lunes, 12 de julio de 2021

Domingo VII después de Pentecostés

Miniatura de Evangeliario de Ada
(Imagen: Wikicommons)

El texto del Evangelio de hoy es el siguiente (Mt 7, 15-21):

“En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: Cuidaos de los falsos profetas, que vienen a vosotros vestidos con piel de ovejas, mas por dentro son lobos rapaces. Por sus frutos los conoceréis. ¿Por ventura se cogen uvas de los espinos, o higos de los zarzales? Así, todo árbol bueno da frutos buenos, y todo árbol malo produce frutos malos. No puede el árbol bueno dar malos frutos, ni el árbol malo darlos buenos. Todo árbol que no da buen fruto será cortado y echado al fuego. Así, pues, por sus frutos los conoceréis. No todo el que me dice: “¡Señor, Señor!” entrará por eso en el reino de los cielos, sino el que hiciere la voluntad de mi Padre celestial, ése es el que entrará en el reino de los cielos”.

***

Hay muchos que conciben la vida cristiana ideal como un estado de paz consigo mismos y tranquilidad con Dios: “tengo mi conciencia tranquila y sé que Dios me ama”. Bueno: los más grandes criminales dicen, casi sin excepción, que ellos tienen la conciencia muy tranquila, por lo que la tranquilidad de conciencia no es un estado que deba inspirarnos confianza; nuestra conciencia es traicionera y puede jugarnos una muy mala pasada, de la cual despertaremos en el juicio personal, inmediatamente después de la muerte. Por eso dice San Pablo: “Cierto que nada me arguye la conciencia, mas no por eso me creo justificado; quien me juzga es el Señor” (1 Co 4, 4).

Y en cuanto al amor de Dios, es excelente saber que Él nos ama; pero lo que, en definitiva importa para nuestro destino eterno, es saber si nosotros lo amamos a Él: Él, en su infinita bondad, nos ha amado primero; y eso nos hace capaces de amarlo en respuesta. Pero ¿cómo sabemos que verdaderamente lo amamos? La pura piedad y sentimientos religiosos y emociones sagradas, de ésas que llevan a veces a exclamar, en una especie de éxtasis exprés, “¡Señor, Señor!”, no son un indicio suficiente de que amamos verdaderamente a Dios. Lo dice el Señor en este texto: la “prueba del amor” que nos pide Dios es que cumplamos su voluntad. Y esa voluntad está expresada, primero y sobre todo y con la máxima claridad, en los mandamientos: “Pues este es el amor de Dios, que guardemos sus preceptos” (1 Jn 5, 3).

Por lo cual hay que modificar esa idea, tan consoladora como falsa, que nos hacemos de una vida cristiana de paz de conciencia y tranquilidad con Dios: lo que hay que hacer, por el contrario, es vivir en permanente vigilancia, sin quedarse dormidos espiritualmente; es imprescindible estar en continua vigilia, como empleados domésticos que esperan el regreso del dueño de casa para abrirle la puerta y servirlo; dueño de casa que llegará a la hora que uno menos lo espere: “Tened ceñidos vuestros lomos y encendidas las lámparas, y sed como hombres que esperan a su amo a la vuelta de las bodas, para que, al llegar él y llamar, al instante le abran” (Lc 12, 35-38).

Pero en el Evangelio de hoy el Señor nos llama a estar en una continua vigilancia no sólo para abrir al dueño de casa, sino que también para protegernos de los enemigos que nos rondan y quieren adormecernos: “Cuidaos de los falsos profetas, que vienen a vosotros vestidos con piel de ovejas, mas por dentro son lobos rapaces”. Se refiere aquí el Señor a “los falsos profetas”, es decir, a maestros de la fe, posiblemente teólogos e incluso pastores de la Iglesia que, siendo falsos maestros, se hacen pasar por buenos, y diseminan una falsa enseñanza, o una enseñanza confusa que cada cual puede interpretar a su gusto para favorecer sus situaciones personales. Y esto no es algo que ocurra sólo raramente en la vida, en ocasiones muy especialmente terribles, como, quizá, aquella que vivimos hoy en la Iglesia; por el contrario, el enemigo nos ronda continuamente, como nos dice San Pedro: “Sed sobrios y vigilad, que vuestro adversario el diablo, como león rugiente, anda rondando y busca a quien devorar” (1 Pe 5, 8).

Pero el Señor nos advierte que hay un modo de conocer los falsos profetas, que son como malos árboles: los conoceremos por sus frutos. Naturalmente, esto exige de nosotros un conocimiento adecuado y recto de la doctrina de la fe, es decir, de todo aquello en que hay que creer para salvarnos, a fin de que no caigamos, por ignorancia, en manos de los falsos profetas, esos lobos, ese león que ronda buscando a quien devorar. La ignorancia es la mayor enemiga de la fe que nos salva. Desgraciadamente, vemos hoy que la enorme mayoría de los católicos tiene, apenas, una “fe del carbonero”, es decir, no educada, no profundizada, sino hecha de una serie de fórmulas cuyo sentido no se comprende bien, que llevan a unas prácticas religiosas rutinarias igualmente ineducadas. Hay que repetirlo: la ignorancia es el peor enemigo de la fe. ¡Y cuánta ignorancia existe hoy en la Iglesia, incluso en los pastores de más alto nivel, que han sido encargados de “confirmar” a sus hermanos, de aclararles lo que debe ser creído y lo que no!

Quizá hoy como nunca es urgente que los católicos estudien su fe en la buena escuela, que es la escuela de la tradición dos veces milenaria de la Iglesia, recurriendo a textos a la vez sencillos pero profundos y perfectamente seguros, como el Catecismo de San Pío X, o el Catecismo del Concilio de Trento. No hay mejores lugares para aprender la verdadera fe y estar en condiciones de descubrir a los lobos disfrazados de oveja con que nos encontramos casi a diario en los templos mismos y en las redes sociales.

Con lo dicho pareciera que toda esperanza de una vida cristiana de paz y tranquilidad se esfuma. Dios mismo nos lo ha advertido: “¿No es milicia la vida del hombre sobre la tierra?” (Job 7, 1). Y Jesús nos dice: “Yo he venido a echar fuego en la tierra […] ¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? Os digo que no, sino la disensión. Porque en adelante estarán en una casa cinco individuos, tres contra dos, y dos contra tres” (Lc 12, 49-52).

Sin embargo, no debemos descorazonarnos ni desanimarnos, porque el mismo Jesús nos dice en otra parte: “Venid a mí todos los que estáis fatigados y cargados, que yo os aliviaré. Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas” (Mt 11, 29-29).

Luca Signorelli, El sermón y las obras del Anticristo (detalle), 1499, Catedral de Orvieto (Italia)
(Imagen: Wikioo)

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