El texto del Evangelio de hoy es el siguiente (Mc 8, 1-9):
“En aquel tiempo, habiéndose juntado otra vez una inmensa turba en torno a Jesús, y no teniendo qué comer, llamó a sus discípulos y les dijo: Lástima me da esta multitud, porque tres días hace que me siguen, y no tienen qué comer; y si los envío a sus casas en ayunas, desfallecerán en el camino, pues algunos han venido de lejos. Y sus discípulos le respondieron: ¿Quién será capaz de procurarles pan abundante en esta soledad? Y les preguntó: ¿Cuántos panes tenéis? Respondieron: Siete. Mandó entonces a la gente sentarse en el suelo; y tomando los siete panes, dando gracias, los partió y dio a sus discípulos para que los distribuyesen entre las gentes: y se los repartieron. Como tenían algunos pececillos, bendíjolos también, y mandó distribuírselos. Comieron hasta saciarse, y de las sobras recogieron siete cestos, siendo los que habían comido, como 4000; y los despidió”.
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Al salir el pueblo de Israel de Egipto, tierra donde abundaban el pan y las cebollas y donde vivía en abundancia pero como esclavo, dijo al Faraón: “Deja […] que vayamos camino de tres días por el desierto, para sacrificar a Yahvé” (Ex 3, 18).
El Señor nos pide que lo sigamos tres días al desierto, que abandonemos la esclavitud del pecado que nos tiene atados y que -desconociendo nosotros la triste realidad de nuestra alma- nos parece ser tierra de abundancia de bienes. Y en el desierto, nos da hambre.
Dice el Señor: ¡Me compadezco de estas multitudes! Le da pena despedirlos después de tres días en que no han comido nada por seguirlo y oírlo hablar (“Tú tienes palabras de vida eterna”, Jn 6, 68). Pero su corazón misericordioso y compasivo echa mano de siete panes y los alimenta hasta saciarlos.
Hoy vivimos en un desierto aterrador, en una soledad donde parece que no hay auxilio alguno. Pero el Señor nos ofrece siete sacramentos por medio de los cuales sacia y repara nuestras fuerzas. Sí: la Iglesia es hoy un desierto desolador, donde reinan los aullidos destemplados de las fieras que han entrado en Ella por aquellas puertas que nunca debió abrirse, por las cuales se pensaba iba a entrar la primavera, y por donde entró Satanás. Pero nosotros queremos seguir a Jesús que parece internarse cada vez más profundamente en esa desolación, sabiendo que hay siete panes, siete sacramentos con los cuales no va a alimentar.
El camino de la fe no es una risueña avenida, florida y sombreada (no es una de aquellas “anchas alamedas” que los utópicos nos pintan para engañarnos). Es, más bien, un camino áspero y difícil, donde no abundan ni la comida ni el reparo nocturno para nuestro consuelo: “El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mt 16, 24).
Pero el Señor está con nosotros, y nos ofrece sus siete sacramentos para que, como aquellos cuatro mil hombres, nos saciemos, no queramos ya nada más, sintamos que no podemos ser más felices. Felices en medio de ese humo de Satanás que llena las basílicas, que invade, con su fetidez, los presbiterios y las estancias vaticanas. Porque, si no abandonamos la recepción de esos sacramentos, si no dejamos de comer ese pan del Señor, todo esto nos parecerá que es nada.
Esto lo debemos entender, sobre todo, de ese Sacramento del Altar en que la figura de pan que se nos da en el desierto deja de ser figura para revelarse como la más enceguecedora realidad: “En verdad, en verdad os digo: Moisés no os dio pan del cielo; es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo; porque el pan de Dios es el que bajó del cielo y da la vida al mundo. Dijéronle, pues, ellos: Señor, danos siempre de ese pan. Les contestó Jesús: Yo soy el pan de vida; el que viene a mí, ya no tendrá más hambre, y el que cree en mí, jamás tendrá sed (…) Yo soy el pan de vida: vuestros padres comieron el maná en el desierto y murieron. Este es el pan que baja del cielo, para que el que lo coma no muera. Yo soy el pan vivo bajado del cielo; si alguno come de este pan, vivirá para siempre, y el pan que yo le daré es mi carne, vida del mundo […] En verdad, en verdad os digo que, si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros […] Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida” (Jn 6, 32-35).
En medio de tanto dolor y desventura como se vive hoy en la Iglesia, es necesario volver el pensamiento al Señor que, en el desierto, y echando mano de los siete panes, alimenta a quienes lo siguen fielmente. “Count your blessings!” es el sabio dicho inglés: “¡Cuenta tus bendiciones!”. Cuenta todas las bondades de que te colma el Señor aun en medio de este desierto tenebroso en que vivimos; cuenta, sobre todo, con la suprema bendición de ese pan que es su Carne, y acude a comerlo a los pies de ese sacrificio de la Cruz cotidianamente reactualizado, donde se inmola y se ofrece incruentamente la misma Sagrada Víctima del Calvario.
“La caridad es paciente, es benigna; no es envidiosa, no es jactanciosa, no se hincha; no es descortés, no busca lo suyo, no se irrita, no piensa mal; no se alegra en la injusticia, se complace en la verdad” (1 Co 13, 4-6). Por eso, no aceptes que Satanás te sugiera que más vale la caridad que la verdad, y te convenza que no se justifica defender a toda costa, realmente a toda costa, ese Sacramento del Altar que es el que te mantiene vivo. San Pablo, defendiendo la tradición que había recibido del Señor y había enseñado a los Gálatas, les dice: “aunque nosotros o un ángel del cielo os anunciase otro evangelio distinto del que os hemos anunciado, sea anatema” (Gal 1, 8). ¡Ni siquiera un ángel del cielo! Tanto menos unos prelados de la Curia, y ¡ni siquiera un Papa! Nuestra fe reside en Cristo y su Revelación.
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