viernes, 8 de diciembre de 2017

VIII Domínica después de Pentecostés: homilía del Rvdo. Ángel Alfaro

Luego de haber publicado el sermón de la Misa de clausura del III Congreso Summorum Pontificum, transcribimos a continuación la homilía pronunciada por el Rvdo. Ángel Alfaro, FSSP, el domingo 30 de julio de este año, durante la Missa cantata celebrada por él ese día.

 Alegoría del Espíritu Santo en la Basílica de San Pedro, Roma

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Homilía pronunciada por el Rvdo. Ángel Alfaro, FSSP, el domingo 30 de julio de 2017, VIII Domínica después de Pentecostés

Queridos hermanos:

Durante el tiempo de Pentecostés, San Pablo, a través de la liturgia, propone a nuestra consideración tres de los grandes temas que hacen parte del contenido de su predicación acerca de la gracia bautismal, de nuestro fin último y del combate continuo del hombre contra los enemigos del alma. 

La epístola de hoy es un claro ejemplo. San Pablo nos habla acerca de la transformación que opera el Espíritu Santo en nuestras almas utilizando la imagen del hombre carnal, apegado a los bienes de este mundo, en contraposición a la del hombre espiritual que aspira a las cosas de Dios: todos cuantos se dejan guiar por el Espíritu de Dios son hijos de Dios, y, por consiguiente, coherederos con Cristo.

El pensamiento del Apóstol asocia la concepción que en la tradición judía se tiene de la herencia, es decir, tomar posesión de algo, a la idea de la filiación. Los hombres adquieren de ahora en adelante la herencia, en relación con Cristo, al Hijo por excelencia, el único que goza, por su naturaleza, de todos los bienes divinos. 

Sin embargo, la herencia bienaventurada del Cielo no nos exime de las penas y de las contrariedades de esta vida, y no por ello es una ilusión, como pretende el hombre que no tiene fe. Al contrario, el conocimiento seguro de la promesa de Dios no sólo hace que nos mantengamos firmes frente a los trabajos del presente, sino que además nos mantiene esperanzados. Por todo lo cual vivir según el Espíritu nos hace recibir estas contrariedades y sufrimientos con confianza, con espíritu sobrenatural, en definitiva, a la luz de Cristo, a quien debemos configurar nuestras vidas.

En el Evangelio vemos reforzada esta dualidad "carne-espíritu". No son las obras de la "carne" las que nos salvan, sino la presencia del Espíritu en el hombre, aunque pudiera confundirnos la conclusión de la parábola: Haceos amigos con el inicuo dinero para que cuando él os faltare, aquellos os reciban en las eternas moradas.

Este tipo de parábolas, dice San Agustín, se llaman contradictorias, y si Nuestro Señor así la fórmula es para que comprendamos, en este caso, que si pudo ser alabado por su amo aquél que defraudó sus bienes, a Dios le agradan aquellos que obran según sus preceptos. De ahí que, debemos despojarnos de todo aquello que nos impida revestirnos del hombre nuevo y comenzar a obrar según el espíritu, pues si con el espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis.

 Marinus Claesz van Reymerswaele, Parábola del mayordomo infiel 
(circa 1540, Kunsthistorisches Museum, Viena)

Recuerdo en este momento aquella historia que me fue narrada por Sor Carmen, religiosa perteneciente a la Congregación de las Hermanas Misioneras de María Inmaculada y Santa Catalina de Siena, fundadas en Colombia por Santa Laura Montoya.

Sor Carmen trabajaba en la selva chocuana con indígenas Waunanas desde hacía varias décadas. Su labor constante y dedicada hacía que nuestra religiosa contara con una gran ascendencia moral entre los habitantes de aquellas inhóspitas tierras, entre los cuales se contaban algunos guerrilleros.

Una mañana, un comando paramilitar irrumpió en el seno de la misión con la intención de reclutar niños y jóvenes. Su presencia sembró el terror entre los indígenas, quienes, huyendo despavoridos, fueron a refugiarse a la casa de las Lauritas.

Sor Carmen, ni corta ni perezosa, salió a recibir la inoportuna visita, y, dirigiéndose al comandante del grupo armado, le preguntó cuál era el motivo de su visita. El joven guerrillero, obviando su pregunta, le hizo comprender que no debía inmiscuirse en sus asuntos. 

Inútil fue la insistencia de nuestra religiosa frente a las intenciones de aquellos hombres, quienes formaron en el terraplén a los niños de la comunidad indígena, y atándolos como a perros, se dispusieron a partir con ellos.

Pueden imaginar ustedes la situación de tensión y de dolor que se vivió en el lugar. Sor Carmen, dirigiéndose nuevamente al comandante se propuso como rehén y prenda de liberación de los chicos. La respuesta del comandante no se hizo esperar, y, amarrándole las manos, la unió al grupo de niños y comenzaron la marcha hacia el interior de la selva dejando atrás un mar de llanto y sufrimiento.

Durante el recorrido, Sor Carmen intentaba reconfortar el corazón de aquellos niños haciéndolos orar y cantar incesantemente. Pasadas unas horas, el comandante paró la marcha, se dirigió a sus hombres y mandó soltar a los rehenes. Sor Carmen tuvo miedo, e intentando abrazar a todos los pequeños, elevó sus ojos al cielo y los encomendó a Dios por intercesión de Madre Laura, su fundadora. Pensó, ciertamente, que los matarían en el lugar.

El guerrillero, con aires de hombre rudo, se dirigió a la religiosa y le dijo: “Hermana, tome a sus niños y regrese a su misión. Son ustedes libres, pues me ha hecho usted comprender cuál es el valor de la oración y de la caridad cristiana”. 

Pidámosle a Dios que, emulados por estos ejemplos heroicos, seamos capaces de disponer nuestras almas a la acción de su Gracia y a la moción del Espíritu Santo. 

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