miércoles, 25 de noviembre de 2020

Ultimo Domingo después de Pentecostés

Miniatura de Evangeliario de Ada
(Imagen: Wikicommons) 

El texto del Evangelio de hoy es el siguiente (Mt. 24, 15-35):

“En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: Cuando viereis que la abominación de la desolación, anunciada por el profeta Daniel, está en el Lugar Santo -el que esto lee, entienda bien- entonces los que estén en la Judea huyan a los montes; y el que en el tejado, no baje a tomar cosa alguna de su casa; y el que en el campo, no vuelva a tomar su vestido. Mas ¡ay de las mujeres encinta, o de las que estén criando en aquellos días! Rogad, pues, que vuestra huida no suceda en invierno o en sábado. Porque habrá entonces grande tribulación, cual no se vio desde el principio del mundo hasta ahora, ni la habrá jamás. Y, si no fuesen abreviados aquellos días, nadie se salvaría; mas en gracia a los elegidos, serán abreviados aquellos días. Entonces si alguno os dijere: Mirad el Cristo está aquí o allí, no lo creáis. Porque se levantarán falsos Cristos, y falsos Profetas y obrarán grandes señales y prodigios, de modo que (si pudiera ser) caigan en error aun los escogidos. Ya estáis prevenidos. Si, pues, os dijeren: Mirad que está en el desierto, no salgáis; mirad que está en las cavernas, no lo creáis. Porque como el relámpago sale del Oriente y se deja ver hasta el Occidente, así será también la venida del Hijo del hombre. Donde quiera que estuviere el cadáver, allí se juntarán también las águilas. Y luego después de la tribulación de aquellos días, el sol se obscurecerá, la luna no dará su luz, las estrellas caerán del cielo, y las virtudes de los cielos se bambolearán; y entonces aparecerá la señal del Hijo del hombre en el cielo; y entonces plañirán todas las tribus de la tierra, y verán al Hijo del hombre que vendrá sobre las nubes del cielo, con gran poder y majestad. Y enviará sus Ángeles con trompetas y voz potente; y reunirán a sus escogidos de los cuatro vientos, desde lo sumo de los cielos, hasta su extremidad. Escuchad una comparación tomada de la higuera: cuando sus tallos están ya tiernos y las hojas han brotado, sabéis que está cerca el verano; pues del mismo modo, cuando viereis todo esto, sabed que el Hijo del hombre está cerca, a las puertas mismas. En verdad os digo, que no pasará esta generación sin que todo esto suceda. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán”.

***

En mil ocasiones el Señor nos pide que creamos, que tengamos confianza. En estos que la Escritura llama “últimos tiempos”, en cambio, el Señor nos aconseja no creer, ser desconfiados y reticentes. Porque estos “últimos tiempos” que la Iglesia ha comenzado a vivir hace ya dos mil años, son tiempos de confusión y de error, de engaños y sutiles deformaciones de la verdad, hábilmente disimulados, escritos al margen del texto, o a pie de página (Derrida, filósofo de la llamada “deconstrucción”, advierte que es en lo que se quiere quitar de la mirada inmediata, en los pies de página o en las notas al margen, donde se revela la verdadera intención del autor). ¿Acaso la propia Escritura no nos anuncia una “gran apostasía”, de la cual quedará exenta sólo un pequeño número, el que ella misma llama “el resto de Israel”?

Pero, ¿acaso los católicos no tenemos el consuelo de contar con un Papa infalible? Peligroso consuelo. Uno de los errores más difundidos en el mundo católico actual es el que se refiere a la infalibilidad papal. Ha habido Papas que cometieron errores doctrinales, como Juan XXII respecto del juicio particular que sigue inmediatamente a la muerte, aunque luego se retractaron debidamente. Y es que la infalibilidad papal es privilegio de contadísimos pronunciamientos del Sumo Pontífice en materia de fe, con el añadido de que deben cumplir con las más estrictas condiciones de forma y fondo. Por eso, cuando incluso algún Papa locuaz nos diga, sin cumplir esas condiciones, que el Señor está “allá afuera”, que hay que salir a buscarlo, que hay que abrir puertas y ventanas e ir corriendo a encontrarlo, no ya en el desierto o las cavernas, sino en “los pobres” o en “la naturaleza maltratada por el hombre” o en la “fraternidad universal de las religiones”, no lo creamos sin más.

"Los gobernantes civiles tendrán todos un mismo plan, que será abolir y hacer desaparecer todo principio religioso, para dar lugar al materialismo, al ateísmo, al espiritismo y a toda clase de vicios"  (Nuestra Señora de La Salette)

Entonces, ¿qué hacer? ¿Deberemos remitirnos, en último término, a nuestra propia conciencia, a nuestro examen privado y particular de cómo van “los brotes de la higuera”, como lo han propuesto últimamente algunos pseudo-católicos en materias de moral política? No: como cada uno de nosotros sabe por experiencia propia, nuestra conciencia puede convertirse, con extraordinaria facilidad, en la gran mentirosa que nos acecha, en la peor mentirosa de todas, a menos que esté sólidamente moldeada y apoyada por una norma exterior objetiva e independiente de nosotros mismos, ante la cual nos rendimos.

Y ¿dónde encontrar esa norma en comparación con la cual podemos saber si nuestra conciencia es o no es errada; una norma que nos garantiza la verdad de lo bueno y lo malo y de lo que está pasando en estos aciagos tiempos y de si el Señor está acá o allá? El lugar de esa norma es la Tradición de la enseñanza de la Iglesia, mantenida invariable, coherente, universal y constantemente a través de los siglos por gracia del Señor que no la abandona. Cualquier enseñanza posterior en el tiempo que no sea perfectamente coherente con las enseñanzas anteriores, no es digna de confianza, sino que es ese “alguno” que nos dice que el Señor “está aquí” o “está allá”. No creamos lo que semejante enseñanza nos dice. La doctrina sólo crece por incremento de lo ya existente, no por negación ni novedades. No creamos  a ciegas. Es consejo del Señor.

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