martes, 9 de octubre de 2018

Por qué lo externo sí es importante

Compartimos hoy con nuestros lectores un nuevo artículo del Dr. Peter Kwasniewski, que versa sobre la importancia que tienen los aspectos externos de la celebración de la Santa Misa, los que muchas veces se desprecian con prejuicios basados en un supuesto "rubricismo". Pero el fondo, vale decir, la adoración al Dios uno y trino en espíritu y verdad, no puede separarse del elemento externo, pues el misterio de la encarnación ha hecho que la Divinidad de Cristo se una a la materia para cumplir el plan salvífico.  

El artículo fue publicado originalmente en Life Site News. La traducción pertenece a la Redacción. 

 El autor
(Foto: Peter Kwasniewski)

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Respetar los aspectos “externos” de la Misa es más importante de lo que la gente piensa

Peter Kwasniewski

Existe actualmente una extraña tendencia a pensar que los aspectos externos de un determinado asunto importan muy poco, en tanto que lo “interior” es todo lo que cuenta. Por ejemplo, supuesto que alguien sea “una buena persona en su interior”, no importa mucho cómo luce, cómo se viste, cómo habla, que música oye o, para llevar las cosas al límite, qué religión practica.

Hay un punto de verdad en esta postura: cuánto pesa alguien, o qué contextura tiene, o qué color de piel, por ejemplo, no constituyen cualidades morales: santos y pecadores se dan en todos los colores, formas y tamaños. El problema está, con todo, en que nos olvidamos demasiado prontamente de que lo exterior brota de lo interior, y de que a menudo nos revela exactamente lo que hay en el corazón de alguien. Una persona buena se vestirá con modestia, hablará con respeto y oirá música que ayuda a ennoblecer el carácter en vez de ponerlo en peligro. Y esto es así porque hay ciertas disposiciones del corazón que son invisibles a los hombres y visibles para Dios. Profesar una religión, aunque es algo que obviamente implica palabras y gestos exteriores, tiene raíces en el ámbito profundo del alma y muestra, hacia afuera, cuál es la visión de mundo más íntima que tiene un ser humano y cuáles son sus prioridades.  

El gran filósofo británico Roger Scruton escribe:  

“Tiene razón Oscar Wilde al decir que sólo los superficiales evitan juzgar por las apariencias. Porque éstas son, en efecto, vehículo de significados y concentran nuestras emociones. Cuando un rostro humano me impacta, esta experiencia no se transforma en preludio de posteriores estudios anatómicos, ni la belleza que veo me lleva a pensar en los músculos, nervios y huesos que, de algún modo, la explican. Por el contrario, 'ver la calavera bajo la piel' es ver solamente el cuerpo y no la persona que hay en éste, con lo que se deja escapar la belleza del rostro. De modo perfectamente coherente, por tanto, nuestros antepasados medievales no hubieran aceptado jamás la banalidad de que 'no se puede juzgar un libro por su empaste', y gastaban enormes cantidades de dinero en empastar con oro, plata, y joyas los evangeliarios y otros libros que contenía los Evangelios, para dejar perfectamente claro que tales libros contenían la palabra de Dios mismo y merecían la máxima veneración”.  

La sagrada liturgia contiene también las palabras mismas de Dios. De hecho, y de un modo asombroso, la Misa contiene al mismo Dios, el Verbo hecho carne. Es absolutamente incoherente con este contenido interior el que su forma exterior no sea gloriosa, majestuosa, hermosa, solemne, reverente: debiéramos poder juzgar este libro por sus cubiertas resplandecientes; es decir, debiéramos juzgar la Misa por su apariencia musical, textual, ceremonial; debiéramos poder ver el corazón en los actos; no debiéramos “dejar escapar la belleza del rostro”.  

Hoy se pone mucho énfasis en no prestar demasiada atención a las exterioridades de la Misa, sino en recordar que “Jesús está presente”. Usando lenguaje vulgar, podríamos decir: “Parad; eso no va a funcionar”. A través de la historia, los cristianos han ofrecido lo mejor que podían a Dios en la liturgia, especialmente la belleza que se puede alcanzar por el arte, a fin de que las almas de los fieles pudieran estar mejor dispuestas a adorar y glorificar al Señor. Este es el sentido de lo que decía Santo Tomás, de que la liturgia no existe en beneficio de Dios sino de nosotros mismos. Ciertamente está dirigida a Dios: no tendría sentido si Dios no existiera y si Cristo no fuera nuestro Redentor gracias a cuyo sacrificio hemos sido salvados. Pero la liturgia no beneficia a Dios o a Cristo, como si los hiciera mejor de lo que son; ya son todo lo buenos, santos y gloriosos que pueden ser. Más bien, la liturgia nos beneficia a nosotros, que ofrecemos el sacrificio de alabanza, ya que ordena nuestras almas hacia Él como a nuestro fin último, y llena nuestras mentes con la verdad de Su presencia, y nuestros corazones con el fuego de Su amor. Ambas cosas se logran mejor con una liturgia que impresiona en su puesta en escena y sus implementos, sus gestos y sus vestiduras, su canto y sus ceremonias; una liturgia que está permeada, de principio a fin, con las manifestaciones de la cercanía y la otreidad de Dios. Una liturgia plenamente sacral será aquélla que no puede ser cooptada para finalidades profanas, sino que comanda respeto, asombro y oración por parte de quien la observa.  


Dicho de modo simple: el ser humano, como criatura dotada de inteligencia y de sensaciones, no se beneficiará jamás suficientemente con una liturgia que es verbal/cerebral o superficialmente deslumbrante (como la de las exhibiciones circenses de Three Days of Darkness [Los tres días de obscuridad] en Los Ángeles). En cambio, se beneficiará con una liturgia que esté llena de un rico contenido ceremonial/textual y saturada de símbolos sensibles. Así son, exactamente, todas las liturgias cristianas históricas. Lamentablemente, así es como la mayor parte de las liturgias católicas contemporáneas no son.

Una feliz excepción a esto sería el creciente número de lugares donde se celebra el rito romano tradicional o “forma extraordinaria”, porque este rito está saturado de sacralidad y como que obliga al fiel a orar, a penetrar más profundamente en los misterios mediante las apariencias externas, tal como los discípulos de Emaús “lo conocieron en la fracción del pan” (Lc 24, 35). El rito litúrgico es como pan multiplicado milagrosamente a través de los siglos, puesto al alcance de cada rey o pordiosero que busca alimento que no perece. Cuando mediante el ingreso al rito partimos este pan, llegamos a reconocer a Cristo resucitado.

Matthew Schmitz ha escrito:  

“Es asombroso que los líderes de una fe ritual se hayan imaginado que podían dispensarse de las formas tradicionales de oración. Entre las pocas élites que comprendieron la locura de semejante proyecto, hubo mayoritariamente artistas, naturalmente alertas al modo cómo las cosas supuestamente superficiales pueden ser, de hecho, esenciales”.

De modo semejante, el pensador Nicolás Gómez Dávila ha dicho: “Cuando la religión y la estética se divorcian, ya sabemos cuál de ellas es la que primero se corrompe”.

Por todos estos motivos, pues, la liturgia no sólo puede sino que debe ser juzgada por “su empaste”, por las apariencias, porque, como dice Aristóteles, son las apariencias de una cosa las que apuntan a su naturaleza y substancia. La Iglesia católica tiene que cuidar no sólo las realidades sino también las apariencias. Los seres humanos llegan al conocimiento de la verdad a través de sus sentidos; no pueden tener conceptos sin tener fantasmas. En la religión, en el encuentro con el Dios-hombre en su vida, muerte y resurrección, nuestros sentidos, recuerdos, imaginación y emociones desempeñan un papel tan importante como el de nuestro intelecto y nuestra voluntad. 

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