Les ofrecemos hoy un nuevo artículo del prolífico Dr. Peter Kwasniewski, en el cual se refiere a varios problemas de frecuente ocurrencia en torno al rito del matrimonio y al modo descuidado, cuando no derechamente sacrílego, en el que éste es celebrado en el rito reformado. El autor sugiere varios puntos que podrían contribuir a una celebración más digna y decorosa de este importante sacramento en el contexto del Novus Ordo, sin perjuicio de que algunas de dichas sugerencias puedan aplicarse también al rito tradicional.
El artículo fue publicado originalmente en New Liturgical Movement, y ha sido traducido por la Redacción. Las fotos son aquellas que acompañan al artículo original.
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Problemas de la ceremonia de casamiento, y cómo
podrían solucionarse
Peter Kwasniewski
Ahora que comenzamos el mes de mayo,
iniciamos [en el hemisferio norte] la principal temporada de casamientos, cuya mayor parte tiene lugar
los días sábados de los meses más cálidos.
La Iglesia católica siempre, a
través de las diversas épocas, ha tenido una postura decidida y sin
ambigüedades sobre la santidad e indisolubilidad del matrimonio, y sobre el
carácter natural y la bondad y prioridad en la sociedad que tiene la familia
que, con la bendición de Dios, surge de la unión del hombre y de la mujer.
Se da, no obstante, una monumental
separación entre esta elevada doctrina y el modo deplorable, si no sacrílego,
en que, a menudo, se celebran los casamientos[1].
La experiencia, los registros y las pruebas que proporciona el anecdotario demuestran
que un excesivo número de casamientos católicos no se celebran de un modo
acorde con lo sagrado de la ocasión sino que, al contrario, se transforman en
un carnaval, donde el celebrante actúa de “maestro de ceremonias de los
anillos”. A veces, el mareador jolgorio en la iglesia, antes o después de la
Misa, es tan estridente que apenas se oye al organista, aunque toque a todo
volumen. El sermón se transforma en la versión, propia del sacerdote, de un
brindis durante la recepción, o en una especie de sentimental charla junto al
fuego con los contrayentes, llena de reminiscencias, historias repetidas y consejos
domésticos. “El beso de la novia” puede llegar a ser todo un episodio, con
silbidos y aplausos. Y, no faltaba más, ¡todo el mundo comulga! Un espacio
bello y sagrado se transforma en pista de deportes o de desfile de modas.
A propósito de esto, uno recuerda el reproche de Ratzinger:
“Cada vez que estallan los aplausos
en la liturgia debido a algo que realizan los seres humanos, se trata de un
indicio seguro de que la esencia de la liturgia ha desaparecido totalmente y se
la ha reemplazado por una especie de entretención religiosa. Pero el interés
decae rápidamente: no se puede competir en el mercado de las actividades de
entretención mediante una mayor incorporación de diversos tipos de juegos de
luces religiosos”[2].
Si verdaderamente creemos en “la
santidad del matrimonio”, hay que poner coto a esta especie de parodia
hollywoodense. Y si no hacemos para ello todo lo que está a nuestro alcance,
estamos efectivamente aceptando una redefinición secularista del matrimonio y
haciendo posible que los fieles sean formados por ella y en ella. El clero
debiera tomar como modelo a Jesús que expulsó a los cambistas de dinero del
Templo: “Mi casa será llamada casa de oración, pero vosotros la habéis
transformado en una cueva de ladrones” (Mt. 21, 13). Jesús no nombró un Comité
Pontificio para las Relaciones con los Ladrones, ni hizo un reconocimiento
público de lo mal que los ladrones han sido tratados a través de los siglos,
sino que simplemente trazó una línea entre lo sagrado y lo profano, y los
expulsó a latigazos. La casa de Dios es, en primer lugar y por sobre todas las cosas, una
casa de oración. El profeta Isaías dice: “Al Señor de los ejércitos, a Él
debéis reverenciar, Él sea vuestro temor” (Is. 8, 13). Y el profeta Malaquías:
“El hijo honra a su padre y el siervo a su señor. Si Yo soy Señor, ¿dónde queda
mi respeto?, os dice el Señor de lo ejércitos a vosotros, sacerdotes” (Mal. 1,
6).
Vinculada al temor del Señor y al
respeto por su templo se presenta la oportunidad evangelizadora de una bella
liturgia. No quiero decir con esto, naturalmente, que la liturgia deba transformarse en una ocasión de catequesis o de apologética, sino que
simplemente debe ser como es debido, digna, expresiva y noble, y así tocará los
corazones y las mentes de algunos, al menos, de los católicos no practicantes y
de los no creyentes que estén presentes. Citando a Ratzinger otra vez:
“Si la liturgia es presentada como
un taller para que realicemos nuestras actividades, se olvida lo que es
esencial: Dios. Porque la liturgia no es acerca de nosotros, sino acerca de
Dios. El olvido de Dios es el peligro más inminente de nuestra época. Y frente
a esto, la liturgia debiera ser un proponer un signo de la presencia de Dios.
Pero, ¿qué sucede si el hábito de olvidar a Dios sienta sus reales en la
liturgia misma, y si en la liturgia sólo pensamos en nosotros? En todas y cada
una de las reformas, y en cada celebración litúrgica, la primacía de
Dios debiera ser lo primero y lo más importante que se tiene en vista”[3].
Recuerdo que un sacerdote me decía
en Irlanda que, cuando celebraba una Misa Novus Ordo en inglés, con sólo rezar
lentamente, cantando los textos o manteniendo silencio en los momentos
apropiados, y obrando en general como si creyera en lo que estaba teniendo
lugar y orando sinceramente por los difuntos, se le acercaba, al término de la
Misa, una cantidad de gente que le decía: “Por Dios, padre, si todas las Misas
fueran como ésta, empezaría a venir de nuevo a la iglesia”.
¿No ha habido acaso un fracaso
increíble en el hacerse cargo del hecho obvio de que el tratar los más sagrados
misterios de forma casual y horizontal conduce necesariamente al eclipse de
Dios? Me refiero al eclipse de su paternidad trascendente y a su derecho a
nuestro rendido homenaje, intelectual y moral, así como también al eclipse de
la propia naturaleza del hombre, de su necesidad de redención, de su capacidad
para lo infinito y lo eterno, de su destino celestial, con toda la
auto-negación y el auto-control que ello nos exige aquí y ahora. El uso de
prácticas absolutamente ajenas, como “el cirio de la unidad”, o el vaso de
arena para significar la unión de dos familias o de dos vidas, es un ejemplo del
énfasis en la horizontalidad que, junto con la invención de ritos enteros, es
uno de los peores legados de la agitación general en pro de reformas litúrgicas
que ha afligido a las iglesias cristianas y a las comunidades eclesiales
durante el siglo XX.
Jamás habrá una renovada aceptación
de toda la verdad sobre el matrimonio y la familia, ni una adhesión a la ley
divina y natural, sin una renovada aceptación de toda la verdad sobre la
sagrada liturgia, sin una adhesión a la ley natural del homenaje religioso
(obligación de la criatura hacia su Creador) y a la ley divina del culto
cristiano (el sacrificio de la Cruz).
He aquí, a continuación, unas pocas
sugerencias para que los casamientos puedan mejorar en el contexto del Novus Ordo
(algunas de ellas podrían aplicarse también, mutatis mutandis, a
los casamientos tridentinos).
1. La
precondición más importante para re-sacralizar los casamientos es que, quienes
van a casarse, previamente conozcan algo de la belleza, la santidad y las
elevadas exigencias del sacramento, no como se lo describe en algún vulgar y
vago panfleto, sino por la lectura en común, por partes, de alguna exposición
sólida del tema. En todos mis años de experiencia, el mejor documento que he
encontrado es la encíclica Casti Connubii
de Pío XI, que tiene la ventaja de ser relativamente breve, franca y exigente.
Me imagino que algunas parejas no la leerán jamás, pero otras sí podrían leerla
y sentirse motivadas a conversaciones honestas y difíciles que es necesario que tengan lugar, como las
relativas a las razones que tiene la enseñanza de la Iglesia sobre el bien de
la abstención antes del matrimonio y de la castidad en él; o al corrosivo mal
de la contracepción; o a la inherente ordenación de la vida matrimonial a la
generación y educación de los hijos; o a los papeles, diferentes pero
complementarios, de marido y mujer en la familia.
2. Debiera
reestablecerse la ceremonia de los esponsales, como una forma sagrada de
mostrar el camino del compromiso y la preparación. Para que esta sugerencia no
sea interpretada como una forma de retrógrado romanticismo, vale la pena
mencionar que a menudo se sabe de esponsales en los colegios más tradicionales
de la Newman Guide. Mi mujer y yo celebramos esponsales en una ceremonia
realizada por el sacerdote que nos casó unos seis meses después, y ello se nos
ocurrió porque lo habíamos visto hacer a mucha otra gente. Con todo, el rito no
es todavía conocido tan bien como debiera, y la reciente publicación, por la
Conferencia Episcopal de los Estados Unidos de una patética “bendición del
compromiso” podría despistar a mucha gente sobre lo que el asunto es realmente.
Se puede conocer el rito tradicional de los esponsales en muchos lugares, como
éste, éste y éste. Si se busca en Google, aparece una cantidad de buenos
artículos sobre el tema.
3. El párroco
o el celebrante debiera insistir en que se toque música apropiada en el
casamiento: cantar el Ordinario de la Misa y los Propios de la Misa nupcial
(quizá en salmodias sencillas, si el coro no puede hacer otra cosa), y piezas
adicionales elegidas de una lista de himnos y otras composiciones instrumentales apropiadas[4].
Un amigo sacerdote me contó una historia deliciosa: un día se reunió con una
joven para revisar los preparativos de su Misa de matrimonio. Ella le dio una
lista de canciones populares que quería que se cantaran en la Misa. El
sacerdote sonrió y le dijo: “Aceptaré esas canciones si usted accede a una
petición mía”. “¿De qué se trata, padre?”. “Que usted toque canto gregoriano en
la recepción”. “Pero, padre, ¡eso no es apropiado para la ocasión!”. “Cierto.
Pero tampoco son apropiadas estas canciones para un acto de culto divino.
Pensemos, de nuevo, qué música se va a tocar en la Misa”.
4. Ya cerca del
casamiento, si se trata de católicos que tienen algo de fe y son de mente
abierta, se podría sugerirles que celebren una Hora Santa después del ensayo
del casamiento, mientras el sacerdote oye la confesión, especialmente la de la
novia, el novio, y el cortejo. Esta práctica tiene, entre otros beneficios, el
de aumentar mucho la posibilidad de que los contrayentes se casen en estado de
gracia, para poder recibir efectivamente los frutos del sacramento del
matrimonio, en vez de comprometerse mutuamente en estado de pecado mortal. (Los
teólogos enseñan que cuando los contrayentes se casan en estado de pecado, se
unen indisolublemente, pero que el contrayente en estado de pecado no recibe
realmente la gracia del sacramento hasta que sea restaurado, mediante la
absolución o la contrición perfecta, al estado de gracia, momento en que se
dice que la gracia sacramental “revive”).
5. En la
ceremonia misma, el sacerdote debiera usar los paramentos y vasos sagrados más
hermosos de que disponga; cantar las partes que le corresponden en la Misa;
evitar el peligro del histrionismo, y preocuparse de que la ceremonia se
celebre con solemnidad. Este ars
celebrandi, junto con la música ya mencionada y la Hora Sagrada y las
confesiones, acentuará la sacralidad del gran misterio que se celebra.
Cuando discuto estos asuntos con los
sacerdotes, me encuentro por lo general con dos reacciones (incluso de la misma
persona): “tienes razón” y “es imposible”. Pienso que existe mucho desaliento
en materia de casamientos y de funerales porque tales ocasiones, más que otras,
hacen al clero ver cuán horrorosa es la ausencia de conocimientos de fe y moral
en la mayoría de los bautizados como católicos. En ninguna otra parte se ve tan
claramente el colapso posconciliar de la Iglesia y la destrucción de la
liturgia.
Con todo, sostengo, con Santa
Teresa, que el desánimo es una forma de orgullo, y que Cristo lo que hace es
buscar unos “pocos hombres buenos” que hagan grandes esfuerzos, piedra a
piedra, para elevar la seriedad y belleza de toda nuestra vida sacramental
-trátese de bautismos, confirmaciones, casamientos, funerales, o Misas diarias
o dominicales-. Obviamente, aquí se trata de un proyecto a largo plazo; pero
comienza con cualquier mejora que podamos hacer aquí y ahora. Aun obrando con
todo el cuidado y buena voluntad del mundo, ofenderemos a mucha gente
ignorante, pero luchemos por explicarle, con claridad y paciencia, las razones
que hay para pedirle todo lo que le pedimos o proponemos que se haga.
[1] Existe una parecida brecha entre la escatología católica y los funerales
actuales, que han degenerado hasta llegar a ser velorios sensibleros del tipo
“protestante popular”. El propósito principal de la Misa de difuntos es orar
por el alma del muerto, para que se salve y, si tiene necesidad de purificación
(como es el caso de la mayoría de las almas que se salvan), sea liberado pronto
de los fuegos del purgatorio. De ahí que la Misa de réquiem se centre en el
fiel muerto: no hay homilía, ni ciertas bendiciones de objetos o del pueblo; se
dice un Agnus Dei especial por el descanso de las almas; los Propios son una
trama de oraciones por los difuntos, etcétera. El modo en que los funerales modernos
se han convertido en un alivio emocional para los vivos y en la “celebración”
de la vida mortal del difunto es, en realidad, doblemente poco caritativo:
primero, priva a los cristianos de la oportunidad amar todo lo que puedan y de
rezar por el alma de su querido difunto, ejercitándose con ello en un acto de
gran misericordia espiritual, en vez de convertirse en receptores pasivos de
ella; segundo, priva al alma del difunto del poder y del consuelo de la oración
colectiva que se hace por ella. Por cierto, todo esto supone una comprensión
ortodoxa de las cuatro postrimerías [Nota de la Redacción: Véase lo dicho sobre el rito de exequias en esta entrada].
[2] Ratzinger, J., The Spirit of the
Liturgy, trad. de John Saward (San Francisco, Ignatius Press, 2000), pp. 198-99;
también en Collected Works, vol. XI: Theology of the Liturgy (San Francisco, Ignatius Pres, 2014), p. 125.
[3] Ratzinger, J., Preface, en Reid, A., The
Organic Development of the Liturgy: The Principles of Liturgical Reform and
Their Restoration to Twentieth-Century Liturgical Movement Prior to the Second
Vatican Council (San Francisco, Ignatius Press, 2005), p. 13; también en
Theology of Liturgy, cit., pp. 593-594.
[4] El libro del Rvdo. Samuel Weber The Proper of the Mass forSundays and Solemnities tiene varios formularios de los Propios de la Misa
nupcial, desde el tono de salmodia hasta el melismático.
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