Concluido con éxito el III Congreso Summorum Pontificum de Santiago de Chile, que tuvo como propósito celebrar el décimo aniversario del motu proprio que le da el nombre, cumple hacer planes para su próxima versión. La Asociación de artes cristianas y litúrgicas Magnificat ha decidido programar el IV Congreso para 2019 y dedicarlo a la música sagrada, a quien el papa Benedicto XVI también dio especial atención durante su pontificado. Desde ya comenzaremos a trabajar para preparar un congreso que esté a altura de los tres anteriores.
Como parte de estos preparativos, dedicaremos cada cierto tiempo alguna entrada a tratar diversos aspectos relacionados con la música sagrada. En esta y la siguiente, por ejemplo, queremos ofrecer a nuestros lectores la introducción de Magnificat. Manual litúrgico-musical en preguntas y respuestas escrito por el Rvdo. Milan Tisma Díaz, capellán de nuestra Asociación, y publicado en 2004 por la Editorial Cor Salvatoris.
Como parte de estos preparativos, dedicaremos cada cierto tiempo alguna entrada a tratar diversos aspectos relacionados con la música sagrada. En esta y la siguiente, por ejemplo, queremos ofrecer a nuestros lectores la introducción de Magnificat. Manual litúrgico-musical en preguntas y respuestas escrito por el Rvdo. Milan Tisma Díaz, capellán de nuestra Asociación, y publicado en 2004 por la Editorial Cor Salvatoris.
Simon Vouet, Santa Cecilia y el ángel (S. XVII, Museo de Bellas Artes de Budapest)
(Imagen: Wikimedia Commons)
***
Introducción
Un canto exprese la fe
Entre
los muchos signos y símbolos utilizados por la Iglesia para proclamar y
celebrar su fe, la música y el canto ocupan un sitio de singular importancia y
honor, ya que el canto sagrado, unido a las palabras, forma parte necesaria e
integral de la liturgia solemne. Pero debemos recordar que la función de la
música es ministerial, es decir, no se puede emancipar de la Liturgia olvidando
su espíritu o desconociendo sus leyes internas, como tampoco puede oprimirla
con aires o contenidos foráneos. La música tiene vocación de servidora, no de
dominadora.
La
música debe ayudar a los creyentes reunidos a expresar y compartir el don de la
fe y a nutrir y fortalecer su compromiso interno. Debe realzar los textos de
modo que hablen más plenamente y más efectivamente a todos y cada uno de los
congregados. La calidad y veracidad del gozo que la música añade al culto de la
Iglesia no pueden ser obtenidos de otro modo.
La
música sagrada es intrínseca a la liturgia, es decir, constituye una parte
sustancial de la misma. No es sólo una sierva humilde y obediente, no tiene
simplemente una finalidad práctica o estética como puede ser el templo donde se
celebran los sagrados misterios, o las flores que embellecen el altar, o las
campanas que anuncian las fiestas y congregan a los fieles. Todo esto, aunque
útil y precio, es estrictamente extrínseco a la celebración litúrgica, mientras
que el canto sagrado está incorporado a la misma celebración y forma parte
integral de la misma.
La
Iglesia siempre ha admitido el canto sagrado en su liturgia. Y esto no sólo por
costumbre sino por razones fundadas en la Revelación y la Historia Sagrada.
Desde los tiempos de Moisés consta el canto entre los hijos de Israel. Después
del paso del Mar Rojo entonaron llenos de júbilo y entusiasmo un canto a Yahvé,
y Mara la profetisa, hermana de Aarón, tomó en sus manos el tímpano (Ex. 15,
1-22). También consta en la Sagrada Escritura cómo David, gran restaurador del
culto litúrgico, se preocupó de establecer un servicio de bien regulado de
música sagrada. Salomón, por su parte, en la dedicación solemne del Templo de
Jerusalén, dispuso que durante el traslado del arca los cánticos y música
tuvieran gran resonancia. En los libros de la Sagrada Escritura aparece con
frecuencia la invitación a cantar, sobre todo en los salmos esta invitación se
hace constante e insistente.
También
en el Nuevo Testamento aparece claramente la importancia del canto y la música.
Numerosas citas atestiguan la existencia del canto en la liturgia y nos
transmiten exhortaciones a la alabanza y preciosos textos de himnos y cantos de
la comunidad primitiva que expresan la fe de los tiempos apostólicos. En los
evangelios aparecen cantos bellísimos como el Magnificat, el Benedictus y
el Nunc dimittis. El nacimiento del Salvador es anunciado a los pastores con
una inmensa alegría que desemboca en el canto de los ángeles y allí nace uno de
los himnos más antiguos y venerados del cristianismo, el Gloria in excelsis
Deo, que una vez formulado y utilizado en la oración matinal en Oriente fue
incorporado a la celebración de la Santa Misa en toda la Iglesia.
Jan de Bray, El Rey David tocando el arpa (1670, colección privada)
(Imagen: Wikimedia Commons)
Durante
su vida oculta, el Niño Jesús, tanto en casa como en la sinagoga de Nazareth,
debe haber cantado los salmos que luego aparecen tan citados en su predicación.
Subiendo a Jerusalén habrá entonado, en medio del entusiasmo de la
peregrinación, los graduales y los cantos de la subida. En su vida predicación
varias veces se hace referencia a la música y al canto como cuando toma de un
juego infantil aquellas palabras llenas de ironía: “os hemos tocado la flauta y
no habéis bailado. Os hemos cantado lamentaciones y no habéis llorado” (Lc.
7, 32). O cuando en la parábola del hijo pródigo alude al gozo de la fiesta
mencionando que el hijo mayor, mientras volvía a casa, “oyó la música y los
cantos” (Lc. 15, 25).
Ciertamente
Cristo y los Apóstoles entonaron los salmos del “Hallel” (cfr. Mt. 26,30) ya
que se atuvieron al ritual que prescribe el canto y la recitación. Es verosímil
que, según la costumbre, Cristo cantara también la bendición y acción de
gracias de la Cena Pascual, en cuyo ambiente instituyó la Eucaristía. Por eso,
la Plegaria Eucarística, cumbre de la celebración de la Santa Misa, es
normalmente cantada en todas las Liturgias orientales. De este modo queda de
manifiesto que, por voluntad expresa de Jesús, el canto está inseparablemente
unido a la Liturgia desde sus orígenes, constituyendo un gesto sublime de
alabanza y acción de gracias.
Por
su parte, San Pablo exhorta a los fieles de Éfeso a que se edifiquen mutuamente
con salmos, himnos y cánticos espirituales (Ef. 5, 19). Lo Hechos de los
Apóstoles nos narran como Pedro y Silas, presos en Filipos, “hacia la medianoche estaban en oración cantando himnos a Dios, los presos los escuchaban”
(Hch. 16, 25). También aparecen nuevas creaciones propiamente cristianas donde
abundan los himnos bautismales (1ª Pe. 2, 21-25; 1ª Pe 1, 3-5) y los dirigidos
directamente a Cristo (Fil. 2, 2-11; 1ª Tim. 6, 15-16).
Entre
todos los escritos del Nuevo Testamento sobresale el Apocalipsis, que nos
presenta el canto y la Liturgia del cielo con rasgos descriptivos tomados de
las asambleas cristianas. El canto tiene capital importancia en esas visiones
litúrgicas centradas en la alabanza. Los himnos y aclamaciones constituyen la
esencia misma de ese culto celeste en el que culmina la historia.
La
asamblea cristiana cantó desde sus orígenes. Por Clemente Romano, por ejemplo,
sabemos que a fines del siglo I ya se canta el Sanctus en la Liturgia. San
Ignacio de Antioquía utiliza frecuentemente imágenes musicales para exhortar a
sus fieles y hasta Plinio el Joven, en la famosa carta que escribió al emperador
Trajano, dice que los cristianos se reunían “ante lucem” para cantar himnos a
Cristo, como a su Dios, a coros alternos. Los testimonios de los escritores
antiguos son abundantes. Bástenos aquí con agregar el de Eusebio de Cesarea, tan
expresivo por sí solo: “A través del orbe del universo, en todas las iglesias
de Dios, tanto en medio de las ciudades como en los pueblos en la campiña, los
pueblos de Cristo reunidos de todas las gentes, cantan himnos y salmos […] al único
Dios anunciado por los profetas, a alta voz, de tal forma que el sonido del
canto puede ser escuchado hasta por aquellos que están fuera del templo”
(Commentarium in Ps. 65, 7-9).
La
práctica del canto en la liturgia cristiana es una gozosa realidad constante,
obvia y natural a la que el pueblo fiel siempre se ha entregado con fervor y
agrado. Por eso, cuando en los siglos IV y V se manifestó en algunos lugares, sobre
todo entre los monjes orientales, una corriente repulsiva contra el canto en
las celebraciones litúrgicas, porque, según ellos, no armonizaba bien con la
austeridad de la vida cristiana y por creer que halagaba a los sentidos y que
la oración no había de tener esas manifestaciones, sino que debía ser realizada
en lo más profundo del corazón, inmediatamente se levantaron los pastores de la Iglesia defendiendo contra
esos extremismos la opinión de que el canto no era un elemento profano, sino un
gran factor de la gloria de Dios y de la edificación de los fieles. Así lo
hicieron San Basilio, San Ambrosio y San Juan Crisóstomo, entre otros, San
Atanasio, por ejemplo, se expresa así: “Recitar musicalmente los salmos no es
cultivar el placer de los sonidos, sino traducir una armonía interior. La
recitación rítmico-melódica es la señal de un pensamiento apaciguado, eurítmico
y sereno” (Ep. Ad Marcellinum).
Max Scholz, Concierto coral
(Imagen: Wikimedia Commons)
Un canto objetivo
El
canto litúrgico no es otra cosa que la plegaria oficial de la Iglesia hecha
melodía. No se trata de cantar en la liturgia, sino de cantar la liturgia. Esta
oración es objetiva precisamente por ser la oración oficial de la Iglesia en la
que interviene todo el cuerpo místico de Cristo con su divina Cabeza al frente.
Es objetiva porque por su propia naturaleza es estimada por Dios como la más
excelente, ya que le glorifica de manera perfecta y constituye la expresión más
completa de la religión. Pero también decimos que es objetiva porque se
encuentra más allá de los estados anímicos de quien la realiza, más allá del
sentimiento personal o de las estrechas coordenadas de la pequeña comunidad.
Gracias a la oración litúrgica Cristo mismo ora a su Padre y nosotros somos
vinculados como miembros de la Iglesia a esa alabanza apoyada en Cristo. Esa es
la diferencia fundamental que la distingue de las demás oraciones: es obra de
Dios realizada juntamente con Cristo y en su nombre por la Iglesia.
El
canto litúrgico, si de veras quiere ser tal y acceder a esta categoría con
pleno derecho, debe asumir esta objetividad del culto católico. Su contenido y
forma de expresión debe pertenecer a toda la Iglesia y no sólo a un grupo de
ella. Este contenido debe responder al misterio de la salvación y no sólo a un
aspecto de él. No puede dar cabida a excesos unilaterales o a exageraciones o a
devocionalismos. No puede estar al servicio de expresiones personalistas, olvidando las comunitarias.
El
canto, para ser litúrgico y superar el rango de oración subjetiva, debe estar
conectado íntimamente al lenguaje de la Sagrada Escritura y de la Tradición. Esto no
significa que la oración sea mala. Simplemente ella tiene su lugar bien
determinado y no debe confundirse con la propiamente objetiva ni suplirla.
Ambas formas de plegaria (y de canto) no sólo no son incompatibles entre sí,
sino que se complementan y benefician mutuamente. Pero la liturgia y su canto
requieren esta fidelidad estricta al contenido objetivo dado por la Revelación
y las fuentes litúrgicas tradicionales.
La
objetividad del canto litúrgico tampoco quiere decir que este sea frío,
distante o incapaz de expresar al creyente concreto, ya que cualquier persona
puede encontrar en él lo suficiente de sí mismo, de su propio estado anímico,
de su propia situación personal y de sus propios gustos. Gracias al canto
auténticamente litúrgico todos pueden, mientras beben de las fuentes de la
salvación y acogen la inigualable gracia santificadora del culto oficial,
encontrarse a sí mismos en Dios y darle gloria con las mismas palabras que Él
inspira a su Iglesia.
Representación de un coro en la Legenda Aurea
(Imagen: Wikimedia Commons)
La
música sacra nunca ha sido un “arte por el arte”, es decir, un arte sujeto
únicamente a sus propias leyes inmanentes. La música sacra es un arte en
servicio, un arte subordinado al culto a quien ella sirve; pero, por ello, la
música sagrada no ha sido nunca ni es menos arte.
Es
un arte noble y como tal debe acomodarse absolutamente en todo a las exigencias
estéticas y técnicas que debe cumplir todo arte digno de tal nombre. Debe
tender, en cuanto esto es posible a la capacidad humana, a ideales siempre
nuevos de perfección estética puesto que, entre los muchos medios de expresión
artística, el canto y la música son los más íntimamente vinculados a la
naturaleza de la liturgia. Para que esta forma tan noble de arte sea
verdaderamente religiosa ha de someterse, sin dejar de ser arte, al fin de la
religión de un modo formal. Esto sucede siempre que el placer estético, fin
propio del arte, está efectivamente ordenado y subordinado al fin superior de
la actitud religiosa.
Pero
no todo arte religioso es arte litúrgico. Para acceder a esta categoría, la
obra, además de ser bella y capaz de producir un placer estético que disponga a
una actitud religiosa en general, es necesario que sea apta para producir
precisamente la actitud religiosa exigida por la liturgia. Así, el canto y la
música deberán estar en perfecta consonancia con la dinámica de la acción
sagrada, con su modo propio de expresarse y comunicarnos los contenidos
celebrativos. Dicho de otro modo: el canto y la música, fundidos en consonancia
total con el espíritu de la liturgia, se han de ordenar de manera que expresen
con mayor claridad las cosas santas significadas en la misma acción sagrada
respondiendo así a la naturaleza íntima del culto divino.
En
los últimos tiempos, los Romanos Pontífices, empezando por San Pío X, se han
esforzado en exponer cada vez con mayor precisión la función ministerial de la
música sacra en el servicio divino. El mismo Concilio Vaticano II nada nuevo
dice al respecto, sino que reafirma la doctrina y la práctica de la Iglesia.
Sin embargo, un principio fundamental de la reforma litúrgica arroja
importantes luces sobre la naturaleza del canto sagrado.
Uno
de los principios directivos de la Constitución Sacrosanctum Concilium es el de revisar los ritos buscando que los
signos litúrgicos contengan la mayor expresividad posible. El pan y el vino, el
agua y el aceite, y también el incienso, las cenizas, el fuego y las flores han
de ser signos verdaderamente significativos por sí mismos. Deben ser veraces y
manifestar con noble sencillez su propio valor y significado. Pues bien, si
esto se pide a todos los signos litúrgicos, incluso a los extrínsecos, con
cuanta mayor razón se ha de pedir al canto, signo intrínseco tan estrechamente
vinculado a la Sagrada Liturgia.
Si
hoy, conforme a esta mentalidad, juzgamos inconvenientes y antilitúrgicos unos
signos contradictorios o artificiales, debemos consecuentemente aplicar la
misma lógica y los mismos criterios para con la función del canto y la música
en la liturgia. ¿Cómo es que admitimos en ella cantos absolutamente
desvinculados del contenido cultural, o melodías inapropiadas para el momento
celebrativo o textos carentes de nobleza y significación? ¿No estaremos
haciendo todavía, transcurridos cuarenta años, una aplicación demasiado
superficial o improvisada de la reforma conciliar? ¿Tal vez con un modo
demasiado conformista y minimista, complacido con simples cambios exteriores
pero ignorante de sus alcances y significaciones más profundas?
Si
la Sagrada Liturgia está impregnada de palabra y canto, no es exagerado afirmar
que cuando estos signos constitutivos se corrompen o emancipan se oscurece
gravemente la naturaleza del culto cristiano y se ponen en serio riesgo su
validez y virtualidad santificadora.
Es
por esto que el Concilio Vaticano II, deseando fomentar el canto sagrado y la
activa participación de los fieles en las acciones sagradas celebradas con
canto, determinó en la Constitución sobre la Sagrada Liturgia que, además de que
se completase la edición típica de las melodías gregorianas, se estimulase la
creación de coros –aun en las iglesias más modestas– y se diese una genuina y
esmerada formación musical a los fieles. Esta formación se ha de impartir de
una manera particular, a los ministros encargados de la música sagrada, para
que ejerzan su oficio penetrados íntimamente del espíritu de la liturgia y así
puedan enriquecer la celebración según la verdadera naturaleza de cada de sus
elementos.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Política de comentarios: Todos los comentarios estarán sujetos a control previo y deben ser formulados de manera respetuosa. Aquellos que no cumplan con este requisito, especialmente cuando sean de índole grosera o injuriosa, no serán publicados por los administradores de esta bitácora. Quienes reincidan en esta conducta serán bloqueados definitivamente.