Compartimos con nuestros lectores un nuevo artículo del Dr Peter Kwasniewski, que es continuación de otro publicado el pasado miércoles 29 de abril. El autor vuelve a insistir sobre la importancia de la correcta orientación litúrgica de las Misas celebradas en estos tiempos de pandemia, y también sobre el sentido que ella tiene, el cual es mucho más profundo que el mero acto de observar lo que ocurre en el altar.
El artículo fue publicado originalmente en Life Site News y ha sido traducido por la Redacción.
***
La transmisión en vivo de la Misa durante la pandemia hace resaltar la debilidad de la liturgia
del Vaticano II
Peter Kwasniewski
Lamenta Walter Hoeres que muchos
liturgistas actualmente “comprenden la Misa no tanto como un acto de culto,
como un sacrificio, sino como una obra de Dios para con el hombre, entendiendo,
contrariamente a todos los grandes teólogos y concilios, que nuestra
preocupación no es tanto dar culto y adorar al Todopoderoso con un sacrificio
propiciatorio, sino el bien del hombre”.
¿Cuán a menudo nos hemos topado con
esta mentalidad: la liturgia como un taller de autoseguridad, como un concurso de talentos colectivo, como un escenario para que los regalones emocionen a
sus abuelitas, como un comentario de actualidad (especialmente con las
oraciones de los fieles al estilo Greta Thunberg), o como cualquier cosa menos
como el tremendo misterio del sacrificio de la cruz, por el cual adoramos al
Padre en espíritu y en verdad?
En un artículo enviado el 13 de
abril a New Liturgical Movement intitulado “Lo absurdo del 'versus populum' y el recogimiento del 'ad orientem' en latransmisión en vivo por Internet”, he hablado precisamente de cómo este muy
extraño momento de nuestra historia, cuando la gran mayoría de los católicos se
ve constreñida a orar en su propia casa, leyendo su misal o alrededor del
aparato de televisión, ha hecho sentir, vívidamente, el contraste que menciona
Hoeres.
(Imagen del artículo original)
El R.P. Rogers acaricia con una
sonrisa amplia la fría cámara mientras conduce a su grey a los pastos de una
sentimentalidad en tonos pastel: este episodio se refiere al bien (aunque
entendido en un sentido estrecho).
Por otra
parte, unos cuantos cliqueos sobre el ratón del ordenador lo transportan a uno a la Misa de
Presantificados del solemne Viernes Santo del Instituto de Cristo Rey Sumo Sacerdote. El Rvdo. Padre, asistido por el diácono con una ancha
estola, ignora la cámara al dirigirse hacia el altar, que es su foco y el nuestro.
Apenas alcanzamos a divisar su rostro, no hacemos con él contacto ocular, nos
sentimos -¡bendita sea!- excluidos de su atención. Nos consuela y nos alienta
saber que él nos tiene presentes, al menos en términos generales, ya que va
rogando insistentemente a Dios que nos conceda su misericordia y su gracia, que
es exactamente todo lo que necesitamos para nuestro auténtico bien humano. Una
liturgia como ésta conduce a los fieles hacia la oración contemplativa.
“Señor, es bueno estar aquí” (Mt.
17, 4). Este comentario de san Pedro en el monte Tabor adquiere un melancólico
sabor en estos momentos. Quien mira la transmisión en vivo de la Misa está
realmente aquí, en el salón de su casa más o menos desordenado o en su oficina, y no
allí, donde la Misa (o cualquier otra ceremonia religiosa) tiene lugar en la
Presencia Real de Dios. Nos da una idea de lo que es estar afuera mirando lo
que pasa adentro, como un converso que aguarda ser bautizado, añorando sentir
que se desliza por su cabeza el agua fresca o que le ungen la frente con el
óleo; como un hambriento que ha tenido ya demasiadas comidas imaginarias y
quiere hundir los dientes en un trozo de carne y beber una pinta de cerveza.
“Señor, es bueno estar…bueno, aquí; en realidad, allá”.
Todo lo que el Señor quiere o
permite en su Providencia es para el bien de aquellos a quienes ama (cfr. Rom. 8,
28). ¿Cuáles son algunas de las hermosas e invaluables lecciones que podemos
recibir de estos tiempos?
Primero, el estar realmente presentes
en la Misa constituye una cosa totalmente diferente, ya que, en tal caso, el
Señor mismo se nos hace realmente presente. La Iglesia ha repudiado la antigua
herejía del docetismo, que sostenía que la humanidad de Jesús era meramente
aparente, una especie de ilusión holográfica producida por el poder divino. Si
nos encontráramos ante una elección radical entre las dos cosas, arrojaríamos
nuestro aparato de televisión al basurero a fin de poder asistir en persona a
la Misa y poner nuestros cuerpos en contacto con el Cuerpo glorificado de
Cristo. Porque “la carne de Cristo es el gozne de la salvación”, como dice
Tertuliano: si Él no ha resucitado en la carne, vana es nuestra fe (cfr. 1 Cor. 15, 14).
Segundo, este tiempo de separación
nos recuerda que nosotros, los fieles, somos también parte del signo
eucarístico. Lo que quiero decir es esto: Cristo instituyó la Eucaristía no
sólo como un objeto de adoración -cosa que por cierto es-, sino también como un medio de
unirnos a nosotros consigo mismo en un solo Cuerpo Místico, la Iglesia. Por eso
santo Tomás de Aquino dice que la res
tantum, o sea, la realidad significada por la Eucaristía, es la unidad del
Cuerpo Místico de Cristo: el sacramento nos conduce a nuestra comunión final
con Cristo y los santos en los cielos. De ahí que sea simbólicamente importante
para nosotros estar presentes en la Misa: cuando estamos físicamente presentes
en un lugar adorando encabezados por el sacerdote que simboliza a Cristo el
Sumo Sacerdote y actúa por Él, formamos parte de una imagen visible del Cuerpo
Místico que estamos llamados a constituír, Cabeza y miembros. Cuando los fieles
están dispersos por los cuatro puntos cardinales, no están, en ese momento,
mostrando en sí mismos la unidad final que Cristo vino a traernos y a hacer posible
que nosotros viniéramos a ella. La Misa es verdaderamente un acto social o
colectivo, aunque, en la manera de celebrarse, jamás se reduzca a una función
horizontal.
(Foto: Riposte Catholique)
Tercero, nuestra Tradición da forma
al modo en que ofrecemos la Misa, precisamente en el sentido de mantener “en
acto” los muchos aspectos de la fe y relacionarlos unos con otros
adecuadamente. Así, una celebración de la Misa en que los fieles parecieran
orientados hacia el hombre individual que Él se digna usar como instrumento, más
que hacia el propio Cristo, el Sumo Sacerdote, sería un error y podría
considerársela sacrílega en la medida en que aparta de la soberanía y
centralidad de Cristo. Esta es la razón por la que la liturgia celebrada versus populum es un problema tan
enorme, aumentado mil veces por la pantalla: el ministro se convierte en el
centro de la atención.
La Misa es el lugar, en este valle
de lágrimas, donde no sólo queda expresado ritualmente el hecho de que no nos
pertenecemos a nosotros mismos sino a alguien más, sino donde, además, ello se
pone por obra: “No os pertenecéis a vosotros mismos; habéis sido comprados a
gran precio” (1 Cor. 6, 19). La única manera en que el hombre es sanado,
elevado, salvado, es mediante el culto y la glorificación de Dios realizados sin
autorreferencia; la única vía a la plenitud, a la adquisición de algo que sea
verdaderamente digno de ese nombre, es el sacrificio propiciatorio de Cristo,
que hace al pecador capaz de unirse a Dios en amistad. Estamos llamados a ser
como Él en todos estos modos, a ser re-creados en Él, “para alabanza de la
gloria de su gracia, que nos concedió generosamente en el Amado” (Ef. 1, 6). La
Misa pertenece al Amado, al Novio, no al amigo del novio (cfr. Jn. 3, 29).
A aquellos que entran en el misterio
de unidad, simbolizado y verdaderamente contenido en la Eucaristía, la liturgia
les promete un re-hacerse a sí mismos según la imagen de Cristo, Imagen
Perfecta del Padre. Con las prácticas litúrgicas tradicionales somos
desconfigurados por unas exigencias ascéticas y rituales que nos sacan de
nuestra “zona de seguridad” a fin de poder ser re-configurados, re-creados, no
según nuestras propias concepciones de la forma adecuada y la materia
conveniente al “Hombre Moderno”, sino según la forma y materia del Señor, en
relación con Quien somos como el barro en manos del alfarero. A lo largo de la
historia de la Iglesia, el Señor nos ha conducido, por su Espíritu Santo, a
ver, desear y llevar a cabo el culto correcto.
Sin un foco teocéntrico, la liturgia
no hace sino validar el engaño colectivo de la comunidad, reemplazando la zarza
ardiente por llamas tibionas. Mientras las circunstancias nos obliguen a seguir
la liturgia “desde lejos”, debiéramos recurrir a los misales o libros de
oraciones tradicionales y, si nos resulta provechoso meditar y orar con las
transmisiones en vivo, debiéramos proponernos mirar las liturgias que son
penamente tradicionales en sus textos, en su espíritu, en su belleza y, sobre
todo, en su orientación en el sentido geográfico: orientación hacia oriente,
hacia el este. Como dice la antífona del Benedictus
de la Vigilia Pascual: “Y muy temprano, el primer día de la semana, salido ya
el sol [orto iam sole], vinieron al
sepulcro, aleluya”.
Que el Sol de Justicia, que vendrá
“de oriente” al fin de los tiempos (Mt. 24, 27), tenga piedad de nosotros y
conduzca a su pueblo de vuelta al puerto de la Tradición.
Nota de la Redacción: También existe una traducción castellana de este artículo publicada en Marchando Religión.
Nota de la Redacción: También existe una traducción castellana de este artículo publicada en Marchando Religión.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Política de comentarios: Todos los comentarios estarán sujetos a control previo y deben ser formulados de manera respetuosa. Aquellos que no cumplan con este requisito, especialmente cuando sean de índole grosera o injuriosa, no serán publicados por los administradores de esta bitácora. Quienes reincidan en esta conducta serán bloqueados definitivamente.