En esta y en las siguientes dos entradas publicaremos una relación histórica escrita por nuestro Presidente, el Dr. Julio Retamal Favereau, con ocasión de la celebración del quincuagésimo aniversario de nuestra Asociación. Se trata de una crónica rica en recuerdos y detalles, que cubre el período que se extiende desde la primera Misa celebrada el 7 de agosto de 1966 hasta la actualidad, y que pretende ser un testimonio de la preservación de la Misa tradicional en la ciudad de Santiago de Chile.
El Prof. Dr. Don Julio Retamal Favereau, Presidente de Magnificat, durante el II Congreso Summorum Pontificum
(Foto: Asociación Litúrgica Magnificat)
***
Breve relación histórica de la Asociación Magnificat
Julio Retamal Favereau
Durante la
segunda mitad del siglo XX, el pensamiento y la acción de muchos católicos
habían sido sometidos a duras pruebas por los cambios sobrevenidos en la
cultura occidental en todos sus ámbitos, en especial durante la crucial década
de 1960-1970. Por esos años fueron remecidos los fundamentos y la aplicación de
la filosofía, la política, el arte, la ciencia y las creencias de Occidente. En
este último aspecto el acontecimiento central fue la celebración del Concilio
Vaticano II, entre 1962 y 1965, que sacudió fuertemente la Iglesia católica,
dando lugar a vuelcos espectaculares.
El Concilio,
muy pastoral en su esencia, decidió emprender una reforma de la liturgia para
acercar ésta al pueblo y hacerla más eficaz. Con tal motivo aprobó, hacia fines
de 1963, una Constitución acerca de la liturgia latina con el nombre de Sacrosanctum Concilium. En ella se
admitía un mayor uso de la lengua vernácula en las partes relativas a lecturas
y moniciones, pero se mantenía la estructura de la Misa y su lenguaje casi
bimilenario, el latín.
Sin embargo,
en los meses siguientes se formó una Comisión destinada a la revisión de los
libros litúrgicos para decidir qué cambios eventualmente podrían introducirse
siguiendo las indicaciones de la Constitución conciliar, siempre con la idea de
favorecer la participación activa (actuosa
participatio) de los fieles. Dicha comisión, presidida por el Cardenal
Giacomo Lercaro (1891-1976) y el arzobispo Annibale Bugnini (1912-1982),
sobrepasó con mucho el criterio de los padres conciliares y acabó por pergeñar
una liturgia completamente nueva. A pesar de la oposición de algunos
importantes miembros de la Curia Romana, como los Cardenales Alfredo Ottaviani
(1890-1979) y Antonio Bacci (1885-1971), autores de un conocido breve examen
crítico sobre la nueva Misa, la Comisión introdujo cambios radicales en la
liturgia y los sacramentos, no sólo en la lengua —erradicando el latín del
todo—, sino también modificando la estructura misma del rito. Así, se eliminó
el antiguo Ofertorio, se modificó en parte la fórmula de la Consagración del
cáliz, se suprimieron muchos ritos considerados superfluos (signos de cruz,
genuflexiones, purificaciones), se redactaron nuevas formas consagratorias como
alternativas al Canon Romano, se introdujo en la práctica la forma de comulgar
en la mano y de pie, quitando un ya inútil comulgatorio, se dio la vuelta al
altar para que el celebrante mirase al pueblo y no ya a Dios —representado por
el tabernáculo, la cruz y el oriente—, y un largo e improvisado etcétera.
Dentro de este último ámbito, se dio cabida a muchas lenguas y dialectos
—algunos muy primitivos, carentes de la necesaria profundidad y terminología
litúrgica—, a la par de una amplia recepción de la música profana, con
instrumentos nunca antes admitidos en las iglesias y propios de la
interpretación de ritmos populares profanos. La práctica litúrgica tuvo
derroteros similares, pues fueron desbordados rápidamente los límites de la
prudencia y de la legalidad, apareciendo con fuerza un espíritu fantasioso y
antitradicional que afectó radicalmente el sentido sacral y sacrificial de la
Santa Misa. De hecho, la caída en el número de vocaciones a la vida clerical y
religiosa y el aumento de las defecciones fueron prontas consecuencias de esta
pérdida del horizonte sobrenatural en la Iglesia.
El Papa Pablo VI junto a los observadores protestantes ante Consilium, la comisión encargada de la reforma de la liturgia
(Imagen: Tradition in Action)
Todo esto acabó
por provocar una alarma creciente entre muchos fieles, que conocían y amaban
una liturgia que se había ido desarrollando orgánicamente a lo largo de los
siglos. Cabe recordar que ésta se había originado en Roma, en los primeros
siglos de nuestra era y había alcanzado su forma actual entre los siglos IV y
VIII, con escasísimas modificaciones de ahí en adelante. En esa forma fue
extendida a todo el mundo católico por el decreto Quo primum tempore de San Pío V en 1570, preservándose en unas
pocas iglesias locales los ritos propios de antigüedad probada, como ocurrió
con los ritos mozárabes, ambrosiano, bracarense y el de algunas órdenes
religiosas. Dicho Papa no inventó entonces una nueva Misa, sino que impuso la
forma romana a todo el orbe, para evitar las desviaciones doctrinales durante
aquel controversial período de la así denominada Reforma Protestante y de la
Contrarreforma Católica.
Volviendo a
la Comisión litúrgica postconciliar, los cambios que ésta introdujo fueron
inmediatamente aprobados por el papa Paulo VI, quien extendió e impuso la nueva
Misa en todo el ámbito del catolicismo, a partir del Adviento de 1970, con
excepción de la Iglesia de rito oriental. Con todo, ya en 1964 se habían
adoptado variaciones importantes del rito en muchos países, entre los cuales
destacó Chile, donde desde el 7 de junio de ese año había comenzado a
celebrarse de modo experimental la liturgia reformada. Así, por ejemplo, en
septiembre de 1964, cuando regresé de Inglaterra después de pasar algunos años
en la Universidad de Oxford, donde nada había cambiado aún en la liturgia y
donde pude conocer la belleza del culto solemne gracias a la capellanía
católica, quedé sorprendido por las innovaciones que vi en la primera Misa a la
que asistí en Santiago. Habían dado la vuelta al altar, para lo cual habían
quitado el Santísimo de su lugar central, y casi la mitad de la liturgia ya
modificada era dicha en un mal castellano. Todo el ambiente de la Santa Misa
reformada carecía de sacralidad, de belleza y, sobre todo, de misterio.
Alarmado por
tan bruscos e improvisados cambios, comencé a sondear el ambiente. Fui
descubriendo varias personas y, sobre todo, sacerdotes que no deseaban estas
innovaciones. Durante todo el año de 1965, a medida que se extendían las
reformas a las diversas parroquias, capillas conventuales y otros lugares de
culto, sostuve largas entrevistas con párrocos, vicarios y monseñores. Todos
decían que no les satisfacía la nueva tendencia, pero que había que obedecer.
El arzobispo Raúl Silva Henríquez (1907-1999) había aprobado o condonado muchas
de las novedades. Y así fue surgiendo una improvisación tras otra, en una
especie de rivalidad entre los sacerdotes “progresistas” por inventar nuevas y
desafiantes liturgias. Llegué a visitar al Nuncio Apostólico, monseñor Egano
Righi-Lambertini, hacia mediados de 1965, con un grupo de personas que incluía
a Silvia Soublette, esposa del entonces Ministro de Relaciones Exteriores
Gabriel Valdés Subercaseaux; Eduardo Izquierdo y otras personas. Se trataba de
alertar al representante de la Santa Sede sobre los inventos chilenos. No
prometió nada y partió a Roma a participar en la cuarta y última sesión del
Concilio Vaticano II, que comenzó el 14 de septiembre de ese año. Dicha sesión
aportó aún muchas más innovaciones en otros planos, mientras la liturgia seguía
un camino reformista en manos de la antedicha Comisión.
Mons. Francisco Valdés Subercaseaux, OFMCap
(Foto: Música Litúrgica)
Durante 1966,
comenzamos a tratar de establecer la celebración de una Misa tradicional en
alguna iglesia, pero sin efecto alguno. Con algunas personas, entre las que destacaban
Carlos José Larraín, Laurence Azaïs, Patricio Garreaud y otros, comenzamos a
ensayar la Misa de Angelis en mi
casa. Nuestros contactos con la familia Valdés Subercaseaux fueron muy
fructíferos, pues doña Margarita Valdés, mujer de don Alfonso Letelier, nos
apoyó y logró un permiso de parte de su hermano el Obispo de Osorno, Monseñor
Francisco Valdés Subercaseaux (1908-1982), quien era el encargado del canto
sagrado en la Conferencia Episcopal chilena. Desde entonces contamos con una
autorización oficial para celebrar Misas con cantos en latín.
Así pues,
luego de haber recorrido varias iglesias en Santiago buscando una adecuada,
dimos con las Clarisas de la Victoria, llamadas también de Nueva Fundación, en
calle Bellavista, casi frente a la Escuela de Derecho de la Universidad de
Chile. Allí logramos celebrar nuestra primera Misa tradicional el domingo 7 de
agosto de 1966. Ese día fue el comienzo de las celebraciones litúrgicas de lo
que hoy es nuestra Asociación, siempre abiertas al público. Esa primera Misa
fue oficiada por el P. Miguel Contardo S.J, actuando dos hermanos maristas de
acólitos, y nuestro grupo vocal de coro. Aquel día en la nave no había más de
10 ó 12 personas, entre los cuales se encontraba la familia Allamand Zavala,
incluyendo a Andrés, actual senador por Santiago, que a la sazón era un niño de
diez años.
Por mi parte,
ya tenía buenas relaciones con los grupos tradicionalistas que se habían
formado con los mismos propósitos en Europa. Primero fue Noruega y, poco más
tarde, hacia fines de 1964, Francia. Este último país llevó la palma de la
Tradición en aquellos primeros años, generándose varios movimientos de corte
tradicionalista. Basta recordar a Monseñor Marcel Lefebvre (1905-1991), ex
obispo-arzobispo de Tulle y superior de la Congregación del Espíritu Santo,
quien creó su Seminario de Écône en 1970 para la formación de sacerdotes según
la tradición multisecular de la Iglesia. El movimiento litúrgico francés se
llamó “Una Voce”, por estas dos
palabras que van hacia el final del Prefacio de la Santísima Trinidad que se reza
en la Misa de la mayor parte de los domingos del año. Con el paso de los años,
otros países europeos organizaron grupos similares y, en 1967, se creó la Foederatio Intemationalis Una Voce para
defensa del antiguo rito católico, siendo pronto reconocida como una asociación
privada de fieles de carácter internacional por la Sede Apostólica.
El R.P. Miguel Contardo SJ, primer capellán de Magnificat, junto a nuestro Presidente durante las celebraciones del cincuentenario de la Asociación (2016)
(Foto: Jorge Fuentes Díaz)
Entretanto,
en Chile manteníamos con grandes dificultades la celebración de una Misa
semanal, el día domingo a mediodía. Todavía había muchos sacerdotes que nos
apoyaban, en particular, los más ancianos. Recuerdo con especial aprecio a
nuestros primeros capellanes. Hubo muchísimos, pero los nombres que ahora me
vienen a la memoria son: el P. Osvaldo Lira SS.CC, durante años; el P. Francisco
Martínez Quintana, ex sotacura de San Ramón; el P. Francisco Martínez Quiroz,
capellán de las Monjas Verónicas; el P. Guillermo Varas Arangua; el P. Rafael
Gandolfo SS.CC; el P. Prudencio de Salvatierra, capuchino; el P. Juan
Skowronek, ex Vicerrector de la Pontificia Universidad Católica de Chile; el P.
Ferdinand, de los Sacramentinos; el P. José Antonio Garín Martínez, que nos
legó una casa y una biblioteca; el P. Jorge Wilde, capellán del Monasterio de
la Visitación; los PP. Alfonso Sánchez y José Juan Vergara, ambos jesuitas; el
P. Jorge Guerra Larraín, capuchino; el P. Walter Hanisch Espíndola S.J, Premio
Nacional de Historia en 1996; el P. Jaime Manríquez, en esa época dominico,
recientemente fallecido; el P. Juan Antonio Cabezas O.P; el P. Antonio Grill,
salesiano; el P. Jorge González Förster S.J, durante mucho tiempo, y muchos
otros.
De entre
todos ellos quisiera recordar especialmente la figura del P. Osvaldo Lira Pérez SS.CC (1904-1996), quien fue un buen signo de los difíciles y contradictorios
tiempos que nos ha tocado vivir. En medio del tráfago angustioso y agotador que
supusieron los años del posconcilio, el Padre Lira permaneció impertérrito en
la enseñanza del latín y en la celebración de la Misa tradicional, si bien, en
público, comenzó parsimoniosamente a rezar la nueva Misa de Pablo VI. Su
decidido apoyo a nuestra Asociación, fundada para la preservación de la
liturgia antigua y del sentido tradicional de la fe cristiana, fue crucial y
durante años actuó como principal asesor y capellán, convencido como estaba —y
con razón— de que la liturgia de siempre no podía ser prohibida ni desaparecer.
Aunque no alcanzó a ver el motu proprio con que Benedicto XVI restablecía de
manera absoluta los fueros de la liturgia antigua, sí vio cómo los decretos
pontificios de 1984 y 1988, que reintroducían la Misa tradicional con ciertas
condiciones, le dieron, a la postre, la razón en su lucha. Por eso, en un justo
recuerdo de la memoria de este benemérito sacerdote, que destacó por su amor y
apego a la dimensión sobrenatural derivada de su sacerdocio, nuestra Asociación
celebró una Misa de réquiem al cumplirse veinte años de su muerte, ocurrida el
20 de diciembre de 1996.
Asimismo,
creo que es de justicia mencionar, junto a los sacerdotes oficiantes, a los
maestros de capilla, organistas y miembros del coro que han colaborado con
nosotros, en particular a don José Gaete, que nos ayudó durante muchos años.
Falleció, luego de una larga enfermedad cardiovascular, en febrero de 2007.
Además, cabe destacar la presencia en el Coro de nuestro consocio el Profesor
don Eloy Sardón, quien desde 1967 hasta hoy ha cantado y dirigido, a menudo, la
schola que acompaña nuestras
celebraciones. Por esta última han pasado esporádicamente muchas personas que
han prestado, a veces por años, un enorme servicio a nuestra Asociación. Se
puede nombrar el Dr. Celis, a Laurence Azaïs, a Carmen Luisa Letelier, a
Margarita Valdés de Letelier, a José Miguel Carvallo, a Patricia Gonnelle y a
muchos otros. Por cierto, entre los maestros de capilla se cuenta el Dr. Luis
González Catalán, quien hoy nos acompaña desde el órgano con una cuidada
ejecución.
Interior de la iglesia de Nuestra Señora de la Victoria, que acogio la primera Misa de Magnificat y que, luego de un largo peregrinaje, acoge también hoy la Misa dominical de la Asociación
(Foto: Asociación Litúrgica Magnificat)
Las
celebraciones eucarísticas tuvieron lugar en distintas iglesias y capillas,
según se presentase la ocasión. Entre agosto de 1966 y diciembre de 1969
celebramos la Misa básicamente en el Monasterio de las Clarisas de la Victoria,
reduciendo la frecuencia a dos veces al mes, siempre el domingo a mediodía. En
diciembre de ese último año, nos encontramos con que la Superiora del monasterio
había demolido el altar mayor y había fijado la mesa adelante por orden de la
curia diocesana. Fue tal su ímpetu en cumplir la orden, que se quebró un brazo
en tales menesteres. Gestos como éste muestran la acendrada iconoclastia de
esos años y eran muy frecuentes, incluida la quema y venta de los antiguos
ornamentos litúrgicos. Como fuere, el monasterio duró poco tiempo más en su
emplazamiento del barrio Bellavista. Con el crecimiento de la ciudad, la vida
contemplativa y de estricta clausura de las hijas de Santa Clara no fue
compatible con el bullicio y ajetreo del centro capitalino, por lo que en 1974
las clarisas de la Victoria se trasladaron a un nuevo monasterio en la comuna
de La Florida, donde permanecen hasta hoy. El predio fue comprado por el Liceo
Alemán, que se había visto obligado a dejar su tradicional ubicación de calle
Moneda 1661 por la expropiación de dicha sede para los trabajos de construcción
de la Carretera Panamericana. Sin embargo, la iglesia fue conservada y pasó a
ser, ahora con el altar traído desde la antigua sede, la capilla mayor de este
colegio de la Congregación del Verbo Divino.
Por nuestra
parte decidimos entonces trasladarnos, gracias a las gestiones de Mario
Manríquez, al Monasterio de la Visitación situado en la calle Huérfanos. En
aquella oportunidad obtuvimos permiso del Vicario episcopal, P. Rafael Maroto
Pérez (1913-1993), para celebrar la Misa en latín, pero según el nuevo rito.
Así pues, comenzamos en marzo de 1970 y estuvimos hasta junio de 1976. En lo
referente al rito, si bien al comienzo nos atuvimos a la nueva Misa, los
celebrantes, volvían al rito antiguo sin darse cuenta, de manera que fue éste
el que finalmente prevaleció. Como nadie nos iba a vigilar, nadie se percató de
que celebrábamos conforme a una liturgia que, si bien nunca estuvo abrogada,
era perseguida como símbolo de una Iglesia superada por los nuevos aires que
había traído consigo el Concilio. Esto evidencia que nuestra defensa no era
puramente lingüística, sino que atañía al sentido teológico de los ritos.
El 11 de
septiembre de 1973 se produjo un pronunciamiento militar que acabó con el
gobierno de la Unidad Popular, el que fue reemplazado por una Junta de gobierno
integrada por los tres comandantes en jefe de las Fuerzas Armadas y el director
general de Carabineros. Ese día, el Presidente Salvador Allende se quitó la
vida en la Palacio de la Moneda, sitiado por tierra y aire. A finales del
gobierno de la Unidad Popular, la figura del Presidente Allende se había hecho
execrable para toda la oposición, que se expresaba mal de él y estimaba que
debía retirarse a la vida privada o, si era necesario, debía ser depuesto por
la fuerza. El Padre Lira, nuestro principal capellán por esos años, no
constituyó una excepción en estas materias. No obstante, una vez producido el
alzamiento militar y el consiguiente suicidio del Presidente Allende, el mismo
día 11 de septiembre, el sacerdote hizo lo que el hombre no habría podido hacer
y lo que muchos no hicieron: celebró la serie de treinta Misas “gregorianas”
por la salvación del alma del difunto presidente, como manda la Iglesia. Frente
al altar, el sacerdote se impuso decididamente al hombre ante el misterio
insondable de la muerte. No creo cometer una infidencia al relatar estos
hechos, pese a que han sido comentados en otras oportunidades, porque revelan
la profundidad del sentimiento religioso del P. Osvaldo, quien era además un
entrañable amigo.
El R.P. Osvaldo Lira Pérez SS.CC. imparte la Sagrada Comunión a nuestro actual Presidente, don Julio Retamal Favereau (1973)
(Foto: Asociación Litúrgica Magnificat)
Pero la
situación se volvió complicada para nosotros por ciertos hechos ocurridos en
Europa. Desgraciadamente, en junio de 1976 se produjo un desacuerdo entre el papa
Paulo VI y monseñor Lefebvre a raíz de las primeras ordenaciones sacerdotales
que ofició este último. El ambiente interno de la Iglesia se tomó muy tenso y comenzó
una verdadera rivalidad entre tradicionalistas y progresistas, como se llamaron
en la época. Estos hechos llevaron a la suspensión de monseñor Lefebvre por
parte de la Sede Apostólica. Pero éste continuó formando sacerdotes en la
Fraternidad Sacerdotal de San Pío X, que había erigido, con permiso canónico
del obispo diocesano, unos años antes en Suiza. La tensión eclesial se volvió
contra nosotros. Así fue que, el siguiente domingo que había Misa en la
Visitación, los fieles que acudieron (yo estaba por entonces desempeñando un
cargo diplomático en París) se encontraron con el templo cerrado y ni siquiera
el capellán (P. Jorge Wilde) pudo entrar. Nos quedamos en la calle, rechazados
por la Iglesia a la que no queríamos más que servir como hijos fieles, pero no
perdimos la esperanza ni la confianza de estar haciendo lo correcto.
Este fue el
período más negro de Magnificat. En
1969 nos habíamos incorporado a la Federación Internacional Una Voce, junto con unos 10 países
europeos. El primer Presidente, el Dr. juris Eric de Saventhem (1919-2005), de
origen alemán, condujo la Federación durante un cuarto de siglo, entre 1966 y
1992, en contacto frecuente con la Curia Vaticana, hasta que se retiró por
motivos de edad, siendo sucedido por Michael Davies (1936-2004), representante
de Inglaterra. Fue también para la Federación el momento más infortunado, dado
el ambiente de desconfianza y crítica que rodeaba a los tradicionalistas en
general. Así y todo, la organización sobrevivió, apoyando a la Fraternidad Sacerdotal
de San Pío X.
En esa época
se constituyó, mediante estatuto (que nunca se protocolizó en notaría), nuestra
Corporación. Se llamó Magnificat por
inspiración del R.P. José Antonio Garín, designándose como Presidente a don
Alfonso Letelier Llona (1912-1994), gran músico chileno, Capellán a dicho
sacerdote, y como miembros del directorio a Mario Manríquez Guerra (secretario), José Antonio Lecaros Piffre
(tesorero), Margarita Valdés Subercaseaux (vocal) y Claudio Ferrari Peña
(vocal). Por aquellos años participaban también activamente de nuestra
Asociación Luis Giachino, Mario Correa y muchos otros. Por mi parte fui nombrado
representante de la recién creada Asociación en Europa, pues durante la década
de 1970 viajé mucho a ese continente y residí allí por más de seis años (en
Oxford de 1970 a 1972, y en París, de 1976 a 1980). En esa calidad asumí
formalmente el contacto de Magnificat
con la Federación Internacional Una Voce.
En esa calidad he podido asistir a varias de las reuniones internacionales de
esta Federación, en lugares como Roma, Turín, Colonia, Londres y París. De
igual forma, me he encargado íntegramente de la correspondencia regular con
ella, ya que debe ser hecha en inglés, francés o alemán. Conservo amistad con
los miembros más antiguos de la Federación, a quienes solemos enviar poder para
representamos cuando no podemos asistir a las reuniones o congresos
internacionales.
Registros de la visita de Mons. Lefevbre a Chile (1977)
En Chile, en
tanto, entre los años 1977 y 1979, nuestro grupo no pudo funcionar, salvo
esporádicamente y no siempre en iglesias, sino también en salones de hotel y
otros lugares. Los sacerdotes de la Fraternidad Sacerdotal de San Pío X —en
particular un argentino, el P. Castillo— nos visitaron y el propio arzobispo monseñor
Marcel Lefevbre estuvo en Chile un par de veces, si no me equivoco, en 1977 ó
1978 y en 1980 [véase aquí el reportaje dedicado a la primera de esas visitas al cumplirse su cuadragésimo aniversario]. En este último año terminé mi misión diplomática en Francia y,
al volver, comencé, ayudado por Osvaldo Muñoz y otras personas, a buscar una
iglesia donde pudiéramos funcionar normalmente. De sobra está decir que esto no
era una tarea fácil, dado el ambiente de tensión y sospecha con respecto a
nosotros. Gracias a Osvaldo Muñoz, fuimos aceptados en el antiguo convento de
las Monjas Verónicas de la calle López, en la comuna de Independencia.
Celebraba la Misa para nosotros el capellán que fue de dichas religiosas, P. Francisco
Martínez Quiroz, ya bastante mayor por esos años, sin ningún inconveniente.
Cabe recordar que, a principios de la década de 1970, el Cardenal Raúl Silva
Henríquez puso fin a la Congregación Franciscana de las Hermanas Verónicas,
algunas de cuyas integrantes emigraron a la Congregación de las Hermanas de la
Providencia. Desde entonces el monasterio comenzó un franco deterioro hasta ser
demolido tras el terremoto de 2010.
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