A continuación les presentamos una traducción de una notable entrevista al Dr. Peter Kwasniewski, colaborador habitual de esta bitácora, la cual fue concedida a la revista Calx Mariae. En ella, el Dr. Kwasniewski se refiere a la belleza y su relación con la espiritualidad cristiana, especialmente cuando se manifiesta en las diversas artes sacras vinculadas a la liturgia católica.
La entrevista fue publicada originalmente en New Liturgical Movement. La traducción es de la Redacción; las imágenes son las que acompañan la publicación original.
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Entrevista con el Dr. Kwasniewski acerca de “La belleza, mensajera de Dios”
Peter Kwasniewski
Quizá los lectores de New Liturgical Movement se interesen por
conocer una nueva revista, Calx Mariae,
que se publica cuatro veces al año por Voice of the Family en el Reino Unido. La editora, Maria Madise, me invitó a una
imaginaria entrevista sobre el tema “La belleza, mensajera de Dios” para el
núm. 3, que acaba de aparecer. Permítaseme decir, a pesar de ser yo mismo
un colaborador, que el contenido y los valores de la producción son
extremadamente elevados. Es verdaderamente, una de las mejores publicaciones
que, desde hace mucho tiempo, he llegado a conocer, y los ojos irritados la
apreciarán en estos días en que las noticias y novedades están dominadas por Internet. Para subscribirse o adquirir números individuales, véase el siguiente enlace.
Con autorización de la editora, se
publica aquí la entrevista completa.
Maria Madise:
A lo largo de la historia, la Iglesia ha procurado que exista música hermosa,
arte, arquitectura y la más fina artesanía. ¿Por qué estas cosas tienen un
papel crucial en la espiritualidad y la formación católicas?
Peter
Kwasniewski: La razón es simple: fuimos creados por Dios como criaturas de
carne y hueso. Aprendemos a partir de los sentidos. Cuando Dios le reveló la
Ley a Moisés, recurrió a una alta montaña, con relámpagos, truenos, nubes
negras, sangre y tablas de piedra. Cuando ordenó la construcción del
Tabernáculo, mostró el modelo para el mismo, trabajado hasta en los detalles
más mínimos, y exigió los materiales más caros. Cuando Dios habló a Elías, hizo
primero un gran ruido, y luego se reveló a Sí mismo como una “voz pequeña y
suave”. Cuando el Señor quiso entregarse más íntimamente a sus discípulos, usó
pan y vino, en medio de un ritual religioso sumamente estructurado. Podemos
pensar en miles de ejemplos, tomados de la revelación divina, de “teofanías”, o
sea, de manifestaciones de Dios mediante diversos signos e imágenes. La
liturgia judía continuó este modelo en el templo y en la sinagoga, y obviamente
la liturgia cristiana hizo lo mismo, impulsada especialmente por el milagro del
Hijo de Dios que se hizo de carne y hueso. La fe católica, respaldada con el
poder de la Encarnación, desarrolló la más rica y más bella cultura que el
mundo ha jamás conocido, pero lo hizo para el servicio de Dios, apuntando más
allá de sí misma.
M.M.: ¿Cuál es
la finalidad de la belleza? ¿Es práctica, o funcional?
P.K.: La
belleza es el primer mensajero de Dios, y el último, y el más efectivo. Nos
damos cuenta de que el mundo es bueno y ordenado debido a la belleza del cosmos,
la que llegamos a entender intelectualmente sólo con posterioridad. Y tal como
llegamos a conocer a Dios a través de su arte divino, conocemos también la belleza
interior del hombre principalmente a través de las grandes obras del arte
humano. Un pintor como Rembrandt nos ayuda a ver la belleza inmensa,
conmovedora del rostro de un hombre o una mujer viejos, que quizá podríamos
pasar por alto, o encontrar incluso feo. Cristo es “el más hermoso de los hijos
de los hombres”, como dice la Escritura, pero Él mismo quiso convertirse en “un
varón de dolores”, deforme más allá de todo lo imaginable, para decirnos a
través de ello algo inolvidable sobre la invisible belleza del amor, del
sacrificio por amor. La Iglesia, por lo tanto, no puede ni debe rehuir su papel
de presentar a la humanidad este Amante inmortal, tanto por la belleza que
apela a nuestros sentidos, como por aquel misterio más profundo que ningún sentido
puede alcanzar.
M.M.: ¿Cuál es
el papel de la belleza en la formación de los niños y de los jóvenes?
P.K.: Lo
primero que ve un infante en el mundo es el rostro de su madre, que fundamenta
una primera y permanente visión de la belleza, no tal como la ve el mundo, sino
porque el amor revela la verdad. A medida que el niño crece en familia, sus
padres tienen la obligación grave de entrenarlo en el amor a lo bello, mediante
la lectura de buenos cuentos, la memorización de poesías, mostrándole buenas obras
de arte, haciendo arte juntos, y asistiendo a una liturgia que sea muy bella en
lo exterior, si ello es posible. Todas estas cosas son parte de una sutil y
envolvente educación del gusto, de la sensibilidad, del instinto, de la
intuición. Cuando crecemos con la belleza, adquirimos el sentido de lo
apropiado, del respeto, de la nobleza, de la dignidad. Estas son actitudes
proto-religiosas o para-religiosas que influyen grandemente en el curso de
nuestras vidas. Sin ellas somos mucho más vulnerables a los vientos de las
falsas doctrinas y de las excusas torpes.
Una típica esquina europea
M.M.: ¿Cómo le
explicaría usted a alguien qué es exactamente la cultura, y qué es cultura
católica?
P.K.: No es
fácil definir la cultura. En una reciente conferencia hice un ensayo al
respecto: cultura “es el modo compartido en que una sociedad o un pueblo
acostumbra a expresarse, a celebrar y a inculcar su visión de la realidad”.
Quizá esto sea demasiado general. La cultura se preocupa siempre de la
expresión concreta de las ideas y de los valores; de cómo comemos nuestros
alimentos, de qué bebemos y cuándo y por qué; de cómo nos vestimos y hablamos;
de cómo se ven nuestros edificios y vehículos. Todo esto es cultura y, de
hecho, expresa una visión del mundo (o, quizá, una mezcla ecléctica de visiones
del mundo).
Sobre todo en Europa, los católicos
desarrollaron una cultura riquísima, en que incluso los objetos más pequeños de
uso diario eran bellamente decorados y, a menudo, en relación con doctrinas de
la fe. De este modo, existió un continuo desde una copa en el hogar hasta el
cáliz sobre el altar, desde la campanilla de la mesa del comedor hasta la
campana de la catedral, desde el mantel del comedor hasta el corporal en la
iglesia. Las imágenes de la Virgen y de los santos presidían en todas partes
-eran nuestros compañeros en este mundo, pero como recordatorio de que “no
tenemos aquí ciudad duradera, sino que esperamos otra que ha de venir”-.
La cultura católica es, pues, lo
producido y atesorado por una sociedad que se inspira en la fe, un ambiente que
vuelve la mente hacia Dios de un modo suave y frecuente, haciendo uso de la
refinada belleza de las bellas artes y del genio áspero del arte folclórico, de
la majestad impresionante de los ceremoniales y de la fuerza estabilizadora de
los ritos. El resultado es que toda la vida se impregna gozosamente de la
inmensa realidad de Dios, demasiado grande para ser limitada a un determinado
campo o por una determinada expresión.
M.M.: ¿Debiera
haber un traslapo de la cultura litúrgica con la popular? En caso afirmativo, ¿en qué forma? En caso negativo, ¿por qué no?
P.K.: Creo, de
hecho, que es una tragedia que la alta cultura y la cultura popular se hayan
separado casi totalmente, y que la liturgia ya no sea el motor de la cultura,
tal como lo fue por más de mil años. La “inculturación” actual es, a menudo,
barata, azarosa y secular, debido a que no está guiada por un pensamiento
sólido y claro, enraizado en la Revelación divina y en la Tradición de la
Iglesia.
Por ejemplo, la gente trata de tomar
la música pop contemporánea e introducirla en la liturgia. Esto es un enorme
error, porque esa música está saturada de emocionalismo, y asociada
estrechamente con la anti-cultura liberal y su promiscuidad sexual. Su efecto
es exactamente el contrario de lo que la música de iglesia debe producir:
elevar el alma a Dios, purificar el corazón de afectos desordenados,
disciplinar el cuerpo. En vez de ayudar en nuestra asimilación de la Palabra de
Dios, promueve, más bien, la secularización de la religión.
Pero también es posible realizar la
inculturación. Los misioneros que vinieron de Europa al Nuevo Mundo, a menudo
incorporaron los rasgos externos de las culturas evangelizadas en la música,
las devociones, las artes visuales. Por ejemplo, los misioneros españoles en
México enseñaron a los indígenas a componer en el estilo de la polifonía
renacentista, pero permitieron y aun alentaron la inclusión de flautas
indígenas y de percusión. El resultado tiene un sabor eclesiástico, pero con un
toque centroamericano (si le interesa oír algo de ella, búsquela en el San Antonio Vocal Arts Ensemble, o SAVAE).
El Hijo Pródigo como metáfora (detalle de Rembrandt)
M.M.: ¿Qué
deberes tenemos como herederos de la Tradición católica? ¿Debiéramos
reformarla, preservarla o recrearla?
P.K.: Esta es
una pregunta importante. He aquí lo que el Señor mismo nos enseña en la
parábola del hijo pródigo. Lo que le hacemos a nuestra herencia familiar, o lo
que hacemos con él, demuestra lo que pensamos de nuestro padre, de toda nuestra
familia. Ahora bien, nadie podría negar que cosas como el latín, el canto
gregoriano y el celebrar la Misa ad
orientem son tesoros centrales, constitutivos y característicos de nuestro
patrimonio católico. La reforma litúrgica los suprimió o marginalizó,
procediendo como el hijo pródigo que malgasta la riqueza de la familia en vivir
mal, y termina empobrecido y miserable. La única vía de escape de esta
situación es lo que nos dice la parábola: conversión, arrepentimiento, regreso
y reinstalación en la casa del padre.
La actitud correcta frente a nuestra
herencia es protegerla, preservarla, defenderla y usarla todo lo posible. Para
ello debemos conocerla, y a medida que mejor la conozcamos, más la querremos.
Este amor, a su vez, inspirará nuevas obras bellas en continuidad con lo que ha
existido antes. Tal es la experiencia de todo artista católico serio
-arquitecto, pintor, iconógrafo, escultor, compositor, poeta-. Si conocemos
nuestra Tradición, la imitamos, la emulamos, la desarrollamos y la
transportamos hasta el siglo XXI. No es necesario buscar originalidad. La única
persona plenamente original es Dios Padre, puesto que Él no tiene origen en
nadie más; incluso el Hijo no es original, sino originado; y el Espíritu Santo
lo es por el Padre y el Hijo. Dios mismo nos enseña que la perfección de las
personas, después del Padre, consiste en derivar unas de otras. La criatura que
quiso ser enteramente original fue Lucifer, de quien el Señor dice que es “el
padre de la mentira” porque “habla desde sí mismo”. A eso nos conduce la
originalidad pura: al infierno. Y eso es, por cierto, lo que vemos en tantos
artistas modernos.
A propósito, Martin Mosebach ha
observado que la noción de reforma
tiene sentido sólo si se toma la palabra en serio: un regreso a la forma, un formar de nuevo lo que ha perdido la buena
forma. Reforma no significa un relajo, un largarse a vagar, un destruir las cosas,
sino que más disciplina, más apego a los buenos modelos, más auto-control, más
humildad al servicio de lo grande. Ese es el tipo de reforma que la Iglesia
necesita siempre, no la “reforma” que se nos ha dado en el último medio siglo,
que debiera llamarse más bien “deforma”.
M.M.: ¿Cómo
describiría usted su propio descubrimiento de la Tradición católica y qué efecto
tuvo ello en su formación y en su trabajo?
P.K.: Para mí,
el descubrimiento del canto gregoriano fue una inmensa revelación. No podría
decir porqué me fascinó tanto a la temprana edad de 17 años, pero el canto
gregoriano es hipnotizante y cautivante de un modo en que ninguna otra música
lo es. Al oír discos de la Wiener Hofburgkapelle, aprendí a leer los neumas en un viejo Graduale Romanum que había sido descartado en la escuela
benedictina para niños a la que por entonces asistía. Pienso que también
tuvieron importancia mis estudios de composición -a los que me introdujeron los
corales de J.S. Bach, que trataba de imitar en mis ejercicios-: hay algo en
este tipo de disciplina que ayuda al alma a percibir la belleza no como algo
vago, esponjoso y sentimental, sino como resultado de trabajo, conocimiento,
norma.
Otras influencias importantes al
final del colegio fueron la lectura de los diálogos de Platón y del libro Fundamentals of Catholic Dogma [Manual de Teología Dogmática], de
Ludwig Ott. Por aquel tiempo, pensaba que Platón, aunque pagano, era
verdaderamente “uno de los nuestros” -una especie de “católico en el armario”- y
que educarse significaba leer a Platón y otros autores como él. Todo esto me
hizo desear ir a la universidad para poder sumergirme en las riquezas del
catolicismo, que ya había comenzado a gustar. Es por eso que fui al Thomas Aquinas College, en California,
donde pude estudiar los “Grandes Libros”.
El Thomas Aquinas College me
introdujo a un mundo de inmensa profundidad y belleza, que incluía la Misa
Tradicional, en la que anida todo lo que en la fe católica es purísimo,
altísimo y amabilísimo. Pienso en aquel versículo del salmo: “Incluso el
gorrión encuentra su morada, y la golondrina un nido para poner sus polluelos:
tus altares, oh Señor de los ejércitos, mi Rey y mi Dios” (Sal. 84, 3). La Misa
verdaderamente fue, y debe volver a ser, la fuerza que inspire a la cultura
católica. Ciertamente para mí y para mi familia ha sido el lugar donde
encontramos nuestro hogar espiritual, y donde podemos educar a nuestros hijos
en la paz y el buen olor de Cristo.
Una esquina para la oración
M.M.: Hay
tanto en la cultura moderna que es feo, incluso grotesco, que muchos tienen una
verdadera hambre de lo hermoso y lo bueno. ¿Podría sugerirnos cómo podemos
satisfacer esta hambre?
P.K.: Creo
firmemente, como lo dije antes, que necesitamos rodearnos de belleza. No me refiero a un amontonamiento de cosas o
a un estilo kitsch, sino a una decoración adecuada, invirtiendo en obras de
arte, si están a nuestro alcance, oyendo música verdaderamente buena (y con
esto no me remito a ningún período en particular, pero ciertamente no al pop,
al rock, al rap, al tecno ni ninguna de esas barbaridades, que son el
equivalente musical de la comida chatarra o de las drogas), y tratando de
entender el mejor arte que la civilización europea y católica nos ha legado.
Podría recomendar varios pasos prácticos.
Primero, buscar la más bella
celebración litúrgica que se pueda encontrar y asistir a ella. Si es en una
iglesia bella, mejor todavía. La liturgia es el lugar donde la mayor parte de
las bellas artes florecieron y donde se supone que se las experimenta, como
ofrendas a Dios, capturadas por el movimiento ascendente de la oración (e
idealmente colaborando con él). La liturgia no es sólo “la raíz y culminación”
de la vida cristiana, sino que es también -o lo ha sido antes y debiera volver
a serlo- la fuente y culminación también de la cultura cristiana.
Segundo, piense en las habitaciones
donde vive y trabaja, y en cómo podría elevarlas con reproducciones, acuarelas,
grabados, etcétera. Toma tiempo encontrar obras de arte “originales” pero, mientras
tanto, o complementariamente, una buena cantidad de buenas reproducciones de
Fra Angelico, Giotto, Rembrandt o Vermeer puede cambiar mucho el ambiente,
favoreciendo un espíritu más contemplativo (recomiendo The Catholic Art Company, que tiene un buen surtido, y no vende
basura ni apoya causas inmorales).
Tercero, elija un rincón de su casa
y transfórmelo en “rincón de oración”, con íconos o imágenes sagradas, una
vela, agua bendita, rosarios, flores. Debiera ser un lugar donde resulte
natural reunirse para las oraciones de la mañana o de la noche (sobre esto se
puede leer más en el libro The Little Oratory: A Beginner’s Guide to Praying in the Home, de David Clayton y
Leila Lawler). A partir de este rincón se pueden desarrollar otras hermosas
costumbres (véase el libro We and Our Children: How to Make a Catholic Home, de Mary Reed Newland).
Cuarto, compre algunos buenos discos de música
sagrada o “clásica”, y dése el tiempo para escucharlos, para educar el oído y
el alma (en LifeSite News he escrito
algunos artículos atingentes: “What makes
Gregorian chant uniquely itself—with recommended recordings” y “These new recordings of sacred music will
transport you to the courts of the King”).
Quinto, dése tiempo para continuar su educación.
No se puede encarecer suficientemente las conferencias del historiador del arte
William Kloss, disponibles en The Great
Courses: son exploraciones del genio de los grandes artistas, que abren los
ojos y fascinan, que tienen un don especial para ver -ayudándonos a ver también
nosotros- las luminosas profundidades de la realidad. Obviamente, si se puede
visitar un buen o gran museo, habría que hacerlo de forma regular.
Sexto, al menos una vez al año, haga una
peregrinación. El peregrino disfruta también de las vistas y sonidos del viaje
y de su punto de llegada, pero tiene una finalidad más elevada que la del mero
turista. La experiencia estética se hace más significativa cuando va unida al
amor a Dios, a la práctica de la religión, y a la expresión de la devoción a un
santo o al Señor mismo. Esto es lo que amé, dicho sea de paso, al asistir a la Misa pontifical de réquiem de Todos los Santos en la iglesia de San Juan Cancio el pasado 2 de noviembre: el coro y la orquesta interpretaron el Réquiem de
Mozart en su auténtico contexto litúrgico: oírlo en el lugar y momento
apropiado hizo la música todavía más hermosa.
Séptimo, si se tiene los medios, o si se tiene
influencia sobre gente con medios, debiéramos tratar de patrocinar nuevas obras
de arte que sean verdaderamente bellas y, si son para la Iglesia,
verdaderamente sagradas también. Me causan admiración el clero y los laicos
que, cuando se aproxima alguna ocasión especial, encargan una pieza de música o
una pintura para ella. Obviamente, como compositor que soy, me doy cuenta de
que si los católicos dejan de encargar y de desear buen arte para la Iglesia,
los buenos artistas van a perecer de hambre y desaparecer. Lo mismo se puede
decir del apoyo a los programas musicales y a las restauraciones correctas de
las iglesias (que a menudo deshacen el daño producido por los iconoclastas
posconciliares).
M.M.: En su
nuevo libro Tradition and Sanity, usted presenta una cantidad de argumentos muy convincentes a favor del regreso a la
liturgia tradicional, no sólo por razones litúrgicas o estéticas, sino porque
el modo cómo vivimos el Sacrificio de la Misa, está en el corazón mismo de cada
aspecto de nuestras vidas. ¿Podría explicarnos esto un poco más?
P.K.:
Siguiendo con lo que dije anteriormente sobre cómo un hijo agradecido debiera
tratar la casa de su padre y su patrimonio familiar, diría ahora que adorar a
Dios con la liturgia romana en la forma en que se ha desarrollado orgánicamente
durante un período de más de 1.500 años es crucial para tener (o, para muchos,
para recuperar) una identidad estable, una espiritualidad profunda, un sano
fundamento doctrinal, y una orientación para la vida moral. Y esto, además de
los obvios méritos literarios y artísticos que tiene la antigua liturgia y que
ha sido fuente de inspiración durante tantos siglos.
Dado que el catolicismo es, de por
sí, una religión de tradición, debiera producirnos gran turbación que algunos
católicos actuales oren de un modo terriblemente diferente, y aún
contradictorio, del que usaron nuestros antepasados, incluida la gran mayoría
de los santos. O éstos se equivocaron y nosotros tenemos la razón, o, lo que es
más probable, nosotros nos hemos descarrilado en la búsqueda de la
modernización, y necesitamos volver sobre nuestros pasos, si queremos alcanzar
con seguridad nuestro destino. La liturgia no es algo que cada época necesite
rediseñar y recrear a su propia imagen. Por el contrario, las vicisitudes de la
historia son en gran medida trascendidas en un punto en reposo, en un centro
inmovible, en una estrella polar con respecto a la cual podemos siempre
orientarnos. Se podría aplicar a la Misa el lema cartujo: “la Cruz está inmóvil
mientras el mundo da vueltas”. A mi juicio, ésta es la razón de por qué la
antigua liturgia está actualmente ganando para sí a tantos “convertidos”. El
mundo da vueltas a una velocidad enloquecida, sin control, y desgraciadamente,
debido al prejuicio conciliar del aggiornamento,
el mundo ha arrastrado en pos de sí a la liturgia, como una luna que órbita en
torno a su planeta. La liturgia romana clásica permanece en su grandeza y al
parecer, lo que no es sorprendente, es más “relevante” para nosotros hoy que lo
que fue diseñado por un comité en la década de 1960.
Mi libro aborda todo esto, pero
también la crisis del papado y de la evangelización, que me parecen estar
vinculadas con la trágica decisión de “reorientar” el catolicismo según nuevas
líneas. Esto no ha conducido a una renovación, sino a una acelerada deformación
e irrelevancia. Gracias a Dios, vemos que un contra-movimiento adquiere fuerza
en todo el mundo, caracterizado por su oposición, punto por punto, al programa
oficial. Tal será el drama de las próximas décadas: cómo esta masiva “guerra
civil” dentro de la Iglesia se desarrolla bajo las manos de la Providencia
Divina.
He aquí el contenido del tercer número de Calx Mariae:
He aquí el contenido del tercer número de Calx Mariae:
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