domingo, 3 de abril de 2022

“¿Tentación de volver atrás?” La respuesta de Chesterton

Les ofrecemos la traducción de un artículo de Cristiana de Magistris aparecido en Corrispondenza Romana sobre el sentido que G. K. Chesterton (1874-1936) asignada, ya desde antes de convertirse al catolicismo, a la tradición. 

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“¿Tentación de volver atrás?” La respuesta de Chesterton

 Cristiana de Magistris 

Cuando en 1921, durante su viaje a los Estados Unidos, Chesterton fue invitado por el cardenal Gibbons a su casa, experimentó la sensación de estar en contacto con “el último eslabón de una cadena viva” que comenzaba con Pedro, el pescador. Tuvo así, aunque sin saberlo, la experiencia de la Tradición de la Iglesia, esa tradición, que después de su ingreso oficial a la Iglesia católica, consideró siempre como el baluarte del catolicismo frente al devenir del mundo.

Pero la idea de tradición es mucho más antigua en el pensamiento de Chesterton. La autoridad que el pasado tiene sobre el presente, que los muertos tienen sobre los vivos, vuelve como una constante melodía en sus escritos e incluso en sus novelas. Es con la razón, antes que con la fe, que descubrió Chesterton el valor de la tradición, aunque sin comprenderla todavía en el sentido eclesial del término. “El verdadero soldado combate no porque odia lo que tiene al frente, sino porque ama lo que tiene detrás”, había escrito en 1911. El hombre no puede prescindir de lo que lo ha precedido. En Lo que está mal en el mundo afirmaba: “Por alguna extraña razón, el hombre planta siempre sus árboles frutales en un cementerio. Sólo puede encontrar la vida entre los muertos. El hombre […] puede crear un futuro exuberante y ciclópeo solamente en la medida en que piensa en el pasado”.

Chesterton leyendo
(Foto: Loff.it)

Es, sin embargo, en Ortodoxia, su obra maestra escrita en 1908, donde Chesterton da una definición exacta de lo que considera “tradición”. Es la definición típica del genio de la paradoja, que no escatima su agudo humor en la descripción de la demarcación que separa, al mismo tiempo que une, a los vivos con los muertos: “La tradición -escribe- puede ser definida como una extensión de los derechos políticos. Tradición significa reconocer el derecho a voto a la más oscura de todas las clases, la de nuestros antepasados. Es la democracia de los muertos. La tradición rehúsa someterse a la pequeña y arrogante oligarquía de quienes, sólo por casualidad, andan todavía por la tierra. Todos los demócratas niegan que el hombre quede excluido de los derechos humanos generales por los accidentes del nacimiento; y bien: la tradición niega que el hombre quede excluido de semejantes derechos por el accidente de la muerte. Nos enseña la democracia a no desdeñar la opinión de un hombre honrado, así sea nuestro caballerizo; y la democracia debe también exigirnos que no desdeñemos la opinión de un hombre honrado, cuando ese hombre sea nuestro padre. Me es de todo punto imposible separar estas dos ideas: democracia, tradición. Me parece evidente que son una sola y misma idea. Tendremos a los muertos en nuestras asambleas. Los antiguos griegos votaban con piedras, y aquí se votará con piedras tumbales, lo cual es enteramente regular y oficial, puesto que la mayor parte de ellas estará marcada con una cruz, igual que las papeletas del voto”.   

Cuando escribía estas palabras, Chesterton no era todavía oficialmente católico, pero advertía con claridad cómo empezaba a mostrarse en su espíritu la tradición de la Iglesia. En Ortodoxia escribe también lo siguiente: “La Iglesia católica jamás eligió los senderos trillados, ni aceptó los lugares comunes: jamás fue respetable. Habría sido fácil aceptar el poder terrenal de los arrianos; habría sido fácil, en el calvinista siglo XVII, caer en el pozo sin fondo de la predestinación. Es fácil ser locos; es fácil ser herejes; es siempre fácil permitir que una época se ponga a la cabeza de cualquier cosa, y difícil conservar la cabeza; siempre es fácil ser modernistas, tal como es fácil ser snobs. Habría sido sencillo caer en alguna de las muchas trampas del error o del exceso que se han abierto, por diversas modas, por diversas sectas, a lo largo del camino histórico del Cristianismo. Es siempre fácil caer: hay una infinidad de lugares por donde uno puede caer, y hay sólo uno en que uno se puede apoyar. […] Pero haberlos evitado todos es la aventura que perturba; y en mi visión, el carro celeste vuela fulgurante a través de los siglos, mientras las necias herejías se revuelcan postradas, y la augusta verdad oscila, pero permanece en pie”.

El “carro celeste” es la Iglesia católica: ella es el único lugar en que uno se apoya para no caer. Chesterton admira la ortodoxia de la Iglesia, con la que ha evitado todas las múltiples desviaciones que han atravesado los siglos. En la novela La esfera y la cruz escribe: “El cristianismo no está nunca de moda porque es sano, y todas las modas son enfermedades […] La Iglesia parece estar siempre en la retaguardia del tiempo, aunque está en la vanguardia: ella espera que la última hoja haya contemplado el último atardecer. Ella tiene la clave de un vigor permanente”. Y explica la razón de ello: “La Iglesia -escribe- no puede permitirse flaquear en ciertas cosas, ni siquiera un poco, si ha de continuar su grande y riesgoso experimento de equilibrio inestable. Si permite que una idea pierda poder, alguna otra se volverá demasiado poderosa. El pastor cristiano no ha de guiar una grey de ovejas, sino una manada de búfalos, y de tigres, de ideales terribles y de devoradoras doctrinas, todas suficientemente fuertes como para transformarse en una falsa religión y devastar el mundo. No olvidemos que la Iglesia se afirmó específicamente debido a sus peligrosas ideas; ha sido una domadora de leones”. 

Una vez que se hizo oficialmente católico, Chesterton amó profundamente a la Iglesia católica especialmente en aquello por lo que ella desagradaba al mundo: su santa intransigencia, su benévolo rigor, su misericordiosa intolerancia. Por eso la pluma del escritor inglés tuvo siempre palabras especialmente afiladas contra cualquier desviación progresista. El progreso, el que es digno de ese nombre -sostenía- “no debe ser un continuo parricidio”, sino un continuo redescubrimiento de lo que nuestros padres construyeron y defendieron a lo largo de los siglos. También en Ortodoxia mostraba la diferencia que existe entre la honesta y debida búsqueda de la verdad y una pseudo-verdad que deriva de un ciego e inconducente progresismo: “Los cristianos dogmáticos procuraban construir el reino de la santidad, y buscaban, por ello, definir el concepto preciso de santidad. Pero nuestros teóricos de la educación tratan de instituir una libertad religiosa sin tratar de aclarar qué es religión y qué es libertad. Si los antiguos sacerdotes imponían una opinión a la gente, se preocupaban, al menos, de hacerla previamente lúcida. Sólo las masas modernas […] se pueden permitir seguir una doctrina sin siquiera definirla. Por estos motivos, y por muchos otros, hemos llegado a creer en la necesidad de volver a los fundamentos”.

Y eso fue lo que hizo, con una rara coherencia de vida y una rigurosa honestidad intelectual. En Lo que está mal en el mundo, el “neo-hipócrita” es aquel que se opone al dogma y a la ortodoxia: “La mente humana conoce dos cosas, y sólo dos: el dogma y el prejuicio. El Medioevo fue una edad racional, una época de doctrina. Nuestra época es, a lo más, una época poética, una edad del prejuicio”.

Shaw y Chesterton vistos por el pintor e ilustrador Roberto Berdía en Caras y caretas (Buenos Aires, 27 de abril de 1929)
(Imagen: La mañana)

He aquí por qué Chesterton invitaba continuamente a estar vigilantes ante las sugestiones de la mentalidad moderna, como dice expresamente en su obra El hombre común: “El mayor problema de aquello que se autodefine como mentalidad moderna, es el estar sobre rieles, nuestro hábito de estar satisfechos con ir por los rieles debido a que nos han dicho que son vías de cambio”. Pero se trata de una insidia doble, contenida tanto en los rieles como en el pretexto de los cambios. Usando la imagen de los rieles, Chesterton escribe: “[…] si comenzáramos seriamente a pensar en la idea de salirnos de los rieles, descubriríamos que aquello que vale para los trenes vale también para la verdad. Descubriremos que es, efectivamente, más difícil salirse de los rieles cuando el tren va velozmente que cuando avanza con lentitud. Descubriremos que la rapidez es rigidez […] y al cabo nadie dará el salto hacia la verdadera libertad intelectual, así como tampoco nadie saltaría desde un tren en movimiento […] esto me parece ser la señal distintiva de lo que en la edad moderna llamamos pensamiento progresista. El hombre moderno, atrapado en un tren que corre a vertiginosa velocidad hacia una meta desconocida, no tiene el coraje de salirse de los rieles del pensamiento trillado: soñando en una ilusoria libertad, permanece en realidad esclavo del pensamiento dominante, que le propone, día tras día, ilusorias y cambiantes quimeras”.

La única verdadera defensa ante este mal que empapa a la modernidad está en la inmutable tradición de la Iglesia Católica, que por su origen divino -declara Chesterton- “no puede moverse con los tiempos”. Por lo demás, agrega el escritor inglés, “no tenemos necesidad, como dicen los periódicos, de una Iglesia que se mueva con el mundo. De lo que tenemos necesidad es de una Iglesia que mueva al mundo”.

La idea que Chesterton tiene de la tradición es cósmica y supratemporal: envuelve al universo y reúne a todas las almas -por cuanto inadvertida- en todo tiempo y en todo lugar. Nadie puede escapar a su luz y al encanto siempre antiguo y siempre nuevo que el propio pasado ejerce sobre todo hombre, porque la “tradición no significa que los vivos están muertos, sino que los muertos están vivos”.

La provocación de Chesterton en relación con la inmortal “traditio Ecclesiae” es tremendamente actual e interpela a la conciencia de todos los miembros de la Iglesia, incluso de aquellos que viven en Roma, después de que el Rin ha desembocado en el Tíber.  

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