Publicamos a continuación la tercera parte de la conferencia de Christopher Ferrara pronunciada en Santiago de Chile en el marco del II Congreso Summorum Pontificum.
Christopher Ferrara
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VIRUS EN EL CUERPO DE CRISTO: UN OBSTÁCULO PARA LA RESTAURACIÓN ECLESIAL (III)
Christopher Ferrara
El artículo 4 de
Unitatis Redintegratio establece que
“El Sagrado Concilio exhorta, por lo tanto, a todos los fieles católicos a
reconocer los signos de los tiempos y a tomar una parte activa e inteligente en
el trabajo del ecumenismo”. ¿Cuáles son los signos de los tiempos que se espera
que uno reconozca? UR no lo dice. Y ¿cuál es el “trabajo del ecumenismo”,
supuesto que el ecumenismo mismo no es definido? De nuevo, no hay respuesta.
Hasta el día de
hoy no se ha dado a los católicos una idea clara de lo que es el “trabajo del
ecumenismo”. En el artículo 6 de UR se nos dice que “la participación de los
católicos en el trabajo ecuménico es diferente de la preparación y recepción en
la Iglesia de [aquellos que] desean una comunión plena”. O sea, el ecumenismo
es una cosa diferente de la evangelización o la catequesis, pero UR no explica
precisamente en qué consiste esa
cosa. Se nos informa, simplemente, que
los católicos deben comprometerse en un mal definido “movimiento ecuménico” que
implica un mal definido “trabajo ecuménico”. Semejantes directivas nebulosas no
tienen paralelo en ningún documento conciliar o papal anterior en ningún
período de la historia de la Iglesia.
UR declara
además: “El cambio del corazón y la santidad de la vida, junto con la oración
pública y privada por la unidad de los cristianos, merece el nombre de
“ecumenismo espiritual” “. En ausencia de una definición de ecumenismo, es
imposible determinar con exactitud qué se quiere decir con ecumenismo espiritual. ¿A qué clase de oración pública y privada se convoca? Más exactamente,
¿cuál ha de ser la intención de esta oración? ¿Es el regreso de los disidentes
a la Iglesia? Si la respuesta es afirmativa, entonces ¿por qué debemos abrazar
un “movimiento ecuménico” como algo opuesto a orar por el regreso de los
disidentes y a celebrar Misas votivas por su retorno, como incluso los obispos
holandeses habían hecho unos pocos años antes? Si la respuesta es negativa,
¿dónde está la explicación del Concilio acerca de exactamente por cuál “unidad”
deben orar los católicos, si no es la unidad que se lograría por la conversión
de los disidentes al catolicismo?
Habiendo
fracasado en la definición de ecumenismo, UR, sin embargo, emplea el término
repetidamente, como si siempre hubiera tenido un significado definido: “Debe
enseñarse la sagrada teología con debida consideración al punto de vista
ecuménico”. ¿Qué es un punto de vista ecuménico? “Los católicos comprometidos
en un trabajo misionero en los mismos territorios que otros cristiano debieran
conocer, particularmente en estos tiempos, los problemas y beneficios que
afectan a su apostolado debido al movimiento ecuménico”. ¿Qué problemas, y qué
beneficios? UR no especifica ninguno. Y sin embargo, de pronto se informa a los
católicos que el mismo movimiento que condenó Pío XI ahora presenta a los
misioneros, al mismo tiempo, beneficios y problemas.
Pablo VI (der.) junto a un grupo de pastores protestantes, observadores ante la comisión de reforma litúrgica
(Foto publicada en L'Osservatore Romano de 23-IV-1970)
Aunque el
ecumenismo no fue objeto en absoluto de una definición teológica satisfactoria
en el decreto conciliar sobre ecumenismo, se propagó como un virus a través de
toda la Iglesia con una rapidez fenomenal. Esta noción, jamás oída hasta ahora,
hizo literalmente erupción en los documentos de la Iglesia postconciliar. Uno
de estos documentos más tempranos fue el Directorio de Ecumenismo de 1970. Los
títulos del documento son suficientes de por sí para demostrar cómo este virus
verbal –que, como podemos ver, no significa prácticamente nada- ha infectado
completamente el pensamiento de la Iglesia:
“Principios
generales y ayudas para la educación ecuménica”.
Aunque los
católicos en general no había jamás oído sobre ecumenismo antes del Concilio,
se les informa ahora de que debe haber una “educación ecuménica”, apenas unos
pocos años después del Concilio.
“La dimensión ecuménica
de la educación religiosa y teológica”.
¿Qué es una
“dimensión ecuménica”, dado que no existe una definición de ecumenismo? No se
hace esfuerzo alguno por explicar el término.
“El aspecto
ecuménico de toda enseñanza teológica”.
Toda enseñanza teológica
debe súbitamente adquirir un “aspecto ecuménico”. Pero, ¿qué es un “aspecto
ecuménico”, dado que lo “ecuménico” no ha sido definido?
“Condiciones de
una mente genuinamente ecuménica en la teología”.
¿Qué es una
“mente genuinamente ecuménica”? El Directorio no entrega indicación alguna.
“El ecumenismo,
como una rama especial de estudios”.
“Guías
particulares para la educación ecuménica”.
“Aquellos que
tienen especiales tareas ecuménicas”.
Y hay mucho más
por el estilo. Hasta nuestros propios días. Aunque el término ecumenismo ha
tenido innumerables aplicaciones desde que surgió en UR, todavía aguarda una
definición inteligible de algún documento del Vaticano.
Juan Pablo II durante una visita a un templo budista en Bangkok, Tailandia (1984)
El virus del
ecumenismo se propagó tan rápidamente por el Cuerpo de Cristo que, hacia 1995,
el Papa Juan Pablo II podía decir en su encíclica Ut Unum Sint que el ecumenismo “no es sólo una especie de apéndice
que se añade a la actividad tradicional
de la Iglesia. Por el contrario, el ecumenismo es una parte orgánica de su vida
y obra y, por consiguiente, debe empapar
todo lo que ella es y hace…” Aunque Ut
Unum Sint está dedicada enteramente al “ecumenismo”, no se define el
término en ninguna de sus 110 páginas. En vano se buscará, en los 2000 años de
historia de la Iglesia, otro ejemplo parecido de un neologismo sin definición
que invade todo lo que la Iglesia “es y hace”.
Quizá la mejor
prueba de que nadie sabe exactamente qué significa ecumenismo o exactamente
hacia dónde nos conduce, fue la declaración del propio Juan Pablo II a algunos
ministros protestantes el 5 de octubre de 1991, durante un “servicio ecuménico
de oración”, frente a la tumba de San Pedro: “El ecumenismo es un viaje que
hacemos juntos, pero no podemos anticipadamente ni identificar su derrotero ni
su duración”[1].
En otras palabras, el ecumenismo exige que la Iglesia se embarque en un “viaje”
con los protestantes por una ruta desconocida, que conduce a un desconocido
reino “medio” a que se refiere hoy Francisco. Antes del Concilio, el camino a
la unidad cristiana estaba bien señalizado por reiteradas enseñanzas papales:
los disidentes deben regresar a la única Iglesia verdadera. Por otra parte, no
se esperaba que los católicos hicieran un “viaje” a parte alguna, puesto que
residían ya en el arca de salvación, que otros habían abandonado o en cuyo
ingreso habían fracasado.
El que el
Concilio hubiera fracasado en proporcionar una definición razonable de
ecumenismo no impidió que el Consejo Pontificio para la Unidad de los
Cristianos produjera todo un nuevo “directorio” sobre el modo de implementar el
“ecumenismo” por la Iglesia. En el párrafo 16 de Ut Unum Sint, el Papa advierte que él ha específicamente aprobado
la edición en 1993 del Directorio para la
Aplicación de los Principios y Normas sobre Ecumenismo. Este documento pide
nada menos que la “formación ecuménica” de todo hombre, mujer y niño en la
Iglesia católica –desde los más altos prelados hasta el más pequeño niño en una
clase de catecismo. Esto ha de cumplirse gracias a –entre otros medios-
talleres y seminarios para la formación ecuménica tanto del clero como del
laicado, para la apropiada materialización de la dimensión ecuménica en todos los aspectos de la vida…”[2].
No debiera sorprender a nadie que la expresión “formación ecuménica” y la
expresión “dimensión ecuménica” carezcan de definición. Cómo es que pueda haber
una “dimensión ecuménica” en todos los aspectos de la vida es algo que se
entrega a la imaginación individual. Lo que es sorprendente es que una noción
desconocida por los católicos en general antes de 1964 sea presentada ahora
como algo que forma parte integral de su existencia misma. En física lo que se
busca es la Teoría del Todo. En la Iglesia postconciliar, el ecumenismo se ha
convertido en una especie de Teoría eclesial del Todo, aunque nadie pueda
explicar la teoría con ningún grado de claridad.
Una y otra vez
el Directorio habla de la “búsqueda
de la unidad cristiana”, como si la unidad fuera algo que los católicos
necesitan buscar. El Directorio nos
informa que debe haber “flexibilidad en los métodos en esta búsqueda de la unidad”[3].
Decir “flexible” es decir poco. El Directorio
pide “servicios litúrgicos no sacramentales” conjuntos en iglesias
protestantes, y “se alienta a los
católicos a participar en los salmos, responsorios, himnos y acciones comunes de la Iglesia en que
son huéspedes”[4].
¿Qué hubiera pensado San Pío X de esta recomendación? Además, si estos
servicios litúrgicos se celebran en una parroquia católica, los ministros
protestantes de visita “pueden tomar el lugar y recibir los honores litúrgicos propios de su rango…”. ¿Cuál sería,
exactamente, ese “rango”, dado que carecen de órdenes sagradas y son, por
tanto, simples laicos? ¿Y qué honores
litúrgicos debieran las parroquias católicas otorgar a los “ministros”
no-católicos cuyas doctrinas han sido condenadas por todo el Magisterio, y
cuyas enseñanzas morales, después de cuarenta años de infructuoso “diálogo
ecuménico”, son un pozo de corrupción?
Te Déum ecuménico en la Catedral de Santiago de Chile (2009)
El Directorio dispone (de acuerdo con los
cambios postconciliares en el derecho canónico) que “se conceda los ritos
funerarios de la Iglesia católica a los miembros de una iglesia o comunidad
eclesial no-católica”, con tal de que el obispo local lo estime apropiado, ¡y
que “el protestante difunto no se hubiera
opuesto”![5].
Así, los miembros de las sectas protestantes que rechazan las doctrinas y
dogmas católicos pueden ahora recibir un entierro católico como si hubieran
sido miembros leales de la Iglesia.
En declaraciones
que sería imposible creer si no estuvieran ahí para ser leídas por cualquiera,
el Directorio decreta que las
conferencias episcopales tienen libertad para establecer normas sobre la propiedad conjunta de bienes
eclesiásticos con las congregaciones protestantes –con tal que los obispos
locales crean que existen buenas razones para ello y haya “una buena relación ecuménica entre
las comunidades”[6].
Lo que constituya una “buena relación ecuménica” queda, como todo lo demás en
el ecumenismo, sin definir. El Directorio
recomienda que “Antes de hacer planes para un edificio compartido, las autoridades de las comunidades en cuestión
lleguen a un acuerdo previo en relación a cómo se ha de observar sus varias
disciplinas, especialmente en lo que se refiere a los sacramentos”[7].
En otras palabras, un Consejo Pontificio, en un documento aprobado
explícitamente por un Papa que Francisco ha canonizado, ¡recomienda que los
sacerdotes católicos delineen guías con los ministros protestantes para la
celebración del Santo Sacrificio de la Misa en iglesias de propiedad conjunta!
¿Y qué debe
hacerse con el Santísimo Sacramento en esos edificios católico-protestantes que
se prevee? El Directorio establece
que “cuando se da la autorización
para esa propiedad por el obispo diocesano”, debe darse prudente atención a la
reserva del Santísimo Sacramento… tomando en cuenta la sensibilidad de quienes
han de usar el edificio, e.g., construyendo una pieza o capilla separada”[8].
Es decir, cuando católicos y protestantes compran en comunidad un lugar de
culto, los católicos deben asegurarse de que el Santísimo Sacramento quede
fuera de él, a fin de hacer lugar a las “sensibilidades” protestantes.
Esto es, pues,
lo que el virus del ecumenismo ha producido en la Iglesia en unos pocos años.
Hoy, quien sea honesto sobre nuestra situación tendría que admitir que los
Papas preconciliares verían estos resultados con horror. Pero el
“emprendimiento ecuménico” continúa, a pesar de la falta de toda noción clara
de hacia dónde nos está llevando. Un discurso de Juan Pablo II sobre ecumenismo
proporciona un reconocimiento notable, aunque seguramente no querido, de que el
ecumenismo es un espejismo en perpetuo retroceso e intraducible. Hablando a la
asamblea plenaria del Consejo Pontificio para la Promoción de la Unidad
Cristiana el 13 de noviembre de 2001, el Papa instó a que se elimine del
diálogo ecuménico “palabras como crisis, retrasos, lentitud, inmovilidad y
compromisos” y a que se adopte, en lugar de ellas, palabras claves como “confianza”,
“paciencia”, “constancia” y “esperanza”.
O sea, se debe absolutamente evitar describir el estado real de las actividades ecuménicas.
Un ídolo budista sobre el tabernáculo en un altar de la iglesia de San Pedro en Asís, durante el encuentro ecuménico de 1986
Juan Pablo
proclamó además: “La oración y la incesante escucha del Señor son
indispensables, ya que es El quien, con la fuerza del Espíritu, convierte los
corazones y hace posible todo progreso en la senda del ecumenismo”. Pero, ¿qué
se supone que el Señor nos está diciendo sobre el “progreso en la senda del
ecumenismo”? Y ¿cuál es la “senda del ecumenismo”, en primer lugar? ¿En qué
sentido el ecumenismo es una “senda”? ¿En qué consiste esta senda, y adónde
conduce? ¿Qué vamos a encontrar, exactamente, al final de esta senda? ¿En qué
se diferencia la “senda del ecumenismo” del regreso de los disidentes a la
única Iglesia verdadera? Después de unos cincuenta años de actividad ecuménica
todavía no hay respuesta a estas preguntas, porque ellas no tienen respuesta.
No tienen respuesta, creo, porque la palabra ecumenismo no tiene un significado
real: es un virus en el Cuerpo de Cristo.
Más problemática
todavía fue la afirmación de Juan Pablo II de que “Con una investigación
teológica rigurosa y serena, con la constante súplica de la luz del espíritu,
seremos capaces de enfrentar las cuestiones más aparentemente difíciles y sin
solución en tantos de nuestros diálogos ecuménicos, como, por ejemplo, la del
obispo de Roma…”. Abordando este tema en Evangelii
Gaudium el Papa Francisco ha hecho la siguiente ominosa declaración: “El
Papa Juan Pablo II pidió ayuda para encontrar”un modo de ejercer la primacía
que, sin renunciar en absoluto a lo que es esencial a su misión, esté, sin
embargo, abierta a una nueva situación”. Hemos hecho pocos progresos en este
asunto. El papado y las estructuras centrales de la Iglesia universal necesitan
también oír el llamado a la conversión pastoral”[9].
¿Cuándo la
autoridad del Vicario de Cristo (llamado ahora “el obispo de Roma”) se
convirtió en una “cuestión aparentemente sin solución” en “tantos diálogos
ecuménicos”, diferente de una verdad divinamente
revelada que los protestantes deben aceptar como cuestión de fe para poder
unirse a nosotros? ¿Qué es lo que rogamos al Señor que nos diga acerca de esas
“cuestiones sin solución”, si no es lo que el Magisterio ya nos ha enseñado
como doctrina católica durante siglos? ¿Qué tipo de “situación nueva” y de
“conversión pastoral” debe experimentar ahora el papado? Una vez más, no se da
respuestas, porque no hay respuesta que dar.
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