jueves, 1 de julio de 2021

La Iglesia existe, primero que nada, para busca el Reino de Dios

Les ofrecemos hoy una nueva traducción del Dr. Peter Kwasniewski. Se trata de la primera parte de una serie de dos artículos dedicadas a combatir el activismo que muchas veces eclipsa la vida espiritual, porque se piensa que el celo por el mundo terreno refleja el cumplimiento del plan de Dios. Bajo distintas formas se insiste sobre la necesidad de preocuparse más de los cotidiano, dejando la piedad y la liturgia en un lugar secundario. Sin embargo, la enseñanza de Jesús apunta a distinguir entre lo principal (el Reino de Dios y su justicia) y lo accesorio (la añadidura), puesto que el propósito es adorar a Dios en espíritu y verdad (Mt 6, 33; Jn 4, 24). La Iglesia enseña que "el Reino de Dios es para nosotros lo más importante. Se aproxima en el Verbo encarnado, se anuncia a través de todo el Evangelio, llega en la muerte y la Resurrección de Cristo. El Reino de Dios adviene en la Última Cena y por la Eucaristía está entre nosotros. El Reino de Dios llegará en la gloria cuando Jesucristo lo devuelva a su Padre" (CCE 2816). De ahí que los cristianos tengan la obligación grave de "distinguir entre el crecimiento del Reino de Dios y el progreso de la cultura y la promoción de la sociedad en las que están implicados. Esta distinción no es una separación. La vocación del hombre a la vida eterna no suprime, sino que refuerza su deber de poner en práctica las energías y los medios recibidos del Creador para servir en este mundo a la justicia y a la paz" (CCE 2820). Este artículo y el siguiente, que publicaremos la próxima semana, entregan algunas claves para subordinar la acción a la adoración. 

El artículo fue publicado en New Liturgical Movement y ha sido traducido por la Redacción. Las imágenes proviene de la versión original.  

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La Iglesia existe, primero que nada, para busca el Reino de Dios

(Primera parte de una serie de dos, “Exorcizar el demonio del activismo”)

 Peter Kwasniewski 

A medida que regresa la Misa tradicional y se multiplican las discusiones a su respecto, es posible oír objeciones como la siguiente (que escuché casi verbatim): “La Misa tradicional está demasiado focalizada en lo vertical y no lo está suficientemente en lo horizontal. Y fortalece una mentalidad de bunker o de fortificación. No se puede dejar que la gente se incline tanto hacia lo contemplativo: la gente debe prepararse para lanzarse con ímpetu a las batallas de la guerra de la cultura”.

Un ejemplo rampante de esto puede verse en las siguientes palabras, publicadas hace unos pocos años por un escritor católico que, me parece, ya no las suscribiría hoy:

“No sostengo que no haya habido aspectos del 'modo de orar' de la antigua liturgia que pudieran haber sido un peligro, de algún modo, para alcanzar una auténtica madurez cristiana. Puede que sea cierto, en cierta forma, como lo argumentaron algunos reformadores, que la antigua liturgia tendía a fomentar un tipo de piedad simplista, una fe 'celestial' sin relación con el 'aquí y ahora' de la llamada de Cristo a actuar en temas urgentes de caridad y de justicia social. En este sentido, algunos aspectos de la celebración de la antigua Misa, el incienso, los paramentos, el misterio, hacían que la gente se concentrara tanto en el 'cielo' que se olvidaba de la 'tierra'. Reconozco que esto puede haber sido y sea verdad, y constituya una preocupación para los reformadores verdaderamente comprometidos con la construcción del Reino, aquí y en el tiempo futuro”.

Si esta caricatura fuera verdad, ¿por qué los grandes santos de la caridad y la justicia social, como San Vicente de Paul en el siglo XVII o, en nuestra época, Dorothy Day, traumatizada por la revolución litúrgica, alientan una cuidadosa y bella celebración de la liturgia tradicional, que los alimentó a lo largo de toda su vida? Ellos sabían que lo que hagamos con la Hostia pobre, escondida, humilde y vulnerable, lo hacemos con Cristo glorioso, nuestro Juez en el cielo. De hecho, todo pecado que cometemos contra la divina liturgia lo cometemos contra nuestros hermanos y hermanas pobres, cuyo mayor tesoro en esta vida es la fe y el culto de la Iglesia. Porque es en la liturgia que se cumplen las consoladoras palabras del profeta Isaías:  “¡Oh, vosotros los sedientos, venid a las aguas, aun los que no tenéis dinero! Venid, comprad y comed; venid, comprad sin dinero, sin pagar, vino y leche. ¿A qué gastar vuestro dinero no en pan y vuestro trabajo no en hartura? Escuchadme y comeréis lo bueno y os deleitaréis con manjares suculentos” (Is 55, 1-2).

San Vicente de Paul y Dorothy Day

La historia de la Iglesia cuenta algo totalmente diferente, algo que C.S. Lewis ha escrito en un famoso pasaje de Mero Cristianismo y que vale la pena repetir siempre:

“Mirar continuamente adelante, hacia el mundo eterno, no es, como piensan algunos, una forma de escapismo o de auto-engaño, sino algo que los cristianos deben hacer. No significa que hemos de dejar el mundo actual tal como está. Si se lee la historia se verá que los cristianos que más hicieron por el mundo presente fueron justamente los que más pensaron en el mundo futuro. Los mismos apóstoles, que iniciaron la conversión del Imperio Romano, los grandes hombres que construyeron la Edad Media, los evangélicos ingleses que abolieron la trata de esclavos, todos ellos dejaron su huella en la Tierra precisamente porque en su mente se ocupaban del Cielo. Es a partir del momento en que los cristianos dejaron de pensar en el otro mundo que se han vuelto tan ineficientes en éste. Apunten al cielo y verán que se les da la tierra: apunten a la tierra, y no obtendrán ni el uno ni la otra”.

En el tráfago de una participación activa -en vernáculo familiar- en “ritos livianos”, se ha llegado a considerar casi indecente que los laicos pidan que la liturgia conduzca a la meditación, o que el clero espere que la Misa o el Oficio Divino favorezcan en sus almas la vida contemplativa. La observación de Lewis podría haber sido hecha teniendo en mente nuestra situación posconciliar: “Aspiren a adorar al Señor en espíritu y en verdad, y conseguirán con ello una participación activa; aspiren a una participación activa y no conseguirán ninguna de ambas cosas”.

Por el modo cómo los liturgistas siguen obrando, podría pensarse que se dicen unos a otros: “¿Qué vamos a hacer, para que todos hagan algo? ¿Qué vamos a cantar o decir? ¿Quién leerá las lecturas, quién traerá los dones al altar, quién aplaudirá con mano celebradora, quien palmoteará la espalda del vecino? ¿Cuándo nos hemos de poner de pie, y cuándo nos arrodillaremos?”. Y Jesús está ahí y nos dice: “Los paganos buscan todas estas cosas. Vuestro Padre sabe que las necesitáis, en tiempo y lugar oportuno. Buscad primero el Reino de Dios, y todo lo demás se os dará por añadidura”.

Si nos preocupamos más de la participación que de la realidad en que hay que participar, y si insertamos explicaciones e instrucciones en la liturgia (el “cómo”) en vez de esforzarnos por instruir al pueblo, en otra oportunidad, para que pueda verdaderamente entregarse en la liturgia, estaremos invirtiendo el orden correcto de los bienes, la jerarquía de valores y, por ahí, estaremos mereciendo que nos priven de esos bienes y que reine la anarquía en los valores.

Un escritor espiritual dominico, el P. Gerald Vann, articula esta relación de lo primario con lo secundario en su obra The Divine Piety (pp. 12-13):

“Sería posible decir 'preocúpate de la contemplación, asegúrate de que sea ferviente, asidua, y totalmente centrada en Dios, que la acción se preocupará de sí misma, la actividad redentora vendrá inevitablemente a continuación, de un modo u otro'; pero lo contrario ciertamente no sería verdad. ¿Cuál es el propósito de la gracia de Dios, del sistema sacramental, de todo el dinamismo de la vida sobrenatural, sino hacernos capaces de conocer a Dios, de amar a Dios, de servir a Dios? [...] Tener espíritu de pobres, ser mansos y puros de corazón: todo esto denota una actitud del alma hacia el mundo, pero denota, en primer lugar, una actitud del alma hacia Dios […] Sí, debemos anhelar y orar y trabajar para llenarnos de amor al prójimo; pero, primero que todo, sobre todo, debemos anhelar y orar y trabajar para tener lo único necesario, la substancia de la vida eterna, aquello de que esto otro, en su grado más fuerte y más profundo, es una expresión y una derivación”.

El abad Ildefonso Herwegen expresa el mismo sentimiento en su introducción de 1918 al libro El Espíritu de la Liturgia, de Romano Guardini (introducción que, lamentablemente, ya no se publica en la actualidad):

“No son ni las asambleas, ni las demostraciones, ni el favor de los estados o de los pueblos, ni las leyes de protección y los subsidios lo que hacen fuerte a la Iglesia. Y aunque nunca se hará lo suficiente ni en la predicación, ni en los confesonarios, ni en las misiones parroquiales, ni en la catequesis ni en las obras de misericordia, todas estas cosas, sin embargo, son meramente logros externos que fluyen de un poder interior. Sería en verdad perverso preocuparse principalmente de tales logros si se descuida lo relativo a la pureza, intensidad y crecimiento de la fuente interior. Cada vez que la Iglesia ora verdaderamente, vitalmente, brota por todas partes la santidad sobrenatural, la paz activa, la comprensión humana, y florece el verdadero amor al prójimo”.

Dom Gabriel Sortais, abad general de la Orden de los Cistercienses de Estricta Observancia entre 1951 a 1963, tenía también una profunda comprensión de la primacía y fertilidad de la contemplación (citado por Guy Oury, OSB, Dom Gabriel Sortais: An Amazing Abbot in Turbulent Times, trad. de Brian Kerns, OSCO [Kalamazoo, MI, Cistercian Publications, 2006], pp. 279 y 300):

“La Iglesia está íntimamente unida a la Palabra de Dios, que se hizo carne por la salvación de la humanidad, y es precisamente esta unión con el Hijo de Dios encarnado lo que es la fuente de la función pastoral […] Es por su unión con Cristo que predica, enseña y sufre, que ella transmite los beneficios de la oración, de la palabra y del sacrificio de Jesús. Una vez que existe una unión íntima, se da el apostolado verdadero y en salida. Sin íntima unión con Jesús, no se puede hablar de irradiación, de hacer que los otros lo conozcan y lo amen”.

Pintura alegórica mexicana de las heridas de Cristo como fuente de la vida (se representan las "cinco personas": Jesús, María, José, Ana y Joaquín). Para obtener más información sobre este tipo de imagen, consulte aquí.

Una Voce, el profeta Isaías, C.S. Lewis, el P. Gerald Vann, el abad Ildefonso Herwegen, Dom Gabriel Sortais: todos ellos nos hablan de la primacía de la contemplación, de centrarse en Dios, de festejar con el alimento que Él nos ofrece, de modo que el resto de lo que proyectamos hacer se permee con el “poder interior” de la gracia divina, buscada en esta “fuente interior” y recibida de ella: oración, liturgia, sacramentos. Todo esto orienta a los cristianos hacia la vida sin término, la vida del mundo que viene, el destino celestial para el que Cristo nos compró con el derramamiento de su Preciosa Sangre.

La Palabra se hizo carne no para proporcionarnos casas más grandes y de ambiente más amigable, con electricidad y agua corriente, y alfabetización e higiene, y derecho de voto y bancos virtuales. Ninguna de estas cosas evitará que paguemos todos la deuda de Adán: dolor, sufrimiento y muerte, seguida de juicio y de eterna felicidad o eterno llanto. La Palabra se hizo carne para elevarnos, cuerpo y alma, de modo que participemos de su resurrección de los muertos y de su indestructible gozo en su Padre.

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