La Iglesia de Cristo es una sociedad perfecta, siempre viva y fecunda, que capta a sus propios miembros y se perpetúa a sí misma, puesto que Su Fundador le dio su promesa de que permanecería hasta Su Regreso (Mt 28, 20) y que las puertas del infierno no prevalecerían sobre ella (Mt 16, 18). Siendo esencialmente una y jerárquica, se compone de clérigos y de laicos, de superiores y de subordinados, gobernados por los obispos, que a su vez se someten a la autoridad del Sumo Pontífice. De esta forma, el Romano Pontífice y el Colegio Episcopal forman la autoridad suprema y plena sobre toda la Iglesia (cánones 330, 331 y 336 CIC).
Dentro de este esquema, el Orden Sagrado es el sacramento que da la potestad de ejercitar los sagrados ministerios que miran al culto de Dios y a la salvación de las almas, e imprime en el alma el carácter de ministro de Dios para siempre. Se llama orden porque consiste en varios grados, subordinados el uno al otro, del que resulta una jerarquía sagrada. Esto significa que existe una gradación en las órdenes sagradas y cada uno de sus elementos forma una auténtica jerarquía, estando encadenados de manera ascendente hacia el completo ejercicio del munus confiado por Cristo para el servicio de la Iglesia militante. El supremo de esos grados es el episcopado, que encierra la plenitud del sacerdocio; después viene el presbiterado o sacerdocio; luego el diaconado y el subdiaconado, y las ordenes que se llaman menores. El propio Cristo instituyó inmediatamente los grados superiores del orden sagrado, como son el episcopado y el sacerdocio: el primero cuando eligió de entre sus discípulos a los Doce Apóstoles (Mc 3, 13-19; Lc 6, 12-16); y el segundo en la Última Cena, cuando les ordenó consagrar el pan y el vino en memoria suya hasta el final de los tiempos (Lc 12, 19), y cuando les confirió a sus discípulos la facultad general de atar y desatar (Mt 15, 19; 18, 18) y de perdonar y retener los pecados (Jn 20, 21). A través de los Apóstoles, fue instituido el diaconado, del que se derivan las demás órdenes inferiores. De hecho, San Roberto Belarmino (1542-1621), en sus controversias con los protestantes, enseña que la institución de las demás órdenes es también de tradición apostólica (en la Tradición apostólica de Hipólito se mencionaba a los lectores y a los subdiáconos, y en una carta del Papa Cornelio a Fabián datada el año 252 se referían ya los siete grados definidos por el Concilio de Trento: presbíteros, diáconos, subdiáconos, acólitos, exorcistas, lectores y ostiarios).
El sacerdocio ministerial o jerárquico de los obispos y de los presbíteros, y el sacerdocio común de todos los fieles, presentan entre sí una diferencia que es esencial y no sólo en grado, aunque ambos están ordenados el uno al otro y participan, cada uno a su manera, del único sacerdocio de Cristo. En lo que atañe al sacerdocio ministerial, éste se encuentra al servicio del sacerdocio común, para el desarrollo de la gracia bautismal de todos los cristianos a través de la vida sacramental. Es uno de los medios por los cuales Cristo no cesa de construir y de conducir a su Iglesia. Por esto es transmitido mediante un sacramento propio, el sacramento del Orden. De ahí que la ascensión gradual al sacerdocio por medio de las órdenes menores y mayores sea una costumbre antiquísima en la Iglesia, puesto que quien lo ejerce ha de tener la preparación e idoneidad necesarias.
Ahora bien, en rigor el sacramento del orden se ha conferido siempre en tres grados: diácono, presbítero y obispo. Sólo respecto de estas órdenes mayores concurren las cuatro condiciones propias de todo sacramento: materia, forma, ministro y sujeto apto. Respecto de la tonsura, las órdenes menores y el subdiaconado, se trata de un sacramental y, por tal razón, no se imponen al manos al candidato.
El rito esencial del sacramento del Orden está constituido por la imposición de manos del obispo sobre la cabeza del ordenando (materia) y por la recitación de la oración consecratoria específica que pide a Dios la efusión del Espíritu Santo y de sus dones apropiados al ministerio para el cual el candidato es ordenado (forma).
Puesto que el orden es el sacramento del ministerio apostólico, corresponde a los obispos, en cuanto sucesores de los Apóstoles, transmitir el don espiritual y la semilla apostólica a otros. Los obispos válidamente ordenados, vale decir, que están en la línea de la sucesión apostólica, son el ministro que confiere válidamente los grados del sacramento del Orden.
Por último, sólo el varón bautizado recibe válidamente la sagrada ordenación. Esto se debe a que Cristo eligió a hombres para formar el colegio de los doce Apóstoles (cfr. Mc 3,14-19; Lc 6,12-16), y los Apóstoles hicieron lo mismo cuando eligieron a sus colaboradores (1 Tm 3,1-13; 2 Tm 1,6; Tt 1,5-9) que les sucederían en su tarea (San Clemente Romano, Epistula ad Corinthios, 42, 4; 44, 3). El colegio de los obispos, con quienes los presbíteros están unidos en el sacerdocio, hace presente y actualiza hasta el retorno de Cristo el Colegio de los Doce. La Iglesia se reconoce vinculada por esta decisión del Señor (véase el interesante artículo de C. S. Lewis al respecto, y también lo dicho en esta entrada). Esta es la razón por la que las mujeres no reciben la ordenación, como ha sido recordado recientemente por el Magisterio invariable de la Iglesia [cfr. Juan Pablo II, Encíclica Mulieris dignitatem (1988), núm. 26-27, y Carta apostólica Ordinatio sacerdotalis (1994); Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración Inter insigniores (1976), y Respuesta a una duda presentada acerca de la doctrina de la Carta Apostólica "Ordinatio Sacerdotalis" (1995)].
Todos los ministros ordenados de la Iglesia latina, exceptuados los diáconos permanentes que se establecieron después del Concilio Vaticano II, son ordinariamente elegidos entre hombres creyentes que viven como célibes y que tienen la voluntad de guardar el celibato por el Reino de los cielos (Mt 19, 12). Llamados a consagrarse totalmente al Señor y a sus cosas (1 Co 7,32), se entregan enteramente a Dios y a los hombres. De esta manera, el celibato es un signo de esta vida nueva al servicio de la cual es consagrado el ministro de la Iglesia; aceptado con un corazón alegre, anuncia de modo radiante el Reino de Dios.
En esta entrada trataremos de las órdenes menores, que son los grados dentro del proceso de ordenación que reciben los clérigos que ya han sido tonsurados para que desempeñen determinados servicios a la Iglesia. Ellas desaparecieron con la reforma posconciliar, siendo sustituidos por los ministerios laicales de lector y acólito, aunque perviven respecto de los institutos de vida consagrada y en las sociedades de vida apostólica que dependen de la Pontificia Comisión Ecclesia Dei y en aquellos donde se mantiene el uso de los libros litúrgicos de la forma extraordinaria. De igual forma, las Iglesias orientales también conservan sus propias órdenes menores (acólito, cantor y subdiácono). Una próxima entrada versará sobre las órdenes mayores.
Ilustración del cursus honorum, con los distintos peldaños que van desde la tonsura al sacerdocio
(Ilustración: Modern Medievalism)
Dentro de este esquema, el Orden Sagrado es el sacramento que da la potestad de ejercitar los sagrados ministerios que miran al culto de Dios y a la salvación de las almas, e imprime en el alma el carácter de ministro de Dios para siempre. Se llama orden porque consiste en varios grados, subordinados el uno al otro, del que resulta una jerarquía sagrada. Esto significa que existe una gradación en las órdenes sagradas y cada uno de sus elementos forma una auténtica jerarquía, estando encadenados de manera ascendente hacia el completo ejercicio del munus confiado por Cristo para el servicio de la Iglesia militante. El supremo de esos grados es el episcopado, que encierra la plenitud del sacerdocio; después viene el presbiterado o sacerdocio; luego el diaconado y el subdiaconado, y las ordenes que se llaman menores. El propio Cristo instituyó inmediatamente los grados superiores del orden sagrado, como son el episcopado y el sacerdocio: el primero cuando eligió de entre sus discípulos a los Doce Apóstoles (Mc 3, 13-19; Lc 6, 12-16); y el segundo en la Última Cena, cuando les ordenó consagrar el pan y el vino en memoria suya hasta el final de los tiempos (Lc 12, 19), y cuando les confirió a sus discípulos la facultad general de atar y desatar (Mt 15, 19; 18, 18) y de perdonar y retener los pecados (Jn 20, 21). A través de los Apóstoles, fue instituido el diaconado, del que se derivan las demás órdenes inferiores. De hecho, San Roberto Belarmino (1542-1621), en sus controversias con los protestantes, enseña que la institución de las demás órdenes es también de tradición apostólica (en la Tradición apostólica de Hipólito se mencionaba a los lectores y a los subdiáconos, y en una carta del Papa Cornelio a Fabián datada el año 252 se referían ya los siete grados definidos por el Concilio de Trento: presbíteros, diáconos, subdiáconos, acólitos, exorcistas, lectores y ostiarios).
El sacerdocio ministerial o jerárquico de los obispos y de los presbíteros, y el sacerdocio común de todos los fieles, presentan entre sí una diferencia que es esencial y no sólo en grado, aunque ambos están ordenados el uno al otro y participan, cada uno a su manera, del único sacerdocio de Cristo. En lo que atañe al sacerdocio ministerial, éste se encuentra al servicio del sacerdocio común, para el desarrollo de la gracia bautismal de todos los cristianos a través de la vida sacramental. Es uno de los medios por los cuales Cristo no cesa de construir y de conducir a su Iglesia. Por esto es transmitido mediante un sacramento propio, el sacramento del Orden. De ahí que la ascensión gradual al sacerdocio por medio de las órdenes menores y mayores sea una costumbre antiquísima en la Iglesia, puesto que quien lo ejerce ha de tener la preparación e idoneidad necesarias.
Ahora bien, en rigor el sacramento del orden se ha conferido siempre en tres grados: diácono, presbítero y obispo. Sólo respecto de estas órdenes mayores concurren las cuatro condiciones propias de todo sacramento: materia, forma, ministro y sujeto apto. Respecto de la tonsura, las órdenes menores y el subdiaconado, se trata de un sacramental y, por tal razón, no se imponen al manos al candidato.
El rito esencial del sacramento del Orden está constituido por la imposición de manos del obispo sobre la cabeza del ordenando (materia) y por la recitación de la oración consecratoria específica que pide a Dios la efusión del Espíritu Santo y de sus dones apropiados al ministerio para el cual el candidato es ordenado (forma).
Imposición de manos durante una ordenación sacerdotal tradicional en la catedral de Auxerre (Francia)
(Foto: FSSP/New Liturgical Movement)
Puesto que el orden es el sacramento del ministerio apostólico, corresponde a los obispos, en cuanto sucesores de los Apóstoles, transmitir el don espiritual y la semilla apostólica a otros. Los obispos válidamente ordenados, vale decir, que están en la línea de la sucesión apostólica, son el ministro que confiere válidamente los grados del sacramento del Orden.
Por último, sólo el varón bautizado recibe válidamente la sagrada ordenación. Esto se debe a que Cristo eligió a hombres para formar el colegio de los doce Apóstoles (cfr. Mc 3,14-19; Lc 6,12-16), y los Apóstoles hicieron lo mismo cuando eligieron a sus colaboradores (1 Tm 3,1-13; 2 Tm 1,6; Tt 1,5-9) que les sucederían en su tarea (San Clemente Romano, Epistula ad Corinthios, 42, 4; 44, 3). El colegio de los obispos, con quienes los presbíteros están unidos en el sacerdocio, hace presente y actualiza hasta el retorno de Cristo el Colegio de los Doce. La Iglesia se reconoce vinculada por esta decisión del Señor (véase el interesante artículo de C. S. Lewis al respecto, y también lo dicho en esta entrada). Esta es la razón por la que las mujeres no reciben la ordenación, como ha sido recordado recientemente por el Magisterio invariable de la Iglesia [cfr. Juan Pablo II, Encíclica Mulieris dignitatem (1988), núm. 26-27, y Carta apostólica Ordinatio sacerdotalis (1994); Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración Inter insigniores (1976), y Respuesta a una duda presentada acerca de la doctrina de la Carta Apostólica "Ordinatio Sacerdotalis" (1995)].
Todos los ministros ordenados de la Iglesia latina, exceptuados los diáconos permanentes que se establecieron después del Concilio Vaticano II, son ordinariamente elegidos entre hombres creyentes que viven como célibes y que tienen la voluntad de guardar el celibato por el Reino de los cielos (Mt 19, 12). Llamados a consagrarse totalmente al Señor y a sus cosas (1 Co 7,32), se entregan enteramente a Dios y a los hombres. De esta manera, el celibato es un signo de esta vida nueva al servicio de la cual es consagrado el ministro de la Iglesia; aceptado con un corazón alegre, anuncia de modo radiante el Reino de Dios.
En esta entrada trataremos de las órdenes menores, que son los grados dentro del proceso de ordenación que reciben los clérigos que ya han sido tonsurados para que desempeñen determinados servicios a la Iglesia. Ellas desaparecieron con la reforma posconciliar, siendo sustituidos por los ministerios laicales de lector y acólito, aunque perviven respecto de los institutos de vida consagrada y en las sociedades de vida apostólica que dependen de la Pontificia Comisión Ecclesia Dei y en aquellos donde se mantiene el uso de los libros litúrgicos de la forma extraordinaria. De igual forma, las Iglesias orientales también conservan sus propias órdenes menores (acólito, cantor y subdiácono). Una próxima entrada versará sobre las órdenes mayores.
Toma de sotana
(Foto: FSSPX)
La toma de sotana y la tonsura
El proceso de formación de un joven que aspira al sacerdocio comienza con un primer año de espiritualidad, durante el cual el aspirante aprende los principios de la vida interior, la vida de unión con Dios y los fundamentos del combate espiritual que ella implica. En rigor, la formación recibida en este año, si es hecha a conciencia, debiese repercutir en todos los años siguientes e incluso en la vida del futuro sacerdote, puesto que quien abraza el estado eclesiástico ha de tener como único fin la mayor gloria de Dios y la salvación de las almas. Durante ese primer año, los formadores del seminario pueden descubrir si el aspirante posee de verdad una vocación divina para el ministerio sacerdotal, la cual es requisito indispensable para abrazar el estado eclesiástico (Jn 16, 16; Hb 5, 4), y si lleva una vida de acorde con ese estado. Nadie tiene, por tanto, un derecho a recibir el sacramento del orden.
La costumbre tradicional era que los seminaristas se revistiesen del hábito eclesiástico durante el curso de su primer año de seminario. Esa ceremonia marcaba profundamente a los seminaristas, pues ese día concretaban su voluntad de entregarse a servicio de Nuestro Señor Jesucristo con el abandono definitivo de su traje secular, revistiéndose con el hábito eclesiástico. Además de su valor simbólico, la sotana es al mismo tiempo una protección para el que la lleva y un valioso medio de apostolado (véase lo dicho en esta entrada).
Durante el segundo año de seminario, cuando el seminarista comienza el estudio de la filosofía, tenía lugar la ceremonia de la tonsura, con su fuerte simbolismo de renuncia al mundo y vencimiento del propio orgullo. Aun cuando la toma de sotana fuese un acontecimiento importante, la tonsura lo era aún más porque conducía a la clericatura, consagrándolo a los ministerios divinos, introduciéndole en la jerarquía de la Iglesia y preparándolo así a la recepción de las órdenes sagradas. Con todo, la tonsura no era una orden sagrada propiamente tal, sino que constituía una simple adscripción de una persona al servicio divino en cosas tales como las que son comunes a todos los clérigos, por ejemplo, el servicio del altar (véase aquí la entrada dedicada a los ministros sagrados).
Este rito consistía en que un cristiano bautizado y confirmado era recibido en el orden clerical mediante el recorte de su pelo y la investidura con la sobrepelliz. Conviene recordar que entre los griegos y romanos la costumbre de afeitarse la cabeza era un signo de esclavitud, y de ahí nace la costumbre de los monjes de cortarse el pelo al ras, que hacia finales del siglo V o comienzos del siglo VI pasa al clero secular.
Durante el segundo año de seminario, cuando el seminarista comienza el estudio de la filosofía, tenía lugar la ceremonia de la tonsura, con su fuerte simbolismo de renuncia al mundo y vencimiento del propio orgullo. Aun cuando la toma de sotana fuese un acontecimiento importante, la tonsura lo era aún más porque conducía a la clericatura, consagrándolo a los ministerios divinos, introduciéndole en la jerarquía de la Iglesia y preparándolo así a la recepción de las órdenes sagradas. Con todo, la tonsura no era una orden sagrada propiamente tal, sino que constituía una simple adscripción de una persona al servicio divino en cosas tales como las que son comunes a todos los clérigos, por ejemplo, el servicio del altar (véase aquí la entrada dedicada a los ministros sagrados).
Rito de tonsura tradiciona en Lincoln, Nebraska (EE.UU.)
Las órdenes menores
Antes de llegar al sacerdocio, los seminaristas avanzaban progresivamente hacia el altar. Hasta la reforma litúrgica, en el tercero (segundo de filosofía) y cuarto año (primero de teología) recibían las llamadas órdenes menores: ostiario, lector, exorcista y acólito. Después venían las otras tres, denominadas órdenes mayores o sagradas: en el quinto año (segundo de teología) recibían el subdiaconado y el diaconado, y en el año siguiente (tercer y último de teología), el sacerdocio. La vida del seminario estaba así jalonada por las ordenaciones, que marcaban para el seminaristas pasos visibles en su ascenso hacia el altar del Señor, al cual quedarían consagrados para siempre. Dada su importancia, estaba previsto que antes de cada ordenación se hiciese un retiro de tres días para las órdenes menores y de seis días para las órdenes mayores del subdiaconado, diaconado y sacerdocio, de manera de comprobar la plena voluntad del seminarista respecto del compromiso que adquiriría. Cuando cumplen funciones litúrgicas, la vestimenta propia de los clérigos que han recibido las órdenes menores es la sotana y la sobrepelliz.
(1) El ostiario
El ostiario era el primer grado de las ordenes sagradas y en él se consagraba al guardián del templo, que llama a los fieles al sonido de las campanas y conserva las cosas dedicadas al culto divino. Confería el cargo de abrir y cerrar la iglesia, de apartar de ella a las personas indignas, y de guardar los vasos y ornamentos sagrados, y ser guardián del Santísimo Sacramento que se oculta en el Sagrario. En la ceremonia de ordenación, el obispo le presentaba al aspirante las dos llaves del templo sobre un plato y, mientras el aspirante las toca, le decía: "Actúa de tal suerte que puedas dar cuenta a Dios de las cosas sagradas que se guardan bajo estas dos llaves...". Después, el aspirante tocaba la campana de la iglesia. La virtud especial que requiere esta orden era el celo por la casa de Dios y las almas.
Durante la ceremonia que confiere el grado de ostiario, el candidato pone simbólicamente su mano sobre las llaves del templo
(Foto: Offerimus Tibi Domine)
El nuevo ostiario toca simbólicamente las campanas del templo, una de sus tareas
(2) El lector
El segundo grado de las ordenes menores era el lectorado, por el que se confería el oficio de leer o cantar públicamente en el templo las Sagradas Escrituras, según los libros del canto litúrgico, sobre todo en el oficio de Maitines, además de ayudar al diácono en sus labores ministeriales, enseñando el catecismo al pueblo, y bendiciendo hogares y bienes para consagrarlos a Dios (por ejemplo, los panes y frutos nuevos). En la ceremonia de ordenación, el obispo le presentaba al aspirante el Misal Romano y, mientras el candidato lo toca con su mano derecha, le decía: "Sé un fiel transmisor de la palabra de Dios, a fin de compartir la recompensa con los que desde el comienzo de los tiempos han administrado su palabra...". Las virtudes especiales del lector eran el amor y el estudio de la Sagrada Escritura, así como el celo por la santificación de los fieles. Se requería una fe profunda para cumplir santamente estas funciones.
Al momento de ser ordenado lector, el candidato pone su mano sobre el Evangeliario
(Foto: Papa Stronsay)
(3) El exorcista
La tercera orden era la de exorcista, por la que se confería el oficio de imponer las manos sobre los posesos del demonio, alejar éste de los fieles, recitar los exorcismos aprobados por la Iglesia y llevar el agua bendita. En la ceremonia de ordenación, el obispo le presentaba el libro de exorcismos al ordenando para que lo tocase con la mano derecha, y le decía: "Recíbelo y confía a la memoria las fórmulas; recibe el poder de poner las manos sobre los energúmenos que ya han sido bautizados o sobre los que todavía son catecúmenos...". Sus virtudes particulares son la pureza de corazón y la mortificación de las pasiones.
Con todo, cumple advertir que este oficio en realidad sólo puede ser ejercido por presbíteros, de ordinario antes del bautismo, y de modo extraordinario, con un permiso especial del ordinario de su diócesis, cuando la grave ocasión lo requiera. La licencia se concede solamente al presbítero piadoso, docto, prudente y con integridad de vida, sea de forma estable o ad casum.
Respecto del ritual para la práctica de un exorcismo, en respuesta fechada el 13 de diciembre de 2011 (Prot. núm. 39/2011L), monseñor Guido Pozzo, secretario de la Pontificia Comisión Eclessia Dei, respondió afirmativamente a la consulta efectuada por el Rvdo. Francesco Bamonte, exorcista de la Diócesis de Roma, sobre la posibilidad de emplear el Rituale Romanum en vigor en 1962, vale decir, aquel promulgado por el papa Paulo V en 1614 y cuya última edición fue hecha en 1952. Por su parte, la forma ordinaria para practicar un exorcismo está contenida en De Exorcismis et Supplicationibus Quibusdam, publicado el 26 de enero de 1999 por la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos.
Con todo, cumple advertir que este oficio en realidad sólo puede ser ejercido por presbíteros, de ordinario antes del bautismo, y de modo extraordinario, con un permiso especial del ordinario de su diócesis, cuando la grave ocasión lo requiera. La licencia se concede solamente al presbítero piadoso, docto, prudente y con integridad de vida, sea de forma estable o ad casum.
Respecto del ritual para la práctica de un exorcismo, en respuesta fechada el 13 de diciembre de 2011 (Prot. núm. 39/2011L), monseñor Guido Pozzo, secretario de la Pontificia Comisión Eclessia Dei, respondió afirmativamente a la consulta efectuada por el Rvdo. Francesco Bamonte, exorcista de la Diócesis de Roma, sobre la posibilidad de emplear el Rituale Romanum en vigor en 1962, vale decir, aquel promulgado por el papa Paulo V en 1614 y cuya última edición fue hecha en 1952. Por su parte, la forma ordinaria para practicar un exorcismo está contenida en De Exorcismis et Supplicationibus Quibusdam, publicado el 26 de enero de 1999 por la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos.
Al ser ordenado exorcista, el candidato pone su mano sobre el libro de exorcismos
(Foto: Papa Stronsay)
(4) El acólito
La cuarta orden menor era la de acólito, el cual participaba de modo mucho más cercano en la Santa Misa, que es la finalidad principal del sacramento del Orden, sirviendo a los ministros sagrados el vino y el agua en el altar y portando las luces en el templo. Al ordenarse, el aspirante tocaba con su mano derecha el candelero con un cirio apagado que le presenta el obispo, mientras éste le decía: "Recibe este candelero y este cirio, y sabe que debes emplearlos para encender la iluminación de la iglesia, en el nombre del Señor...". Después el obispo le entregaba una vinajera vacía, y mientras el aspirante la tocaba con los dedos de la mano derecha, le dice: "Recibe esta vinajera para proveer el vino y el agua en la eucaristía de la sangre de Cristo, en el nombre del Señor...". El acólito tenía que esforzarse por llevar una vida casta según la grandeza del ministerio que ejerce. Su cometido podría ser desempeñado por ministros laicos, según explicados en esta entrada.
Durante la ceremonia de ordenación como acólito, el candidato recibe un candelero y un cirio
(Foto: Papa Stronsay)
La reforma posconciliar y la abolición de las órdenes menores
En cumplimiento de las directrices del Concilio Vaticano II, el 15 de agosto de 1972 el papa Pablo VI promulgó la Carta en forma de motu proprio Ministeria quaedam. Ella suprimía las órdenes menores para la Iglesia latina y las transformaban en ministerios laicales (II y III), quedando sólo las de lector (véase aquí lo dicho sobre este ministerio en la liturgia reformada) y acólito como servicios destinados respectivamente a la palabra y el altar (IV). En el Préambulo de este documento se explica que la razón del cambio se ordenaba a dar a dichos ministerios una coherencia funcional mayor, ya que, por ejemplo, las funciones del ostiario eran propias de un sacristán y las del exorcista correspondían al presbítero, que es el que, por haber recibido la unción con el crisma sobre sus manos, tiene el poder de imponerlas a otros y bendecir y, por tanto, de invocar a Dios para que el demonio salga del cuerpo del fiel exorcizado. Como fuere, tras la reforma paulina esos ministerios quedaron igualmente reservados sólo a varones (VII) y deben ser conferidos por el respectivo ordinario (IX). Consiguientemente, desapareció la primera tonsura, puesto que la incorporación al estado clerical quedó vinculada al diaconado (I), idea que repite para los institutos tradicionales el artículo 30 de la instrucción Universae Ecclesiae. Antes, el estado clerical comenzaba con la tonsura y era posible ser creado cardenal sin haber recibido las órdenes mayores (por ejemplo, un caso célebre es el del Cardenal Guilio Mazarino, primer ministro de Francia entre 1643 y 1661).
Sin embargo, la disciplina anterior sigue vigente respecto de los institutos de vida consagrada y en las sociedades de vida apostólica que dependen de la Pontificia Comisión Ecclesia Dei y en aquellos donde se mantiene el uso de los libros litúrgicos de la forma extraordinaria, los cuales pueden seguir usando el Pontificale Romanum de 1962 para conferir las órdenes menores y mayores (artículo 31 de la instrucción Universae Ecclesiae).
Sin embargo, la disciplina anterior sigue vigente respecto de los institutos de vida consagrada y en las sociedades de vida apostólica que dependen de la Pontificia Comisión Ecclesia Dei y en aquellos donde se mantiene el uso de los libros litúrgicos de la forma extraordinaria, los cuales pueden seguir usando el Pontificale Romanum de 1962 para conferir las órdenes menores y mayores (artículo 31 de la instrucción Universae Ecclesiae).
Los ministerios laicales volvieron a experimentar una reforma mediante la carta apostólica en forma de motu proprio Antiquum ministerium, de 10 de mayo de 2021, por la cual el papa Francisco instituyó el ministerio laical de catequista. A este ministerio, cuyo discernimiento e institución corresponde al ordinario del lugar, están "llamados hombres y mujeres de profunda fe y madurez humana, que participen activamente en la vida de la comunidad cristiana, que puedan ser acogedores, generosos y vivan en comunión fraterna, que reciban la debida formación bíblica, teológica, pastoral y pedagógica para ser comunicadores atentos de la verdad de la fe, y que hayan adquirido ya una experiencia previa de catequesis" (núm. 8).
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