domingo, 6 de febrero de 2022

El advenimiento del Rey: Por qué la Epístola se lee hacia el este y el Evangelio hacia el norte

Les ofrecemos hoy un artículo del Dr. Peter Kwasniewski sobre el sentido que tiene en la Misa tradicional la lectura del Evangelio hacia el norte. Dicha proclamación tiene un profundo significado espiritual, pues no se trata de repetir simplemente el libro sagrado. 

El artículo original fue publicado en el número 12 de la Revista Gregorius Magnus, correspondiente al invierno de 2021, que edita la Federación Internacional Una Voce. La traducción proviene de una colaboradora que la ha remitido a la Redacción. 

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El advenimiento del Rey: Por qué la Epístola se lee hacia el este y el Evangelio hacia el norte

Peter Kwasniewski

En una Misa Solemne -la forma más antigua y completa del rito romano, con sacerdote, diácono y subdiácono- el subdiácono canta la Epístola en el lado derecho del presbiterio, claramente de pie ad orientem, es decir, hacia la pared oriental ante la cual está montado el altar. En otras palabras, la canta de espaldas a la gente. Esto podría parecernos extraño, si pensamos que la lectura es sólo una lectura en beneficio de la asamblea. A continuación, después de los cantos entre las lecturas, el diácono, el subdiácono y los acólitos forman una pequeña procesión hasta el lugar donde se cantará el Evangelio, y el diácono lo proclama mirando hacia el norte, en el lado izquierdo de la iglesia, de cara a la pared izquierda. También esto podría parecernos extraño, porque es evidente que no se dirige al pueblo en absoluto. En ambos casos, es evidente que "algo pasa". Si el ceremonial exige esto, no es al azar sino por una razón.

En una Misa rezada o en una Missa cantata, donde sólo hay un sacerdote sin sus ministros habituales, el diácono y el subdiácono, encontramos una especie de versión "abreviada" o "modificada" de la misma práctica.

Podemos decir, por razones históricas, litúrgicas y teológicas, que la proclamación de las lecturas en la Misa tiene tres propósitos. En primer lugar, las lecturas son instructivas para los fieles. Las lecturas del Misal tradicional se eligieron, en primer término, por su contenido moral, dogmático y eucarístico universal, y por su relación con santos individuales o clases de santos. Las lecturas presentan grandes ejemplos de virtud y preparan a los fieles para la comunión con el Señor en la adoración y en el banquete celestial.

En segundo lugar, las lecturas son en sí mismas una ofrenda de adoración a Dios Todopoderoso: se proclaman para su gloria y honor, y para obtener su bendición. El clero canta las palabras divinas en presencia de su Autor como parte de la logikē latreia o culto racional/verbal que debemos a nuestro Creador y Redentor. Estas palabras hacen presente la alianza con Dios, son una puesta en práctica de su significado en el contexto sacramental para el que fueron concebidas, una recitación agradecida y humilde bajo la mirada de Dios de las verdades que ha prometido. Esto está muy en consonancia con la forma de orar a Dios que se recoge en la Escritura: "Acuérdate, Señor, de las promesas que has pronunciado"; no es que Él vaya a olvidar, sino que quiere que no olvidemos Sus promesas, y quiere, con amor, que se las hagamos cumplir, por así decirlo. El estilo solemne y formal de la lectura, que se dirige hacia otro lugar distinto de las personas inmediatamente presentes, deja claro que estamos reconociendo que el Dios al que estos textos mencionan está realmente aquí en medio de nosotros, o más bien, venimos ante su presencia con acción de gracias. Las lecturas se convierten así en dones que, habiendo sido puestos en nuestras manos por Dios, le devolvemos y se los ofrecemos a Él, al igual que hacemos con el pan y el vino. O para usar una metáfora diferente, las lecturas son una forma de incienso verbal con el que elevamos nuestras manos a sus mandamientos, como dice el gran canto del Ofertorio: Meditabor in mandatis tuis, quae dilexi valde: et levabo manus meas ad mandata tua quae dilexi ("Meditaré en tus mandatos, que he amado mucho; y alzaré mis manos hacia tus mandatos, que he amado", Sal 118, 47-48). 

Cuando tomamos en serio la visión tradicional de la inspiración divina de la Escritura, podemos ver claramente que el cuidado amoroso, los actos de reverencia tributados a la Palabra de Dios en la primera parte de la Misa –todo, desde rezar para que uno sea digno de decir su contenido, acompañar el libro con velas, hacer la señal de la cruz sobre él, incensarlo, besarlo, y cantar las lecturas con tonos de canto dignos y penetrantes– se parece mucho al culto que se rinde a la cruz en la Misa de los Presantificados del Viernes Santo, o a la veneración que se da a los iconos bizantinos: en cierto modo, entramos en contacto con Dios mismo. Él es la verdad que se hace presente cuando se proclama la lectura: no es un recuerdo pasado sino un poder actual que lleva a la conversión y la iluminación. La Escritura no es por cierto la Presencia Real de la Sagrada Eucaristía, pero es divina de una manera en que ninguna otra palabra humana lo es. Por eso tiene tanto sentido el rico ceremonial en el que el antiguo rito romano envuelve la lectura o el canto de la Palabra de Dios: la liturgia quiere acentuar el hecho de que, en este escenario, la palabra sobre el papel, la palabra que flota en el aire, es superior a nuestras mentes, determinante de nuestras voluntades. En resumen: es Dios, en modo verbal, y entramos en su presencia verbal con signos de veneración. Le glorificamos mediante la proclamación litúrgica de su Revelación.

Pero, ¿no hay algo que va contra la intuición en la idea de que el canto de las lecturas en la Misa es un acto de adoración dirigido a Dios? Después de todo, parece evidente que la razón por la que se leen las Escrituras en la Misa es para educar a la asamblea. Pero no es tan simple como una opción binaria de sí o no. La liturgia romana tradicional ha tendido a lo largo de los siglos, a convertir todo en una oración dirigida a Dios, como si no hubiera lugar en la liturgia para algo que sea exclusivamente "para el pueblo".

Un gran ejemplo de esta tendencia puede verse en cómo se recita o canta el Credo. Todos sabemos que el Credo es una confesión de fe, cuyo contenido consiste básicamente en una lista de dogmas sostenidos por los cristianos. No tiene características evidentes de ser una oración dirigida a Dios; no se dirige a Dios en absoluto. Más bien parece un signo de ortodoxia con el que significamos nuestra fe, expresada en dogmas. Sin embargo, en el usus antiquior el sacerdote recita el Credo ad orientem en el altar mayor, inclinando la cabeza al pronunciar el nombre de Jesús y las palabras adoratur et conglorificatur en honor del Espíritu Santo, haciendo una genuflexión en Et incarnatus est, y haciendo la señal de la cruz en Et vitam venturi saeculi, concluyendo con un "Amén" y un beso al altar. De este modo, la profesión de ortodoxia se ha convertido en una oración a Dios Uno y Trino, una manera de comulgar con Aquél que ha revelado graciosamente sus misterios al hombre, y en respuesta a cuya misericordiosa auto-revelación respondemos con la obediencia de nuestros labios y nuestras mentes a su verdad objetiva.

Toda la liturgia es para Dios, y de hecho su mayor valor educativo consiste justamente en comunicar al pueblo la primacía y la ultimidad de Dios, que Él es el Alfa y la Omega de todos nuestros actos exteriores e interiores, incluido el acto de escuchar las lecturas y comprenderlas. En cierto sentido, las lecturas se ofrecen a Dios para que nosotros nos ofrezcamos a Él en nuestra comprensión de la Palabra y en los afectos que ésta suscita. Por eso no importa tanto si se capta o no inmediatamente el sentido de cada palabra; lo que importa mucho más es ver que esta Palabra es divina, santa, celestial, que estamos pisando tierra santa. La comprensión verbal puede seguir a su debido tiempo, pero nunca captaremos bien la Palabra si antes no la veneramos como divina y adoramos al Dios del que emana y en cuya presencia cobra vida.

Canto del Evangelio por el diácono en una Misa solemne

Martin Mosebach escribe sobre cómo la proclamación litúrgica de las lecturas en general, y del Evangelio en particular, no son meras declaraciones de textos, sino formas de hacer presente a Cristo en la Iglesia. Cito de su libro The Heresy of Formlessness [La herejía de lo informe]:


La lectura del Evangelio es mucho más que un "anuncio": es una de las formas en que Cristo se hace presente. La Iglesia siempre ha entendido que es una bendición, un sacramental, que remite de los pecados, como afirma el "Per evangelica dicta deleantur nostra delicta" ["Por las palabras del Evangelio sean borrados mis pecados"] que evoca el Misereatur que sigue al Confiteor. El carácter sacramental del Evangelio, que perdona efectivamente los pecados, es, por cierto, el argumento decisivo para su lectura en lengua sagrada. Los signos litúrgicos de la procesión ponen de manifiesto este carácter. La liturgia ha tomado del ceremonial de la corte de los emperadores paganos el lenguaje simbólico en presencia del soberano supremo: velas, que precedían al emperador, y el turíbulo. [...] Las lecturas no son simplemente una "proclamación", sino sobre todo la creación de una presencia.1 

Por lo tanto, si el acto de la lectura litúrgica trae a Cristo vivo en medio de la Iglesia –incluso podría llamarse una cuasi-transubstanciación del texto en una presencia– las lecturas mismas deben ser preparadas y pronunciadas con tanto cuidado, amor y devoción como las propias palabras de la consagración. 

El uso del latín demuestra, sin necesidad de ninguna explicación, que la liturgia no pertenece al ámbito cotidiano de las revistas y los periódicos, ni siquiera de las conferencias académicas o los estudios bíblicos protestantes, como el uso de una lengua vernácula moderna sugiere inevitablemente por un proceso de asociación. Tanto por su ropaje latino como por sus melodías gregorianas, se trata la Palabra de Dios como algo santo, imponente, especial, en un plano diferente a cualquier otra palabra.

Ofrecer la oración hacia el este es una de las costumbres más antiguas y universales del cristianismo.2 En el año 375, San Basilio de Cesarea, uno de los más grandes Padres de la Iglesia, habla de la costumbre apostólica de "volverse hacia Oriente en la oración [eucarística]"3. Esta práctica encontró inspiración y confirmación en los pasajes de la Escritura que llaman a Cristo "Oriente" o dicen que asciende a Oriente, o que vendrá de Oriente, como escuchamos en el Evangelio del último domingo después de Pentecostés, donde Jesús dice de sí mismo, en Mt 24, 27: "Porque como el relámpago sale del oriente y brilla hasta el poniente, así será la venida del Hijo del Hombre". El profeta Malaquías llama a Cristo "sol de justicia" (3, 20), como San Juan llama a Dios "Luz" (1 Jn 1, 5). En una homilía sobre por qué el libro del Levítico habla de "rociar al oriente", el gran escritor patrístico Orígenes comenta:


Esto os invita a mirar siempre "hacia el oriente" de donde surge para vosotros "el Sol de la Justicia", de donde nace una luz para vosotros; para que nunca "caminéis en las tinieblas" y que ese último día no os atrape en las tinieblas; que la noche y la niebla de la ignorancia no os sorprendan, sino que siempre os encuentren en la luz del conocimiento [...]4.

Como nos enseña el Evangelio de San Juan, el lugar del verdadero culto es Cristo crucificado y resucitado, que como hombre es el camino a la casa del Padre, y como Dios es el destino. Así que miramos hacia el este no porque nos refiramos a un "lugar sagrado" concreto en la tierra, como Jerusalén o La Meca, sino porque nos dirigimos a quien es el templo en su cuerpo, Cristo Nuestro Señor, y nos dirigimos con Él al Padre que está por encima de todo (cf. Ef 4, 6). El oriente opera como símbolo cósmico y bíblico de Cristo mismo, de su gobierno sobre nosotros, de su regreso en gloria y de su reino celestial que anhelamos con esperanza.

Lectura del Evangelio en la Misa rezada

Así, cuando la Epístola se proclama ad orientem, nos hace volver a Dios y al cielo en espíritu, al Oriente y a la Luz, insinuando que nuestra vida de cristianos creyentes –nuestras inteligencias, nuestras voluntades– se orienta fuera de nosotros mismos, lejos de la carne, lejos de los modos de pensar y actuar exclusivamente humanos; conformamos nuestra mente a la mente de Cristo, volvemos nuestro rostro a su rostro. La individualidad del lector se ve reducida; no vemos su rostro; está en lugar de los Apóstoles y los profetas, que tienen la precedencia. La palabra apostólica o profética nos guía hacia el reino, que obtenemos adhiriendo fielmente a la enseñanza divina. Como dice el Cardenal Sarah: "La orientación exterior nos lleva a la orientación interior que simboliza"5.

Habiendo dicho todo esto en elogio de la adoración hacia el este (y eso incluye la lectura o el canto de la Epístola), a estas alturas deberíamos estar absolutamente desconcertados y profundamente confundidos en lo que respecta al Evangelio. Pareciera que, dado el simbolismo mencionado, el Evangelio, sobre todo, debe hacerse ad orientem, ¡pero se hace mirando hacia el norte! ¿Cómo puede ser?

Aquí, queridos amigos, es donde la liturgia nos sorprende tomando una nueva dirección. Pero tiene mucho sentido si nos detenemos a pensar en ello. Si el Evangelio es la presencia verbal de Cristo por excelencia y el sacerdote o diácono que lo proclama está, en ese momento, actuando in persona Christi, entonces no tendría sentido que el lector del Evangelio mirara ad orientem, hacia Cristo, el Oriente. Sería como decir que Cristo está hablando consigo mismo. Más bien, en el Evangelio Cristo se dirige al mundo, es decir, a las naciones, a los gentiles, a toda la creación, a la que hay que predicar el Evangelio para que se convierta, sea bendecida, santificada y salvada. Por lo tanto, en el desarrollo histórico del rito romano, el Evangelio terminó por cantarse mirando hacia el norte, porque el norte era el símbolo del mundo pagano no convertido que debía ser evangelizado. Se podría decir que el norte representa el último grado de impiedad del mundo, hundido en la mala noticia del pecado original y la maldad humana cada vez mayor. Es el mundo sin la buena noticia, que espera, que anhela el Evangelio, pero que también se opone a él. Esto explica la formación romana, casi militar, de los ceroferarios, del turiferario, del subdiácono y del diácono: marchan hacia el extremo norte de la iglesia, como si fueran a establecer una fortaleza en la frontera del enemigo. El Evangelio es una luz para exponer y derrotar el mal que se ha apoderado de la creación buena de Dios. “Según una antigua tradición, el norte representa el reino oscuro donde la luz del Evangelio aún no ha brillado. Leemos el Evangelio hacia el norte para representar la misión de la Iglesia hacia los no evangelizados”.6

Los textos del Antiguo Testamento relacionan especialmente el norte con el mal, ya sea con los imperios paganos de los grandes enemigos de Israel, Asiria y Babilonia, o con el propio Israel adúltero que rompe la alianza (que está al norte de Jerusalén). En Jeremías leemos: "Del norte se difundirá el mal sobre todos los habitantes de la tierra, pues he aquí que voy a llamar a todas las tribus de los reinos del norte" (1, 14); "Pues se deja ver un azote que viene del norte, una gran calamidad" (6, 1). Como si estuviera redactando una rúbrica litúrgica, el profeta Jeremías sale al paso y dice: "Anda, pues, y grita estas palabras hacia el norte, y di: Conviértete, apóstata Israel –oráculo del Señor–, no os miraré con rostro airado; porque soy piadoso, –oráculo del Señor–; no guardo rencor para siempre" (3, 12). Este profeta pone una nota de esperanza al decir que Dios traerá de "la tierra del norte [...] al ciego y al cojo, a la mujer que está encinta como a aquélla que da a luz", y los conducirá "con misericordia [...] a corrientes de agua" (es decir, mediante el bautismo) (Je 31, 8-9). Por su parte, el profeta Isaías pone en boca de Babilonia, potente símbolo del mal, estas palabras: "Me sentaré en el monte de la asamblea, en lo más recóndito del septentrión" (14, 13-14; cf. 41, 25).7 Tan fuerte era la equiparación del "norte" con el "mal" que, después del Concilio de Trento, se permitió la construcción de iglesias, con autorización episcopal, en cualquier dirección excepto hacia el norte.8

Pero hay razones aún más profundas para la aversión bíblica al norte. En The Ancient Cosmological Roots of Facing North for the Gospel, el Dr. Jeremy Holmes, estudioso de las Escrituras, argumenta lo siguiente: Los antiguos no conocían el norte magnético; encontraban el norte mirando al cielo, donde las constelaciones giran alrededor de la estrella polar:

 

En el lapso de unos 26.000 años, una línea trazada a través del eje de la Tierra describe un círculo completo en el cielo y, a lo largo del camino, varias estrellas se convierten en la "estrella polar" o del norte, es decir, en la estrella alineada con el eje de la Tierra. Hoy en día, la estrella que indica el norte es Polaris, pero hace 4.000 años la estrella del norte era Thuban, situada en una constelación completamente diferente. Los egipcios construían sus templos de modo tal que Thuban fuera visible a través de una puerta en un lado concreto. Si uno sale por la noche y encuentra a Thuban en el cielo, estará viendo la estrella polar tal y como la habrá conocido Abraham cuando Dios lo llamó en el año 2000 a.C. aproximadamente.

Holmes señala que todas las constelaciones conocidas del cielo nocturno, que los griegos no inventaron sino que recibieron, están dispuestas alrededor de Thuban, por lo que las civilizaciones que por primera vez las nombraron debieron ser la sumeria y la babilónica. Pero ¿qué es Thuban? Es una palabra árabe que designa la constelación de la que forma parte: Dragón.

 

Para los antiguos babilonios (nuestros testigos más cercanos de la tradición sumeria original), la constelación de Dragón era Tiamat, el mar. Según la historia, Tiamat era la madre de todos los dioses, pero luego se volvió contra ellos en forma de serpiente e intentó comérselos a todos [...] Para los antiguos griegos, Dragón tenía un papel paralelo. Al igual que Tiamat se volvió contra Marduk y compañía, los griegos hablaban de la ocasión en que los Titanes intentaron derrocar a los dioses del Olimpo. En un momento de la batalla, un dragón atacó a Atenea, pero ella lo mató y lo lanzó al cielo, donde se enrolló alrededor del eje de la tierra para formar la constelación que vemos hoy. 

Si nos volvemos nuestra mente al capítulo 12 del libro del Apocalipsis, recordaremos a la mujer vestida de sol, con la luna bajo sus pies, y sobre su cabeza una corona de doce estrellas. El gran dragón intentó devorar a su hijo; esta antigua serpiente es Satanás. Por lo tanto, el texto de Isaías conecta con precisión a Satanás con las estrellas del norte. El Dr. Holmes dice: "Dado el rastro de evidencias expuesto que asocia a Satanás con el norte y con las estrellas y con el dragón de la mitología antigua, no creo que sea un salto demasiado grande ver a Satanás representado por la constelación de Dragón". 

(Imagen: St Timothy's)

Resumiendo lo anterior, tiene todo el sentido del mundo que nos pongamos de cara al sol naciente durante el culto. Tiene todo el sentido del mundo que no miremos hacia el norte, hacia el Dragón, durante el culto. Y aunque pueda resultar sorprendente en un primer momento, tiene perfecto sentido para la infinita misericordia de Dios que proclamemos el Evangelio hacia el norte, para todos los que están bajo el dominio de Satanás.

Ya hemos hablado de las razones geográficas o climáticas, bíblicas e histórico-cosmológicas para que el Evangelio se anuncie hacia el norte. Podemos añadir un poco de realismo literario para completar el cuadro. Después de que el centro del cristianismo se desplazara de Jerusalén a Roma (como ya presagian los Hechos de los Apóstoles), las asociaciones bíblicas se vieron ampliadas respecto del mapa del mundo tal y como lo veían los antiguos romanos. Desde finales del siglo I hasta principios del siglo V, e incluso después, los romanos construyeron y mantuvieron miles de kilómetros de limites o defensas fortificadas a lo largo de la frontera del imperio. Entre los más famosos estaba el limes Germanicus, que se extendía desde la desembocadura del Rin en el Mar del Norte hasta Ratisbona en el Danubio. Al norte de este límite había vastas regiones de "bárbaros", gente considerada sin cultura ni religión ordenada, sino tribus germánicas salvajes con deidades y creencias extrañas. Eran los enemigos de la Roma imperial, pero también los gentiles que los sucesores de los apóstoles fueron enviados a evangelizar; y, de hecho, fueron los pueblos bárbaros, bautizados y civilizados, los que se convirtieron en la savia de la cristiandad medieval.  Al igual que el Canon Romano, escrito en el caluroso Mediterráneo, concibe el cielo como un lugar de frescor (locum refrigerii), también las rúbricas de la Misa reflejan un hábito de pensamiento sobre el norte que lo relaciona con peligrosos bárbaros aún por convertir a Jesucristo. Estos son sólo algunos de los muchos ejemplos de cómo las palabras y las rúbricas de la Misa reflejan la confluencia de las antiguas civilizaciones hebrea, griega y romana. Al igual que nuestra teología tiene una triple raíz –Jerusalén, Atenas y Roma–, nuestra liturgia también la tiene, aunque quizás en ese caso sería mejor decir Jerusalén, Constantinopla y Roma.

En este punto podría plantearse una objeción bastante obvia. Antes he argumentado que la razón por la que la Epístola se lee hacia el este es que no es simplemente didáctica, que nos es ofrecida, sino también latréutica, es decir, un acto de culto ofrecido a Dios, y que es importante señalar el aspecto vertical o trascendente sobre el horizontal o inmanente. Sin embargo, acabo de explicar que leemos el Evangelio mirando hacia el norte para simbolizar la predicación de la buena nueva a los incrédulos, lo que parecería una perspectiva demasiado orientada a este mundo y al pueblo, no un modo de glorificar a Dios mediante la recitación de sus propias obras y maravillas. Dicho así, parece un dilema; pero creo que es un falso dilema.

La postura hacia el norte es un símbolo de la proclamación de la verdad a los paganos –dado que hoy, en principio, no hay paganos congregados en el lado norte de la iglesia. Lo que esta postura pretende mostrar es el poder de la Palabra para convertir los corazones humanos de la incredulidad a la fe. Es una forma de glorificar a Dios por el poder de su palabra, y de esta manera, se ajusta a la función latréutica de la lectura. El énfasis, en otras palabras, no está en la instrucción per se, sino en la confrontación, convicción, conversión y cristianización. Evidentemente, la Palabra tiene que ser recibida para que su poder se sienta y se manifieste; pero el poder está en la Palabra y glorifica al Padre, de quien procede, y al Espíritu, por el que mueve los corazones. El énfasis está en el calor que derrite el hielo, la luz que destierra la oscuridad, la verdad que triunfa sobre la ignorancia, el error y el engaño. De este modo, la proclamación hacia el norte del Evangelio es tan teocéntrica como la proclamación hacia el este de la Epístola.

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1. Mosenbach, M., The Heresy of Formlessness, pp. 28, 98, 185-186.

2. Este párrafo y el que sigue después de la cita son una adaptación de mi libro Reclaiming OurRoman Catholic Birthright (véase pp. 33-34).

3. Basilio de Cesarea, The Holy Spirit, 27:66, en Schaff, P. (ed.), A Select Library of the Nicene and Post-Nicene Fathers, Series II, vol. 8: Saint Basil: Letters and Selected Works (New York: The Christian Literature Company, 1888; varias reimpresiones), p. 41.

4. Orígenes, Homilies on Leviticus 1–16 (trad. de Gary Wayne Barkley, Washington, DC, The Catholic University of America Press, 1990), 9.10.2, p. 199, énfasis añadido. También se encuentra, irónicamente, en el Oficio de Lecturas postconciliar del lunes de la cuarta semana de Cuaresma.

5. “Cardinal Robert Sarah on ‘The Strength of Silence’and the Dictatorship of Noise”The Catholic World Report3 de octubre de 2016.

6. Como dice el Dr. Jeremy Holmes, estudioso de las Escrituras, en el artículo mencionado más abajo. [Nota de la Redacción: La referencia al trabajo de Jeremy Holmes y la cita respectiva no figura en el artículo original]. 

7. Is 14, 13-14, considerado por todos los Padres de la Iglesia como una descripción del orgulloso intento de Lucifer de apoderarse de la gloria mediante su propio poder: "Tú que dijiste en tu corazón: al cielo subiré, sobre las estrellas de Dios levantaré mi trono; me sentaré en el monte de la Asamblea, en lo más recóndito del Septentrión; subiré a las alturas de las nubes; seré como el Altísimo" (Is 14, 13-14). A lo que, por supuesto, la respuesta de San Miguel fue: "¿Quién como Dios?"

8. Fiedrowicz, M., The Traditional Mass. History, Form, and Theology of the Classical Roman Rite, p. 147.

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