francés de estas dos
cartas está en “Carta a nuestros hermanos sacerdotes” (29/30 de junio de 2006, pp. 8-11).
El papa Pablo VI y un grupo de cardenales durante el Concilio Vaticano II
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Carta del cardenal Ottaviani a los presidentes de las conferencias episcopales
Sagrada
Congregación para la Doctrina de la
Fe
Prot. núm. 871/66
Roma, 24 de
julio, 1966
Piazza del S.
Uffizio, 11
Desde que el Concilio Vaticano II,
que ha concluido con éxito recientemente, promulgó sapientísimos documentos en
materias tanto doctrinales como disciplinarias para una eficiente promoción de
la vida de la Iglesia, todo el pueblo de Dios tiene el grave deber de esforzase
para implementar todo lo que ha sido solemnemente propuesto o decretado en esa
gran asamblea de obispos bajo la presidencia del Supremo Pontífice.
Ahora corresponde a la jerarquía -es
su derecho y su deber- supervisar, dirigir y promover el movimiento de
renovación emprendido por el Concilio, de modo que los documentos y decretos de
éste puedan recibir una correcta interpretación y ser implementados de acuerdo
con el significado y espíritu de los documentos mismos. Porque son, en efecto,
los obispos quienes deben proteger esta doctrina, ya que gozan -bajo su cabeza,
Pedro- del oficio de enseñar con autoridad. Es pues digno de alabanza que
muchos pastores hayan empezado a explicar el Concilio de un modo adecuado.
Sin embargo, es lamentable que,
desde diversos lugares, surjan tristes noticias de abusos cada vez mayores en
la interpretación de la doctrina del Concilio, así como también errabundas y
osadas opiniones que se elevan aquí y allá y que distorsionan no poco la mente
de los fieles. Aunque son dignos de alabanza los estudios y esfuerzos de una
más profunda investigación de la verdad, distinguiendo correctamente lo que
debe ser creído de lo que es materia de libre opinión, sin embargo el examen de
los documentos sometidos a esta Sagrada Congregación revela que un número
considerable de tesis va más allá de una simple opinión o hipótesis y, en
cierto grado, parecen afectar el dogma mismo y las fundaciones de la fe.
Es conveniente mencionar algunas de
estas tesis como ejemplo, ya que se hallan en relatos de hombres expertos o en
los escritos públicos de éstos.
1. En primer lugar, la Sagrada Revelación
misma: algunos recurren a las Sagradas Escrituras dejando conscientemente a un
lado a la Tradición; reducen también el ámbito y la fuerza de la inspiración
bíblica y de la inerrancia, y no tienen una idea correcta del valor de los
textos históricos.
2. En lo que se refiere a la doctrina de la fe, se
dice que las fórmulas dogmáticas están sometidas a la evolución histórica de un
modo tal que su significado objetivo mismo queda sujeto a cambios.
3. El Magisterio ordinario de la Iglesia,
especialmente el del Romano Pontífice, es a veces tan descuidado y subvalorado
que se lo relega al campo de la libertad de opinión.
4. La verdad objetiva y absoluta, firme e
inamovible, es casi inadmisible para ciertos individuos que someten todas las
cosas a una suerte de relativismo. Y esto por la errónea idea de que toda
verdad necesariamente se ajusta al ritmo de la evolución de la conciencia y de
la historia.
5. La adorable Persona del mismo Jesucristo es
alcanzada cuando, al tratar de cristología, se usa algunos conceptos, como
persona o naturaleza, como si fueran difícilmente compatibles con las
definiciones dogmáticas. Repta hacia el interior una especie de humanismo
cristológico, según el cual Cristo es reducido a la condición de un mero hombre
que, supuestamente, se fue haciendo gradualmente consciente de su Filiación
divina. Su concepción milagrosa, sus milagros, e incluso su Resurrección,
reciben una adhesión verbal, pero en realidad todo es reducido al orden
puramente natural.
6. Asimismo, en el tratamiento teológico de los
sacramentos se ignora algunos elementos o no se los toma suficientemente en
cuenta, especialmente en lo concerniente al Santísimo Sacramento. No escasean
los que ponen en duda la verdadera presencia de Cristo en las especies de pan y
de vino y favorecen un excesivo simbolismo, como si el pan y el vino no se
convirtieran en el Cuerpo y Sangre de nuestro Señor Jesucristo por la
transubstanciación, sino que se operara una cierta transferencia de
significado. Hay también quienes fuerzan más de lo razonable el concepto de
ágape respecto de la Misa, dándole la prioridad por sobre la idea de sacrificio.
7. Algunos, que prefieren explicar el sacramento
de la Penitencia como un medio de reconciliación con la Iglesia, no expresan
suficientemente la reconciliación con Dios, que es el ofendido. Y sostienen que
la confesión personal de los pecados no es necesaria para la celebración de
este sacramento, sino que se satisfacen sólo con la función social de la
reconciliación con la Iglesia.
8. Muchos subestiman la doctrina del Concilio de
Trento del pecado original, o la comentan de tal modo que se oscurece el pecado
original de Adán y su transmisión.
9. Hay errores no menos importantes que se difunden
en el ámbito de la teología moral. De hecho hay algunos, no pocos en número,
que osan rechazar la norma objetiva de la moral; otros no aceptan la ley
natural y afirman la legitimidad de la ética de situación, como la llaman. Se
propone perniciosas opiniones sobre la moral y la responsabilidad en cuestiones
sexuales y matrimoniales.
10. A todo esto es necesario agregar una
observación sobre el ecumenismo. La Sede Apostólica alaba sin reservas a
quienes, en el espíritu del decreto conciliar sobre el ecumenismo, promueven
iniciativas destinadas a favorecer la caridad con los hermanos separados y a
atraerlos a la unidad de la Iglesia; pero deplora el hecho de que no faltan
aquéllos que, interpretando a su modo el decreto conciliar, sugieren acciones
ecuménicas de tal naturaleza que ofenden la verdad de la unidad de la fe y de
la Iglesia, favoreciendo un peligroso irenismo y un indiferentismo, cosas que,
sin duda, son ajenas al espíritu del Concilio.
Este tipo de errores y de peligros están
ampliamente extendidos, pero son reunidos en esta carta en una síntesis sumaria
y sometidos a los Ordinarios, para que cada uno de ellos, de acuerdo con su
cargo y su oficio, pueda preocuparse de reprimirlos o de prevenirlos.
Además, este Sagrado Dicasterio insta
fervientemente a los Ordinarios de regiones para que, reunidos en sus
respectivas asambleas episcopales, se preocupen de ellos, los refieran
oportunamente a la Santa Sede y compartan sus reflexiones, antes de la Fiesta
de la Navidad de Nuestro Señor del presente año.
Que los Ordinarios y aquéllos, cualesquiera que
fueren, a quienes han estimado conveniente comunicar esta carta, que una obvia
prudencia prohíbe hacer pública, la guarden en el mayor secreto.
Alfredo Card. Ottaviani
Prefecto
Cardenal Alfredo Ottaviani
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La respuesta de Mons. Lefebvre a la carta secreta
del cardenal Ottaviani.
Roma, 2 de
diciembre de 1966
Eminencia
Reverendísima,
Su carta de 24 de julio, sobre el
cuestionamiento de algunas verdades, ha sido comunicada a todos nuestros
superiores mayores.
Hemos recibido pocas respuestas. Las
que nos llegaron de África no niegan que una gran confusión mental reina hoy
día. Aunque esas verdades no parezcan cuestionadas, en la práctica disminuye el
fervor y la regularidad en la recepción de los sacramentos, especialmente la
penitencia. Ha disminuido mucho el respeto por el Santísimo Sacramento, sobre todo entre los sacerdotes; disminuyen las vocaciones sacerdotales en
la misiones de lengua francesa; las misiones de lenguas inglesa y portuguesa
han sido menos golpeadas por el nuevo espíritu, pero también aquí los
periódicos y revistas ya difunden las más exageradas teorías.
Pareciera que la causa de esta
escasa cantidad de respuestas es la dificultad de captar estos errores, que
están extendidos por todas partes; hay que buscar el problema especialmente en
la literatura que propaga la confusión mental, mediante descripciones ambiguas
y equívocas, en las que se puede descubrir una nueva religión.
Creo que tengo el deber de
expresarle muy claramente lo que surge de mis conversaciones con muchos
obispos, sacerdotes y laicos de Europa y Africa, y también de mis lecturas en
países de habla inglesa y francesa.
Con gusto seguiría el orden de
verdades sugerido en su carta, pero me atrevo a decir que los actuales
problemas me parecen mucho más graves que la negación o cuestionamiento de una
verdad de nuestra fe. Ellos se manifiestan hoy en una extremada confusión de
ideas, por el colapso de la Iglesia y de las instituciones religiosas, de los
seminarios, de las escuelas católicas, en una palabra, de todo lo que ha sido
el continuo apoyo de la Iglesia. Se trata nada menos que de la prolongación de
las herejías y errores que han estado socavando la Iglesia durante los últimos
siglos, especialmente en el pasado siglo del liberalismo, que ha hecho todos
los esfuerzos por reconciliar a la Iglesia con las ideas que condujeron a la
Revolución.
En la medida en que la Iglesia se ha
opuesto a estas ideas, que van contra una sana filosofía y teología, ella ha
progresado; por el contrario, todo compromiso con estas ideas subversivas ha
resultado en un acomodo de la Iglesia con el derecho común, y en el riesgo de
ser esclavizada por la sociedad civil. Además, cada vez que los grupos
católicos se han permitido ser atraídos por estos mitos, los Papas han luchado
valientemente para hacerlos volver a respetar los límites, ilustrándolos y, si
era necesario, condenándolos. El catolicismo liberal fue condenado por Pío IX; el
modernismo, por León XIII; Le Sillon, por San Pío X; el comunismo, por Pío
XI; el neo-modernismo, por Pío XII. Gracias a esta admirable vigilancia, la
Iglesia se hizo más fuerte y se desarrolló. Fueron muy numerosas las
conversiones de paganos y de protestantes; se erradicó completamente la
herejía, y los gobiernos aceptaron una legislación más católica.
Por otra parte, algunos grupos de
religiosos, imbuidos por estas falsas nociones, lograron extenderse al interior
de la “Acción católica” y en los seminarios, gracias a cierta indulgencia de
parte de los obispos y a la tolerancia de algunos dicasterios romanos. Muy
pronto fue de entre esos sacerdotes que se eligió a los obispos.
Fue en ese momento que tuvo lugar el
Concilio, que se había estado preparando, a través de sus Comisiones
preparatorias, para proclamar la verdad frente a estos errores, a fin de
hacerlos desaparecer durante mucho tiempo de en medio de la Iglesia. Hubiera sido
el fin del protestantismo y el comienzo de una fértil era de la Iglesia.
Pero esa preparación fue rechazada
con odiosidad para hacer lugar a la peor tragedia que jamás ha soportado la
Iglesia. Hemos sido testigos del matrimonio de la Iglesia con las ideas
liberales. Sería negar los hechos, taparse los ojos, no afirmar que el Concilio
ha permitido que los que profesan esos errores y tendencias, condenadas por los Papas mencionados, crean legítimamente que sus doctrinas están ahora aprobadas.
Si bien el Concilio se preparaba
para ser una nube luminosa en el mundo actual -si se hubiera usado los textos
preconciliares, en que se podía encontrar una solemne profesión de doctrina
segura sobre los problemas modernos-, se puede y, lamentablemente, se debe
afirmar los siguiente: de modo casi
universal, cuando el Concilio innovó, sacudió la certeza de que las verdades
enseñadas por el auténtico Magisterio de la Iglesia pertenecen definitivamente
al tesoro de la Tradición.
Ya sea que se hable de la transmisión
de la jurisdicción a los obispos, o de las dos fuentes de la Revelación, de la
inspiración bíblica, de la necesidad de la gracia para la justificación, de la
necesidad del Bautismo católico, de la vida de la gracia entre los herejes,
cismáticos y paganos, de los fines del matrimonio, de la libertad religiosa, de
las postrimerías, etc., en todos estos puntos fundamentales, la doctrina
tradicional era clara y unánimemente enseñada en las universidades católicas.
Pero muchos textos conciliares sobre estas verdades les permiten ahora ponerlas
en duda. Se ha sacado rápidamente las consecuencias y se las ha aplicado a la
vida de la Iglesia:
- Las dudas sobre la necesidad de la Iglesia y de
los sacramentos engendran la desaparición de las vocaciones sacerdotales.
- Las dudas sobre la legitimidad de la autoridad y
la necesidad de la obediencia, causada por la exaltación de la dignidad humana,
por la autonomía de la conciencia y por la libertad, sacuden a todas las
sociedades, comenzando por la Iglesia; a las comunidades religiosas, a las
diócesis, a la sociedad civil, a la familia. La soberbia tiene, como
consecuencia normal, todo tipo de concupiscencia de los ojos y de la carne. Una
de las cosas más abrumadoras es, quizá, la degeneración moral en que han caído
muchas publicaciones católicas. No hay pudor alguno al hablar de la sexualidad,
de la limitación de los nacimientos por cualquier medio que sea, de la
legitimidad del divorcio, de la coeducación, de los coqueteos y bailes como
formas de educación cristiana, del celibato sacerdotal, etc.
- Las dudas sobre la necesidad de la gracia para
la salvación traen por consecuencia el descuido del bautismo, que es hoy
pospuesto, y el abandono del sacramento de la penitencia. Todo esto constituye
principalmente una postura de los sacerdotes, no de los fieles. Y lo mismo
ocurre con la Presencia Real: son los sacerdotes lo que obran como si ya no
creyeran en ella, escondiendo la Reserva del Sacramento, suprimiendo todas las
señales de respeto hacia el Santísimo Sacramento y todas las ceremonias en su
honor.
- Las dudas sobre la necesidad de la Iglesia como
la única fuente de la salvación y sobre la Iglesia católica como la única
religión verdadera -cosas que derivan de las declaraciones sobre ecumenismo y
sobre la libertad religiosa-, destruyen la autoridad del Magisterio de la
Iglesia. De hecho, Roma ya no es más la única y necesaria “Magistra Veritatis”.
Abrumados por los hechos, pues, debemos concluir
que el Concilio ha fomentado la difusión de las ideas liberales de un modo
inconcebible. La fe, la moral, la disciplina eclesiástica: todo ello es
removido hasta en sus fundamentos, cumpliéndose así las predicciones de todos
los papas.
La destrucción de la Iglesia procede a la par.
Debido a una exagerada autoridad concedida a las conferencias episcopales, el
Supremo Pontífice se ha hecho a sí mismo impotente. En un solo año, ¡cuantos
dolorosos ejemplos! Sin embargo, el Sucesor de Pedro, y sólo él, puede salvar a
la Iglesia.
Que el Santo Padre se rodee de vigorosos
defensores de la fe, que los nombre en diócesis importantes. Que se digne
proclamar la verdad en graves documentos, que dé caza al error sin temor a
oposiciones, sin miedo de cismas, sin miedo de arrojar dudas sobre las
disposiciones pastorales del Concilio.
Que el Santo Padre se digne alentar a los obispos
individualmente a poner orden en la fe y la moral, como corresponde a buenos
pastores; que apoye a los obispos valientes, que los incite a reformar sus
seminarios, a reestablecer en ellos los estudios según Santo Tomás; que anime a
los superiores generales a mantener en sus noviciados y comunidades los
principios fundamentales de toda ascética cristiana, especialmente la
obediencia; que apoye el desarrollo de las escuelas católicas, de una prensa
doctrinalmente sana, de asociaciones cristianas de familias; por último, que
reprima a aquellos que instigan al error y los reduzca al silencio. Las
alocuciones de los miércoles no pueden tomar el lugar de las encíclicas, de las
órdenes, de las cartas a los obispos.
Sin duda estoy siendo osado al expresarme de este
modo. Pero es con ardiente amor que escribo estas líneas, con amor a la gloria
de Dios, amor a Jesús, amor a María, a su Iglesia, al Sucesor de Pedro, obispo
de Roma, Vicario de Jesucristo.
Que el Espíritu Santo, a quien nuestra
congregación está dedicada, se digne acudir en ayuda del Pastor de la Iglesia
Universal.
Acepte, su Eminencia, las seguridades de mi más
respetuosa devoción en nuestro Señor.
+ Marcel Lefebvre
Obispo titular de Synnada en Phrygia
Superior General de la Congregación del Espíritu
Santo
Monseñor Marcel Lefebvre (Foto: artículo original)
***
Estas dos cartas revelan algunas cuestiones de importancia para la historia de la era postconciliar. Por una parte,
vemos que Roma no permaneció inactiva frente al torbellino, sino que respondió
adecuadamente: el Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe cumplió su misión de informar del problema
a todos los ordinarios; les pidió matar el error en el nido, y e informarlo de
la situación local en el plazo de cinco meses. Claramente, consideró que este
asunto era urgente. Sólo una mayor investigación habrá de revelar qué
respuestas recibió de la mayoría de los ordinarios de aquel tiempo. La
respuesta de monseñor Lefebvre en estas materias no es alentadora: parece que
incluso él tuvo problemas para lograr respuestas de sus inferiores.
La respuesta del arzobispo es
reveladora también de otro modo. Monseñor Lefebvre encuentra la causa de la
situación en los documentos mismos del Concilio Vaticano II, y los vincula con las ideas
revolucionarias del siglo XVIII. En este punto expresa su desacuerdo con el
cardenal Ottaviani, que se había preocupado de exaltar la sabiduría de esos
documentos en “materias tanto doctrinales como disciplinarias”. La opinión de
Ottaviani debe haber sido que Roma no podía tomar el camino de revisar los
textos, como lo pedía Lefebvre. Este intercambio de cartas, por tanto, marca el
punto en que se separan el Vaticano y Lefebvre. Las consecuencias, cincuenta y
cinco años después, pueden verse en el actual diálogo entre Roma y la Fraternidad Sacerdotal de San Pío X.